Fantasía fue el tercer largometraje de Disney, y probablemente también su mayor fracaso comercial. Oficialmente, se la incluye en la misma saga de “clásicos Disney” que comenzó con “Blancanieves y los siete enanitos” (1937) y que continúa engrosándose periódicamente con títulos como “Zootrópolis” (2016) o “Vaiana” (2016), si bien la gran mayoría de los historiadores del cine suelen mostrar sus dudas acerca de que estas últimas producciones merezcan ese honor ―se muestran más partidarios de poner fin a la lista con “El libro de la selva” (1967), por ser el último que produjo Walt Disney, o con “Los Aristogatos” (1970), donde todavía resulta palpable su sello personal―. En cualquier caso, Fantasía fue pensada como algo completamente distinto a esas historias de hadas y de animales parlantes en las que habitualmente se adaptaban cuentos populares. En un principio, la idea de Disney fue la de crear una serie paralela, de carácter más serio y educativo, que a la vez sirviera como banco de pruebas tecnológico y sociológico. En teoría, habría debido estrenarse una Fantasía cada cinco o seis años; pero la realidad es que hubo que aguardar cincuenta y nueve para disfrutar de su segunda y, hasta la fecha, última edición.
Generalmente atribuimos la autoría de una obra cinematográfica a su director; pero en este caso, y en el de la gran mayoría de las películas que salieron de la factoría Disney durante la vida de su creador, debemos concederle a él ese honor. A pesar de que su nombre completo no conste en los títulos de crédito originales por ninguna parte, en sucesivas ediciones se le ha atribuido el rol de productor. Lo cierto es que la intervención de Walt Disney en esas películas iba mucho más lejos de lo que se puede esperar del productor de un largometraje interpretado exclusivamente por actores de carne y hueso. Concebía la idea original, trazaba los argumentos, daba las primeras indicaciones a los guionistas, diseñaba personalmente a los personajes o se los describía detalladamente a sus dibujantes, elegía la música y supervisaba y corregía todo el proceso creativo hasta sus últimos detalles. En cierto modo, su estudio venía a ser al cine de animación lo que el taller de Bernini debió de significar para la escultura barroca.
Walter Elias Disney, quizá el personaje del siglo XX sobre el que más bulos exitosos han circulado, no era español ni hijo de españoles; tampoco sentía la más mínima simpatía por Hitler y jamás se entrevistó en secreto con Mussolini ―de hecho, su compañía fue la que más decididamente se implicó en la propaganda contra el Eje durante la Segunda Guerra Mundial―, ni mucho menos se encuentra criogenizado en ninguna parte ―sus cenizas reposan tranquilamente en el panteón de su familia en Los Ángeles―. Nació en Chicago el 5 de diciembre de 1901, y sus padres fueron un carpintero canadiense de ascendencia irlandesa y una maestra de escuela descendiente de alemanes. La infancia de Walt, inicialmente marcada por una vida bastante bucólica que siempre recordaría con nostalgia ―su progenitor, deseando escapar de la miseria, decidió trasladarse a Misuri para llevar una granja―, se vio cortada repentinamente cuando su padre contrajo el tifus y quedó imposibilitado para el trabajo. Ante esta desgracia, la familia abandonó su granja y se instaló en Kansas City ―en la Kansas City de Misuri, no en la Kansas―. Walt y su hermano Roy, que por aquel entonces contaban respectivamente con 8 y 15 años, se vieron obligados a comenzar a trabajar como locos para sostener a su familia repartiendo periódicos. No se trataba de la típica labor de un niño con gorra ―de dimensiones objetivamente exageradas― voceando frases como “¡Extra! ¡Extra! ¡Un hombre muerde a un perro!”, sino que debían levantarse sobre la una de la madrugada para acudir a la rotativa del Kansas City Star a recoger los fardos de diarios y llevárselos a sus suscriptores antes de que amanecieran.
Con esas condiciones, lo más lógico es que no se le dieran demasiado bien los estudios, y así fue: además de que suspendía una y otra vez y de que únicamente destacaba en todo lo que tuviera que ver con el dibujo ―un talento que había desarrollado a muy corta edad, dado que no tenía demasiados juguetes a los que recurrir―, solía llevarse algún que otro capón por quedarse dormido en clase. Parece ser que su padre, del que nunca guardó demasiado buen recuerdo, también tenía cierta tendencia a dejar volar la mano sobre su cabeza ―sólo que a veces se estrellaba al aterrizar―, por lo que solía refugiarse en su madre, a la que adoraba. En este sentido, no deja de resultar curiosa la casi completa ausencia de figuras paternas en sus largometrajes: dejando a un lado a Geppetto, que no es propiamente un padre, y a Pongo ―de “101 Dálmatas” (1961)―, la referencia más clara es la del padre de Bambi, un enrome venado al que se le atribuye una imagen autoritaria, estricta, distante y, en cierto modo, temible.
