(Este artículo es la continuación de «Chopin, segunda parte: Amores y desamores«.)
Los últimos problemas de Chopin comenzaron a principios de 1844, y una vez más le entraron por la garganta. Sus frecuentes infecciones respiratorias se vieron agravadas por ataques de asma, seguramente de origen alérgico, y por confiar su suerte a la homeopatía, que por aquel entonces vivía su edad de oro. Desde luego, el “tratamiento” homeopático debió de ser menos dañino que muchos de los que soportó en Polonia y en Mallorca; pero en la práctica supuso que el músico dejase que sus dolencias se desarrollasen libremente. Las infecciones broncopulmonares se fueron haciendo crónicas y, al recibir menos oxígeno, su corazón comenzó a hipertrofiarse ―hay quien indica que quizá ya presentase lesiones cardíacas innatas―. Muy pronto, la situación se volvió tan desesperada que Chopin apenas podía ponerse en pie sin perder el resuello ―recordemos que estamos hablando de un hombre de 34 años―, por lo que sus nervios también comenzaron a verse muy afectados. Además, recibió en muy poco tiempo toda una serie de noticias trágicas, como la muerte de su padre y de varios de sus amigos, por lo que llegó un momento en el que no se sabía si se iba a morir antes de asfixia o de pena. George Sand volvió a desvivirse por él, mandó al homeópata a la porra y condujo de nuevo a su amante a Nohant, donde le procuró todo tipo de cuidados e incluso, a base de tirar de amistades influyentes y de un gran desembolso económico, consiguió que las autoridades rusas permitieran a la única hermana que le quedaba a Chopin, Ludwika, acudir a visitarlo. Su llegada, “El mejor médico que [Chopin] haya tenido jamás”, como Sand la calificaría posteriormente en una carta, tuvo efectos milagrosos sobre la salud del compositor, que en un par de semanas pasó de tener los dos pies en la tumba a poder moverlos con una libertad parecida a la de una persona sana.
No obstante, y a pesar de su mejoría, la terrible experiencia y el saberse en el punto de mira de la muerte terminaron de agriar el carácter de Chopin, con el que cada vez resultaba más difícil convivir. Los roces en el seno de la pareja no tardarían en llegar, inicialmente motivados por celos mutuos mal controlados: Chopin había comenzado a sentir algo más que interés por una alumna escocesa llamada Jane Stirling, seis años mayor que él, y Sand por un activista de nombre Louis Blanc, quince años menor que ella. Igualmente, según relataría más tarde, la escritora empezó a encontrarse ahogada al lado de quien se había ido convirtiendo en un enfermo absorbente al que no estaba del todo segura de tener que soportar. La recaída de su hijo Maurice, por aquel entonces ya casi veinteañero, y cuyas relaciones con el músico eran cada vez más hostiles, le obligó a elegir entre cuidarle a él o a su amante, y parece que en ningún momento se le pasó por la cabeza convertirse en una especie de Karenina enfermera:
Me asustó la responsabilidad que asumía, y que había creído terminada después del viaje a España. Si Maurice llegaba a tener una recaída en el estado de languidez que me había absorbido, ¡adiós a las lecciones y adiós también a los goces que mi trabajo me brindaba!; y ¿qué horas serenas y bienhechoras de mi vida podía consagrar yo a otro enfermo, mucho más difícil de cuidar y de confortar que Maurice?
Un verdadero terror se apoderó de mi corazón frente a la nueva responsabilidad contraída. No me guiaban las ilusiones de la pasión. Sentía por el artista una especie de adoración maternal muy marcada, muy verdadera, pero que no podía competir ni por un minuto con el amor de las entrañas, único sentimiento casto que puede ser apasionado.
Yo era todavía bastante joven como para luchar contra el amor, contra la pasión propiamente dicha. Esta disponibilidad de mis años, de mi situación personal y del destino de las mujeres artistas, especialmente cuando detestan las relaciones efímeras, me asustó mucho, y decidida a no aceptar nunca una influencia que pudiera apartarme de mis hijos, veía un peligro no muy grave, pero siempre posible, hasta en la tierna amistad que Chopin me inspiraba.
Una gravísima discusión entre Maurice y Chopin, que a punto estuvo de llegar a convertirse en combate de boxeo ―bastante poco atractivo para el espectador, seguramente, si tenemos en cuenta el estado físico de ambos púgiles―, provocó un verdadero cisma entre la prole de Sand, que a punto estuvo de atreverse a invitar al músico a abandonar Nohant. No obstante, la trifulca sí que le animó a publicar “Lucrezia Floriani” (1846), novela en la que, con nombres ficticios, revelaba escenas íntimas de la pareja en las que Chopin no salía demasiado bien parado. Furioso e indignado tras leer el libro, el polaco acabó largándose asqueado de Nohant. Todo indica que ninguno de los dos creyó que aquello fuese a constituir el final de su relación, pero así fue. Chopin jamás volvió a visitar la casa de campo, y su contacto con Sand fue convirtiéndose en meramente epistolar a lo largo de los meses siguientes, hasta que a mediados de 1847, tras haber vuelto Chopin a inmiscuirse en una desavenencia entre los hijos de la novelista, ésta le envió su última carta. No se sabe qué decía exactamente aquella misiva, porque su propio receptor la destruyó; pero Delacroix, que sí que tuvo la oportunidad de leerla en su momento, llegó a calificarla de inhumana años más tarde.
Esa mezcla explosiva de amargura, despecho, rabia y esperanza paralizadora que sucede a toda ruptura pasional violenta condujo a Chopin a retomar su vida mundana, en esta ocasión refugiándose principalmente entre sus compatriotas ―es posible que un sentimiento reactivo le llevase a extender a todos los franceses su conflicto con Sand―. Tampoco en esta ocasión podemos hablar propiamente de excesos: lo único que hacía era acudir a más salones para distraerse; pero esa actividad fue más que suficiente para que la enfermedad volviese a golpearle con fuerza. Paulatinamente, comenzó a dejar de salir de casa, donde luchaba con desesperación por taponar las vías por las que se escapaban sus fuerzas. Varios de sus alumnos relataron cómo, aunque hacía todo lo posible por atenderlos, en muchas ocasiones se veía limitado a darles indicaciones desde la cama. Por si fuera poco, a principios de 1848 se enteró de la trágica muerte de Mendelssohn y, al parecer, lloró hasta perder el sentido tras recordar que ni el cafre ni el cheroqui habían llegado a cumplir la promesa que se habían hecho mutuamente.
A pesar de que su estado físico era calamitoso y de que llevaba años sin recibir ni media alegría, el estallido de la revolución de 1848 ―de la que, más que el cambio político que representaba, lo que verdaderamente le molestaba era que Sand la apoyaba― le espoleó para aceptar una invitación de Stirling y abandonar París con destino a Londres. Por aquel entonces ya había ofrecido el que sería su último concierto en París, en el que, entre otras piezas, presentó la Barcarola en fa sostenido menor, Op. 60, que a continuación escuchamos interpretada por Vladimir Ashkenazy:
La crítica francesa se deshizo en elogios; pero la británica, que había acudido informada del próximo desembarco de Chopin en su país, puso el grito en el cielo ante la salvajada que suponía que se hiciera subir a un escenario a un hombre en un estado de salud tan visiblemente precario ―supongo que es la constatación práctica de que los ingleses no asisten a los conciertos para escuchar, sino para mirar―.
Rápidamente, Stirling se esforzó por desempeñar el papel de protectora que anteriormente había ocupado Sand, e incluso trató de casarse con el compositor; pero Chopin rechazó el vínculo. Sus motivos para ello los resumía así en una carta:
Incluso si yo pudiera enamorarme de alguien que me quisiera como yo deseo, no me casaría, pues no tendría qué comer ni dónde vivir. Una muchacha rica busca un rico, y si se enamora de un pobre, al menos ese pobre no debe estar enfermo. Es muy posible que yo muera en la cama de un hospital [en aquellos años, morir en un hospital era un signo de indigencia], pero no dejaré detrás una esposa en la miseria.
No parece que la situación de Chopin fuese precisamente de miseria si la evaluamos con los criterios actuales; sin embargo, aparte de dinero contante y sonante, no tenía ninguna propiedad que le proporcionara rentas, y dada la incertidumbre a la que su salud le tenía sometido, tampoco podía permitirse invertir sus ahorros. A mediados del siglo XIX, y mucho más en Inglaterra, la renta pasiva lo era todo:
Sólo con que Londres no fuera tan oscuro, y la gente tan pesada, y si no hubiera niebla ni olores de hollín por todas partes, ya habría aprendido a hablar en inglés. Estos ingleses son muy distintos de los franceses, que ya considero los míos: sólo piensan en libras. Les gusta el arte sólo porque es un lujo. En el fondo, tienen buen corazón; pero son tan excéntricos que comprendo perfectamente que aquí una persona pueda volverse hierática o comportarse como una máquina.
Chopin hizo todo lo posible por desarrollar en Londres una vida social parecida a la que llevaba en París cuando se encontraba bien; pero ya le resultaba imposible. Sus apariciones en público eran tan contadas que cierto sector de la prensa local comenzó a tomarse su actitud como una especie de ofensa. A pesar de ello, tuvo tiempo de ganarse alguna que otra amistad ilustre más, como la de Charles Dickens, y de pasar varios meses en Escocia, a donde estaba deseando acudir no sólo por tratarse de la patria de su anfitriona, sino porque quería conocer la tierra que tanto había inspirado a Mendelssohn. Parece que los viajes por la Gran Bretaña le levantaron el ánimo en un primer momento, pero el atender a todas las personas que acudían a conocerle, así como los dos largos recitales que accedió a dar en Edimburgo y en Manchester, acabaron por agotarle: “A menudo, por las mañanas, tengo la sensación de que toseré sin parar hasta morirme”. Su aspecto en aquellos momentos ya debía de ser cadavérico. Se dice que la piel de su rostro, pegada a los huesos, solía presentar tono cerúleo, y que caminaba muy encorvado y parándose a recuperar el aliento cada pocos pasos. Tras una crisis respiratoria, tuvo que ser ingresado en una clínica donde, una vez más, le administraron tratamientos homeopáticos. Cuando salió de allí, apenas pesaba 45 kilos. Aún así, reunió las fuerzas suficientes para dar un concierto benéfico en la Asociación de Amigos de Polonia de Londres, en la que sería su última aparición en público. Parece que él mismo se dio cuenta de que así iba a ser: “He terminado mi carrera de concertista”, le escribió a un amigo.
Como puede uno imaginarse, su actividad compositiva durante estos últimos años también se ralentizó mucho. No obstante, sí que presentó obras nuevas de gran calidad, como esta Polonesa-Fantasía en la bemol mayor, Op. 61 nº 7, interpretada aquí por Rubinstein:
El 23 de noviembre de 1848, Chopin retornó a París para enterarse, nada más desembarcar en Francia, de que la muerte se había llevado a su médico de confianza durante su ausencia, de modo que su vieja compañera no descansaba ni cuando él estaba fuera, estrechando su cerco de manera cada vez más asfixiante. Conscientes de que sus limitaciones físicas habían ido en aumento, sus amigos se habían preocupado de buscarle un nuevo alojamiento y lo habían preparado todo para que fuese conducido allí directamente. Cuando su coche se acercaba, Chopin vio que Delacroix le aguardaba paseando por las inmediaciones, de modo que ordenó parar para bajar y saludarle. Su sorpresa debió de ser mayúscula cuando comprobó que su buen amigo tan sólo le reconoció por la voz al cabo de unos segundos: hasta ese punto se habían demacrado sus facciones. Los meses siguientes no hicieron sino acentuar y dilatar su calvario. Incapaz de dar clases y de tocar en público, sus ingresos se redujeron a las migajas que recibía con la venta de sus partituras. Sus amigos lo sabían, como también estaban seguros de que era capaz de instalarse bajo un puente antes que vivir a sus expensas, por lo que le hicieron creer que la renta de su nuevo apartamento era mucho más baja de lo que en realidad era, pagando ellos en secreto el exceso. Igualmente, tanto los Rothschild como Stirling se las apañaban para encontrar excusas con las que enviarle cuantiosas sumas de dinero. La última obra que lograría publicar en vida sería su Sonata para piano y violonchelo en sol menor, Op. 65. La versión que se incluye a continuación corresponde a una grabación realizada en 1981, con Mstislav Rostropovich y Martha Argerich como solistas:
La noche del 22 de junio de 1849, Chopin se despertó empapado en su propia sangre. Las hemorragias siguieron produciéndose en los días siguientes sin causa aparente. En un principio se temió que hubiese contraído el cólera, pues en París se había desatado una epidemia bastante cruenta; pero lo cierto es que el compositor no presentaba ningún otro síntoma asociado a la enfermedad. A petición suya, el médico que le trataba le acabó confesando que no le auguraba más de unas cuantas horas de vida; pero a Chopin no le dio la gana morirse todavía: con sus penúltimas fuerzas, le escribió a su hermana una carta suplicándole que acudiera a verle, porque estaba convencido de que su presencia era lo único que podía sanarle. Tan seguro se mostraba de ello, que incluso se comprometía a devolverle todo lo que se gastara en el viaje cuando estuviera recuperado y pudiese volver a dar clases. Ludwika llegó a París el 9 de agosto y, ante la sorpresa del médico, que se apresuró a pedir varias segundas opiniones, las hemorragias cesaron como por arte de magia. Aún pudo disfrutar de la compañía de su hermana unas semanas más, e incluso llegó a volver a ilusionarse con una posible curación. Sin embargo, a mediados de octubre sufrió una nueva recaída que, esta vez sí, resultó definitiva. En cualquier caso, tal y como relató su amigo Bernard Gavoty, Chopin debió de aferrarse a la vida con tal rabia que prácticamente le dio un nuevo significado a la palabra agonía:
El 16 de octubre por la noche lo examinaron dos médicos. Uno de ellos, el doctor Cruveilhier, tomó una luz, la colocó delante de la cara de Chopin, completamente blanca, y nos hizo notar que sus sentidos habían dejado de existir. No obstante, cuando alguien preguntó si había sufrido, todos escuchamos cómo Chopin contestaba con claridad: “Ya no”. Son las últimas palabras que salieron de sus labios.