
Este artículo es la continuación de «Bette Davis: historia de una mirada (IV)«
Tras su disgusto al ver el montaje de “Bunny O’Hare”, Bette Davis volvería a Europa para rodar “El mundo extraño de Madame Sin” (David Greene, 1972), en Inglaterra, y “Sembrando ilusiones” (Luigi Comencini, 1972), en Italia. La primera es, como su propio título en español indica, una estupefaciente historia de espías realmente rara, en la que una señora de rasgos euroasiáticos se dedica a ir secuestrando submarinos nucleares ―que, seguramente debido a un error administrativo sin importancia, no pertenecen a la Marina, sino a la CIA―. A la segunda, por el contrario, y con un reparto completado por Alberto Sordi, Silvana Mangano y Joseph Cotten, le falta muy poco para poder ser considerada una obra maestra. Bette ya tenía 64 años por aquel entonces, pero eso no la libró de volver a verse implicada en una lucha de egos, aunque en esta ocasión no sería con una mujer, sino con Sordi, a quien acabó rebautizando como “Sordid”. La tensión entre ambos se hizo patente desde un principio: a pesar de que no se conocían de nada y, que se sepa, no había ningún motivo para semejante desprecio, Sordi se negó a hablar con ella en inglés, obligándola a hacer uso de su precario italiano. Lo curioso del asunto es que Sordi dominaba la lengua de Shakespeare casi a la perfección, como demostraba cada vez que tenía que dirigirse a Joseph Cotten.
Rencillas puntuales aparte, no cabe duda de que Bette Davis se divertía bastante con este tipo de intervenciones secundarias en Europa; pero los honorarios que percibía por ellas no podían compararse con los que habría obtenido en los Estados Unidos, de modo que a finales de 1972 se volvió a ver en serios apuros económicos ―hasta el punto de que, aprovechando que iba a cumplir 65 años, solicitó y le fue concedida una pensión de vejez―. Con el fin de hacer algo de caja, participó en tres telefilmes, en uno de los cuales, “Scream, Pretty Peggy” (Gordom Hessler, 1973), se trató de recuperar su imagen de “Baby Jane”. La fórmula estaba agotada y ella también empezaba a dar muestras de estar más que harta de ser el equivalente para adultos de la bruja de los cuentos; pero lo bueno de la televisión de aquellos años era que los ingresos de un determinado programa no dependían de la audiencia que acabara obteniendo, sino de la audiencia que previeran los publicistas, y en este caso previeron bastante más de la que después se sentó delante del aparato.
Aquella película fue como una noche amateur en Dixie. Me prometí que no volvería a hacer ninguna película de terror después de lo de Baby Jane, ¡y fui a meterme en la más terrorífica de todas! No tuvo nada que ver con el argumento ni con maldiciones ni nada de eso; pero el hecho es que la hija del director se suicidó y tuvimos que cerrar una semana. Después despidieron al cámara, porque las copias salían tan oscuras que no sabíamos ni quiénes éramos cada uno. Tuvimos que dedicar dos semanas a repetir todas esas tomas. Karen [Black] se presentó embarazada de seis meses, así que hubo que ensancharle todos los vestidos porque no cabía en ninguno. Además, no sé qué cosa rara le daría, pero cambiaba de estilo en medio de cada escena, así que luego no encajaba nada. Se pasaba el día durmiendo, nunca iba a las proyecciones nocturnas para ver cómo había salido el trabajo del día y, ciertamente, no se le oía una maldita palabra de lo que decía en el plató. Por si fuera poco, Oliver Reed entraba alborotando en el hotel a las cinco de la mañana, y a las seis se presentaba en el rodaje con la resaca del siglo. Una noche estaba tan borracho que se cayó rodando por una pendiente. Eso no habría tenido nada de extraño ¡de no ser porque iba en pijama y tocando una gaita enorme!