Logró matricularse en la Escuela de Arte de Kansas City con 15 años ―algo más tarde de lo habitual―, en principio con la idea de convertirse en pintor; pero enseguida cayó cautivado por el cine. Cuando Roy fue reclutado por la Marina para combatir en la Primera Guerra Mundial, toda la ambición de Disney fue seguir sus pasos, lo que llegó a conseguir en 1918 falseando su partida de nacimiento ―pues aún era menor de edad― para ser admitido en el cuerpo de ambulancias. Por suerte para él, la guerra terminó mientras su destacamento se dirigía a Europa. Aún así, pasó un año destinado en Francia y Alemania, donde prácticamente no hizo nada más que decorar las lonas de los vehículos con caricaturas de sus jefes.
A su vuelta a los Estados Unidos, consiguió un empleo como aprendiz en una agencia publicitaria, donde conoció a otro joven dibujante llamado Ub Iwerks, que se convertiría en su gran compañero durante aquellos primeros años y con quién fundó una pequeña empresa tras quedarse sin trabajo. En un adelanto de lo que posteriormente sería su fino olfato comercial, Disney intuyó enseguida que la ventura no iba por buen camino, así que convenció a Iwerks para echar el cierre a las pocas semanas, evitando así grandes pérdidas. Tras trabajar una temporada por su cuenta, ambos volvieron a intentarlo, ya sin cometer los errores de la primera vez, y pusieron en marcha el Laugh-O-Gram Studio. Juntos produjeron varias obras de bajo presupuesto, incluyendo unas primeras versiones reducidas de “La Cenicienta” (1920) y de “Alicia en el País de las Maravillas” (1923). Por desgracia, la quiebra de su principal cliente les arrastró a ellos también, de modo que una vez más tuvieron que disolver la sociedad. Disney optó entonces por dirigirse a Hollywood junto a su hermano Roy ―como socio capitalista―, donde crearon el Disney Brothers Cartoon Studio ―actual Walt Disney Company, tras haber girado con varias denominaciones sociales―. Su primer cliente fue el distribuidor M. J. Winkler, para quien, retomando su último trabajo en Kansas City, realizaron una serie de cortos titulada “Alice in Cartoonland”, en la que combinaban personajes reales con dibujos animados. En 1925, Iwerks se unió al estudio, y juntos diseñaron los dos primeros personajes que les darían verdadera fama: Oswald, el conejo de la suerte, y el ratón Mickey —inicialmente bautizado como Mortimer—. El primero de ellos no les duró mucho tiempo, ya que perdieron sus derechos contra la Universal por no haber leído bien la letra pequeña de un contrato de producción. Mickey Mouse, sin embargo, supuso un gran éxito desde el principio, protagonizando “Steamboat Willie” (1928), el primer corto de animación sonoro de la historia. Como curiosidad sobre Mickey Mouse, cabe señalar que el propio Disney era el que le prestaba su peculiar voz —como también hacía con Minnie—; y quizá también sea éste el sitio adecuado para resolver uno de los grandes enigmas de la humanidad: ¿por qué tantos personajes de dibujos animados clásicos llevan guantes blancos? La explicación es bastante prosaica: para poder distinguir los movimientos de sus manos sobre los fondos mayoritariamente negros y grises que se empleaban antes de la aparición del color —una vez más, gracias a Disney en “Árboles y flores” (1932)—.
En 1929, Disney dirigió “Danza macabra”, la primera se sus “Silly Symphonies” o “Sinfonías bobas”, una serie de cortometrajes de animación en los que los personajes se movían al son de la música —original o adaptada— sin apenas diálogo, aunque cantando o produciendo todo tipo de sonidos corporales, como silbidos, palmadas, chasquidos de dedos o castañear de dientes. En un principio la serie no tuvo demasiada buena acogida por parte de los exhibidores, dado que en ella no aparecía ningún personaje famoso. De este modo, Disney tuvo que persuadir a su mayor estrella, Mickey Mouse, para que accediera a presentar cada capítulo. A partir de entonces, estas pequeñas escenas comenzaron a funcionar muy bien, hasta el punto de que Leopold Stokowski, por aquel entonces director de la Orquesta de Filadelfia (sinfónica), le sugirió juntar periódicamente varias de esas “sinfonías bobas” como capítulos de distintos largometrajes. A Disney, que era un gran apasionado de la música, le pareció una idea preciosa, que además podría ser empleada con fines educativos; sin embargo, no era tonto, y como gran apasionado del dinero sabía que el proyecto contaba con todas las papeletas para convertirse en una ruina. No obstante, tras estudiarlo y comentarlo con sus colaboradores de confianza, llegó a la conclusión de que la compañía podía permitirse un cierto margen de pérdidas económicas si lograba amortizarlas en innovación tecnológica o en estudio de mercado. Así, por ejemplo, Fantasía fue la primera película de la historia del cine que incorporó sonido estereofónico, aparte de ofrecer a la productora una información valiosísima en cuanto a los gustos y reacciones del público. En cualquier caso, las pérdidas superaron con mucho lo previsto, y aunque el largometraje siempre ha sido exhibido como el mayor motivo de orgullo de la factoría Disney, su segunda edición no llegaría hasta 1999 con “Fantasía 2000”.
Al contrario de lo que solía ser habitual en las “Silly Symphonies”, no se compuso música original para Fantasía, sino que se seleccionaron ciertas piezas clásicas, románticas y contemporáneas para cada uno de los diferentes fragmentos. Como en un ballet, en Fantasía sería la acción la que se plegaría a la música, y no al revés: no se estaban componiendo melodías para acompañar a unas imágenes, sino diseñando imágenes para acompañar a unas melodías. La primera de las escenas es una de las más celebradas del largometraje, y puede ser calificada directamente como cine experimental. Para escoltar en pantalla a la Toccata y fuga en re menor, BWV 565, de Johann Sebastian Bach (1704-1707), se optó por incorporar planos distorsionados de los propios músicos, que poco a poco van difuminándose hasta convertirse en un juego abstracto de formas y colores diseñado por el pintor Oskar Fischinger ―cuyo trabajo pudo verse en la exposición “Arte degenerado” y que en 1938 ya había realizado para la Metro su “Poema óptico”, un cortometraje experimental en el que diversas formas geométricas de varios colores aparecían y desaparecían en pantalla al son de las notas de la Rapsodia húngara nº 2, S. 244/2, de Franz Liszt (1847-1851)―.
La elección de una de las piezas más conocidas de Bach para abrir la película, así como el hecho de reservarle uno de sus momentos más gloriosos, no fue casual. La versión que se escucha en Fantasía no es a la que la mayoría de nosotros estamos habituados, interpretada por un órgano solista —aunque puede igualmente ser tocada en clave o en piano—, sino la orquestación que el propio Stokowski había escrito entre 1925 y 1927, y que en su momento estuvo a punto de costarle la lapidación por hereje. En una carta abierta a varios periódicos, el maestro trató de defenderse de la siguiente manera:
De toda la música de Bach, esta Toccata y Fuga se encuentra entre las piezas más libres en cuanto a forma y expresión. Bach tenía el hábito de improvisar en el órgano y el clave, y es muy probable que esta pieza se iniciase como una improvisación en la iglesia de Santo Tomás de Leipzig. En ese templo enorme, angosto, elevado, las armonías atronadoras deben haber resonado larga y tempestuosamente porque esta música tiene una potencia y una majestuosidad cósmica. Sus principales características son una variedad de ritmo inmensa y una melodía de gran plasticidad. Es audaz e innovadora en la secuencia de armonía. Además, su arquitectura tonal es tan irregular como asimétrica. Por todo ello, de todas las obras de Bach, esta es la más original. Su inspiración fluye incesante, y su espíritu es universal, de modo que siempre podrá ser considerada contemporánea y siempre transmitirá un mensaje directo a todos los hombres. Si Bach siguiera vivo hoy en día, sin duda escribiría música gloriosa para la orquesta moderna, tan evolucionada; no se le ocurriría poner límites a su expresión, sino que utilizaría cada uno de los recursos de la orquesta actual, tal y como utilizó cada uno de los recursos de su propio tiempo.
