Durante buenas partes de 1955 y 1956, Robert Frank recorrió los Estados Unidos fotografiándolos con su Leica. En total, gastó setecientos sesenta y siete rollos de película ―cerca de veintisiete mil negativos― para acabar revelando tan sólo unas mil fotografías de 8 x 10 pulgadas, de entre las que seleccionó las ochenta y tres que incluyó en el libro “Los americanos”. Hizo todos sus viajes en un viejo automóvil que ya había pasado por varias manos, quién sabe si incluso por las de alguno de sus retratados. Para prologar su libro, Robert Frank tuvo la suerte de poder contar con el profeta de este tipo de odiseas motorizadas. Por aquellas fechas, Jack Kerouac acababa de editar “En la carretera” (1957), y el fotógrafo se quedó tan impresionado ante las similitudes de sus respectivas experiencias que, de buenas a primeras, le abordó en una fiesta y le rogó que escribiera algo para “Los americanos”. No hizo falta más que mostrarle las fotos para que Kerouac, entusiasmado, diera comienzo así a su introducción:
Esa loca sensación en América cuando el sol calienta las calles y la música sale del jukebox o de un funeral cercano, eso es lo que Robert Frank ha capturado en tremendas fotografías sacadas mientras viajaba por las carreteras de casi 48 estados en un viejo coche usado (becado por la Guggenheim) y con la agilidad, el misterio, el genio, la tristeza y el extraño secreto de una sombra ha fotografiado escenas que nunca antes habían sido vistas en película. Por esto sin duda será celebrado como un gran artista en su campo. Después de ver estas imágenes, terminas por no saber si un jukebox es más triste que un ataúd.
Esa beca a la que alude Kerouac le fue concedida gracias a la intermediación de Walker Evans, que no sólo fue lo más parecido a un mentor que tuvo Robert Frank, sino que su obra se convirtió en su mayor influencia artística:
A los artistas nos influyen, bueno, ya sabe, los coches de la calle, la pintura, la literatura, Walker Evans… No puedo negar que sus fotografías me han influido, y aún más él mismo después de haberle conocido. También me han influido un viejo amigo mío suizo que se llama Gotthard Schuh, el librito de André Kertész sobre París y Bill Brandt. (En otras entrevistas, Robert Frank destaca también como sus influencias principales a Bob Dylan, a Charlie Parker, al propio Kerouac y a Ginsberg, así como a Albert Camus y a Sartre, a Antoine de Saint-Exupéry, a Edward Hopper, al expresionismo abstracto o al neorrealismo italiano, en lo que no deja de ser un rasgo tan frecuente como elogiable en los fotógrafos: reconocer influencias en otras disciplinas artísticas.)
Cuando Robert Frank recibe esa ayuda de la Fundación Guggenheim, ya no podía ser considerado ningún principiante. No sólo había ejercido como fotógrafo de moda en un medio tan prestigioso como Harper’s Bazaar, sino que había exhibido su trabajo en el MoMA dentro de la exposición colectiva “51 American Photographers” ―hoy catalogada como “Photographs by 51 Photographers”―, comisariada por Edward Steichen en 1950. Hay quien indica que la muestra ya estaba prácticamente organizada cuando Steichen y Robert Frank se conocieron personalmente, de modo que bien podría haber sido éste el quincuagésimo primero de una lista en la que en principio tan sólo iban a figurar cincuenta nombres. Parece que la sintonía entre ambos fue inmediata. Como es lógico, en una época en la que los fotógrafos optaban más bien por significarse como documentalistas o como periodistas gráficos, Steichen valoró muy positivamente que Frank no dudase en calificarse a sí mismo como artista o como aspirante a artista. Según él, Robert Frank era en realidad un poeta que prefería la cámara a la pluma.
Sin embargo, y aunque coincidieran en su forma de entender la fotografía y el arte en general, no podían ser más distintos como personas. Mientras Steichen, hijo de un minero luxemburgués emigrado a los Estados Unidos, se había ido convirtiendo en una especie de magnate del arte al que no le molestaba lo más mínimo estar rodeado de lujos, Robert Frank había seguido un camino inverso: pese a que provenía de una familia perteneciente a la burguesía acomodada, se sentía más a gusto viviendo con sencillez y discreción, hasta el punto de que dejó de utilizar calcetines para poder comprar más libros.
