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La Ilíada, de Homero (ca. S. VIII a. C.)

Ilíada Homero Blake
«Homero», de William Blake (ca. 1800).

Si alguien preguntase qué es la Ilíada, la respuesta más simple consistiría en decir que la Ilíada es un poema épico griego, atribuido a un tal Homero, en el que se narran algunos de los últimos días de la Guerra de Troya. No cabe duda de que esa definición es bastante certera, pero también muy incompleta, porque la Ilíada es mucho más. Es, para empezar, un libro de aventuras capaz de apasionar a cualquier lector actual. Constituye igualmente el modelo en el que, directa o indirectamente, consciente o inconscientemente, se ha basado toda la épica occidental, incluidas sus últimas manifestaciones, como puedan ser los comics de superhéroes o el western. Fuente inagotable de inspiración para los más diversos artistas, al igual que su hermana la Odisea, exhibe también una técnica lírica rara vez superada y una gran profundidad en el planteamiento y estudio de varios de los conflictos internos con los que puede enfrentarse un ser humano. Los celos de todo tipo, el sentido del deber, la duda sobre la corrección del propio comportamiento, la legitimación de la violencia, el odio y el amor, los límites de la venganza, la contradicción entre el propio bienestar y la responsabilidad ante los demás, la rebeldía ante el destino, la licitud del miedo… Éstos y otros dilemas no son simplemente esbozados desde un punto de vista tópico como elementos argumentales, sino presentados con tal complejidad que hacen inevitable una reflexión constante por parte del lector a la vez que disfruta de la belleza de las figuras retóricas empleadas por Homero.

La fascinación aumenta cuando nos percatamos de que los poemas homéricos suponen la primera manifestación escrita de literatura occidental, por lo que al enfrentarnos a ellos nos sentamos a escuchar lo que tengan que decirnos nuestros ancestros culturales más remotos. Pensemos que si los libros, la práctica totalidad de los libros que conocemos, fuesen creyentes en alguna religión, la Ilíada y la Odisea ocuparían para ellos exactamente el mismo lugar que Adán y Eva para los cristianos. Hoy sabemos que además esas dos epopeyas fueron el culmen de la narrativa y la poesía orales, es decir: la frontera entre la literatura histórica y la protohistórica.

Canta, oh diosa, la cólera del Pelida Aquiles; cólera fu­nesta que causó infinitos males a los aqueos y precipitó al Hades muchas almas valerosas de héroes, a quienes hizo pre­sa de perros y pasto de aves ‑cumplíase la voluntad de Zeus‑ desde que se separaron disputando el Atrida, rey de hombres, y el divino Aquiles.

Es posible que en los últimos treinta años se haya descubierto más acerca de la Ilíada, de Homero y de Troya que en el resto de la historia y, por lo que parece, las sorpresas no han hecho más que empezar. El desarrollo de la asiriología, por ejemplo, ha permitido detectar en los versos homéricos estructuras métricas que ya se empleaban en el siglo XVI a. C., y los sucesivos hallazgos arqueológicos de las últimas décadas, tanto en la que probablemente fue la verdadera Troya, como en Tebas, Micenas y otras polis, han ido dotando a la toponimia homérica de un sentido que los eventuales nietos del poeta probablemente ya no comprendían del todo.

Busto idealizado de Homero, copia romana del siglo II sobre original helenístico.

