El Escriba sentado del Louvre, anónimo egipcio (2600-2350 a. C.).
Ignacio Viloria
Debemos ser muy cautos a la hora de hablar de “arte egipcio”, sobre todo cuanto más nos remontemos en el tiempo. Nuestro concepto de arte comienza a forjarse en la Grecia clásica, y no existe ningún indicio que nos permita pensar que los antiguos habitantes de Egipto ya lo manejaran; de hecho, las locuciones “arte”, “artista” u “obra de arte” no encuentran traducción posible a su idioma. Por ello, a pesar de la herencia riquísima que nos han dejado, ninguno de sus creadores debía de saber que lo que estaba haciendo era “arte”. Por otro lado, aunque evidentemente existió una cultura egipcia que se prolongó durante milenios con pocas variaciones esenciales, no es menos cierto que la región fue objeto de varias invasiones y cambios políticos de lo más convulsos, por lo que tampoco puede hablarse de “los egipcios” como si hubiesen sido un pueblo uniforme a lo largo de los siglos. Tengamos en cuenta que, en términos cronológicos, Cleopatra está bastante más cerca de nuestros días que de los que vieron nacer a esta escultura.
Contrariamente a lo que suele pensarse, y aunque efectivamente estuviesen más avanzadas en muchos aspectos que las de los pueblos limítrofes, las primeras civilizaciones egipcias seguían siendo muy primitivas social y tecnológicamente, y no existe ninguna base real para disertar sobre ellas con la seguridad y vehemencia con la que suele hacerse cotidianamente ―no en vano, la mayor parte del tiempo de los faraones se desarrolló durante la Edad del Bronce―. Aunque algunas fechas concretas han podido ser verificadas gracias a los registros de fenómenos astronómicos que en su día se dejaron anotados ―todos ellos correspondientes al primer milenio antes de nuestra era―, ni siquiera se sabe si la cronología dinástica que normalmente se toma como referencia se ajusta a la realidad histórica, pues fue escrita a principios del siglo III a.C. por orden de Ptolomeo I ―que, por si alguien no lo recuerda, fue uno de los epígonos de Alejandro Magno―. El encargado de realizar esa labor titánica fue un sumo sacerdote de Heliópolis a quien llamaban Manetón, que logró remontarse hasta el año 3168 a.C. en sus investigaciones, tal y como si hoy en día, sin más referencias que la tradición oral y alguna que otra inscripción fragmentaria, nos encargaran escribir la historia de nuestro país desde el año 1152 a.C. No es de extrañar, por lo tanto, que la datación de esta escultura oscile dentro de una horquilla de 250 años, que traspuesta a nuestra época supondría decir que no se sabe si fue tallada ayer o antes de que naciera Napoleón.
De acuerdo con la cronología de Manetón, el Escriba fue creado en algún momento entre los reinados de las dinastías IV y VI, que se corresponden con el periodo del Imperio Antiguo. Los hallazgos arqueológicos sugieren que la sociedad que lo vio nacer estaba profundamente influida por la religión y la magia, sobre las que debían de girar prácticamente todos sus actos cotidianos. Así, cuando alguien se puso a esculpir este Escriba, no lo hizo pensando en la belleza o en expresar algo, sino con algún tipo de sentido trascendental o finalista que se nos escapa. Incluso la cuidada pericia del escultor podría no estar dirigida a reflejar fielmente la realidad, sino que más bien tendría un sentido sacrificial. Así, se piensa que toda forma de arte suponía una manera de honrar al dios Ptah mediante el esfuerzo y la imitación de sus obras. Según la tradición de Menfis, Ptah, que “hace esto con ambas manos como bálsamo para su corazón” ―como reza un poema que se cree que debió de ser una canción u oración muy popular durante el Imperio Nuevo―, fue el “supremo alfarero”: el creador de todo lo terrenal.
Durante muchos siglos, tan sólo los sacerdotes consagrados al culto de Ptah estuvieron autorizados a crear objetos artísticos. El sumo sacerdote de este credo llevaba también el título de “El Más Grande de los Artesanos” y respondía con su vida del correcto diseño y ejecución de cualquier escultura, pintura o edificio oficial. Si tenemos en cuenta que el enorme legado del antiguo Egipto debe de representar una parte infinitesimal de lo que realmente llegó a ejecutarse, sin duda se trataba de una profesión de riesgo.
