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“En la carretera” (“On the Road”), de Jack Kerouac (1957).

Kerouac

La carretera es la vida.

Primero se hizo llamar John y después Jack. Firmaba sus contratos como Jean-Louis Lebris de Kérouac, aunque en su partida de bautismo consta “Kirouac”, sin el “de”. Nació el 12 de marzo de 1922 en Centralville, un pequeño pueblo anexo a la ciudad de Lowell, Massachusetts, cuarenta y siete años y pico antes de sufrir una muerte escalofriante a manos del alcohol: estaba escribiendo tranquilamente en su casa, con su tercera esposa y su madre, cuando las varices esofágicas que ignoraba padecer ―a pesar de haberlas cultivado con mimo durante más de media vida― decidieron reventar. Lo horripilante no es que comenzara a vomitar sangre a raudales, sino que no se lo esperaba. Se sabe que las tres horas que aún se mantuvo consciente antes de ser sometido a varias intervenciones quirúrgicas, tan desesperadas como inútiles, fue presa de un pánico indescriptible. Es posible que hasta entonces a Kerouac no se le hubiese pasado por la cabeza que él también podría morir algún día.

Precisamente por entonces empezó a obsesionarme algo extraño. Era esto: me había olvidado de algo. Se trataba de una decisión que estaba a punto de tomar antes de que apareciera Dean y que ahora se había borrado de mi mente aunque todavía la tenía en la punta de la lengua. Chasqueaba los dedos intentando recordar. Y ni siquiera podía decir si era una decisión auténtica o sólo algo que había olvidado. Me obsesionaba y desconcertaba, me ponía triste. Tenía algo que ver con el Viajero de la Mortaja. Carlo y yo estábamos sentados en una ocasión, rodilla contra rodilla, en dos sillas, mirándonos, y le conté un sueño que había tenido de un extraño árabe que me perseguía por el desierto; trataba de escaparme de él; pero me alcanzó justo antes de llegar a la Ciudad Protectora.
—¿Quién sería? —dijo Carlo.
Lo consideramos. Supuse que era yo mismo envuelto en una mortaja. No era eso. Algo, alguien, un espíritu nos perseguía por el desierto de la vida y nos alcanzaría antes de llegar al cielo. Por supuesto, ahora que volvía a ello, no podía ser más que la muerte: la muerte que nos alcanza antes de que lleguemos al cielo. Lo que anhelamos durante nuestra vida, lo que nos hace suspirar y gemir y sufrir todo tipo de dulces náuseas, es el recuerdo de una santidad perdida que probablemente disfrutamos en el seno materno y sólo puede reproducirse (aunque nos moleste admitirlo) al morir. Pero, ¿quién quiere morir? En el torbellino de acontecimientos en el fondo de la mente seguía pensando en esto. Se lo conté a Dean y él reconoció de inmediato que no era más que anhelo de la propia muerte; y dado que nadie vuelve a la vida, él, sensatamente, no quería tener nada que ver con ello, y me mostré de acuerdo.

Fue hijo de un matrimonio de emigrantes canadienses, hijos a su vez de emigrantes franceses de Bretaña. Al parecer, su padre estaba tan obsesionado con su origen celta que probablemente considerara fuerzas ocupantes a los bárbaros francos que osaban proclamarse sus compatriotas. No obstante, la familia de Kerouac no hablaba bretón o galó, sino que solían expresarse en joual, un dialecto del francés propio de las clases bajas de Quebec. De hecho, el futuro escritor no dominó el inglés hasta que cumplió once o doce años y algunas de sus obras fueron originalmente redactadas en francés, como “Visiones de Gerard” (1957), un libro fuertemente influenciado por la prosa de Proust en el que rememora el trauma que le produjo la muerte de su hermano mayor, a los 9 años de edad, víctima de unas fiebres reumáticas. Aunque no hay ningún indicio de que sea cierto, la familia de Kerouac presumía de poseer un parentesco relativamente cercano con Thérèse de Lisieux ―más conocida en la actualidad como santa Teresita del Niño Jesús y de la Santa Faz, copatrona de Francia―, y a ella se encomendaban a diario para tratar de superar el dolor que les había provocado la muerte de Gerard. De esta combinación de factores, así como de ciertas visiones marianas que afirmaba haber experimentado durante su primera niñez, surgió la veneración casi idolátrica que Kerouac profesó siempre a las iconografías más infantiles del catolicismo.

Aparte de esos supuestos lazos familiares con la más alta santidad, la familia Kerouac era bastante humilde sin llegar a ser pobre: el padre trabajaba como oficial en una imprenta y la madre solía ser empleada como dependienta en zapaterías. No obstante, la educación en Massachusetts era entonces completamente gratuita y, al parecer, de una gran calidad, por lo que Kerouac pudo acabar sus estudios sin tener que trabajar para ayudar en casa. Sin ser un estudiante especialmente brillante, Kerouac destacó mucho en el instituto como jugador de fútbol americano, por lo que los equipos de las universidades más prestigiosas comenzaron a enviarle ofertas de beca bastante suculentas. La elegida fue Columbia, más por las ganas de irse a vivir a Nueva York que por motivos académicos. De hecho, aunque se matriculó en magisterio, pronto quedó bien claro que su presencia en las aulas no constituía más que un paripé urdido por el rectorado para poder contar con él en el equipo: no olvidemos que los éxitos deportivos constituyen la forma más rentable de promoción de las universidades estadounidenses ―¿acaso a alguien le sonaría la de Carolina del Norte si no hubiese jugado Michael Jordan en su equipo de baloncesto?―.