Bette Davis creía saber por experiencia que la armonía en los rodajes servía de bastante poco: sus mejores películas se habían hecho a golpe de odio. En cualquier caso, una cosa era rodar en un ambiente de discordia irrespirable y otra muy distinta tratar de hacer algo en medio de una anarquía absoluta. En esta ocasión no era que los miembros del equipo se llevasen mal entre ellos, sino que cada uno hacía lo que le daba la gana y el director no sólo se veía incapaz de imponer algo de autoridad, sino que se sumaba gustoso al despiporre. De este modo, tomó la determinación de sustituirle y dirigir ella misma la producción. Obviamente, lo hizo a su modo: jamás se había puesto detrás de las cámaras y no lo iba a hacer por primera vez a esas alturas y con un proyecto tan poco prometedor. Así, empezó a comportarse como se solía comportar en sus días de gloria: dándole la paliza a Curtis sistemáticamente hasta convencerle de que era un perfecto inútil. Sin embargo, parece que esta vez se pasó con el tratamiento, porque Curtis acabó sufriendo una crisis nerviosa y estuvo un par de días sin aparecer por el rodaje; dos días en los que todos los actores se pusieron a las órdenes de la vieja bruja y el trabajo avanzó lo que no había hecho en dos semanas.
Acto seguido coprotagonizó un excelente telefilm con Faye Dunaway titulado “La desaparición de Aimée” (Anthony Harvey, 1976). En cierto modo, Dunaway ocupaba en los años 70 un espacio parecido al que había acaparado Bette en los 40, al menos por lo que se refiere a caché y popularidad ―y, por qué no, también en cuanto a belleza peculiar―. Sin embargo, sus métodos interpretativo no podían ser más opuestos entre sí: mientras que Bette Davis era una obsesa de la primera toma, a la que acudía como si se tratase de un examen final, a Faye Dunaway le gustaba tomarse las cosas con calma. Afrontaba cada escena como si no se hubiese mirado el guión, y si le resultaba necesario repetirla un millón de veces hasta que le encontraba el tono, tanto peor para el mundo. Obviamente, esa forma de actuar le sacó de quicio a Bette en menos de una hora, de modo que su relación fue bastante tensa durante todo el rodaje ―a menudo citaba a Faye como la peor compañera de toda su vida, por debajo incluso de Miriam Hopkins o de Joan Crawford, a las que al menos consideraba grandes profesionales―. En cualquier caso, la veterana tiró de experiencia y, en lugar de ponerse como una furia ―lo que sin duda hubiese acabado haciendo de haber fallado la primera estrategia―, supo ganarse el favor del director. El caso era que, fuese como fuese, ya se tratara de enfrentarse a estrellas rutilantes o a actrices de su generación, de manera sibilina o dando puñetazos en la mesa, rara era la vez en la que Bette no terminaba gobernando la producción. Por otra parte, su teoría de que son los conflictos internos los que gestan las grandes películas se demostró cierta una vez más, y “La desaparición de Aimée” logró unas cuotas de audiencia históricas.