Aunque no está del todo claro, porque se perdió el diario de la expedición, se cree que esta pieza fue hallada en 1850 en Saqqara, durante las fructíferas excavaciones llevadas a cabo por Auguste Mariette ―en unas notas del egiptólogo, descubiertas póstumamente, parece describirse vagamente esta figura como “una estatua calcárea pintada que representa a un personaje sentado a la oriental”―. En cualquier caso, bien hallada por él mismo, bien comprada a otra persona, no cabe duda de que fue Mariette quien la aportó a la colección del Louvre. Se ha aventurado que el Escriba podría ser un tal Kay, por la similitud de su cara con otra estatua identificada como tal; pero el propio museo, depositario de ambos objetos, descarta por completo esta teoría. La tesis con más visos de certeza ―que, sin embargo, tampoco son muchos― apunta a que el retratado podría ser un subordinado de Pehernefer o el propio Pehernefer: un alto “funcionario” de las cortes de los faraones Huni y Sneferu, ambos de la IV dinastía. Los argumentos, no obstante, parecen también algo peregrinos: aparte de ciertas semejanzas estilísticas, se basan en que los labios de ambas obras son muy finos, algo que efectivamente es poco habitual.
Quizá sus rasgos faciales sí que fuesen parecidos a los que se nos presentan, aunque es muy posible que no tuvieran nada que ver: se han hallado múltiples ejemplos en los que un mismo retratado muestra facciones completamente distintas ―y también de todo lo contrario: esculturas de un acabado tan minucioso que un mismo personaje es claramente identificable a través de su cara―, siendo el nombre inscrito en la peana lo que de verdad le otorgaba identidad. Es muy improbable, por el contrario, que el resto de sus características respondan a la que fue su realidad. Debemos tener en cuenta que la egipcia es la civilización simbólica por excelencia: nunca ningún pueblo ha generado un sistema de comunicación a base de iconos tan complejo como la escritura jeroglífica. No se sabe absolutamente nada acerca del origen de los jeroglíficos, tan sólo se ha comprobado que son antiquísimos: provienen literalmente de los albores de la historia y, aunque en sí mismos pueden ser considerados un arte, son anteriores a cualquier forma de arte egipcio conocida. De hecho, la propia iconografía egipcia se basa en la escritura jeroglífica. Así, si el glifo para “anciano” consiste en una figura humana ligeramente encorvada y apoyada en un bastón, cuando un personaje aparece caracterizado de esta manera se nos está indicando que el retratado es viejo, independientemente de que el resto de su apariencia no se corresponda con esta imagen o de que el modelo de carne y hueso caminase más tieso que un recluta. En nuestro caso, es posible que el escriba en cuestión realmente luciera esa barriguilla y esa complexión en general tirando a fofa; pero lo que se nos está expresando con esas características es que se trataba de un hombre maduro y muy bien posicionado, lo cual no es de extrañar si tenemos en cuenta la importancia y el poder que un escriba atesoraba en una sociedad donde se supone que la práctica totalidad de la población, incluidas las más altas instancias, era analfabeta. Aunque no fuese exactamente ésa su función, un escriba acababa convirtiéndose en un fedatario supremo, capaz de cambiar el destino del reino aplicando un matiz u otro a lo que se le dictaba o a lo que se le ordenaba leer ―evidentemente, teniendo en cuenta el valor de la vida humana en aquellos tiempos, es de esperar que se esforzaran por ser lo más objetivos posible―. Para añadir algo más de confusión, se ha constatado también que en ocasiones se caracterizaba como escribas a los descendientes del faraón reinante; no porque realmente lo fueran, sino porque suponía reconocerles cultura y sabiduría.
Debido a que las obras más conocidas lo son, se ha asentado el tópico de que el arte del Egipto antiguo era generalmente colosal, cuando la realidad es que la práctica totalidad de las tallas que han sobrevivido hasta nuestros días son de dimensiones inferiores a la humana, incluidas las de dioses y faraones. En este caso concreto, el Escriba apenas supera el medio metro de alto ―una de las muchas sorpresas que se lleva quien visita el Louvre por primera vez―. Parece ser que la figura del escriba sentado fue un motivo iconográfico típico de las dinastías IV y V: no se conservan demasiados ejemplos completos, pero sí los fragmentos suficientes como para determinar que nuestro Escriba no constituía ninguna rareza. Especialmente conocida es la escultura del Escriba de Saqqara, en el Museo Egipcio de El Cairo, datada alrededor de 2500 a.C.