Una grave lesión y serias discrepancias con el entrenador de turno hicieron que Kerouac abandonara su carrera deportiva prematuramente, y con ella su presencia en la universidad. La parte buena del asunto es que durante aquel periodo comenzó a escribir artículos para publicaciones deportivas, y así descubrió su vocación literaria. Hasta entonces no parece que hubiera sido un gran aficionado a la lectura ―ni tampoco pequeño―, aunque sí un buen cinéfilo ―de niño acudía gratuitamente a las salas locales porque su padre era el encargado de imprimir los carteles de las películas―. Sin embargo, esta carencia fue rápidamente reparada: como si de repente se diese cuenta de que había perdido un tiempo precioso durante su adolescencia, se convirtió en uno de los lectores más voraces que haya visto este planeta. Gracias a que se conservan sus notas de trabajo, sabemos que Kerouac leyó hasta catorce libros mientras trabajaba en “En la carretera” ―también conocida en castellano como “En el camino”, dependiendo de la edición―, incluyendo obras de Schopenhauer, Goethe, Rimbaud, Hemingway, Dostoievski, Céline, o Shakespeare.

Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, se enroló en un primer momento en la marina mercante, con la que realizó algunos viajes trasatlánticos. Tras sufrir un ataque por parte de un submarino alemán ―que a punto estuvo de provocar el naufragio del buque―, Kerouac comprendió la gravedad de la situación y solicitó alistarse en el Ejército del Aire; sin embargo, teniendo en cuenta su experiencia en el mar, fue finalmente destinado a la Armada, donde tan sólo duró ocho días. Rebelde e indisciplinado, fue incapaz de aceptar el rigor de la vida militar, y cuando un superior le advirtió de que sus botas estaban sucias, estalló soltándole que su familia descendía de uno de los caballeros de la Tabla Redonda, y que nunca nadie se había quejado de la pulcritud con la que habían paseado su calzado por los campos de batalla de Cornualles y El Viejo Norte. Dos días más tarde estaba exento del servicio e ingresado en un psiquiátrico.

Foto de la ficha de reclutamiento de Kerouac.

A su salida del hospital se instaló en Nueva York con la que sería su primera esposa, una discípula no demasiado aventajada de George Grosz llamada Edie Parker. Fue durante esta etapa cuando conoció y trabó amistad con Burroughs, Cassady, Ginsberg y el resto de la Generación Beat. El nombre del grupo le vino dado por un artículo de John Clellon Holmes, aparecido en The New York Times el 16 de noviembre de 1952, que se titulaba “This is the Beat Generation” y cuyo primer párrafo era el siguiente:

Hace algunos meses un periódico de difusión nacional publicó un artículo que llevaba por título “Juventud”, y por subtítulo “Mi mamá no me quiere”. Se trataba de la historia de una chica californiana de 18 años que fue arrestada tras haber sido sorprendida fumando marihuana y que ahora quería explicarse. Mientras el periodista la interrogaba, alguien tomó una fotografía. Teniendo en cuenta que la joven afirmaba pertenecer a una cultura completamente nueva, dentro de la cual una de cada cinco personas fuma marihuana, su fotografía resultaba bastante chocante. El rostro despierto y pálido, con los ojos dulces y la boca inteligente, no revelaba ningún indicio de corrupción. Sólo mediante un indescriptible esfuerzo podía encontrarse algo de criminal en ese rostro. La única queja que parecía emitir era: “¿Por qué no nos dejan en paz?”. Era el rostro de la generación beat.

No obstante, han sido muchos los que han tratado de apuntarse el tanto de haberlo ideado con anterioridad. El propio Kerouac se atribuyó la paternidad de la idea, sosteniendo que cuatro años antes le había dicho a Holmes que la suya sí que era “una verdadera generación golpeada” ―lo cierto es que ya durante la Segunda Guerra Mundial podemos encontrar varias referencias de escritores poco conocidos que se definen a sí mismos como “un beat”―. En cualquier caso, la denominación nunca gustó demasiado a los escritores a los que pretendía englobar, y mucha menos gracia les hacía el término “beatnik” ―de “beat” y “Sputnik”, una referencia burlona a sus presumibles tendencias comunistas―, acuñado a finales de 1957 por Herb Caen en una columna de opinión del San Francisco Chronicle. En ella criticaba a los jóvenes que, sin tener motivos reales para ello, optaban por la marginalidad social porque les parecía divertido. Kerouac y Caen estuvieron a punto de llegar a las manos por ello en una noche etílica en la que se encontraron por ahí; pero lo cierto es que el periodista nunca se refirió con ese apelativo a los escritores, sino a los que trataban de emularlos a lo tonto. En una entrevista concedida poco antes de su muerte, en 1997, Allen Ginsberg afirmaba lo siguiente:

¡No! ¡No se celebra el cincuenta aniversario de la generación beat! Nunca ha existido ningún “movimiento beat”. Simplemente hace 50 años que conocí a Burroughs y a Kerouac. La palabra “beat” no es más que un apelativo estereotipado que nos endosaron los medios […]. Por mucho que hoy en día todo el mundo utilice el término y hable de él sin parar, ese movimiento no existe, no ha existido nunca, sólo es una alucinación psicodélica de los medios (risas). En realidad, cada uno de nosotros, los autores que nos vimos agrupados bajo esa denominación, somos escritores profundamente singulares, muy diferentes unos de otros. Y capaces, dentro de nuestra diversidad, de llegar todavía hoy a las nuevas generaciones: Kerouac por su entusiasmo romántico por esos Estados Unidos contemplados como un gran poema; Burroughs por su sátira afiladísima, hiperinteligente del Estado policial, del control de las mentes y de la sociedad de la información; yo por lo que llamo “mi candor”… La crítica de Burroughs es muy actual si tenemos en cuenta el éxito de los integrismos y los fundamentalismos, ya sean islamistas o norteamericanos. Se trata de un peligro del que Burroughs ha sido siempre muy consciente y contra el cual ha intentado advertir y armar a las jóvenes generaciones. Su influencia ha sido enorme en un sinfín de artistas de rock, de Bob Dylan a Kurt Cobain, pasando por los Beatles, Blondie y muchos otros. ¿Sabía usted que Burroughs sale en la portada de Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band?

Cassady le ofrece fuego a Ginsberg. (Sin segundas).

En 1946, Neal Cassady, cuatro años menor que Kerouac, llegó a Nueva York acompañado de Luanne Henderson, su esposa quinceañera ―Marylou en la novela, “Una niña dulce, enormemente tonta y capaz de hacer cosas horribles”―. Aunque había nacido en Salt Lake City, Utah, la familia de Cassady se dedicaba a vagar de un sitio a otro en busca de no sé sabe muy bien qué, como si se tratara de afectados por la Gran Depresión años antes de que comenzara la Gran Depresión. Su madre murió en extrañas circunstancias cuando él todavía no había cumplido los 10 años, su padre era un dipsomaníaco de campeonato y su hermano mayor un delincuente habitual. Finalmente instalados en Denver, la infancia de Cassady transcurrió entre tugurios, comisarías, albergues para indigentes y caminos polvorientos, y concluyó definitivamente cuando fue internado en un reformatorio ―del que escapó al menos en una ocasión― tras haber robado varios automóviles y allanado unas cuantas moradas. Precisamente fue un joven abogado de Denver el que, tras hallarle durmiendo desnudo en el suelo de su casa y rendirse ante el desparpajo con el que el invasor le preguntaba “¡¿Quién es usted?! ¡¿Cómo ha entrado aquí?!”, decidió arreglar sus asuntos y tratar de sacarle del ambiente delictivo en el que se movía. Para ello, le propuso mudarse a Nueva York, donde le había encontrado el contacto de Allen Ginsberg gracias a un amigo en común. El poeta se enamoró de él en cuanto le vio, y sin duda acabó sufriendo mucho debido a la correspondencia incompleta e intermitente que el recién llegado le profesaba. Entre Cassady y Kerouac también se estableció enseguida una gran intimidad, aunque parece que respondía más bien a una especie de fascinación intelectual mutua, en lugar de a algún tipo de atracción física. Según Ginsberg, y para su propia frustración, ninguno de los dos era homosexual, sino “heterosexuales que alguna vez se acostaban con un tío”, y lo cierto es que los grandes amores de la vida de ambos siempre fueron mujeres.

Conocí a Dean poco después de que mi mujer y yo nos separásemos. Acababa de pasar una grave enfermedad de la que no me molestaré en hablar, exceptuado que tenía algo que ver con la casi insoportable separación y con mi sensación de que todo había muerto. Con la aparición de Dean Moriarty empezó la parte de mi vida que podría llamarse mi vida en la carretera. Antes de eso había fantaseado con cierta frecuencia en ir al Oeste para ver el país, siempre planeándolo vagamente y sin llevarlo a cabo nunca. Dean es el tipo perfecto para la carretera porque de hecho había nacido en la carretera, cuando sus padres pasaban por Salt Lake City, en un viejo trasto, camino de Los Angeles. Las primeras noticias suyas me llegaron a través de Chad King, que me enseñó unas cuantas cartas que Dean había escrito desde un reformatorio de Nuevo México. Las cartas me interesaron tremendamente porque en ellas, y de modo ingenuo y simpático, le pedía a Chad que le enseñara todo lo posible sobre Nietzsche y las demás cosas maravillosamente intelectuales que Chad sabía. En cierta ocasión, Carlo y yo hablamos de las cartas y nos preguntamos si llegaríamos a conocer alguna vez al extraño Dean Moriarty. Todo esto era hace muchísimo, cuando Dean no era del modo en que es hoy, cuando era un joven taleguero nimbado de misterio. Luego, llegaron noticias de que Dean había salido del reformatorio y se dirigía a Nueva York por primera vez; también se decía que se acababa de casar con una chica llamada Marylou.