Inmediatamente después de terminar ese desperdicio de celuloide, Bette Davis tomó un avión rumbo a El Cairo para enrolarse, esta vez sí, en una verdadera producción de categoría. “Muerte en el Nilo” (John Guillermin, 1978) es un excelente largometraje, con uno de esos repartos corales plagados de estrellas que pueden entretener al espectador tanto o más que el propio argumento y con una inspirada partitura a cargo de Nino Rota. Además de Bette, en el metraje aparecen Peter Ustinov, Jane Birkin, Mia Farrow, George Kennedy, Angela Lansbury, David Niven o Maggie Smith, entre otros; todos ellos con peso en la narración. De algún modo, el lujo y glamur que rodeaba el proyecto le hizo sentirse como en los viejos tiempos del Hollywood dorado, de modo que su humor y su salud mejoraron de manera ostensible y acabó cuajando una interpretación impecable. Como queriendo contradecir sus principios sobre las bondades de la discordia, todo el equipo funcionó como una máquina bien engrasada, sin el más mínimo atisbo de rivalidad entre ellos. En cuanto a Ustinov, era la primera vez que Bette y él coincidían en la misma producción y no se sabía cuál de los dos estaba más nervioso. Tanta era la admiración que se profesaban mutuamente que ninguno de los dos pudo pegar ojo la noche anterior a su primera escena juntos. Mia Farrow, que entonces era una de las estrellas cinematográficas más en boga y que consideraba a Bette como una especie de madrina ―no en vano, había debutado siendo una niña en “El capitán Jones” bajo su atenta protección―, describía así en sus memorias cómo la encontró después de varios años sin coincidir con ella:
Vi a Betty como frágil y asustada, casi siempre con su gorro de dormir ―según me explicó, el abuso de las pelucas y las caracterizaciones le había debilitado el pelo hasta casi dejarla calva―. Cuando no estaba rodando, permanecía sentada en la gran cama de su habitación de hotel, rodeada de fotos de sus hijos y de sus nietos, todas ellas en unos marcos de plata que no debían de ser demasiado prácticos a la hora de hacer el equipaje. Exhibía una inseguridad en su trabajo tan sorprendente como desgarradora, y siempre estaba preocupada por si lo estaba haciendo bien. Me confesó que sus mejores papeles los había hecho con directores fuertes, porque en el fondo necesitaba que la guiaran con una dependencia desesperada. Toda la belleza que nos rodeaba, los misterios de Egipto, no despertaban en ella el menor interés. La Bette Davis que nos encontramos sólo salía de su habitación para filmar sus escenas, casi siempre a la primera y con una precisión digna de una gimnasta olímpica. “En mis tiempos, habrían construido todo esto en el estudio… ¡Y bastante mejor que esos condenados antiguos egipcios!”, exclamó mientras contemplábamos el Valle de los Reyes desde el Nilo. No puede decirse que Bette fuese amable en su vida, pero es que la vida tampoco había sido nada amable con ella.
Terminado el sueño egipcio, Bette regresó a la televisión para grabar “Strangers” (Milton Katselas, 1979) ―en España: “Madre e hija”―, uno de los telefilmes mejor considerados de toda la historia de la pequeña pantalla. Su interpretación fue premiada con el Emmy a la mejor actriz de reparto; pero varios miembros del equipo reseñaron cómo se toparon con una Bette cansada y algo rota, muy alejada de su leyenda y que se esforzaba por encontrar en el trabajo una especie de estímulo que, sin embargo, no parecía consolarla del todo.
Sus siguientes trabajos para la televisión, no obstante, continuaron reportándole éxitos, con excelentes telefilmes como “White Mama” (Jackie Cooper, 1980), apariciones estelares en series muy populares como “Hotel” ―a la que ella se refería como “Burdel” debido a la promiscuidad de su equipo― y colaboraciones con algunas de las mejores actrices de la década, como Rosanna Arquette o Jamie Lee Curtis, o con otras leyendas como James Stewart en “Derecho a elegir” (George Schaefer, 1983) ―últimamente programada como “Decisión final” para evitar connotaciones políticas―. Se trataba de la primera vez que estos dos genios trabajaban juntos, algo que no resulta tan sorprendente como podría parecer a bote pronto, dado que nunca habían coincidido en la plantilla del mismo estudio. Para ambos fue un honor y un placer, no tanto porque fuesen conscientes ―que seguramente no lo eran― de que debían disfrutar al máximo de los que podrían estar siendo sus últimos trabajos, sino porque siempre se habían caído muy bien, a pesar de que nunca habían hablado más de un par de minutos seguidos en alguna fiesta. Nunca ha quedado demasiado claro si Stewart sufría de alzhéimer o de algún tipo de afasia; pero el hecho es que ya por aquel entonces se quedaba en blanco con frecuencia o incluso comenzaba a balbucear incoherentemente. Estos episodios, de los que se daba perfecta cuenta él mismo, le hacían sentirse muy humillado. Cuando eso ocurría, era la propia Bette Davis la que, obviando que había un director, cortaba la escena, tranquilizaba a su compañero y ordenaba repetirla. Aparte del argumento en sí, quizá lo más impresionante de este telefilme es comprobar cómo las voces de ambos actores parecen haber rejuvenecido más de cuarenta años para volver a sonar casi exactamente igual que en sus mejores tiempos. Misterios de la naturaleza humana, supongo.
