Chopin, 1ª parte: De niño prodigio a perfecto romántico.
Ignacio Viloria
Cuando se pronuncia el nombre de Chopin, dos pes acuden inmediatamente a la cabeza: Polonia y piano. No en vano, fueron dos de los tres grandes amores que pudo elegir a lo largo de una vida demasiado corta. Aunque en su partida de bautismo consta un día algo anterior, se ha venido admitiendo que Fryderyk Franciszek Chopin nació el 1 de marzo de 1810 en Zelazowa Wola, una pequeña aldea cercana a Varsovia, porque ésa era la fecha en la que él mismo celebraba su cumpleaños. Su padre, hijo de un pequeño terrateniente francés, aprovechó su amistad con el mayordomo de un aristócrata polaco para emigrar a ese país en 1790 y así evitar su alistamiento forzoso en el ejército revolucionario ―las carambolas del destino acabaron colocándolo como capitán de lanceros polacos de la Guardia Imperial de Napoleón, aunque todo indica que nunca llegó a entrar en combate―. En 1806 se casó con la futura madre de Chopin, Tekla-Justyna Krzyzanowska, una mujer emparentada con la nobleza local y con la suficiente cultura como para convertir a su rústico marido en todo un profesor de literatura francesa. Su dominio intelectual sobre la familia era absoluto, y fue el motivo de que tanto el padre como el hijo acabaran decantándose por la nacionalidad polaca en lugar de por la francesa. Fue también la responsable de inculcar al pequeño Fryderyk ―o Frédéric, en su forma gala― su pasión por el piano, tocándolo para él casi todas las noches hasta que le arrancaba lágrimas de emoción. A fuerza de imitarla, Chopin ya se manejaba bastante bien ante el teclado con menos de 6 años de edad, por lo que se confió su educación musical a un intérprete y compositor llamado Wojciech Zywny, que aunque sabía tocar ese instrumento sin dificultades, en realidad era violinista. Hemos de tener en cuenta que por aquel entonces el piano era todavía un instrumento relativamente nuevo, y aunque compositores de la talla de Mozart ya habían escrito varias obras maestras específicamente para él, en ciertos ambientes académicos seguía considerándose como un sustituto algo esnob del clave.
Parece obvio que Zywny no era ningún virtuoso, pero sí que debía de ser un buen maestro y un verdadero melómano que no se dejaba arrastrar por las modas. Así, decidió basar la educación de Chopin casi exclusivamente sobre la obra de Bach, a pesar de que en aquellos años, antes de la reivindicación de su figura por parte de Mendelssohn, se hallaba sepultada por el olvido. Además, convencido de que así era como componía el maestro alemán ―y, por lo que se sabe hoy en día, no le faltaba razón―, después de cada lección animaba a su joven alumno a improvisar libremente, y en muchas ocasiones quedaba tan impresionado con lo que podía llegar a salir de aquellos dedos minúsculos que se apresuraba a transcribirlo en un pentagrama. Como además de un genio Chopin era un niño pequeño, no parece difícil de imaginar que corriera a enseñarle esas partituras a su madre; pero bajo ningún concepto debemos pensar que aquellas composiciones no fuesen más que niñerías: buena muestra de su calidad real es el hecho de que el músico empleara posteriormente esos apuntes para desarrollar varios temas de algunas de sus obras más conocidas, como hizo en la Polonesa en la bemol mayor, “Heroica”, Op. 53, que aquí escuchamos ejecutada por Arthur Rubinstein, que, también polaco en tiempos difíciles, quizá haya sido el intérprete que mejor haya comprendido a Chopin:
El día de su octavo cumpleaños, Chopin ofreció su primer recital con público. Fue en el contexto de un festival benéfico organizado por la nobleza, y aunque la presencia de niños prodigio en el cartel siempre era bien recibida, se trataba de una ocasión de lo más seria, entre cuyos asistentes se encontraba el gran duque Konstantyn Pávlovich Romanov, hermano de los zares Alejandro I y Nicolás I. Su nombre (Constantino) no había sido elegido al azar, pues, en su delirio megalómano, sus abuelos Pedro III y Catalina II habían decidido que su nieto estaba predestinado a refundar el Imperio Romano de Oriente, reuniendo a todos los ortodoxos bajo un único poder temporal. Las cosas no salieron exactamente como estaban previstas, y Konstantyn Pávlovich tuvo que conformarse con ser el cruel gobernante de facto del llamado Reino de Polonia: una entidad teóricamente independiente que en realidad no era más que la parte de Polonia que le había correspondido a Rusia en el Congreso de Viena ―de hecho, ya en su momento resultaba frecuente que la diplomacia se refiriese a ese Estado títere como “la Polonia del Congreso”; el rey de ese Reino, por supuesto, no era otro que el zar―. A pesar de que su lema era “Odia a los polacos, a los civiles, al clero y a los intelectuales” y de que, salvo por lo que se refiere al sacerdocio, Chopin cumplía con todos los requisitos para ser odiado, su alteza imperial quedó tan impresionada con el talento de aquel niño que lo tomó bajo su protección y ordenó que se orquestaran algunas de sus primeras piezas, si bien con el único fin de emplearlas como marchas militares, como se hizo con este Rondo en do menor, Op.1, que incluso tras haber sido recompuesto por completo en 1825 parece haber guardado algo de ese aire marcial. La versión que podemos escuchar a continuación está interpretada por el pianista ruso Vladimir Áshkenazi:
Su progresión siguió acelerándose, y en 1823 Zywny habló con la madre de Chopin para reconocerle que ya no había nada que él pudiese enseñarle a su hijo. Su educación fue entonces confiada directamente a Józef Elsner, primer director del Conservatorio de Varsovia, que no sólo le enseñó a escribir música y a componer de manera metódica, sino que fue el primero en calificarle como genio. Por desgracia, fue también por aquel entonces cuando Chopin empezó a toser en público más de la cuenta y cuando su salud comenzó a amargarle la vida. En una carta de ese mismo año, y haciendo gala de una madurez difícilmente imaginable en un púber de nuestro tiempo ―recordemos que tan sólo tenía 13 años―, el músico describe así su situación:
¿No es el colmo del absurdo tener que permanecer sentado seis horas al día cuando los médicos, tanto los alemanes como los polacos, me recomiendan que camine lo más que pueda? Me voy a la cama a las nueve de la noche. Tengo absolutamente prohibidas, por prescripción de Malcz, las reuniones hasta para tomar el té, las veladas vespertinas y los bailes. Me hacen beber vomitivos y me alimentan con harina de avena, como si fuese un caballo.
Con un testimonio como éste, fuese cual fuese el mal que le afectaba, no cabe duda de que ese “tratamiento” debió de tener mucho que ver en que se constituyese en él esa apariencia enclenque y enfermiza que, no obstante, tanto éxito le acabaría reportando entre las mujeres. Mucho se ha debatido, y sigue debatiéndose, acerca de cuál era en realidad la dolencia que aquejaba a Chopin. El hecho de que en aquellos tiempos constituyese una verdadera plaga, así como que una de sus hermanas muriese de esa enfermedad en 1827, siempre ha servido para presumir que el propio Chopin sufría de tuberculosis. No obstante, lo cierto es que ninguno de los diagnósticos que el compositor recibió en su primera juventud contemplaron esa posibilidad, y más bien parecían decantarse por todo tipo de infecciones respiratorias agudas ―como gripes, bronquitis y faringitis―, a las que, al parecer, era bastante propenso de nacimiento. En cualquier caso, y a pesar de sus achaques prematuros, con 16 años logró graduarse en la escuela superior con muy buenas notas y tuvo tiempo de componer alguna de sus obras más celebradas, como el primero de sus conocidísimos Nocturnos (En si bemol, Op. 9, nº 1), ejecutado en esta ocasión por Claudio Arrau:
Pero, a pesar de que ya se había convertido en una celebridad dentro de Varsovia, Chopin no era el único joven prodigio que asombraba en Europa en aquellos años. Muy por encima de él en cuanto a fama, la figura de Mendelssohn se le presentaba como una especie de dios inalcanzable y, tras mucho insistir, en 1828 logró que le llevaran a Berlín a presenciar un concierto dirigido por su ídolo. Sin duda, por aquel entonces Chopin ya era mejor intérprete que Mendelssohn; pero aún estaba muy lejos de igualarle como compositor. Además, la simple idea de dirigir una orquesta sinfónica probablemente le pareciese algo propio de magos. No consta que aquélla fuese una de las actuaciones más gloriosas del maestro de Hamburgo; pero, aún así, Chopin quedó tan aturdido por su superioridad que, a pesar de ser animado a ello y de que seguramente Mendelssohn ―de carácter especialmente afable y cariñoso― habría oído hablar de él y hubiese estado encantado de conocerle, ni siquiera se atrevió a presentarse después de la actuación. Su viaje de vuelta a casa debió de ser de lo más agridulce: por un lado, en su cabeza resonaban las notas maravillosas que acababa de oír; por otro, asumió que ser el músico más conocido de Varsovia equivalía a no ser absolutamente nada en términos globales. De este tiempo es su Sonata para piano nº 1 en do menor, Op. 4, interpretada aquí por Nikita Magaloff:
Muy pronto, Chopin llegó a la conclusión de que si deseaba seguir progresando y tener la oportunidad de escuchar la música que realmente se estaba haciendo entonces, debía abandonar Polonia cuanto antes. Esta ambición provocará sus primeras fricciones con el poder ruso, que desde un principio se negó a subvencionarle sus viajes de estudios por miedo a perderle. A pesar de ello, en 1829 consigue realizar su primer viaje a Viena ―mucho más corto de lo que le hubiera gustado: apenas pudo permitirse un mes de alojamiento―, que aprovechó para firmar un contrato con un editor llamado Haslinger para publicar sus partituras. Un año más tarde, el 2 de noviembre de 1830, el artista partiría de nuevo hacia la capital austríaca, en principio con la intención de pasar unos ocho meses promocionándose y tomando alguna lección magistral. La vida, sin embargo, tenía planes muy distintos para él: no regresaría nunca más a su patria, entre otras cosas porque dejó de tener una patria a la que regresar.
“Polonia es incapaz de gobernarse, y si se la deja entregada a sí misma, recaerá en la anarquía. Además, si se reconstituye, los perjudicados reclamarán compensaciones. ¿Cuáles? ¿Dónde encontrarlas?… Mejor dejarla repartida.” Este texto está sacado de una nota de instrucciones que Luis XVIII de Francia envió a sus embajadores en el Congreso de Viena. Teniendo en cuenta que, en teoría, se trataba del más entusiasta defensor de la causa polaca, no es de extrañar que el país quedase dividido entre el Gran Ducado de Posen, el Reino de Galitzia y Lodomeria y la República de Cracovia, además del ya mencionado Reino de Polonia. Como se ha indicado, éste último Estado continuó siendo una entidad formalmente independiente, sólo que su rey era el zar —“emperador y autócrata de todas las Rusias, zar de Polonia, gran duque de Finlandia”, etc—. Evidentemente, se trataba de una ficción: decir que Polonia era independiente en aquellas condiciones equivaldría a decir que también lo era Portugal bajo el reinado de Felipe IV. Las humillaciones a las instituciones y a las costumbres polacas, aun sin resultar necesarias para mantener el orden, eran constantes. Para tratar de explicar la hostilidad injustificada de los ocupantes hacia los ocupados, suele afirmarse que el Imperio pretendía rusificar Polonia sin más ―el mero hecho de que exista ese verbo ya dice mucho al respecto―; pero varios historiadores apuntan más bien al sadismo del gran duque Constantino como la verdadera causa de esa especie de represión encubierta. Las constantes provocaciones acabaron desembocando en una insurrección, en principio de carácter pacífico y siguiendo a rajatabla lo previsto en la Constitución otorgada, incluyendo una reunión de la Dieta en la que se decidió por unanimidad destituir al zar Nicolás como rey de Polonia. El soberano se tomó de maravilla la decisión de sus súbditos y, haciendo gala de su buena voluntad y de su talante negociador, envió a una serie de emisarios para tratar de solucionar el problema: concretamente a 160.000 perfectamente uniformados y armados hasta los dientes.