Las ruinas de la supuesta Troya fueron descubiertas en 1871 por el arqueólogo aficionado Heinrich Schliemann; aunque la verdadera dimensión de la ciudad de diez estratos hallada en la colina de Hisarlik, en la costa turca de los Dardanelos, no salió a la luz hasta 1996. Fue entonces cuando se demostró que la ciudadela desenterrada por Schliemann había contado con arrabales capaces de albergar a una población de entre 10.000 y 20.000 habitantes: toda una metrópolis para los usos del segundo milenio antes de Cristo. Desgraciadamente no se ha encontrado en ella ningún cartel que diga “Bienvenido a Troya, conjunto histórico-artístico” ni nada que se le parezca; tan sólo sabemos que es ahí donde Julio César creyó que se encontraba la Troya legendaria, de modo que fundó encima su Ilium Novum, último estrato de una población que se abandonó definitivamente en algún momento del siglo VI de nuestra era ―si bien se han detectado restos que indican una cierta reocupación efímera durante la Baja Edad Media―. Es entre los estratos VI y VII, los correspondientes al esplendor de la civilización micénica ―entre 1500 y 1200 a.C., aproximadamente―, en los que la gran mayoría de los estudiosos sitúa el escenario de la Ilíada. Se carece, sin embargo, de bases documentales que lo confirmen, porque no se ha desenterrado texto escrito alguno en esos niveles, algo que sorprende sobremanera teniendo en cuenta que hay evidencias de que ambas ciudades fueron destruidas por el fuego ―las tablillas en las que entonces se solía escribir eran de arcilla fresca, de modo que tan sólo se han conservado las inscripciones de las que se cocieron por algún motivo accidental―.

Tablilla micénica escrita en lineal B.

La consecuencia principal de todos estos descubrimientos es que la Ilíada ha pasado muy recientemente de ser considerada un simple pero precioso relato mitológico a alcanzar la categoría de posible texto fuente para múltiples disciplinas relacionadas con la historia o la protohistoria. Curiosamente, el enfoque que ha presidido esta especie de revolución no ha sido el análisis de las primeras civilizaciones griegas, sino de las hititas. El Imperio hitita es uno de los menos conocidos de la Antigüedad, y tan sólo a lo largo del siglo XX se fue desarrollando el estudio de esa poderosa cultura que en su día ocupó la mayor parte de Anatolia. En un principio, los hititas fueron tomados por un pueblo de raíz protosemítica; sin embargo, el desciframiento de algunos de sus lenguajes escritos ha demostrado que empleaban lenguas indoeuropeas, como el luvio o el propio hitita, tan emparentadas con el griego arcaico como aproximadamente pueden estarlo hoy en día el castellano y el francés.

«Atenea pensativa», anónimo ateniense del siglo V a. C.

La suposición de que la Troya o Ilios homérica pudo estar en mayor o menor medida ligada al Imperio hitita ha planeado sobre casi todos los ensayos realizados durante el siglo XX. En 1906 fue descubierto un verdadero archivo imperial de tablillas en Hattusa, la que se supone que tuvo que ser la capital de dicho imperio. La escritura cuneiforme hitita tardó bastantes años en ser descifrada, pero en esas tablillas se acabaron encontrando varias referencias a una ciudad de la región de Tróade llamada Wilusa. Para un buen grupo de arqueofilólogos, no cabía ninguna duda de que la transcripción lógica del hitita Wilusa al griego arcaico debería desembocar en Ilios, algo que fue demostrado en 1997. La sorpresa mayúscula llegó cuando una de esas tablillas se reveló como un pequeño tratado internacional signado a principios del siglo XII a. C. entre el emperador Muwatalli II y un personaje llamado Alaksandu de Wilusa. Por primera vez, un documento histórico parecía hacer referencia a un personaje de la Ilíada, que no sería otro que Paris Alejandro. Hasta ese momento, tan sólo se habían hallado ciertos objetos que, como las llamadas máscara de Agamenón y copa de Néstor, parecían corresponderse con las descripciones facilitadas por Homero. Por supuesto, seguimos sin saber si se trataba del mismo Alejandro; pero la ilusión por que lo fuera motivó una revisión multidisciplinar de todos los datos obrantes sobre dicho periodo histórico, resultando que la mayor parte de las piezas podían encajarse fácilmente en el puzle homérico.

