Dado que el cuadro permaneció oculto en el estudio del artista hasta después de su muerte, en 1506, su datación tampoco puede ser más imprecisa. Se suelen descartar los dos últimos años de la vida del pintor porque se cree que su salud ya era demasiado precaria como para trabajar. No obstante, la mayoría de los estudiosos opinan que se trata de una obra de madurez, no sólo por su grado de depuración técnica, sino porque difícilmente habría tenido tiempo Mantegna para dedicarse a sus creaciones privadas en cualquier otro periodo de su existencia. Sin embargo, esta teoría supone dar por hecho que realmente fue realizado como una obra libre, y eso tampoco está nada claro. Se ha propuesto que quizá fuese creado para Hércules I de Este (Ercole d’Este), duque de Ferrara y suegro de Lucrecia Borgia; pero los motivos se basan en meras especulaciones o incluso en fantasías: no existe ni el más mínimo referente documental al respecto. Ciertamente, Ercole fue un destacado mecenas; pero sus preferencias se dirigían hacia la música y las artes escénicas y no se le conoce una especial afición hacia las plásticas. Los que defienden esta tesis señalan que los rasgos de este Yacente recuerdan a los que se pueden ver en algunos retratos del duque, y lo relacionan con la amarga experiencia de Ercole durante la guerra de Ferrara, que entre 1482 y 1484 le enfrentó a la República de Venecia y a los Estados Pontificios de Sixto IV. Según parece, Ercole cayó víctima de unas fiebres y tuvo que pasar la mayor parte del conflicto postrado en la cama, mientras asistía impotente a una derrota bastante humillante. Quizá fuese su visión la que inspiró a Mantegna a la hora de pintar este Cristo por encomienda del propio soberano, pero tampoco tuvo por qué ser así.
La mayor parte de los historiadores del arte coinciden en afirmar que el padre de Mantegna era carpintero; sin embargo, Vasari tampoco parece estar muy de acuerdo con ese dato:
La verdadera habilidad no siempre encuentra el reconocimiento y el premio que recibió Mantegna. Nacido en una familia muy humilde del país de Mantua, y aunque cuando niño solía guardar ganados, se elevó por sus propios méritos y por su buena estrella a la jerarquía de caballero, como referiremos oportunamente.
No parece lógico que el hijo de un artesano de tanta importancia en aquella época tuviera que dedicarse a apacentar reses siendo tan pequeño, así que alguien se equivoca. No son pocos los expertos que aventuran que quizá Vasari tendiese a exagerar la pobreza familiar de algunos artistas con el fin de dar más mérito a su ascenso social; no obstante, este rasgo sólo ha podido ser corroborado en el caso de su biografía de Giotto y puede deberse a un error puntual. De cualquier manera, poco importa el dinero que ganara su primer padre, porque con 10 años Mantegna fue adoptado por Francesco Jacopo Squarcione, un extraño personaje dedicado a la pintura del que tan sólo se conserva una obra ―el “Políptico de Lazara” (1452), en el Museo Cívico de Padua― y al que apenas se le conocen un puñado de encargos. Todo parece indicar que más bien centraba sus esfuerzos en dirigir una especie de taller-academia donde se encargaba tanto de formar pintores como de explotarlos vivos. Se estima que sus discípulos pudieron llegar a ser más de ciento cincuenta ―hasta el extremo de que en ocasiones se denomina “squarcionismo” a la pintura del Quattocento padovano― y, por lo que parece, casi todos acabaron escapando de allí como si lo hicieran de un burdel de carretera.
Sin embargo, nadie pone en duda que Squarcione fue un gran maestro, quizá el mejor de su época. Se sabe que viajaba frecuentemente tanto dentro de Italia como a alguna parte que él denominaba “Grecia” ―en aquellos tiempos, no existía ninguna entidad territorial llamada así y generalmente lo griego hacía referencia a lo bizantino, por lo que se supone que era a Constantinopla donde realmente viajaba― y al ámbito flamenco, con los únicos fines de promocionar a sus discípulos, vender sus obras e ir adquiriendo una impresionante colección de láminas que después empleaba en la docencia. Este método de aprendizaje entonces revolucionario, basado en la copia directa de modelos de maestros, fue avalado y recomendando con vehemencia por Leonardo da Vinci unos años más tarde, y llegó un momento en el que la calidad de un maestro se medía en función de la amplitud de su colección de láminas. Tiránico o no, talentoso o no, Squarcione se esforzó por diferenciar las bellas artes de la mera artesanía y por superar la estructura de taller gremial para configurar el que probablemente fue el primer estudio de pintura de la historia moderna ―al menos, fue el primero en denominar studium a su centro de trabajo―.