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El primero de los viajes que Kerouac emprendió con Cassady tuvo Denver como destino final. Colorado siempre ha tenido fama de ser uno de los estados más liberales de los Estados Unidos, si no el que más, y en boca de su nuevo amigo, a Kerouac debió de parecerle una especie de paraíso que urgía conocer. Basta mirar un mapa para darse cuenta de que coger un coche en Manhattan y largarse a Denver de un día para otro sin motivo alguno no es algo que pueda considerarse demasiado sensato; sin embargo, a partir de entonces sí que comenzó a serlo entre la juventud norteamericana. Un buen amigo, ya fallecido, que vivió in situ aquellos tiempos me contó que él también hizo algo parecido: “Estaba en Washington. Un día cogí y el coche y me fui a San Francisco […] Por ir… En aquellos días se hacían esas cosas: te montabas en un coche y te ibas a San Francisco. Salvo que ya estuvieras en San Francisco, claro; en ese caso, supongo que se montarían en un coche y se irían a Nueva York, o a alguna parte en Florida, no sé […] ¿Una vez allí? No recuerdo… Creo que comí algo y me volví a Washington”. La distancia entre Washington y San Francisco es de unos 4.700 kilómetros, prácticamente la misma que separa Cádiz de Moscú.

Hacía un calor tan increíble que era imposible dormir. Dean cogió una manta y se tumbó sobre la suave y caliente tierra del camino con ella debajo. Stan se estiró en el asiento delantero del Ford con las dos puertas abiertas para hacer corriente, pero no corría el más leve soplo de aire. Yo, en el asiento de atrás estaba bañado en sudor. Me bajé del coche y anduve vacilante en la oscuridad. Todo el pueblo se había ido a la cama; sólo se oía ladrar a los perros. ¿Cómo conseguiría dormir? Miles de mosquitos nos habían picado ya en el pecho y brazos y tobillos. Entonces tuve una brillante idea: salté al techo metálico del coche y me tendí allí boca arriba. Todavía no había brisa pero el acero era frío y me secó el sudor de la espalda dejando pegados a ella miles de insectos, y comprendí que la selva nos traga y nos convierte en parte de ella misma. Tumbado en el techo del coche cara al negro cielo me pareció estar encerrado en un baúl una noche de verano. Por primera vez en mi vida el ambiente no era algo que me tocara, que me acariciara, que me congelara, sino que era yo mismo. La atmósfera y yo nos convertimos en la misma cosa. Mientras dormía llovían encima de mi cara blandos chorros de microscópicos insectos que me proporcionaban una sensación agradable y sedante. No había estrellas en el cielo, totalmente invisible y pesado. Podía pasarme toda la noche allí con la cara expuesta a los cielos, y los cielos no me harían más daño que un manto de terciopelo que me envolviera. Los insectos muertos se mezclaban con mi sangre; los mosquitos vivos intercambiaban otras porciones de mi cuerpo; empezó a picarme todo y a oler yo mismo a la rancia, caliente y podrida selva; el pelo, la cara y los pies olían a selva. Para reducir el sudor me puse una camiseta manchada de insectos aplastados y volví a tumbarme. Una sombra en el camino me indicaba dónde dormía Dean. Le oía roncar. Stan también roncaba.

Aunque en el rollo original muchos de los personajes aparecen con el nombre de su alter ego en la vida real, Kerouac decidió atribuirles un seudónimo en la versión definitiva. Así, Allen Ginsberg aparece como Carlo Marx, William Burroughs como Old Bull Lee, Cassady como Dean Moriarty y el propio Kerouac se reservó el seudónimo de Sal (Salvatore) Paradise, cambiando su ascendencia francesa por la italiana. A pesar de que sus conexiones con la vida privada del autor sean más que evidentes, “En la carretera” no es una autobiografía ni un diario de viajes, sino una novela, y el hecho de que pueda estar más o menos basada en vivencias reales no le despoja ni un ápice de su naturaleza ficticia. Aún así, es muy frecuente que ante este tipo de obras, narradas además en primera persona, el lector tienda a atribuirles carácter de crónica fidedigna, y mucho más si se ve reflejado de alguna manera en uno de los personajes. En esta confusión debieron de caer varios de los allegados del autor ―obviamente no los que ya eran escritores―, porque la publicación le reportó al pobre Kerouac toda una larga serie de enfados y enemistades.