Por lo demás, a Bette apenas le quedaban tres apariciones en la gran pantalla. La primera de ellas fue “Los ojos del bosque” (John Hough, 1980), otra producción de Disney bañada de un ambiente de novela gótica de baratillo y capaz por igual tanto de aterrar a los niños más allá de lo que dicta la sensatez como de hacer bostezar a los adultos. Parece que el trauma por la muerte de su fundador dejó a la compañía seriamente conmocionada durante muchos años.
Ajeno por completo al cine, y en general a su carrera, fue el éxito en 1981 de “Bette Davis Eyes”, canción interpretada por Kim Carnes y compuesta en 1974 por Donna Weiss y Jackie DeShannon. Curiosamente, Carnes la había rechazado en su momento por considerarla poco comercial, y lo cierto es que no se equivocaba: la versión original, con un tempo algo más acelerado y un sonido entre ragtime y music hall, pasó sin pena ni gloria por las listas menores de los Estados Unidos interpretada por la propia DeShannon. Su suerte cambiaría por completo siete años más tarde gracias a la instrumentación sintetizada introducida por Bill Cuomo y a la voz rota de Kim Carnes. Si uno lo piensa con calma, resulta algo deprimente, pero lo cierto es que esa canción significó la chispa que le faltaba a Bette Davis para convertirse en un ser mitológico. Su popularidad, o más bien la de su imagen en los mejores años de su carrera, reverdeció hasta límites insospechados, de suerte que se convirtió en un ídolo estético para millones de personas, muchas de las cuales quizá ni siquiera habían visto ninguna de sus películas. En cualquier caso, a ella, escasa ya de alegrías cotidianas, la canción le hizo una ilusión tremenda, e incluso llegó a escribir varias cartas tanto a los compositores como a Carnes, significándoles que gracias al tema sus nietos habían descubierto que tenían “una abuela que molaba”.
Sin embargo, mole o no mole, ni siquiera un suicida sabe con certeza cuándo va a morir, de modo que Bette Davis no pudo elegir la última película de su carrera. “La bruja de mi madre” (Larry Cohen, 1989) no es que no fuera digna de su leyenda: es que no era digna de ser comercializada. El guión había sido escrito por el propio Cohen especialmente para ella y con la mejor intención. Tras asistir a un homenaje a la actriz, Cohen llegó a la conclusión de que Bette no necesitaba más reconocimientos, sino un papel: si a todos les parecía tan insuperablemente buena y seguía viva y disponible, ¿por qué no se lo daban en lugar de velarla en vida? Él mismo tuvo la respuesta en cuanto comenzó el rodaje: la encantadora ancianita que hasta entonces sólo le había dedicado sonrisas y elogios se vio poseída por el espíritu de la Reina de Hollywood y trató de hacerse con el mando, hasta el extremo de que Cohen tuvo que acabar imponiéndose a grito limpio. En cualquier caso, el espíritu de Bette Davis podía seguir vivo, pero el cuerpo que lo contenía ya no disfrutaba de la fortaleza necesaria para aguantarlo. Cuando no estaba actuando, Bette prácticamente no podía levantarse de una silla de ruedas; pero a veces se emocionaba tanto que en una ocasión se cayó de ella. Todo el equipo acudió a ayudarla, pero la actriz les espantó entre amenazas y terribles maldiciones, hasta que finalmente logró retornar a su asiento por propios medios, sólo que tras una patética agonía de casi media hora.