Lo cierto es que Robert Frank ni siquiera era estadounidense cuando Steichen le propuso participar en “51 American Photographers”; en realidad, seguía siendo suizo. Había nacido en Zurich el 9 de noviembre de 1924, de una madre suiza y de un padre judío y apátrida procedente de Frankfurt, lo cual motivó que él mismo viviese como apátrida buena parte de su niñez, con todos los problemas administrativos y limitaciones de derechos que llevaba aparejada esa condición. Según afirma el propio Frank, su padre era “un buen fotógrafo de domingos y vacaciones” y supo enseñarle a manejar la cámara bastante bien; sin embargo, ni él ni su madre poseían la más mínima sensibilidad artística y pasaban sus días preocupados por la llevanza de sus varios negocios. No es que les faltara de nada, ni mucho menos; pero su situación como judíos perfectamente extraditables en un país que, aunque neutral y más o menos democrático ―el voto femenino no fue legalizado en Suiza hasta 1971, por ejemplo―, no dejaba de ser germanófilo, les sumía en una incertidumbre constante, por lo que no es difícil de entender su preocupación por el dinero: “En los años 30, la radio de Zurich estaba llena de Hitler. Esa horrible voz maldiciendo a los judíos… No podías dejar de escuchar esa voz”.
Robert Frank hacía todo lo posible por distraerse de ese ambiente crispado, de modo que empezó a trabajar prácticamente gratis como aprendiz en un estudio fotográfico. Aún así, Suiza no dejaba de ser para él una cárcel más o menos cómoda y a la vez un refugio un tanto dudoso, de modo que el joven fotógrafo no dudó en abrazar una emigración dorada en cuanto se produjo la derrota de Alemania. Su destino fue Nueva York, donde tenía algunos parientes bien posicionados. Pronto encontró el trabajo en Harper’s Bazaar que se ha mencionado antes; sin embargo, se dio cuenta en seguida de que la fotografía de moda le aburría profundamente y renunció a su puesto cuando apenas llevaba medio año en la nómina de la revista. Como no tenía problemas de dinero y ya iba ganando algo como fotógrafo independiente, dedicó los años siguientes a viajar en solitario, primero por Suramérica y después por Europa. Las fotografías que iba tomando las enviaba a diversos medios gráficos, incluido Life, donde en general eran aceptadas sin problemas.
En 1950 se casó con la artista multidisciplinar inglesa Mary Lockspeiser, ahora conocida como Mary Frank ―sigue viva, exponiendo y con un apellido mucho más fácil de recordar y pronunciar, aunque ya no es su esposa: se divorciaron en 1969―, con la que tuvo dos hijos: Pablo, llamado así, en castellano, en honor a Pau Casals ―por entonces mundialmente conocido como Pablo Casals―, y Andrea, cuyo nombre fue tomado del Andrea Doria, un trasatlántico italiano que se hizo famoso el 25 de julio de 1956 al colisionar contra un barco de pabellón sueco y naufragar en las costas de Terranova dejando cincuenta y un muertos ―no consta que la niña fuera no deseada―. Esta etapa coincidió con la forja de “Los americanos”, y parece ser que Robert Frank encontró bastantes dificultades en compaginar su vida familiar con su proyecto artístico: “Tan sólo puedes actuar de esa manera si estás solo”, ha afirmado en varias ocasiones. Algunos de sus viajes no duraban más de dos o tres días y tenían un destino concreto, como los que le llevaron a diversas ciudades de Nueva York o Connecticut; pero también se embarcó en auténticas epopeyas, como la que inició en Indianápolis para acabar en Atlanta, si bien dando un pequeño rodeo por Wyoming y Montana para después bajar hasta San Francisco y Los Ángeles y acabar regresando a través de Nevada, Arizona, Nuevo Méjico, Tejas, Luisiana, Misisipi, Arkansas, Alabama y Tennessee ―más o menos la misma distancia que hay entre Madrid y Pekín―. En ocasiones, y con el único fin de paliar la tristeza de Mary y de Pablo ―Andrea todavía ni sentía ni padecía más que cosas muy básicas―, permitió que le acompañaran durante algunos días; pero eso no ayudaba en absoluto a su estabilidad familiar, porque su presencia le resultaba estresante y sentía que no podía moverse libremente para abandonarse a la captura de instantáneas. De hecho, el libro se cierra con una fotografía de Pablo durmiendo dentro del coche sobre el hombro de Mary, que presenta una expresión tan melancólica como agotada.