A pesar de la alarmante desproporción de fuerzas, el ejército polaco logró varias victorias al principio del conflicto gracias a su superioridad estratégica —casi todos sus generales se habían formado al lado de Napoleón—; pero la tendencia fue cambiando cuando, a pesar de las encendidas proclamas que se emitían desde Francia e Inglaterra, no sólo no llegó de aquellas potencias ninguna ayuda algo más tangible, sino que Prusia y Austria decidieron intervenir a favor de Rusia. Aún así, la guerra duró casi un año, en el que las tropas sublevadas acabaron siendo literalmente barridas del mapa a base de fuerza bruta ―una de las últimas batallas decisivas se libró precisamente en la aldea de Chopin―. El que antaño había llegado a ser el reino más extenso de Europa perdió cualquiera de sus derechos formales para pasar a ser una simple gubernia más del Imperio ruso, que inició una represión sistemática que está considerada como la más brutal de la historia hasta aquel momento. No existen indicios serios de que así fuese, pero la tradición polaca siempre ha considerado que el Preludio en re menor nº 4, Op. 28, está dedicado al levantamiento, por lo que suele tocarse en cada ocasión conmemorativa. De hecho, en Polonia es conocido popularmente como el Preludio de Noviembre. Aquí podemos escucharlo a cargo de la pianista polaco-lituana Aldona Dvarionaite:
Chopin era una persona capaz de trabajar en las peores condiciones físicas; sin embargo, todo parece indicar que un simple disgusto podía mantenerlo apartado del piano durante días. Por ello, resulta difícil imaginar que las noticias que le llegaban de su país le inspirasen cualquier tipo de música, al menos en aquel preciso momento. Por lo que dejó escrito en su diario, no cabe duda que durante aquellos meses sufrió muchísimo, y no sólo por el destino de su amada Polonia ―o del de sus compatriotas, más bien, pues era perfectamente consciente de la matanza que se estaba llevando a cabo―, sino porque apenas recibía noticias de su familia. Como consecuencia, comenzó a mostrarse torpe y desconcentrado en sus actuaciones, hasta el extremo de que Haslinger rescindió su compromiso y el joven compositor se vio de repente sin recursos económicos. La crítica vienesa, cuyo gobierno incluso había enviado tropas a sofocar la revuelta ―por miedo a que se extendiera a Galitzia―, se cebó con él sin ninguna piedad, hasta que Chopin llegó a sentir que se le estaba invitando a abandonar Austria. Asqueado por aquel ambiente en el que sólo veía enemigos, puso sus miras y sus esperanzas en la patria de su padre. Sin embargo, los rusos no se habían olvidado de él y deseaban tenerlo lo más cerca posible. En consecuencia, la embajada le denegó el pasaporte a París, pues esta ciudad se estaba convirtiendo en el destino del exilio polaco y las relaciones entre Francia y Rusia eran cada día más tensas ―por iniciativa de Lafayette, el gobierno francés había decretado tres días de luto oficial tras la caída de Varsovia―. Valiéndose de su imagen desamparada de jovencito medio tísico y presentándole un programa de actuaciones supuestamente contratadas, Chopin consiguió convencer al embajador ruso de que en realidad su destino final era Londres y de que no pensaba pisar suelo francés más de lo imprescindible para llegar a Inglaterra. Tras ofrecer en Munich el primero de esos conciertos, inició después un complicado itinerario por ciudades alemanas hasta conseguir dar el salto a Francia de manera prácticamente clandestina.