Debido a estos y otros trabajos, Andrea despertó grandes esperanzas y, como el éxito trae el éxito, Iacopo Bellini, el pintor veneciano, padre de Gentile y Giovanni, y rival de Squarcione, le concedió su hija en matrimonio. Enterado Squarcione, se enojó con Andrea y desde entonces se convirtieron en enemigos. Así como Squarcione anteriormente había elogiado las pinturas de Andrea, ahora las criticaba públicamente, sobre todo las de la capilla de San Cristóbal, diciendo que eran malas porque eran una simple imitación de mármoles antiguos, en los cuales es imposible aprender a pintar con propiedad, ya que la piedra posee siempre cierta rigidez y nunca tiene la suavidad peculiar a la carne y los objetos naturales, que son flexibles y hacen diversos movimientos. Agregaba que las figuras hubieran mejorado notablemente si las hubiese pintado del color del mármol y no con tantos matices, puesto que sus figuras pintadas se parecían a las estatuas de mármol antiguas y otras cosas semejantes, y no eran como los seres vivientes. Estas críticas severas hirieron a Andrea, mas, por otra parte, le hicieron mucho bien, puesto que reconoció que en ellas había mucho de verdad y, en consecuencia, se puso a dibujar figuras del natural.
Mantegna aprovechó su salida del estudio, con unos 25 años de edad, para establecerse como uno de los primeros pintores independientes de la historia moderna, al margen de las jerarquías gremiales. Ganó bastante dinero en poco tiempo y su fama se extendió de tal manera que Ludovico Gonzaga, marqués de Mantua ―la familia Gonzaga gobernó Mantua desde 1313 hasta 1708, primero como simples podestás, después con el título de marqueses y posteriormente con el de duques―, le contrató en exclusiva, convirtiéndose así también en uno de los primeros pintores de corte de los que se tiene noticia. Parece ser que Mantegna se hizo muy pronto merecedor del aprecio personal de los Gonzaga, de modo que fue nombrado nostro carissimo familiare ―el equivalente a caballero― y se le concedió el derecho a usar el escudo de la familia, honor que siempre empleó con discreción y prácticamente a los meros efectos protocolarios. Lo cierto es que del contenido de las escasas cartas manuscritas que se conservan de Mantegna se desprende una personalidad muy sobria y humilde, así como un gran dominio del lenguaje y un nivel cultural bastante admirable.
La gran admiración que Mantegna sentía por la cultura clásica, como hacían prácticamente todos sus coetáneos, es algo que no puede ponerse en duda. Sin embargo, esa fascinación no resultaba incompatible con el afán por innovar, sino todo lo contrario: se consideraba que la curiosidad y el ansia investigadora eran dos de los rasgos más dignos de imitar de griegos y romanos. Así, a Mantegna se le atribuye la invención de la técnica del grabado en cobre, y desde luego no tuvo ningún problema en abrazar el lienzo como superficie en la que plasmar sus pinturas. No obstante, por algún motivo que se ignora, el óleo no pareció convencerle del todo, de modo que siguió aplicando temple sobre las telas, si bien no era extraño que le añadiese distintas proporciones de aceite de nuez a las mezclas.
No lo hizo en este “Cristo muerto”, en el que empleó un amalgamante completamente magro, seguramente para evitar cualquier tipo de luminosidad o brillo en los colores y contribuir de ese modo a acrecentar la sensación luctuosa que ya le otorga su gama cromática apagada. Esto no significa, por supuesto, que el cuadro carezca de luz; de hecho, una de sus características más celebradas es su tratamiento, con un claro foco a la derecha del espectador que parece indicar la presencia de una ventana fuera de escena. Parte del mérito reside también en que tanto la intensidad de la luz como el ángulo de proyección se corresponden con los propios del crepúsculo.