Robert Frank ha sido recientemente calificado por el New York Times como el fotógrafo vivo más influyente del mundo; pero lo cierto es que esa influencia tardó varios años en ir materializándose. Desde luego, “Los americanos” no tuvo en su momento la acogida esperada ni por el autor ni por sus benefactores. Para empezar, le resultó imposible encontrar un editor en los Estados Unidos, de modo que la primera edición fue publicada en París por Robert Delpire en noviembre de 1958. No obstante, Delpire puso como condición que el libro incluyese textos de reconocidos escritores, como Simone de Beauvoir, Erskine Caldwell, William Faulkner, Henry Miller o John Steinbeck. Evidentemente, en un principio Robert Frank se sintió halagado por la idea; pero pronto descubrió que había truco: lejos de intentar no estorbar a las fotografías, los literatos se dedicaron a realizar una interpretación de las imágenes en clave política y antiamericana, como si en lugar de glosar una obra de arte estuviesen valorando un ramo de prueba documental sobre los horrores del capitalismo ―quizá llame la atención que en la lista figuren cuatro de los mejores prosistas que jamás hayan dado los Estados Unidos; pero tampoco es casual que todos ellos puedan enclavarse en una generación bautizada como “perdida”―. Desde luego, no era ésa la intención de Robert Frank, que tan sólo pretendía conocer y homenajear a sus nuevos conciudadanos, a los habitantes de ese país que tan bien le había acogido. Es cierto que siempre ha mostrado una especial simpatía hacia las personas humildes, e incluso marginadas; pero nunca se ha significado políticamente, y leyendo sus entrevistas no parece que la palabra “capitalismo” sea un vocablo de uso frecuente en su conversación:
Al día siguiente de llegar a Nueva York me enseñaron Times Square. ¡El bullicio, la muchedumbre! Nunca había visto nada parecido, y todos ellos parecían encantados de estar allí. ¡Eso era América! ¡Todos esos enormes letreros luminosos! En París puedes ver africanos en el metro, y son africanos. Pero aquí, en los Estados Unidos, son americanos. No existe ningún otro lugar como éste.
Al comprobar el resultado del libro, se sintió tan utilizado como frustrado: los textos desbarataban por completo la cohesión de la obra ―que resulta fundamental para encontrarle sentido― y encauzaban a los lectores hacia una interpretación concreta, hasta el punto de que tuvo la impresión de que todo su trabajo no había servido más que para ilustrar una antología literaria cuya orientación ideológica, además, no comulgaba con su propia forma de ver las cosas. Parece ser que el propio Henry Miller, quizá el más radical de todos esos escritores, pero también el que mejor podía comprenderle ―gracias en gran parte a su íntima y crapulosa amistad con Brassaï―, se dio cuenta de la salvajada que se había cometido con “Les Américains” ―como lógicamente se tituló esa primera edición―, así que le recomendó acudir a la editorial neoyorquina Grove Press: si en su día se habían atrevido a publicar “Trópico de Cáncer”, no había ningún motivo por el que se pudieran acobardar ante las fotografías de Robert Frank.
Dicho y hecho, Grove Press se prestó gustosa a sacar adelante el libro, otorgándole además carta blanca a su autor para que lo diseñara como creyera más conveniente. En esta ocasión, el único texto literario fue la introducción de Kerouac, que en ningún momento llega a mezclarse con las imágenes y se limita a hablar de ellas desde el punto de vista más objetivo posible, destacando únicamente que lo que se ve en ellas ―en la fundada opinión de alguien que también los había recorrido de punta a punta― es la esencia de los Estados Unidos, y dejando al espectador que decida por sí mismo si esa esencia le parece bien o mal y que disfrute libremente de las ideas o sentimientos que su visión le inspire.