Aunque sus cartas y su diario evidencian la antipatía y el rencor que en un principio sentía hacia los franceses por haber alentado la revuelta polaca para después cruzarse de brazos ―aún faltaba bastante para que escribiera su famosa frase “París es todo aquello que uno quiere que sea”―, no tardó en sentirse como pez en el agua entre la sociedad burguesa que había emergido de la mano de Luis Felipe de Orleans. Su elegancia al vestir y sus maneras aristocráticas, combinadas una vez más con su apariencia de niño enfermizo y con su exotismo, le convertían en un claro objeto de deseo para las damas pudientes durante el apogeo del Romanticismo. Era artista, era joven, era guapo y bastante alto para la época ―lo que hoy sería un humilde metro setenta―; además, era extranjero, tenía apariencia tristona, era sensible y, por si fuera poco, encima tenía fama de tuberculoso: ¡era el romántico perfecto! Su carácter, sin embargo, y sin llegar a ser arisco, no se correspondía en absoluto con su imagen de debilidad. Curtido desde niño y solo en un país extraño, Chopin se las sabía casi todas y no podía permitirse que nadie le tomara el pelo. Por estas fechas dio a conocer su Concierto para piano y orquesta nº 2 en fa menor, Op. 21, que aquí podemos escuchar interpretado por la Orquesta Sinfónica de Londres, bajo la batuta de André Previn y con Arthur Rubinstein como solista:
Escarmentado por su experiencia vienesa, el mismo día de su llegada acudió a buscar contactos presentándose al compositor Ferdinando Paër, al que le entregó una carta de recomendación que, de algún modo, había conseguido que le extendiera el doctor Malfatti ―tremendamente respetado en el mundo de la música por haber sido el médico de Beethoven―. A través de Paër, conoció a Rossini, Kalkbrenner y a prácticamente todas las figuras destacadas del ambiente musical parisino, aunque parece que sólo éste último le impresionó como intérprete ―de hecho, estuvo a punto de contratarle como profesor, hasta que alguien le hizo notar que probablemente ya supiese más que él; en este sentido, no puede decirse que Chopin fuese un acomplejado, pero no cabe duda de que nunca llegó a ser del todo consciente de su verdadera valía―. Gracias a estas nuevas amistades, el joven músico estuvo dando recitales con gran éxito en las salas de París y comenzaron a llegarle elogios cualificados. El primero de ellos, sorprendentemente, vino por parte de un Liszt que en teoría habría debido verlo como una seria competencia a su popularidad. Chopin, sin embargo, no se sintió especialmente emocionado por esas loas. En cierto modo, Liszt era una persona que no gozaba de la mejor prensa posible entre sus compañeros, principalmente porque tenía una fama de liante no del todo merecida, así como de que perseguía el favor del público a cualquier precio y de que entendía la música de una manera algo bárbara. Mucha más ilusión debió de hacerle que el mismísimo Mendelssohn, al que tan sólo unos años antes había sido incapaz de hablar, se acercase a felicitarlo después de un concierto. Tampoco tardó en llegar el famoso artículo de Schumann “Descúbranse, señores: ¡Un genio!”, y con 22 años Chopin tuvo a toda la crítica europea a sus pies.
Pero esta aclamación no vino acompañada por el favor del público, que no acababa de comprender su manera de tocar. Acostumbrados a los espectaculares mamporros de Liszt, solía decirse que Chopin resultaba tan delicado que apenas se le oía. Por supuesto, esto no quiere decir que Liszt fuese un mal pianista, sino todo lo contrario: dominaba de tal modo el instrumento que podía permitirse el lujo de hacer cualquier payasada sobre él sin perder la concentración. De hecho, el propio Chopin se mostró amargado en alguna carta por verse incapaz de alcanzar algún día su nivel y llegó a dedicarle su Estudio para piano nº 12, Op. 10 ―que Listz rebautizó como “Revolucionario” al tocarlo en público por primera vez, acrecentando así la leyenda de que también estaba dedicado a la Sublevación de Noviembre―. La grabación que se reproduce a continuación está interpretada por Sviatoslav Richter: