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Chopin, tercera parte: Muerte y vida eterna.

chopin bisson
Chopin según Louis-Auguste Bisson. La fotografía está fechada en 1849, pero es probable que la imagen fuese tomada entre 1847 y 1848.

(Este artículo es la continuación de «Chopin, segunda parte: Amores y desamores«.)

Los últimos problemas de Chopin comenzaron a principios de 1844, y una vez más le entraron por la garganta. Sus frecuentes infecciones respiratorias se vieron agravadas por ataques de asma, seguramente de origen alérgico, y por confiar su suerte a la homeopatía, que por aquel entonces vivía su edad de oro. Desde luego, el “tratamiento” homeopático debió de ser menos dañino que muchos de los que soportó en Polonia y en Mallorca; pero en la práctica supuso que el músico dejase que sus dolencias se desarrollasen libremente. Las infecciones broncopulmonares se fueron haciendo crónicas y, al recibir menos oxígeno, su corazón comenzó a hipertrofiarse ―hay quien indica que quizá ya presentase lesiones cardíacas innatas―. Muy pronto, la situación se volvió tan desesperada que Chopin apenas podía ponerse en pie sin perder el resuello ―recordemos que estamos hablando de un hombre de 34 años―, por lo que sus nervios también comenzaron a verse muy afectados. Además, recibió en muy poco tiempo toda una serie de noticias trágicas, como la muerte de su padre y de varios de sus amigos, por lo que llegó un momento en el que no se sabía si se iba a morir antes de asfixia o de pena. George Sand volvió a desvivirse por él, mandó al homeópata a la porra y condujo de nuevo a su amante a Nohant, donde le procuró todo tipo de cuidados e incluso, a base de tirar de amistades influyentes y de un gran desembolso económico, consiguió que las autoridades rusas permitieran a la única hermana que le quedaba a Chopin, Ludwika, acudir a visitarlo. Su llegada, “El mejor médico que [Chopin] haya tenido jamás”, como Sand la calificaría posteriormente en una carta, tuvo efectos milagrosos sobre la salud del compositor, que en un par de semanas pasó de tener los dos pies en la tumba a poder moverlos con una libertad parecida a la de una persona sana.

Ludwika Jędrzejewicz, hermana de Chopin.

No obstante, y a pesar de su mejoría, la terrible experiencia y el saberse en el punto de mira de la muerte terminaron de agriar el carácter de Chopin, con el que cada vez resultaba más difícil convivir. Los roces en el seno de la pareja no tardarían en llegar, inicialmente motivados por celos mutuos mal controlados: Chopin había comenzado a sentir algo más que interés por una alumna escocesa llamada Jane Stirling, seis años mayor que él, y Sand por un activista de nombre Louis Blanc, quince años menor que ella. Igualmente, según relataría más tarde, la escritora empezó a encontrarse ahogada al lado de quien se había ido convirtiendo en un enfermo absorbente al que no estaba del todo segura de tener que soportar. La recaída de su hijo Maurice, por aquel entonces ya casi veinteañero, y cuyas relaciones con el músico eran cada vez más hostiles, le obligó a elegir entre cuidarle a él o a su amante, y parece que en ningún momento se le pasó por la cabeza convertirse en una especie de Karenina enfermera:

Me asustó la responsabilidad que asumía, y que había creído terminada después del viaje a España. Si Maurice llegaba a tener una recaída en el estado de languidez que me había absorbido, ¡adiós a las lecciones y adiós también a los goces que mi trabajo me brindaba!; y ¿qué horas serenas y bienhechoras de mi vida podía consagrar yo a otro enfermo, mucho más difícil de cuidar y de confortar que Maurice?

Un verdadero terror se apoderó de mi corazón frente a la nueva responsabilidad contraída. No me guiaban las ilusiones de la pasión. Sentía por el artista una especie de adoración maternal muy marcada, muy verdadera, pero que no podía competir ni por un minuto con el amor de las entrañas, único sentimiento casto que puede ser apasionado.

Yo era todavía bastante joven como para luchar contra el amor, contra la pasión propiamente dicha. Esta disponibilidad de mis años, de mi situación personal y del destino de las mujeres artistas, especialmente cuando detestan las relaciones efímeras, me asustó mucho, y decidida a no aceptar nunca una influencia que pudiera apartarme de mis hijos, veía un peligro no muy grave, pero siempre posible, hasta en la tierna amistad que Chopin me inspiraba.

Una gravísima discusión entre Maurice y Chopin, que a punto estuvo de llegar a convertirse en combate de boxeo ―bastante poco atractivo para el espectador, seguramente, si tenemos en cuenta el estado físico de ambos púgiles―, provocó un verdadero cisma entre la prole de Sand, que a punto estuvo de atreverse a invitar al músico a abandonar Nohant. No obstante, la trifulca sí que le animó a publicar “Lucrezia Floriani” (1846), novela en la que, con nombres ficticios, revelaba escenas íntimas de la pareja en las que Chopin no salía demasiado bien parado. Furioso e indignado tras leer el libro, el polaco acabó largándose asqueado de Nohant. Todo indica que ninguno de los dos creyó que aquello fuese a constituir el final de su relación, pero así fue. Chopin jamás volvió a visitar la casa de campo, y su contacto con Sand fue convirtiéndose en meramente epistolar a lo largo de los meses siguientes, hasta que a mediados de 1847, tras haber vuelto Chopin a inmiscuirse en una desavenencia entre los hijos de la novelista, ésta le envió su última carta. No se sabe qué decía exactamente aquella misiva, porque su propio receptor la destruyó; pero Delacroix, que sí que tuvo la oportunidad de leerla en su momento, llegó a calificarla de inhumana años más tarde.

Esa mezcla explosiva de amargura, despecho, rabia y esperanza paralizadora que sucede a toda ruptura pasional violenta condujo a Chopin a retomar su vida mundana, en esta ocasión refugiándose principalmente entre sus compatriotas ―es posible que un sentimiento reactivo le llevase a extender a todos los franceses su conflicto con Sand―. Tampoco en esta ocasión podemos hablar propiamente de excesos: lo único que hacía era acudir a más salones para distraerse; pero esa actividad fue más que suficiente para que la enfermedad volviese a golpearle con fuerza. Paulatinamente, comenzó a dejar de salir de casa, donde luchaba con desesperación por taponar las vías por las que se escapaban sus fuerzas. Varios de sus alumnos relataron cómo, aunque hacía todo lo posible por atenderlos, en muchas ocasiones se veía limitado a darles indicaciones desde la cama. Por si fuera poco, a principios de 1848 se enteró de la trágica muerte de Mendelssohn y, al parecer, lloró hasta perder el sentido tras recordar que ni el cafre ni el cheroqui habían llegado a cumplir la promesa que se habían hecho mutuamente.

A pesar de que su estado físico era calamitoso y de que llevaba años sin recibir ni media alegría, el estallido de la revolución de 1848 ―de la que, más que el cambio político que representaba, lo que verdaderamente le molestaba era que Sand la apoyaba― le espoleó para aceptar una invitación de Stirling y abandonar París con destino a Londres. Por aquel entonces ya había ofrecido el que sería su último concierto en París, en el que, entre otras piezas, presentó la Barcarola en fa sostenido menor, Op. 60, que a continuación escuchamos interpretada por Vladimir Ashkenazy:

https://lineassobrearte.com/wp-content/uploads/2017/01/Chopin-Barcarola-en-fa-sostenido-mayor-Op-60-Vladimir-Ashkenazy.mp3?_=1

La crítica francesa se deshizo en elogios; pero la británica, que había acudido informada del próximo desembarco de Chopin en su país, puso el grito en el cielo ante la salvajada que suponía que se hiciera subir a un escenario a un hombre en un estado de salud tan visiblemente precario ―supongo que es la constatación práctica de que los ingleses no asisten a los conciertos para escuchar, sino para mirar―.

Daguerrotipo anónimo de Chopin, seguramente tomado a finales de 1846.

Rápidamente, Stirling se esforzó por desempeñar el papel de protectora que anteriormente había ocupado Sand, e incluso trató de casarse con el compositor; pero Chopin rechazó el vínculo. Sus motivos para ello los resumía así en una carta:

Incluso si yo pudiera enamorarme de alguien que me quisiera como yo deseo, no me casaría, pues no tendría qué comer ni dónde vivir. Una muchacha rica busca un rico, y si se enamora de un pobre, al menos ese pobre no debe estar enfermo. Es muy posible que yo muera en la cama de un hospital [en aquellos años, morir en un hospital era un signo de indigencia], pero no dejaré detrás una esposa en la miseria.

No parece que la situación de Chopin fuese precisamente de miseria si la evaluamos con los criterios actuales; sin embargo, aparte de dinero contante y sonante, no tenía ninguna propiedad que le proporcionara rentas, y dada la incertidumbre a la que su salud le tenía sometido, tampoco podía permitirse invertir sus ahorros. A mediados del siglo XIX, y mucho más en Inglaterra, la renta pasiva lo era todo:

Sólo con que Londres no fuera tan oscuro, y la gente tan pesada, y si no hubiera niebla ni olores de hollín por todas partes, ya habría aprendido a hablar en inglés. Estos ingleses son muy distintos de los franceses, que ya considero los míos: sólo piensan en libras. Les gusta el arte sólo porque es un lujo. En el fondo, tienen buen corazón; pero son tan excéntricos que comprendo perfectamente que aquí una persona pueda volverse hierática o comportarse como una máquina.

Chopin hizo todo lo posible por desarrollar en Londres una vida social parecida a la que llevaba en París cuando se encontraba bien; pero ya le resultaba imposible. Sus apariciones en público eran tan contadas que cierto sector de la prensa local comenzó a tomarse su actitud como una especie de ofensa. A pesar de ello, tuvo tiempo de ganarse alguna que otra amistad ilustre más, como la de Charles Dickens, y de pasar varios meses en Escocia, a donde estaba deseando acudir no sólo por tratarse de la patria de su anfitriona, sino porque quería conocer la tierra que tanto había inspirado a Mendelssohn. Parece que los viajes por la Gran Bretaña le levantaron el ánimo en un primer momento, pero el atender a todas las personas que acudían a conocerle, así como los dos largos recitales que accedió a dar en Edimburgo y en Manchester, acabaron por agotarle: “A menudo, por las mañanas, tengo la sensación de que toseré sin parar hasta morirme”. Su aspecto en aquellos momentos ya debía de ser cadavérico. Se dice que la piel de su rostro, pegada a los huesos, solía presentar tono cerúleo, y que caminaba muy encorvado y parándose a recuperar el aliento cada pocos pasos. Tras una crisis respiratoria, tuvo que ser ingresado en una clínica donde, una vez más, le administraron tratamientos homeopáticos. Cuando salió de allí, apenas pesaba 45 kilos. Aún así, reunió las fuerzas suficientes para dar un concierto benéfico en la Asociación de Amigos de Polonia de Londres, en la que sería su última aparición en público. Parece que él mismo se dio cuenta de que así iba a ser: “He terminado mi carrera de concertista”, le escribió a un amigo.

Jane Stirling según Achille Devéria (1830).

Como puede uno imaginarse, su actividad compositiva durante estos últimos años también se ralentizó mucho. No obstante, sí que presentó obras nuevas de gran calidad, como esta Polonesa-Fantasía en la bemol mayor, Op. 61 nº 7, interpretada aquí por Rubinstein:

https://lineassobrearte.com/wp-content/uploads/2017/01/Arthur-Rubinstein-Chopin-Polonaise-No.7-Op.61-in-A-flat-major-Polonaise-Fantaisie.mp3?_=2

El 23 de noviembre de 1848, Chopin retornó a París para enterarse, nada más desembarcar en Francia, de que la muerte se había llevado a su médico de confianza durante su ausencia, de modo que su vieja compañera no descansaba ni cuando él estaba fuera, estrechando su cerco de manera cada vez más asfixiante. Conscientes de que sus limitaciones físicas habían ido en aumento, sus amigos se habían preocupado de buscarle un nuevo alojamiento y lo habían preparado todo para que fuese conducido allí directamente. Cuando su coche se acercaba, Chopin vio que Delacroix le aguardaba paseando por las inmediaciones, de modo que ordenó parar para bajar y saludarle. Su sorpresa debió de ser mayúscula cuando comprobó que su buen amigo tan sólo le reconoció por la voz al cabo de unos segundos: hasta ese punto se habían demacrado sus facciones. Los meses siguientes no hicieron sino acentuar y dilatar su calvario. Incapaz de dar clases y de tocar en público, sus ingresos se redujeron a las migajas que recibía con la venta de sus partituras. Sus amigos lo sabían, como también estaban seguros de que era capaz de instalarse bajo un puente antes que vivir a sus expensas, por lo que le hicieron creer que la renta de su nuevo apartamento era mucho más baja de lo que en realidad era, pagando ellos en secreto el exceso. Igualmente, tanto los Rothschild como Stirling se las apañaban para encontrar excusas con las que enviarle cuantiosas sumas de dinero. La última obra que lograría publicar en vida sería su Sonata para piano y violonchelo en sol menor, Op. 65. La versión que se incluye a continuación corresponde a una grabación realizada en 1981, con Mstislav Rostropovich y Martha Argerich como solistas:

https://lineassobrearte.com/wp-content/uploads/2017/01/CHOPIN.-Cello-Sonata-Op.65-RostropovichArgerich-1981.mp3?_=3

La noche del 22 de junio de 1849, Chopin se despertó empapado en su propia sangre. Las hemorragias siguieron produciéndose en los días siguientes sin causa aparente. En un principio se temió que hubiese contraído el cólera, pues en París se había desatado una epidemia bastante cruenta; pero lo cierto es que el compositor no presentaba ningún otro síntoma asociado a la enfermedad. A petición suya, el médico que le trataba le acabó confesando que no le auguraba más de unas cuantas horas de vida; pero a Chopin no le dio la gana morirse todavía: con sus penúltimas fuerzas, le escribió a su hermana una carta suplicándole que acudiera a verle, porque estaba convencido de que su presencia era lo único que podía sanarle. Tan seguro se mostraba de ello, que incluso se comprometía a devolverle todo lo que se gastara en el viaje cuando estuviera recuperado y pudiese volver a dar clases. Ludwika llegó a París el 9 de agosto y, ante la sorpresa del médico, que se apresuró a pedir varias segundas opiniones, las hemorragias cesaron como por arte de magia. Aún pudo disfrutar de la compañía de su hermana unas semanas más, e incluso llegó a volver a ilusionarse con una posible curación. Sin embargo, a mediados de octubre sufrió una nueva recaída que, esta vez sí, resultó definitiva. En cualquier caso, tal y como relató su amigo Bernard Gavoty, Chopin debió de aferrarse a la vida con tal rabia que prácticamente le dio un nuevo significado a la palabra agonía:

El 16 de octubre por la noche lo examinaron dos médicos. Uno de ellos, el doctor Cruveilhier, tomó una luz, la colocó delante de la cara de Chopin, completamente blanca, y nos hizo notar que sus sentidos habían dejado de existir. No obstante, cuando alguien preguntó si había sufrido, todos escuchamos cómo Chopin contestaba con claridad: “Ya no”. Son las últimas palabras que salieron de sus labios.

En un caso como éste, no puede decirse que la muerte le sorprendiera mientras trabajaba, porque lo único sorprendente de su deceso fue que tardase tanto en llegar; pero, de algún modo, Chopin se las apañó para seguir componiendo hasta sus últimos momentos. Aparte de revisar varias de sus viejas obras, nos dejó casi acabada la que se supone que es su última creación, la Mazurca para piano nº 4, Op. 68, en la que pueden intuirse ciertos rasgos de anticipación al impresionismo. Esta versión está interpretada por Alfred Cortot poco antes de morir; curiosamente, y aunque no está del todo claro, se supone que también se trató de su última grabación:

https://lineassobrearte.com/wp-content/uploads/2017/01/Alfred-Cortot-Chopin-Mazurka-Op.-68-No.-4.mp3?_=4

El parte de defunción de Chopin recogió como causa de la muerte un colapso producido por tisis pulmonar y probable asma alérgica. Sin embargo, ya en aquel momento muchos médicos mostraron su discrepancia, dado que el paciente jamás había expulsado esputos sanguinolentos y sus pulmones, aunque muy debilitados, no mostraban los destrozos típicos de la tuberculosis. El propio médico que certificó la muerte fue el encargado de realizar la autopsia; no porque existiera ninguna sospecha de que el músico pudiese haber sido víctima de un envenenamiento, por supuesto, sino porque dejó dicho en su testamento que deseaba que su corazón fuese depositado en una urna y conducido por su hermana hasta Polonia, donde hoy se conserva como una reliquia en la iglesia de la Santa Cruz de Varsovia. Desde luego, se trataba de una idea muy romántica; pero todo indica que su principal intención al suplicar que le practicasen tal escabechina era la de asegurarse de que no iba a ser enterrado en vida, algo que le aterrorizaba. El dictamen forense se perdió, pero existen testimonios de personas que llegaron a leerlo, y todos coinciden en afirmar que el doctor se desdijo de su primera impresión y achacó la muerte a una dolencia desconocida sobre la que no existían registros médicos.

«Chopin en su lecho de muerte», de Teofil Kwiatkowski (1849). El cuadro fue encargado por Jane Stirling.

Actualmente se piensa que fue debida a la fibrosis quística, a un defecto cardíaco congénito o a una complicada combinación de factores, aunque de vez en cuando todavía se publica algún nuevo ensayo que insiste en la idea de la tuberculosis. A pesar de las numerosas peticiones que han venido recibiendo, los descendientes de Ludwika siempre se han cerrado en banda ante la idea de permitir un análisis del corazón de Chopin, que se mantiene conservado en una solución alcohólica que en su día fue cognac. Tan sólo se han permitido exámenes visuales, sin consentir en ningún momento que se extrajese el órgano de su recipiente, por lo que los dictámenes son tan vagos como dispares. La principal demanda en la actualidad es la de tomar una muestra de ADN para su análisis, lo que también cuenta con la negativa de la familia. Quizá para forzar su voluntad, se les acusa de querer ocultar que en realidad el corazón que se venera en Varsovia no es el que latía en el pecho de Chopin.

En este sentido, se sabe a ciencia cierta que sí que lo fue hasta el comienzo de la Segunda Guerra Mundial; sin embargo, la iglesia que lo acogía fue destruida por los bombardeos. Como suele ocurrir en este tipo de casos, alguna mano milagrosa tuvo la clarividencia suficiente como para anticiparse a los hechos y retirar y custodiar la reliquia hasta que pasase el peligro. Explicaciones similares han servido durante toda la historia para justificar la reaparición de todo tipo de supuestos objetos perdidos, que suelen acabar siendo falsificaciones. En este caso, no obstante, esa historia de rescate in extremis sí que podría responder a la realidad.

Aunque no está demostrado, todo indica que fue un soldado de las Waffen-SS el que lo retiró de la custodia en la que se encontraba para entregárselo a su máximo superior en plaza. Éste no era otro que el general Erich von dem Bach-Zelewski, un tipo realmente siniestro con un historial de mezquindad más propio de un malo de película que de un personaje histórico. Entre sus hazañas más destacadas se encuentran la idea de crear Auschwitz, la represión del Alzamiento de Varsovia o la ejecución de cerca de medio millón de judíos. Por si fuera poco, ni siquiera tuvo el mérito de mantenerse leal a los suyos hasta el final, sino que desertó en cuanto vio que las cosas comenzaban a ponerse feas y acabó testificando contra sus antiguos camaradas en los procesos de Núremberg, por lo que no se le juzgó por sus crímenes de guerra. En cualquier caso, eso no le libró de permanecer en prisión hasta su muerte, en 1972, dado que también acumulaba los suficientes delitos cometidos antes de la guerra como para ser condenado a cadena perpetua en su propio país.

Daguerrotipo anónimo de Chopin descubierto hace pocos días (enero de 2017). Se supone que fue tomado en 1847.

Los argumentos a favor de que el general custodió el corazón se basan en que la urna parece ser la misma y en que no se tiene noticia de que nadie haya tratado de vender la reliquia auténtica. Además, su apellido real era Zelewski, a secas ―lo modificó al alistarse en las SS, para fingir que pertenecía a la nobleza prusiana―, lo cual no deja dudas acerca de su origen polaco, y, aunque parezca increíble en un tipo de semejante catadura, bien pudo haberse dejado llevar por el romanticismo al menos una vez en su vida. La mayor parte de los historiadores no descarta que así fuera, aunque se inclinan por pensar que más bien trató de hacer pasar por un gesto de buena voluntad su envío al arzobispo de Varsovia ―que efectivamente lo recibió, aunque nunca reveló de quién―. Sea como fuere, parece más un caso para Indiana Jones que para una página sobre arte.

En mi opinión, la cuestión más intrigante acerca de Chopin no tiene nada que ver con cuestiones literalmente viscerales, sino con la capacidad seductora que siguen manteniendo sus composiciones. Al igual que en su momento las damas de la aristocracia parisina se peleaban por ser sus alumnas, hoy en día existe una clara desproporción a favor de las primeras ―y aquí hablo por propia experiencia: conozco varios casos obsesivos― entre las fanáticas y los fanáticos de su música. Evidentemente, se trata de mujeres que no tienen ningún motivo para ver su juicio trastocado por la belleza de un señor que murió hace más de medio siglo, por lo que intuyo que, de algún modo inconsciente, Chopin dejó gran parte de su encanto personal y de su atractivo erótico impreso en su música. Puede que se trate de un caso único en la historia o de una simple fabulación cercana a lo paranormal; pero, si uno lo piensa bien, tampoco resultaría tan extraño en alguien para quien componer significaba sentir.

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