Los Estados Unidos de Robert Frank no son los de Walt Whitman ni los de Ansel Adams; probablemente se parezcan más a los de George Gershwin, aunque no tan eufóricos, ni mucho menos. En sus fotografías no sólo no vemos ningún impresionante paisaje de apariencia pleistocena, sino que no encontramos ni un solo animal: tan sólo seres humanos y sus obras materiales. La curiosa nación amalgamada que retrata parece completamente ajena al territorio sobre el que se asienta y da la impresión de que podría seguir siendo la misma incluso aunque se viese obligada a mudarse al fondo del océano. De hecho, en su cuidada y fundamentada solicitud de beca, Robert Frank expuso como uno de sus principales objetivos reflejar “el tipo de civilización que ha nacido aquí y se está extendiendo por todo el mundo”. Démonos cuenta de que el artista no habla de “cultura”, sino que intencionadamente asciende un importante peldaño para mencionar la “civilización”, como dando a entender que la evolución social que se estaba produciendo en aquel país suponía para la Edad Contemporánea lo mismo que Mesopotamia, Egipto o China habían supuesto para la Antigüedad. Sin embargo, y aunque de ese planteamiento pudiese deducirse una especie de optimismo fanático, su visión nunca dejó de ser objetiva: esa abundancia material también traía efectos negativos, que se materializaban en las desigualdades sociales y en una especie de abulia generalizada. Robert Frank tenía muy claro que una cosa eran las consecuencias momentáneas de la Gran Depresión y de la guerra, que acabarían corrigiéndose, y otra el sustrato de desánimo que el modelo productivo iba acumulando en el interior de cada individuo. Su objetivo no apuntó hacia ningún drama específico, sino hacia una serie de miradas cansadas o perdidas sorprendentemente uniformes.
“Los americanos” no es la obra ideal para alguien que va buscando sonrisas; pero tampoco constituye ningún catálogo de miserias. Quizá se haya extendido la idea, posiblemente espoleada por los textos aparecidos en la edición francesa, de que en el libro vamos a encontrar sobre todo gente pobre; sin embargo, creo que basta observar las fotografías para darse cuenta de que esa apreciación resulta bastante aventurada, dado que se basa casi exclusivamente en indicios muy relativos, como puedan ser la raza o el vestuario de los retratados. Salvo algún ejemplo puntual, en el que sí que se pueden detectar claros signos de mendicidad, Robert Frank se centró sobre todo en lo que lo que los anglosajones llaman common people, gente corriente: camareros, ascensoristas, granjeros, paseantes, moteros, clientes de bares, incluso algún presunto cowboy; pero su idea no era buscarlos y compilarlos. Si mayoritariamente dio con ellos, fue precisamente porque eran mayoría, y también porque, como él mismo señalaba: “Los más ricos, la clase alta, tiende a ocultarse del ojo púbico”. Esta circunstancia queda clara en el hecho de que casi todos los pocos posados que encontramos en “Los americanos” están protagonizados por este tipo de personas más acomodadas, a las que en ocasiones se veía obligado a acceder a través de contactos mutuos, principalmente de Steichen, cuyo simple apellido bastaba para abrir casi cualquier puerta de aquel país.
Igualmente, gran parte del mérito de Robert Frank consistió en haberse dado cuenta de que lo realmente distintivo de aquella sociedad, que ya comenzaba a llamarse “de consumo”, eran objetos cotidianos que hasta entonces habían pasado casi desapercibidos para el arte: gramolas, ascensores, coches viejos ―muy lejos de aquellas máquinas épicas idolatradas por los futuristas―, motocicletas polvorientas, banderitas, autocines, rótulos comerciales… Gran parte de esa iconografía ya empezaba a ser explotada por los pintores pop, y también se había visto reflejada en la literatura beat; pero hasta entonces había resultado un motivo banal para un arte fotográfico que quizá había llegado a tomarse demasiado en serio a sí mismo.
A su curiosidad de europeo, de emigrante, de neófito en la vida norteamericana, se unía su origen judío. Nunca calaron en él ni la religión ni la cultura hebrea ―de hecho, en uno de sus pies de foto confunde el Yom Kipur con la fiesta del Rosh Hashanah―; pero sabía muy bien lo que significaba ser discriminado. En sus fotografías de los estados del Viejo Sur, donde seguía existiendo la segregación legal ―la Ley de los Derechos Civiles no se firmó hasta 1964― y los conflictos raciales vivían uno de sus periodos más inflamados, Robert Frank persiguió ante todo reflejar esa realidad, pero mostrando más incomprensión que ánimo de denuncia:
Era la primera vez que visitaba el sur de los Estados Unidos y que veía la segregación de cerca. Me pareció increíble que los blancos dejaran a sus hijos al cuidado de mujeres negras pero no les permitieran sentarse a su lado en una cafetería.