Como podemos observar, en esta ocasión se trata de un hombre más joven, como atestigua su cuerpo más atlético y, quizá, su peluca. No se sabe exactamente qué significado tenía la ausencia o presencia de este elemento, pero se ha podido determinar que su aparición suele ir relacionada con la menor edad del portador. Es posible que se tratara de una simple cuestión de modas sin mayor trascendencia, si bien resultaría algo chocante en una sociedad que no parecía valorar en demasía el individualismo. Curiosamente, el mismo tipo de peluca encontramos en una estatuilla orante, conservada en el mismo museo, cuyo modelo ha sido identificado como el sacerdote funerario Ka’emked (circa 2400 a. C.). Ambas esculturas fueron halladas en la misma tumba, la del príncipe Urini, por lo que el hecho de que fuesen creadas con un siglo de diferencia plantea serios interrogantes y parece sugerir que los ajuares funerarios iban actualizándose periódicamente, aunque tampoco existen grandes evidencias de que así fuese.
Aunque nuestra imagen de estos pueblos se halle claramente contaminada por la percepción helenística, no cabe duda de que su civilización contó desde tiempos inmemoriales con algo parecido a lo que hoy llamamos filósofos, que seguramente no fueran sino sacerdotes que predicaban las virtudes de la templanza, el silencio, la calma y la benevolencia. Así, son muy extrañas las manifestaciones violentas en los vestigios de la cultura egipcia, y generalmente se limitan al reflejo de sacrificios rituales o a la derrota de fuerzas malignas. Se cree que ése es el motivo de que la mayor parte de sus figuras sean presentadas en un estado de absoluta relajación. Otra teoría señala que esto resultaba bastante más conveniente para la seguridad del espectador, pues se creía que las estatuas poseían una especie de vida latente que podía activarse en cualquier momento mediante el adecuado sortilegio, por lo que mostrarlas en pose furiosa no era considerada una buena idea. Al respecto, unas inscripciones funerarias de este mismo periodo relatan cómo toda una familia fue devorada por el juguete de uno de sus hijos, un pequeño cocodrilo de madera que de repente se convirtió en un saurio de verdad.
En cuanto a las técnicas empleadas, parece que no solía quedar mucho margen a la genialidad individual. Todo indica que ya durante el Imperio Antiguo se contaba con algo parecido a los talleres, en los que múltiples artesanos especializados se encargaban de dar forma a las órdenes de los sacerdotes. Aunque en puridad no pueda hablarse de “cuerpo funcionarial”, sino más bien de sirvientes en régimen de práctica esclavitud, no cabe duda de que estos talleres estaban fuertemente jerarquizados, como tampcoo de que en última instancia dependían de la voluntad del faraón. De entre los miembros de estas factorías, los dibujantes tenían una importancia fundamental y de ellos partía todo el proceso creativo. Se han encontrado varios ejemplos de dibujos sobre los que se habían trazado cuadrículas para su reproducción a mayor escala, y parece casi seguro que el mismo ritual se llevaba a cabo con las esculturas, sólo que proyectando el dibujo en tres dimensiones. Digo “ritual” porque realmente lo era: no olvidemos que cualquier creación implicaba un acto religioso que, como tal, estaba marcado por una liturgia que sufrió muy pocos cambios a lo largo del tiempo. Ése es el motivo de la aparente invariabilidad del estilo egipcio a lo largo de milenios, a pesar de que en realidad también viviera sus periodos cíclicos de tendencias “clasicistas” y “barrocas”, muy difíciles de identificar si no se es un experto.