Mi tía dijo en una ocasión que en el mundo nunca habría paz hasta que los hombres se arrodillaran delante de las mujeres y les pidieran perdón. Dean lo sabía, lo había dicho muchas veces.
—Yo he suplicado y suplicado a Marylou —dijo— para que mantuviéramos unas relaciones pacíficas y comprensivas y de un amor puro y dulce y eterno, dejando a un lado lo que pueda separarnos… pero ella no me deja en paz, trama algo, quiere hundirme, no entiende lo mucho que la quiero, está buscando mi perdición.
—Lo cierto del asunto es que no entendemos a nuestras mujeres —añadí yo—. Les echamos la culpa de todo y, de hecho, la culpa la tenemos nosotros.
—La cosa no es tan sencilla como eso —me previno Dean—. La paz llegará de improviso, no nos daremos cuenta cuando llegue… ¿te das cuenta, tío?
Tercamente, congelado, condujo el coche a través de Nueva Jersey; al amanecer llegamos a Paterson mientras yo conducía y Dean dormía detrás. Llegamos a casa a las ocho de la mañana y nos encontramos a Marylou y Ed Dunkel sentados y fumándose las colillas de los ceniceros; no habían comido desde que Dean y yo nos marchamos. Mi tía compró comida y preparó un espléndido desayuno.

Tanto el proceso creativo como la técnica empleada para escribir “En la carretera” resultan de lo más curioso. Se sabe que en 1948 ya había realizado una redacción completa de la novela; sin embargo, la descartó porque a su juicio el estilo empleado la hacía insoportablemente plomiza. En 1951, tras haber recibido de Neal Cassady unas cuantas cartas que goteaban benzedrina, Kerouac creyó hallar la clave para aligerar su narración. Principalmente, se trataba de escribir de corrido, al mismo ritmo continuo con el que esos coches mastodónticos queman millas de recta estrecha a través del desierto. Para ello, tomó ocho rollos de papel de calco, del que por aquel entonces utilizaban los arquitectos, los ensambló con cola y los cortó por los bordes para que se ajustaran al ancho de la máquina de escribir. Y así, sin tener que detenerse a cambiar de hoja, Kerouac acabó su manuscrito en los veintiún días que median entre el 2 y el 22 de abril de 1951. Sin duda, se trata de toda una hazaña por sí misma, por lo que no resultaba necesario exagerarla para dotarla de valor; sin embargo, se ha venido haciendo sistemáticamente. Aún hoy, cuando el manuscrito original ha sido editado con bastante fidelidad hace ya ocho años, hay quien insiste en afirmar que fue escrito sin espacios y sin signos de puntuación. Cualquiera que haya tenido que teclear alguna vez a contrarreloj sabe que se trata de una suposición absurda, porque evitar estos accidentes no sólo no agiliza la redacción, sino que la entorpece salvajemente. Lo único que es cierto es que Keoruac no incluyó ningún punto y aparte para ganar tiempo y ahorrar papel, aunque sabía perfectamente dónde colocarlos, como demostró después en la revisión del borrador que llevó a cabo durante todo el mes siguiente ―otra proeza―.

Tal y como él mismo apuntó en su artículo “El jazz de la Generación Beat” (1955), escribir de esa manera llegó a provocarle en ocasiones un estado de concentración cercano a la pérdida de la consciencia. Acabó definiendo la técnica como sketching, que viene a ser como los angloparlantes se refieren a los apuntes apresurados que los pintores toman al carboncillo mientras su modelo va cambiando de postura. Gran aficionado a este tipo de música, también tomó ejemplo de las improvisaciones de los jazzistas: “¿Qué hace un saxofonista? Toma aire y después sopla en su instrumento construyendo con ese aliento una frase unitaria. De la misma manera, yo separo mis frases como si fueran distintas respiraciones de mi mente”. Esta forma de trabajar no fue siempre bien entendida por sus colegas: durante una entrevista en un programa de televisión de máxima audiencia, Truman Capote dijo de él que no sabía si era buen escritor o no, pero que de lo que no había dejado ninguna duda es de que era un mecanógrafo de primera. Lo más curioso del asunto es que así es como hoy en día escribimos todos los que usamos un ordenador, por lo que podemos decir sin problemas que Kerouac fue el primero en escribir como se escribe en el siglo XXI.