Lo cierto es que sucesivos estudios musicológicos parecen estar dándole la razón, al menos en parte. Dejando a un lado a los que incluso ponen en duda la autoría de Bach ―que, como en el caso de prácticamente todas las obras de arte más o menos populares, últimamente los hay―, muchos expertos opinan que, dadas las características singulares de la pieza, e independientemente de que Bach la creara ante un teclado, la Toccata y fuga en realidad estaba pensada para ser interpretada por una sección de cuerda ―probablemente no haya existido jamás un compositor más parco en indicaciones a los músicos, por lo que en muchas ocasiones sus partituras originales constituyen una especie de acertijo, e incluso a veces no queda del todo claro si nos encontramos ante composiciones finalizadas o ante simples apuntes―. En cualquier caso, no era la primera vez, ni tampoco sería la última, que Stokowski orquestaba piezas de Bach o de otros músicos barrocos o clásicos; pero la popularidad que en esta ocasión adquirió su trabajo hizo que la lluvia de críticas y burlas arreciase sobremanera ―algunas ciertamente inspiradas, como la que señaló que no era de extrañar que el único que hubiera felicitado personalmente al maestro hubiese sido Mickey Mouse―. La polémica se extendió durante varios años, e incluso sirvió para que la Warner Bros, quizá el mayor rival de la factoría Disney en cuanto a cortos de animación ―antes de la irrupción de la Hanna-Barbera―, eligiera a su estrella indiscutible, Bugs Bunny, para parodiar al director de orquesta en “Long-haired Hare” (1949), una de sus más aclamadas “Merrie Melodies”.
La segunda escena viene presidida por algunos fragmentos de la Suite del Cascanueces, Op. 71ª, de Piotr Illich Tchaikovski (1892), y se recrea con varias escenas de ballet consecutivas. La primera de ellas está protagonizada por una bandada de diminutas hadas que, desnudas y luminosas, se dedican a ir dotando de vida a todo tipo de flores al compás de la música. Posteriormente, vierten rocío sobre un anillo de setas que toma vida como un corro de mandarines para bailar la “Danza china”. A esta secuencia en concreto se le ha criticado su excesiva cursilería y banalidad, y la realidad es que existe una gran diferencia de calidad con respecto a su predecesora: si el baile de las hadas, marcado por una gran belleza cromática y por un nivel de erotismo realmente sorprendente en una película infantil, mantiene al espectador hipnotizado frente a la pantalla, el número de los hongos da la impresión de no ser más que un mero relleno algo tedioso.
Unas flores convertidas en bailarinas tras caer sobre la superficie de un estanque recuperan un poco el nivel para dar paso a unos peces de acuario que danzan pausadamente entre corales, burbujas y hojas desprendidas. A continuación, un ballet de cardos ―son realmente plantas, no es que se trate de bailarines sosos y antipáticos― interpretará el “Trepak” o “Danza rusa” al modo ucraniano. Finalmente, para recrear el “Vals de las flores” se vuelve a recurrir a las hadas, si bien ahora son las del otoño y las del invierno, que respectivamente bailarán entre hojas secas y copos de nieve en uno de los momentos más bonitos del largometraje.
La tercera parte se basa en el poema sinfónico “El aprendiz de brujo”, de Paul Dukas (1897), y sin duda constituye el fragmento más divertido y popular de Fantasía. El protagonismo se cede en exclusiva a Mickey Mouse, caracterizado como un niño que trata de emular a un hechicero que, por algún motivo ―probablemente porque desea hervirse unos dos mil centollos―, le obliga a acarrear cubos de agua para llenar un enorme perolo. La escena en la que Mickey se coloca el gorro mágico de su amo y lo utiliza para encantar a una escoba se ha convertido no sólo en la imagen por excelencia de la película, sino en el icono al que se recurre habitualmente para referirse a la llamada “magia de Disney”. Su importancia para la productora es tal que el capítulo fue incluido sin variaciones en “Fantasía 2000” (1999). Si uno lo piensa bien, el argumento en sí resulta bastante surrealista; sin embargo, y aunque no esté del todo claro, parece ser que fue una mera excusa para contentar a los dibujantes, que le habrían pedido a Disney una historia con grandes masas de agua en movimiento para poder demostrar su pericia manejándolas. Desde luego, no debieron de quedar defraudados.