Sin embargo, no fue su debilidad la que la llevó a abandonar el rodaje al cabo de diez días, sino el horror que sintió al verse en las primeras pruebas. Cohen trató de convencerla prometiéndole que repetirían las escenas hasta que se viese en pantalla como ella quería ―algo que, por otra parte, hubiese requerido del hallazgo de la fuente de la eterna juventud―, e incluso la amenazó con demandarla si no se reincorporaba de inmediato al trabajo ―evidentemente no era más que un farol para que se sintiera importante―. Fue entonces cuando la compañía de seguros le informó de que, en sus ansias por trabajar, Bette había falseado sus datos médicos de una manera bastante chapucera y no podían hacerse cargo de ella. Ya no había remedio y la inversión estaba desembolsada, de modo que Cohen trató de minimizar las pérdidas utilizando el escaso cuarto de hora grabado por Bette y reescribiendo a su alrededor una historia de lo más estúpida que uno pueda llegar a imaginarse.
No fue nada amable con Lillian, y no sé por qué. Quizá es que Lillian era una gran señora y ella se sintió en inferioridad. El caso es que se presentó diciéndole que ojalá hubiesen elegido a Katharine Hepburn en lugar de a ella.
Me temo que es una mujer muy desdichada. ¡Qué expresión! No creo que nadie haya visto jamás un rostro más trágico. ¡Pobrecilla, cómo debe de sufrir! Nadie tiene derecho a juzgar a una persona como ella. Sólo queda callar y hacer lo posible por disculparla.
De una manera u otra, Bette estuvo luchando hasta sus últimos días. A la vez que participaba en la promoción de “Las ballenas de agosto” ―aprovechando para estampar su firma en la cara de Gish cada vez que le pedían un autógrafo en la foto promocional―, ultimaba el lanzamiento de la segunda parte de sus memorias: “This’N That”. Se suponía que iba a tratarse de una especie de intento de compensar el daño creado por el libro de B.D., pero probablemente fue escrito en su mayor parte antes de su aparición, de modo que casi todo el texto desprende un denodado cariño hacia su hija. Tan sólo en el último capítulo, mediante una breve carta en la que le dedica claras muestras de rencor y desprecio, se molesta en desmentir exclusivamente algunas de las afirmaciones que afectaban a su prestigio como profesional de la escena:
Estimada Sra. Hyman:
Terminaste tu libro con una carta para mí, así que he decidido hacer lo mismo. No hay duda de que tienes potencial como escritora de ficción. Siempre has sido una gran cuentista. Siempre te decía: «B.D eso no es así, te estás imaginando cosas». Muchas de las escenas en tu libro las he hecho en la pantalla. Tal vez confundiste al «Yo» de la pantalla con el «Yo» que es tu madre.
Tengo objeciones muy violentas a las supuestas frases que he dicho sobre otros actores con los que he trabajado. En la mayoría de los casos las has malinterpretado cruelmente. Estaba muy emocionada de trabajar con Ustinov y siento una gran admiración por él, como persona y como actor. Has declarado correctamente mis reacciones al trabajar con Faye Dunaway, es la co-estrella más irritante con la que he trabajado. Pero poner que he dicho que Sir Laurence Olivier no es un gran actor es sin duda uno de los inventos de tu imaginación.
Constantemente le dices a la gente que escribiste este libro para tratar de ayudarme a entender la manera en la que vives. No cumpliste tu meta. Ahora estoy totalmente confundida porque no sé quién eres ni cuál es tu estilo de vida. La suma total de ese libro es la falta de lealtad y de agradecimiento por la vida privilegiada que te he dado.
En una de tus muchas entrevistas en TV, publicitando tu libro, dijiste que si decidías vender tu historia a la tele, te gustaría que Glenda Jackson interpretara mi personaje. Espero que seas lo suficientemente cortés para ofrecerme antes el papel a mí.