—Sí… sí… sí… —me llevó a un rincón—. Este Rollo Greb es el más grande, el más maravilloso de todos. Es lo que trataba de decirte… así es cómo quiero ser yo. Quiero ser como él. Nunca se queda colgado, va en todas direcciones, deja que todo vaya por sí mismo, sabe lo que es el tiempo, lo único que tiene que hacer es balancearse adelante y atrás. ¡Tío, es el acabóse! ¿Ves? Si haces lo mismo que él todo el tiempo lo habrás conseguido.
—¿Conseguir qué?
—¡ESO! ¡ESO! Te lo diré… pero ahora no tengo tiempo —y Dean corrió a observar a Rollo Greb un poco más.
George Shearing, el gran pianista de jazz era, según Dean, exactamente igual que Rollo Greb. Durante el loco fin de semana, Dean y yo fuimos al Birdland a ver a Shearing. El local estaba desierto, éramos los primeros clientes. A las diez apareció Shearing, que es ciego, y lo llevaron de la mano hasta el piano. Era un inglés de aspecto distinguido con cuello duro, ligeramente grueso, rubio, con un delicado aire de noche-inglesa-de-verano que se hizo patente con los primeros suaves escarceos que tocó en el piano mientras el bajista se inclinaba con respeto hacia él y marcaba el ritmo. El baterista, Denzil Best, estaba sentado inmóvil exceptuadas sus muñecas, que movían las escobillas. Y Shearing empezó a balancearse; una sonrisa recorrió su rostro extasiado; comenzó a balancearse en el taburete del piano, hacia adelante y hacia atrás, al principio con lentitud, luego de acuerdo con el ritmo, cada vez más de prisa, mientras su pie izquierdo golpeaba el suelo marcando el compás, su cuello se balanceaba retorciéndose, bajaba el rostro hasta las teclas, se echaba el pelo hacia atrás; se despeinó y empezó a sudar. La música se hacía más potente. El bajista se encorvó y tocaba cada vez más fuerte, y cada vez más de prisa; eso era todo. Shearing empezó a tocar su solo; los acordes salían del piano como grandes chubascos, y se pensaba que el tipo no tendría tiempo de ordenarlos. Se agitaban como el mar. La gente le gritaba:
—¡Sigue! ¡Sigue!
Dean sudaba; el sudor fluía de su cuello.
—¡Ya está! ¡Eso es! ¡Es Dios! ¡El Dios Shearing! ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí!
Y Shearing era consciente del loco que tenía detrás, oía cada uno de los gritos de Dean, cada una de sus imprecaciones, se daba cuenta de todo ello aunque no pudiera verlo.
—¡Eso es! ¡Perfecto! —decía Dean— ¡Sí! ¡Sí!
Shearing sonreía, se balanceaba. Se levantó y se alejó del piano empapado de sudor; era su gran época de 1949 antes de hacerse frío y comercial. Cuando se marchó, Dean señaló el vacío taburete.
—El taburete vacío de Dios —dijo.

Más moderado en sus críticas fue Malcolm Cowley ―un escritor de la Generación Perdida muy poco conocido en España (prácticamente no ha sido traducido al castellano), pero con una obra que, aunque algo breve, goza de gran prestigio en los Estados Unidos― cuando, tratando de quitar importancia a sus innovaciones, definió a todos los beats como nada más que “una nueva raza de patos con un nuevo cuac”. Y no se puede decir que no les conociera, porque fue el encargado de corregir el manuscrito de “En la carretera”. Su intervención fue impuesta por la editorial ―a pesar de las protestas inocuas de Keoruac al respecto―, y en un primer momento debió de enmendar el manuscrito a base de bien ―según relataría Kerouac años más tarde, “añadió un montón de comas inútiles”―. Tremendamente escéptico al principio, a medida que hacía su trabajo Cowley fue descubriendo que se encontraba ante un libro con todo lo necesario para convertirse en un clásico, de modo que se interesó por conocer al autor para poder negociar con él las correcciones a realizar. Parece ser que la principal aportación de Cowley consistió en convencer a Keoruac de que le diese algo más de coherencia al relato, pues en su opinión los itinerarios reflejados en la novela, repletos de idas y venidas, resultaban demasiado caóticos: vale que quisiera reflejar fielmente las sensaciones de su viaje, pero no había ninguna de necesidad de que los lectores terminaran vomitando por la ventanilla. Hay quien critica que estos cambios le restaron frescura al manuscrito; pero si no se hubiesen llevado a cabo, “En la carretera” probablemente no habría pasado de una primera edición deficitaria y hoy nadie conocería a Jack Kerouac.

En Oakland tomé una cerveza entre los vagabundos de un saloon que tenía una rueda de carreta en la puerta, y estaba una vez más en la carretera. Dejé atrás Oakland para llegar a la carretera de Fresno. De dos saltos llegué a Bakersfield, unos seiscientos kilómetros al Sur. El primero que me recogió estaba loco; era un chaval rubio que iba en un trasto lleno de remiendos.
—¿Ves este dedo? —me dijo mientras lanzaba el trasto aquel a ciento y pico por hora adelantando a todo el mundo—. Míralo —estaba cubierto de vendas—. Me lo acaban de amputar esta misma mañana. Los hijoputas querían que me quedara en el hospital. Cogí mi bolsa y me largué. ¿Qué es un dedo?
Sí, en efecto, dije para mis adentros, un dedo es muy poco. Pero hay que estar atento a la carretera y agarrarse fuerte. Nunca había visto a un conductor tan loco.

Atendiendo a sus primeras reacciones, resulta evidente que el éxito tremendo de la novela cogió a su propio autor por sorpresa. Kerouac no se esperaba ni estaba preparado para asumir el peso de convertirse de la noche a la mañana en el líder moral de toda una generación. Aunque en un principio atendió encantado a todos los periodistas que se le acercaban, no tardó mucho en comenzar a hartarse de que le preguntaran por su vida privada o de que obligasen a pronunciarse sobre obviedades que creía haber dejado sobradamente resueltas en sus libros. Mucho peor fue enfrentarse con su enorme legión de seguidores, a los que llegó a calificar como un gigantesco atajo de estúpidos. Cada vez con menos paciencia que agotar, acabó reaccionando con mucha aspereza ante los entrevistadores, hasta que llegó un momento en el que no desaprovechaba ni media ocasión para recordar que él era católico y conservador, y que no se identificaba en absoluto con la forma de vida que practicaba la masa que le había tomado como modelo. Como no podía ser de otra manera, muy pronto comenzó a ser tachado de traidor a su clase, lo cual supongo que acabaría por reventarle los nervios y por hacerle maldecir el día en que se le ocurrió comprar una máquina de escribir.