Como dijimos al principio, este cuadro parece alejarse mucho del estilo habitual del pintor; sin embargo, lo que realmente hace es exagerarlo. Con respecto a los medios técnicos, ya hemos indicado que Mantegna usaba muy poco aceite en las mezclas; aquí lo elimina por completo. Igualmente, en su paleta siempre dominaron los grises, marrones y ocres; pero éste es el único caso policromo en el que no aparecen combinados con otros colores. Por otra parte, Mantegna nunca tomó un punto de vista completamente plano, sino que solía fijar el foco en la parte baja de la escena, creando la sensación de que ésta se veía de abajo a arriba. Esta característica es ampliamente celebrada por Vasari en varios pasajes:
Mientras residió en Mantua, Andrea estuvo al servicio del marqués Ludovico Gonzaga, señor que siempre apreció y favoreció su talento. Pintó para éste una pequeña tabla para la capilla del castillo de Mantua, la cual contiene algunas escenas con figuras de no gran tamaño, pero muy hermosas. En el mismo lugar hay una cantidad de figuras en escorzo, vistas desde abajo, que eran muy admiradas, pues aunque los paños son rígidos y crudos, y la manera un tanto seca, el conjunto está ejecutado con gran habilidad y diligencia.
[…]
Andrea, como creo haberlo indicado en otro lugar, tuvo en esta obra la feliz idea de colocar el plano en el cual se apoyan las figuras, más alto que el punto de vista, y mientras deja ver los pies de las figuras del primer plano, oculta los de las que se encuentran más atrás, como lo exige la naturaleza del punto de vista. Aplica el mismo método a los despojos, vasos y otros utensilios y ornamentos.
[…]
Andrea mejoró el método para dibujar figuras en escorzo, vistas desde abajo, lo cual fue un invento difícil y admirable.
En lo que no entra Vasari, probablemente porque no lo consideró necesario, es en determinar los motivos que podía tener Mantegna para pintar de esa manera. Parece ser que lo hacía con el fin de lograr que el espectador se sintiera introducido en el cuadro, y de hecho en este caso, aunque formalmente se trate de una figura en escorzo, en realidad no se está viendo al Cristo desde abajo, sino desde la misma altura a la que lo ven las figuras dolientes; es decir: se coloca al espectador arrodillado ante el cadáver de Jesucristo. Las proporciones físicas están alteradas para potenciar esa sensación, la cabeza es más grande y los hombros más anchos de lo que correspondería a la longitud del cuerpo; pero no es de extrañar: basta hacer la prueba con cualquier muñeco para constatar cómo nuestros ojos contraen las figuras cuando las perciben desde una perspectiva semejante.
Recomendaciones: Como se ha venido indicando, hay tantas pocas cosas claras sobre Mantegna que lo más aconsejable a la hora de comprar un libro sobre su obra es fijarse en el número y calidad de las reproducciones. Como es lógico, la mayoría de ellos están escritos en italiano, y quizá el mejor sea «Mantegna», de Mauro Lucco (gran especialista en la pintura del Quattrocento), editado en 2013 por la editorial 24 Ore Cultura, dentro de su colección «Grandi libri d’arte».
Otra opción más económica y de menores dimensiones, pero con una gran calidad de impresión y un texto sobrio y sólido, es «Mantegna», de Ettore Camesasca, editado por Scala en 1992 y reeditado en numerosas ocasiones. Por si sirve de referencia, es el que se recomienda en la librería de la propia Pinacoteca de Brera. Desgraciadamente, no ha sido traducido al castellano. El anterior enlace corresponde a su edición en inglés.
En cualquier caso, la mejor recomendación que puedo hacer en esta ocasión es la de visitar la Pinacoteca de Brera y, de paso, aprovechar el viaje a Milán para darse también una vuelta por el Museo del Novecento y por la Pinacoteca Ambrosiana: tres verdaderos templos de arte que no gozan de la popularidad internacional que se merecen.