En cualquier caso, no tardaría en probar en carne propia lo que sentían esos negros. Aunque en general no tuvo grandes sobresaltos en sus viajes, fue detenido en dos ocasiones. Al parecer, un hombre con acento europeo, viajando solo con una cámara de fotos y un número exagerado de rollos de película resultaba más que sospechoso para la policía de las praderas. “Sujeto que habla con acento extranjero y necesita un buen baño. Probablemente un Commie”, rezaba el primero de los atestados. Evidentemente, Robert Frank no estaba cometiendo ninguna ilegalidad; pero si uno de esos policías rurales veía a alguien como él haciéndole fotos a una refinería de petróleo o a una simple gasolinera, no le cabía ninguna duda de que estaba ante un espía de la Unión Soviética; y si encima resultaba que era judío, la encrucijada de odios estaba más que servida:
Los polis me metieron a empujones en la comisaría. Uno de ellos se sentó delante de mí y plantó un pie en la mesa mientras esperaba al sheriff. Me vaciaron los bolsillos y se dieron cuenta de que era judío porque llevaba una carta de la Fundación Guggenheim. El sheriff me dijo: “Bueno, la verdad es que aquí no tenemos a nadie que hable yiddish…”, así que me encerraron en una celda sin tomarme declaración. Pensé: “Dios santo, nadie sabe que estoy aquí: pueden hacer conmigo lo que quieran”. Estaba aterrado, eran muy primitivos. Al pasar, vi en otra celda a una joven negra sentada con la mirada perdida. Tenía una cara preciosa. Veías en sus ojos que estaba pensando: “¿Qué se supone que van a hacer ahora conmigo?”. Es la foto de “Los americanos” que no llegué hacer. Cerca de medianoche vino un policía y me dijo que tenía diez minutos para salir del pueblo cruzando el río. Desde que hice ese viaje me gustan mucho más los negros que los blancos.
A pesar de que el libro salió tal y como él había deseado, su acogida no fue precisamente buena ni por parte del público ni de la crítica, que en general lo ignoró o lo criticó con bastante desprecio. Su propuesta estética, repleta de borrosidades y granulados excesivos, con una luz aparentemente aleatoria, así como con unos encuadres un tanto heterodoxos y unas composiciones en ocasiones muy desequilibradas, resultaba por completo opuesta a los estándares de la época, que venían dictados casi en su totalidad por las revistas de información. Para estos medios, la pulcritud técnica resultaba algo fundamental, y el fotógrafo no sólo debía tener en cuenta la composición interna de la propia fotografía, sino también cómo iba a encajar con los textos.
Hay un sorprendente paralelismo entre las críticas que recibió Robert Frank por su libro y las que se lanzaron contra los primeros impresionistas. De hecho, su forma de fotografiar contrastaba con la ortodoxia imperante en facetas equivalentes a los choques entre la pintura impresionista y la academicista, incluido en el espíritu. Lo cierto es que las fotografías que componen “Los americanos” pueden darle a mucha gente la impresión de estar hechas por alguien que cogía la cámara por primera vez; pero sería un juicio de la misma naturaleza que la frase “Esto lo hace mi sobrina de cuatro años” al enfrentarse a cuadros de Basquiat o de Pollock. Robert Frank había demostrado sobradamente dominar las técnicas fotográficas como el mejor de los maestros, y lo que viene a demostrar en este libro es que la rigidez estilística le aburría profundamente. Por supuesto que hay algo de principiante en su obra; pero no como fotógrafo, sino como estadounidense. Sus aparentes titubeos o sus precipitaciones no son sino el reflejo de la emoción de quien está descubriendo un mundo nuevo para él y se esfuerza por abandonarse a esas sensaciones para reflejarlas con su cámara, aun cuando eso suponga dejar de observar ciertas normas. Si uno revisa algunas de las fotografías descartadas, podrá fácilmente llegar a la conclusión de que muchas de ellas lo fueron precisamente porque estaban “tan bien hechas” que le resultaban frías.