El Escriba está tallado en un solo bloque de piedra caliza, concretamente de la que se extraía de las canteras de Tura. Este tipo de material está considerado como uno de los más finos del mundo, por lo que podemos calificar de verdadero milagro que la escultura haya llegado hasta nuestros días en tan buen estado ―apenas un par de desconchones en las manos y en la cabeza y algo de sufrimiento en la policromía―. En un principio se procedía golpeando el bloque con martillos de una piedra más dura para que la superficie se fuese resquebrajando; después se tallaba empleando herramientas de cobre o bronce y finalmente se pulía con pedazos de cuarzo ―era habitual, además, que se vertiera agua caliente sobre la pieza durante casi todo el proceso, se supone que para ablandarla, aunque esta maniobra también podría albergar algún propósito mágico―. Si durante el tallado se producía alguna rotura no deseada ―lo cual era muy frecuente, a juzgar por los resultados―, no por ello descartaban la pieza, sino que engarzaban la parte desprendida con clavijas de madera o bronce. Como puede observarse, la escultura cuenta también con varias incrustaciones, entre las que destacan las de los ojos, de cuarzo pulido enmarcado en cobre, y las de los pezones, realizados en madera. Una vez concluida la forma, se cubría la escultura con una fina capa de una pasta a base de yeso y se aplicaba encima la policromía. El rito final de este proceso consistía en la Apertura de la Boca, una ceremonia en la que se le inyectaba a la figura esa vida latente de la que se ha hablado anteriormente. Así, la palabra egipcia para referirse a un escultor es s’nh, que literalmente significa “el que hace vivir”, mientras que ms puede traducirse indistintamente como “parir” y como “esculpir”.
Dado el carácter simbólico de casi todos los elementos, tampoco podemos saber si esos ojos azules deben representar un serio conflicto para los antropólogos o simplemente se trata de otro elemento alegórico ―de inteligencia o clarividencia seguramente–. En cualquier caso, la explicación más plausible parece ser mucho más prosaica: en realidad, los irises son transparentes ―cuarzo pulido― y lo que les otorga el color azulado no es sino el pegamento que se empleó para fijarlos a las cuencas. Por supuesto, faltaría por saber si ese engrudo era deliberadamente azul o si no había más remedio que fuera así.
Parece evidente que el proceso creativo del Escriba siguió todos esos pasos, por lo que en este sentido no tiene nada de especial. En lo que sí supone una excepcionalidad es en la habilidad con la que los brazos han sido liberados del bulto del tronco, algo inusual en aquella época, y en el cuidado que mostró el artesano a la hora de esculpir las piernas. Generalmente, las esculturas de este periodo suelen despreciar las extremidades inferiores; sin embargo, en este caso se han llegado a marcar los músculos y los pliegues de las corvas y se han tallado los pies ―si bien tan sólo a mostrando tres dedos, que probablemente serían los visibles en alguien que se sienta en semejante postura―, cuando lo habitual era presentarlos como un mero esbozo que recuerda a la cola de un pez.
La figura manifiesta, igualmente, una leve desproporción entre la parte superior del cuerpo y la inferior, que tan sólo se hace evidente cuando se la observa de perfil. Resultaría extraño que esta característica fuese debida al error de un escultor que demuestra cotas tan altas de maestría en el resto de la obra, por lo que parece estar claro que en realidad se trata de un recurso para acentuar la tensión del tonelete en el que el Escriba apoya el papiro sobre el que trabaja ―también se ha sugerido que quizá estaba diseñada para estar colocada en el suelo y, por lo tanto, para ser observada desde arriba; sin embargo, esta tesis implicaría una preocupación por la perspectiva que no resulta verificada por más ejemplos―.
Lo cierto es que la norma en este periodo es que las esculturas fuesen realizadas para ser acogidas dentro de una obra arquitectónica, bien en una hornacina, bien insertada en un grupo o en un pseudogrupo ―conjunto de figuras que, a pesar de compartir el mismo espacio, no guardan una relación argumental lógica entre ellas―, por lo que su presumible hallazgo aislado plantea muchas dudas acerca de cuál era realmente su destino. Es posible que fuese descartada por algún motivo, o bien que fuese robada de su localización original y después extraviada. Por otra parte, el propio Louvre cuenta con otro ejemplar que posee una peana similar para ser encajada en un pedestal, anexo a un muro, en el que consta el nombre, posición y título del retratado. Desgraciadamente, no puede volver a investigarse el yacimiento, ya que el pillaje constante acabó por destruirlo por completo. Quizá allí hubiésemos acabado encontrando el supuesto pedestal que le daría nombre; aunque, en definitiva, creo que poco importa la verdadera identidad del retratado, que no deja de ser un señor que murió hace cuatro milenios y medio: lo fundamental es que, por algún afortunado cúmulo de casualidades, ha llegado hasta nosotros y podemos disfrutar de ella, observándola y haciendo volar nuestra imaginación con todas estas cuestiones apasionantes.