En el cuarto capítulo se recupera la seriedad, e incluso el dramatismo, si tenemos en cuenta que la pieza recreada es “La consagración de la primavera” (1913), adaptada por el propio Ígor Stravinski para la película. Se trataba de una apuesta muy arriesgada, porque tan sólo hacía 27 años que se había estrenado la obra y todavía era muy poco conocida por el público. De hecho, parece ser que ése fue uno de los principales argumentos que empleó Disney para convencer al compositor ruso de que participase en el largometraje: que su música se haría por fin popular. Hoy en día podemos atestiguar que así fue: las representaciones de sus obras se hicieron tan frecuentes que la música de Stravinski pasó de ser solamente una referencia para sus contemporáneos y para una minoría de aficionados a convertirse en un “clásico” más cuyo nombre se asocia al de Mozart o Beethoven. Seguramente con el fin de acrecentar o de aprovechar esa especie de leyenda negra que se ha ido edificando alrededor de la figura de Walt Disney, resulta frecuente encontrarse con artículos periodísticos que afirman que el compositor se basó en el cineasta para elaborar el personaje de Nick Shadow ―una encarnación del diablo― en su ópera “El progreso del libertino” (1951). Lo cierto es que no existe ninguna base para afirmar tal extremo; pero sobre lo que no hay duda alguna es sobre que la opinión de Stravinski acerca de la aparición de su obra en Fantasía fue cambiando con el tiempo; o más bien evolucionando. No podía ser de otra manera, dado que, según se dice en el propio largometraje, la escena refleja “la fría y exacta reproducción de lo que la ciencia piensa que sucedió en los primeros años de existencia de este planeta”.
Basándose en las declaraciones de Stravinski acerca de que en “La consagración de la primavera” había pretendido explorar la vida primitiva, el propio Disney decidió darle unos cuantos miles de millones de vueltas de tuerca al asunto y, olvidándose de esa sórdida leyenda eslava de doncellas cruelmente sacrificadas, trasladar su música al periodo inconmensurable que va desde la formación de la Tierra hasta la extinción de los dinosaurios. Comenzando con un largo fundido en negro que representa la nada, la escena vuelve a evidenciar un gran desequilibrio entre su primera mitad, en la que se recurre de nuevo a abstracciones magníficas, y la segunda, que cae en el aparente infantilismo de las luchas entre dinosaurios idealizados ―lo cual tampoco puede ser tomado como un serio defecto del largometraje, dado que teóricamente está dirigido a los niños―. En cualquier caso, esa supuesta puerilidad ha ido cayéndole encima a Fantasía con el paso de los años. En su momento, bien al contrario, resultó el fragmento más polémico de la película, pues suponía una verdadera apología evolutiva cuando las teorías de Darwin todavía eran contestadas y reprimidas entre la gran mayoría de la población estadounidense; una apología que además estaba pensada para convencer a un público infantil. No es de extrañar, por lo tanto, esa apelación expresa a la ciencia que realiza la voz en off al comienzo de la secuencia, y que seguramente dejó en ridículo a muchos padres ante sus hijos. Fue el propio Disney, al que los creacionistas le sacaban especialmente de quicio, el que eligió la música y el tema, implicándose en la animación y en el guión más activamente que en ningún otro corte y desoyendo a sus asesores, que le indicaron que esa pieza sólo servía para acompañar batallas entre romanos y bárbaros. Sí que acabó escuchándolos, sin embargo, a la hora de moderar su reivindicación científica, pues su primera intención era terminar con el descubrimiento del fuego, trazando una línea evolutiva continua entre las primeras bacterias y el ser humano.
En un primer momento, Stravinski puso la película por los cuernos de la luna, llegando a afirmar que eso era exactamente lo que tenía en mente mientras componía su ballet. Nueve años más tarde, se desdijo de sus palabras para pasar a calificar esa concreta escena como espantosa; y en 1971, pocas semanas antes de morir, cambió nuevamente de opinión, elevándola de “espantosa” a “soberana majadería”. La conducción de Stokowski, a la que hasta entonces no le había encontrado ninguna pega, fue también bautizada en aquel último momento como “la execrable”. No obstante, en las palabras de Stravinski pudieron haber pesado argumentos más bien personales: parece ser que, para rebajar sus pretensiones económicas, Disney le prometió encargarle la música de sus siguientes siete películas, algo que seguramente ni se le pasó por la cabeza cumplir. Eso hubiese incluido, entre otras, “Dumbo” (1941) y “Bambi” (1942), con lo que los índices de suicidio infantil seguramente habrían sufrido sendos repuntes violentos ―aunque lo que de verdad habría resultado espectacular hubiese sido ver a Aurora Miranda y a José Carioca moviendo las caderas al son de Stravinski en “Los tres caballeros” (1945)―.