Generalmente, cuando una obra de arte es acogida con desdén o frialdad, lo normal es que caiga inmediatamente en el olvido, del que tan sólo en casos contados podría rescatarla algún hecho extraordinario, como una reivindicación por parte de algún autor consagrado o algún suceso que lleve de rebote a su redescubrimiento. En este caso, en cambio, la popularidad y reconocimiento de “Los americanos” ha ido creciendo progresivamente de forma natural hasta llegar a asentarse como una de las obras de arte fundamentales del siglo XX.
Robert Frank ha sido reiteradamente comparado con Cartier-Bresson y con Capa; pero a él no parecen hacerle mucha gracia lo que la mayor parte de los artistas se tomarían como un elogio: “Capa dijo que mis fotografías eran demasiado horizontales, y que las revistas son verticales, por lo que me rechazó para Magnum”. En cuanto a Cartier-Bresson: “La idea del momento decisivo en fotografía es una idea reduccionista. No hay ningún momento decisivo: tienes que ser tú el que lo cree […] Eres libre, y siempre que tomas una fotografía estás corriendo un riesgo. No es como sacarle una instantánea a tu hermana. Arriesgas porque quizá tu forma de sacar esa foto no sea la misma en la que la gente cree que uno debe fotografiar, así que acabas circulando por una carretera distinta. Hay un riesgo implícito en eso, y siempre he pensado que si un artista no asume riesgos, no vale la pena que haga nada […] Simplemente pienso que yo he pasado mejores momentos que Cartier-Bresson o que cualquier otro”.
Una nota que pasó desapercibida durante mucho tiempo, hasta que los estudiosos comenzaron a darse cuenta de ella, es que “Los americanos” se separa de lo que hasta entonces había sido la marca común de las recopilaciones de fotografía humanista: la colección de tipos. En el trabajo de Frank no hallamos los estereotipos que podemos encontrar en la “Gente del siglo XX” de August Sander, por ejemplo. Su retrato social se centra en el individuo, sin que dicho individuo pretenda representar a una unidad mayor. Varios críticos creyeron ver en su libro una especie de parodia sarcástica del catálogo de “The Family of Man”, la histórica exposición fotográfica del MoMa organizada por Steichen en 1955. Sin embargo, Robert Frank siempre ha negado categóricamente que tuviese semejante intención. De hecho, él mismo estuvo inicialmente muy implicado en el proyecto de Steichen, aunque decidió abandonarlo porque sentía que su forma de fotografiar y su manera de ver las cosas no tenían nada que ver con la de artistas como Dorothea Lange ―a la que, en cualquier caso, admira profundamente―. De todos modos, siete fotografías suyas acabaron apareciendo en el catálogo editado por Steichen.
Lo cierto es que Robert Frank siempre ha sido un tipo algo peculiar en todo lo que se refiere al dinero y a la fama. Jamás le han gustado los lujos, y para él la seguridad económica no es más que un requisito para poder dedicarse en cada momento a lo que le gusta. Hoy en día, con 93 años recién cumplidos, y por mucho frío que haga, sigue presentándose a las entrevistas sin calcetines. Nunca se ha preocupado demasiado por su aspecto externo, y eso es algo que a Walker Evans le sacaba de sus casillas ―tanto como a él le sacaba de sus casillas que a Walker Evans le sacase de sus casillas que no se preocupara por su aspecto externo―. Durante su larga vida no ha hecho otra cosa que huir del reconocimiento y de la celebridad. Nada más terminar “Los americanos”, dejó la fotografía durante varios años para dedicarse al cine experimental. Su primera obra en esa nueva disciplina fue “Pull My Daysy” (1959) ―“Deshoja mi margarita”―, un cortometraje que, con guión de Kerouac y con Ginsberg como protagonista, en el fondo puede ser considerado como un docudrama sobre la generación beat. El fotógrafo alegó en su momento que la imagen fija se le había quedado pequeña, y puede que fuera cierto; pero no lo es menos que no encontraba a quién vender sus nuevas fotografías. En cualquier caso, independientemente de si lo hizo por necesidad, por gusto o por una combinación de ambas, su propuesta narrativa fue tan rompedora que Jim Jarmusch, entre otros nombres ilustres del séptimo arte, le considera el indiscutible padrino del cine independiente norteamericano.