Tengo mucho que discutir de tu libro, aunque prefiero ignorar la mayoría de las cosas. Pero lo que no pienso ignorar es la patética caricatura en la que afirmas que no fui «Scarlett» en «Lo que el viento se llevó» por estar embarazada de ti. Podría haberlo hecho, pero lo rechacé. Selznik intentó obtener permiso de mi jefe, Jack Warner, para pedir prestado a Errol Flynn y a mí para la película para que fueramos «Rhett Butler» y «Scarlett O’hara». Me opuse porque Errol no era bueno para el papel y la única buena opción era Clark Gable. Por lo tanto, querida Hyman, no fui a Tara porque decidí ir a Witch Way, nuestra casa en la hermosa costa de Maine, donde alguna vez creció un ser hermoso llamado B.D, no Hyman.
Así como terminaste tu carta en «My Mother’s Keeper» diciendo -Ahora depende de ti, Ruth Elizabeth- terminaré mi carta de la misma forma: Ahora depende de ti, Hyman.
Ruth Elizabeth Davis.
P.D: Espero comprender algún día el titulo de tu libro «My Mother’s Keeper». Si se refiere al dinero, y si mi memoria no me falla, yo he sido tu guardián todos estos años. Aún lo hago, mi nombre es la razón por la que tu libro tiene éxito.
Incluso en sus últimos meses de vida, Bette Davis nunca dejó de pelear por los papeles que le resultaban interesantes, de modo que se llegó a postular para trabajar en “Magnolias de acero” (Herbert Ross, 1989) o para encarnar el papel que finalmente le valió el Oscar a Jessica Tandy en “Paseando a Miss Daisy” (Bruce Beresford, 1990). Lógicamente, sufrió un rechazo tras otro. Su último drama fue ser la única persona en el mundo que no se daba cuenta de que ya no estaba físicamente capacitada para interpretar ningún papel que no fuese el de una inválida. En su delirio, llegó a despedir a su representante, con el que llevaba trabajando más de veinte años, por considerar que no se estaba aplicando lo suficiente.
En el verano de 1989, torturada por múltiples dolores, acabó acudiendo al médico para que le confirmara lo que ella ya se temía: hacía tiempo que era una metástasis andante. Sin embargo, no sólo no se rindió, sino que hizo todos los esfuerzos posibles para mantenerse activa, acudiendo a todos y cada uno de los actos que se organizaban en su honor y exigiendo que le enviaran cualquier guión en el que pudiese encajar. Los que la conocieron en aquella época final aseguran que procuraba no parar quieta y dormir lo menos posible, porque tenía la teoría de que en el preciso momento en el que se relajara, su corazón dejaría de latir.
Tampoco defraudó en el escenario, donde se mostró tan divertida y glamurosa como enérgica, ni mucho menos en la rueda de prensa que ofreció en el Hotel María Cristina ni en la larga entrevista que concedió a Radiotelevisión Española, que debió de parecerle un regalo de los dioses, porque apenas le preguntaron por nada que no fuese cine. No cabía duda de que el alma indomable de Bette Davis había poseído el cuerpo de una anciana moribunda para darle una última y merecida alegría. El 6 de octubre, apenas dos semanas más tarde, lo abandonaría definitivamente en un hospital de París. Desde entonces, vaga por todo el mundo, dispuesta a manifestarse ante cualquier espectador que decida ver una película suya.
Recomendaciones: Dada la modestia de la mayor parte de las interpretaciones de Bette Davis es esta última etapa de su vida, resulta algo más difícil hacerse con ellas; sin embargo, hay varias que están disponibles: “El mundo extraño de Madame Sin”, “Sembrando ilusiones”, “Pesadilla diabólica”, “Los pequeños extraterrestres”, “Muerte en el Nilo”, “Derecho a elegir” (aparentemente sin subtítulos en castellano) y “Las ballenas de agosto”.
La segunda parte de las memorias de Bette Davis, “This’n That”, que no está traducida al castellano, es un libro bastante ameno y muy interesante si se desea indagar más en la personalidad de la actriz y, de paso, conocer cómo funcionaba por dentro la industria del cine del siglo pasado.
También es posible encontrar en su versión original el libro ignominioso de su hija, “My Mother’s Keeper”. Su valor es nulo tanto desde el punto de vista documental como del literario, pero ahí dejo el enlace por si a alguien le interesa como curiosidad.