Tras un breve interludio más o menos humorístico sobre una línea vibrante, comienza la quinta parte del largometraje, desarrollada a partir de una adaptación comprimida de la Sinfonía nº 6 en fa mayor, “Pastoral”, Op. 68, de Ludwig van Beethoven (1808), que también levantó cierta controversia entre los puristas. El genio de Bonn compuso su sexta sinfonía pensando en los sonidos campestres que recordaba de su niñez, y en esta ocasión Disney decidió respetar su verdadero sentido, si bien enmarcándolo en un monte Olimpo ampliamente poblado por centauros, faunos, unicornios y demás seres mitológicos. Se trata de una escena amable de ver, pero quizá sea la que menos calidad técnica y artística presente. A continuación, se representa el ballet de la “Danza de las horas”, perteneciente al segundo cuadro del tercer acto de la ópera “La Gioconda” (Amilcare Ponchielli, 1876), de manera bastante fiel al libreto, sólo que interpretada por avestruces, elefantes, hipopótamas y cocodrilos. Un cuerpo de baile voluntarioso, pero claramente amateur.
La película concluye con una escena muy arriesgada, en la que se combinan dos piezas tan contrapuestas entre sí como el poema sinfónico “Noche en el monte pelado”, de Modest Musorgski (1867-1886), y el “Ave María” de Franz Schubert (1825). Esta gran diferencia estilística es aprovechada plenamente por el animador Bill Tytla para crear una historia que refleja la lucha entre las tinieblas y la luz. Aunque el pasaje es frecuentemente interpretado en clave cristiana como el combate entre Lucifer y las fuerzas celestiales, lo cierto es que no fue ésa la idea de Tytla, que, de padres ucranianos ―su verdadero nombre era Vladimir―, pretendía recrear mitos eslavos. Para ello, se imaginó a Chermabog, el dios de la oscuridad ―literalmente, en protoeslavo, su nombre significa “dios negro”― como una gigantesca figura diabólica que recluta almas condenadas durante la noche de Walpurgis. La sucesión de imágenes infernales, en las que recurre frecuentemente a abstracciones o esquematizaciones, seguramente constituya uno de los momentos más impresionantes del largometraje, tanto que incluso quizá resulte un poco exagerada para los niños más pequeños. Como contrapunto al horror nocturno, la lenta llegada de la aurora, anunciada por campanas cuyo tañido parece herir a Chermabog en lo más profundo, irá calmando las furias demoníacas hasta hacer imperar de nuevo a la luz.
Al contrario de lo que suele suceder con las grandes películas que no reciben el respaldo de la taquilla, la crítica del momento tampoco se mostró excesivamente benévola con Fantasía. Por supuesto, hubo una minoría que desde el principio le otorgó la categoría de obra maestra que hoy casi nadie pone en duda; sin embargo, el largometraje se vio atrapado entre quienes lo consideraron demasiado pretencioso ―se afirmaba que Disney le exigía al público un nivel cultural que no tenía por qué poseer― y quienes, por el contrario, estimaron que se hallaban ante una vulgarización intolerable de la “música culta”. De algún modo, su creador debió de intuir que exactamente aquéllas iban a ser las dos principales reacciones que iba a recibir su proyecto. Por ello, inmediatamente después de “El aprendiz de brujo”, se incluyó una pequeña secuencia al contraluz en la que Mickey Mouse abandona el mundo de los dibujos para ir a felicitar a Stokowski con la frase “My congratulations, Sir” ―pronunciada con la voz en falsete del propio Walt Disney―, a lo que el maestro responde: “Congratulations to you, Mickey”. El apretón de manos subsiguiente fue pensado como un símbolo de la reconciliación definitiva entre la cultura popular y la cultura de las élites ―aunque hoy en día podría recordarnos más bien a la última escena de “Encuentros en la tercera fase” (Steven Spielberg, 1977)―. Como ya se ha apuntado, la crítica musical más elevada aprovechó ese intercambio de parabienes como motivo de chanza contra Stokowski, probablemente sin reparar en que toda transacción requiere de una cierta cesión por ambas partes. Aún faltaban muchos años para que Atticus Finch le explicara al mundo del cine lo que significa transigir.