Quizá la prueba más palpable de que las obligaciones de la fama le provocaban urticaria la proporcionó en 1972. Cuando la crítica comenzaba a reconocerle sus méritos y empezaba a ser llamado por las más prestigiosas universidades y museos, Robert Frank colgó en la puerta de su estudio un cartel que decía “Vuelvo en 10 minutos”, y se mudó a vivir a un pueblo perdido de Nueva Escocia sin dar más explicaciones. Dos años más tarde, su hija Andrea, como si hubiese estado predestinada siniestramente por el origen de su nombre, moría en un accidente de aviación en Guatemala. La noticia le impactó tanto a Pablo, su otro hijo, que tuvo que ser ingresado con un brote de esquizofrenia. Una vez en el hospital, se descubrió que además tenía cáncer. Tras más de veinte años entrando y saliendo de todo tipo de hospitales y residencias, veinte años en los que se convirtió en la razón de vida de su padre, Pablo acabó suicidándose en 1994. A pesar de todo ello, Robert Frank no pierde ocasión de asegurar que se siente afortunado por haber tenido una vida tan feliz, y de la calma y seguridad que muestra al hablar uno no puede sino inferir que está siendo absolutamente sincero.
La visión de Robert Frank, como ya se ha anticipado, fue la de un europeo; y resulta difícil de imaginar que un europeo pueda llegar nunca a comprender plenamente a los estadounidenses sin convertirse en uno de ellos. Los Estados Unidos son tan extensos, tan diversos, tan contradictorios y tan relativamente extraños que ni siquiera los ciudadanos de cada uno de sus territorios suelen llegar a conocerse demasiado bien entre sí. A este sentimiento europeo de extrañeza hacia el otro lado del Atlántico norte se une y se contrapone un fondo de identidad que devuelve una imagen monstruosa. Muchos llevamos siglos buscando una Europa unida sin grandes resultados; pero rara vez nos damos cuenta de que esa unión de todos los elementos culturales europeos ya se ha producido lejos de nuestras tierras. Si en ocasiones el resultado nos resulta teratológico y nos atemoriza, es sencillamente porque los monstruos son más aterradores cuanto más se parecen a nosotros. Además, la Norteamérica que retrató Robert Frank no era una cualquiera, sino la que estaba saliendo de la posguerra, y éste es otro de los rasgos que la diferenciaban de Europa en matices muy importantes. Tras la Segunda Guerra Mundial, hubo que construir una Europa nueva sobre cenizas humeantes, mientras que en los Estados Unidos tan sólo hubo que reconvertir la industria y recomponer los corazones. Prácticamente todos los estadounidenses perdieron uno o varios seres queridos en el frente, y todos sufrieron su impacto económico; pero sus edificios se mantuvieron en pie y los soldados supervivientes encontraron una casa a la que regresar. No fue ése el caso de muchos soldados y civiles europeos, a los que la comparación debió de resultarles cuando menos chocante.
Recomendaciones: evidentemente, la primera recomendación tiene que ser por fuerza el propio libro. “Los americanos” ha sido publicado en español hace relativamente poco, en 2015 por la editorial La Fábrica, en una edición que respeta con rigor el formato original, que los más puristas también pueden encontrar en este enlace de Amazon.
La propia editorial La Fábrica también editó en 2016 un libro excelente titulado “Robert Frank en América”, en el que las ochenta y tres fotografías que componen “Los americanos” se integran y completan con otras muchas de las que el artista descartó, así como con un corto pero interesante ensayo de Peter Galassi, antiguo director del Departamento de Fotografía del MoMA, y con un mapa que detalla cada viaje de Robert Frank.
Ya sin traducción al castellano, “Looking In: Robert Frank’s The Americans”, editado en 2009 por la National Gallery of Art de Washington como catálogo de la exposición homónima, profundiza aún más en la obra del fotógrafo. Incluye fragmentos de entrevistas y reproducciones de algunas hojas de contactos.
También es posible encontrar otros libros de Robert Frank, como “The Lines Of My Hand” (1972), «Valencia” (1952), “Perú” (1949), “Household Inventory Record” (2012), “Seven Stories” (1970-1978), “Partida” (2014), “Tal uf Tal Ab” (2010) o “You Would” (2012).