Dean y yo volvimos al apartamento en coche y encontramos a Marylou acostada. Dunkel andaba paseando su fantasma por Nueva York. Dean le contó a Marylou lo que había decidido. Ella se mostró encantada. Yo no estaba muy seguro de mí mismo. Tenía que demostrar que podía hacerlo. La cama había sido el lecho mortuorio de un tipo enorme y estaba hundida por el medio. Marylou estaba allí y Dean y yo a ambos lados equilibrando los dos extremos levantados del colchón. No sabía qué decir, y solté:
—¡Mierda! No puedo hacerlo.
—Vamos, tío, lo prometiste —dijo Dean.
—¿Y Marylou? —añadí—. Venga, Marylou, di lo que piensas.
—Adelante —me respondió.
Me abrazó y yo traté de olvidarme de que Dean estaba allí. Cada vez que recordaba que estaba allí en la oscuridad, escuchando cada sonido, no podía hacer más que reír.
Era horrible.
—Debemos relajarnos —dijo Dean.
—Creo que no podré hacerlo. ¿Por qué no te vas un momento a la cocina?
Dean así lo hizo. Marylou se mostró muy tierna, pero le susurré:
—Espera hasta que seamos amantes en San Francisco; ahora no estoy por la labor.
Marylou dijo que tenía razón. Eramos tres hijos de la tierra intentando decidir algo por la noche y con todo el peso de los siglos pasados flotando en la oscuridad allí delante de nosotros. Había una extraña quietud en el apartamento.

Algo que siempre ha sido malinterpretado de la Generación Beat es su relación con las drogas. Alcohol, peyote, marihuana, morfina, todo tipo de anfetaminas, heroína, incluso algún tonteo pionero con el LSD eran platos habituales en su menú; sin embargo, su consumo no tenía absolutamente nada que ver con su literatura. Así, el modelo a seguir por los beats no fue Aldous Huxley, al que tan sólo el propio Kerouac consideraba un escritor valioso, sino Henry Miller.

Nada más salir de Gregoria la carretera empezó a descender, a ambos lados se alzaban grandes árboles y, como oscurecía, oímos el ruido de billones de insectos que hacían un sonido constante.
—¡Vaya! —dijo Dean, y encendió los faros y no funcionaban—. ¿Qué pasa?
¡Coño! ¿Qué hostias pasa? —y golpeó enfadado el salpicadero—. Tendremos que ir a través de la selva sin luces, ¡fijaos qué horror! Sólo veré cuando venga otro coche y por aquí no hay coches. Y tampoco luces, claro. ¿Qué coño podemos hacer?
—Podemos seguir. Aunque quizá fuera mejor volver…
—¡No! ¡Nunca! ¡Nunca! Seguiremos. Casi no puedo ver la carretera. Pero seguiremos.
Y salimos disparados por aquella oscuridad entre el chirrido de los insectos, y un olor intenso, rancio, casi a podrido, y recordamos y comprobamos que en el mapa se indicaba que inmediatamente después de Gregoria empezaba el Trópico de Cáncer.
—Estamos en un trópico nuevo —gritó Dean—, No es de extrañar este olor. ¡Oledlo!

Obviamente, el consumo frecuente de sustancias estupefacientes influía en las experiencias que iban marcando el acervo del grupo; pero nunca constituyó un tema principal en su obra ―salvo en el caso de Burroughs―. En este sentido, podemos afirmar que no se hicieron escritores gracias a las drogas, sino a pesar de ellas. Su obsesión era escribir, y además se drogaban con mayor o menor frecuencia, pero no para ponerse delante de la máquina ―o al menos no para inspirarse, ya que sí que solían tomar anfetaminas para aguantar despiertos mientras tecleaban―. Por supuesto, no faltan ejemplos de obras escritas bajo la influencia de estas sustancias, como el poema “Mexico City Blues” (1959) del propio Kerouac o varias locuras incomprensibles de Burroughs ―aunque en el caso del escritor más desgraciado de la historia seguramente pesaran más otros factores mentales en su falta de inteligibilidad ocasional―; pero en ellas no se encuentra ningún interés experimental. Cuando se habla sobre los efectos de la droga, como hace Kerouac en “Tristessa” (1960), prácticamente no hay ninguna referencia a sus consecuencias físicas o psicológicas, sino que se limita a analizar las sociales.

El pobre Bull volvió a casa en su Texas Chevy y se la encontró invadida de maniáticos; pero me dio la bienvenida con una agradable cordialidad que no había visto en él desde hacía muchísimo tiempo. Había comprado esta casa de Nueva Orleans con el dinero que había ganado cultivando guisantes en Texas en unión de un viejo compañero de la facultad cuyo padre, un loco parético, había muerto dejándole una fortuna. El propio Bull sólo recibía cincuenta dólares semanales de su familia, lo que no estaba del todo mal, pero lo gastaba casi todo en drogas… y el cuelgue de su mujer también era caro, ya que gastaba en benzedrina unos diez dólares a la semana. Sus gastos de comida eran los más bajos del país; raramente comían; tampoco comían sus hijos, aunque no se quejaban de ello. Tenían dos hijos maravillosos: Dodie, una niña de ocho años; y el pequeño Ray de uno. Ray andaba por el patio completamente desnudo: era una criatura rubia surgida del arco iris. Bull le llamaba «la bestezuela», inspirándose en W. C. Fields. Bull entró en el patio y se bajó del coche; desenrollándose hueso a hueso, se acercó con andar cansino.

[…]

Hubiera hecho falta toda la noche para hablar del viejo Bull Lee; de momento, diré que era un auténtico maestro, y debe añadirse que tenía todo el derecho del mundo a enseñar porque se pasaba la vida aprendiendo; y lo que aprendía era lo que él consideraba y llamaba «los hechos de la vida», de los que se informaba no sólo por necesidad, también por afición. Había arrastrado su largo y delgado cuerpo por todo los Estados Unidos y la mayor parte de Europa y el norte de África, sólo por ver cómo iban las cosas; se había casado en Yugoslavia con una condesa, rusa blanca, en la década de los treinta para salvarla de los nazis; tenía fotos de la época con cocainómanos internacionales muy elegantes: unos tipos despeinados que se apoyaban unos en otros; también hay fotos suyas con un panamá en la cabeza recorriendo las calles de Argel; nunca volvió a ver a la condesa rusa. Fue exterminador en Chicago, tuvo un bar en Nueva York y fue alguacil en Newark. En París se sentaba a las mesas de los cafés para observar los hoscos rostros franceses que pasaban. En Atenas levantaba la cabeza de su ouzo, dejaba de beber este dulce licor, y contemplaba a la que consideraba la gente más fea del mundo. En Estambul se le hizo entre opiómanos y vendedores de alfombras, buscando los hechos. Leyó a Spengler y al marqués de Sade en hoteles ingleses. En Chicago proyectó atracar unos baños turcos, se rezagó dos minutos tomando un trago, y sólo consiguió un par de dólares y tuvo que salir pitando. Hizo todas estas cosas por puro experimento. Ahora su estudio final era la adicción a las drogas. Andaba por las calles de Nueva Orleans con tipos siniestros y visitando los bares donde tenía a sus contactos.

Lo más curioso de “En la carretera” es que sus protagonistas no van a ninguna parte o, más exactamente, no desean llegar a ninguna parte. No se trata de una búsqueda constante de aventuras y experiencias, como suele afirmarse de manera algo simple, sino de la necesidad de no pararse. Si te paras, te alcanzará el día a día, te deprimirás, te molestarán, te impondrán responsabilidades, querrán que hagas algo por ellos, no te dejarán en paz; o puede que sí, que te dejen tan en paz que acabes deseando que vengan a venderte una biblia. En aquellos tiempos resultaba imposible llamar por teléfono a un coche; hoy ni siquiera eso.

Esa misma noche todos bebimos cerveza, echamos pulsos y hablamos hasta el amanecer, y por la mañana, mientras seguíamos sentados tontamente fumándonos las colillas de los ceniceros a la luz grisácea de un día sombrío, Dean se levantó nervioso, se paseó pensando, y decidió que lo que había que hacer era que Marylou preparara el desayuno y barriera el suelo.
—En otras palabras, tenemos que ponernos en movimiento, guapa, como te digo, porque si no siempre estaremos fluctuando y careceremos de conocimiento o cristalización de nuestros planes. —Entonces yo me largué.

Por algún motivo, resulta frecuente encontrarse con comentarios que definen “En la carretera” como una especie de búsqueda del yo interior con connotaciones místicas. En mi opinión, todo el que pueda sostener algo semejante probablemente no ha leído el libro o estaba pensando en otra cosa mientras lo hacía. Si hay alguna doctrina que se desprenda de esta novela, no es sino nihilismo; y si se transmite algún canto en particular, éste es a la fascinante personalidad de Cassidy y, en segundo lugar, a los Estados Unidos, pero no como nación poderosa ni nada por el estilo, sino como lo que Whitman definió como “el más grande poema”. En este sentido, no deja de resultar curioso que Kerouac comenzara a redactar su novela justo el día en el que se cumplían cien años de la primera edición de “Hojas de hierba”, un siglo en el que la sociedad había cambiado por completo mientras la tierra sobre la que se asentaba seguía siendo la misma. La diferencia principal entre la obra de ambos radica en una cuestión de enfoque: si Whitman cantó a Norteamérica, fue ésta la que susurró su canto al oído de Kerouac.


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