Cuando ambos ejércitos se hubieron acercado el uno al otro, apareció en la primera fila de los troyanos Alejandro, semejante a un dios, con una piel de leopardo en los hombros, el corvo arco y la espada; y, blandiendo dos lanzas de broncínea punta, desafiaba a los más valientes argivos a que con él sostuvieran terrible combate.
Menelao, caro a Ares, violo venir con arrogante paso al frente de la tropa, y, como el león hambriento que ha encontrado un gran cuerpo de cornígero ciervo o de cabra montés, se alegra y lo devora, aunque lo persigan ágiles perros y robustos mozos; así Menelao se holgó de ver con sus propios ojos al deiforme Alejandro figurose que podría castigar al culpable y al momento saltó del carro al suelo sin dejar las armas.
Pero el deiforme Alejandro, apenas distinguió a Menelao entre los combatientes delanteros, sintió que se le cubría el corazón, y, para librarse de la muerte, retrocedió al grupo de sus amigos. Como el que descubre un dragón en la espesura de un monte, se echa con prontitud hacia atrás, tiémblanle las carnes y se aleja con la palidez pintada en sus mejillas; así el deiforme Alejandro, temiendo al hijo de Atreo, desapareció en la turba de los altivos troyanos.
Advirtiólo Héctor y lo reprendió con injuriosas palabras:
―¡Miserable Paris, el de más hermosa figura, mujeriego, seductor! Ojalá no te contaras en el número de los nacidos o hubieses muerto célibe. Yo así lo quisiera y te valdría más que ser la vergüenza y el oprobio de los tuyos. Los melenudos aqueos se ríen de haberte considerado como un bravo campeón por tu gallarda figura, cuando no hay en tu pecho ni fuerza ni valor. Y siendo cual eres, ¿reuniste a tus amigos, surcaste los mares en ligeros buques, visitaste a extranjeros y trajiste de remota tierra una mujer linda, esposa y cuñada de hombres belicosos, que es una gran plaga para tu padre, la ciudad y el pueblo todo, y causa de gozo para los enemigos y de confusión para ti mismo? ¿No esperas a Menelao, caro a Ares? Conocerías de qué varón tienes la floreciente esposa, y no te valdrían la cítara, los dones de Afrodita, la cabellera y la hermosura, cuando rodaras por el polvo. Los troyanos son muy tímidos; pues, si no, ya estarías revestido de una túnica de piedras por los males que les has causado.

Lucas Cranach el Viejo acudió al motivo del Juicio de Paris de manera recurrente. Esta versión se supone pintada en 1528.

No se sabe con exactitud cuándo fue compuesta la Ilíada, aunque actualmente la tesis casi unánime es que lo fue a lo largo del siglo VIII a.C., quizá incluso antes de la fundación de Roma. Esto lleva a la conclusión de que alguien llamado Homero habría narrado hechos presumiblemente acaecidos entre cuatrocientos y quinientos años antes de su tiempo, lo que supone unas veinte generaciones de tradición oral. Homero habla de cosas como palacios fastuosos, enormes barcos capaces de trasladar ejércitos enteros, armas de bronce o cargas de carros de guerra que no sólo ya no existían en su tiempo, sino que habían quedado en desuso tantos siglos antes que a nadie se le habría pasado por la cabeza su empleo. Parece muy improbable que ya en el siglo XI a.C. quedase algún palacio micénico en pie, y desde luego en la Grecia de Homero, que aparentemente empezaba a renacer tras centurias de oscuridad, no había edificaciones equivalentes ―el mero concepto de palacio debía de ser difícil de entender por sus coetáneos―. Sin embargo, tanto la Ilíada como la Odisea ofrecen descripciones, e incluso detalles precisos, que han podido ser verificadas en yacimientos que el vate no podía conocer de ningún modo que no fuese la tradición oral.

Tan pronto como llegaron al magnífico palacio de Alejandro, las esclavas volvieron a sus labores, y la divina entre las mujeres se fue derecha a la cámara nupcial de elevado techo. La risueña Afrodita colocó una silla delante de Alejandro; sentose Helena, hija de Zeus, que lleva la égida, y, apartando la vista de su esposo, lo increpó con estas palabras:
―¡Vienes de la lucha, y hubieras debido perecer a manos del esforzado varón que fue mi anterior marido! Blasonabas de ser superior a Menelao, caro a Ares, en fuerza, en puños y en el manejo de la lanza; pues provócalo de nuevo a singular combate. Pero no: te aconsejo que desistas, y no quieras pelear ni contender temerariamente con el rubio Menelao; no sea que en seguida sucumbas, herido por su lanza.
Respondiole Paris con estas palabras:
―Mujer, no me zahieras con amargos baldones. Hoy ha vencido Menelao con el auxilio de Atenea; otro día lo venceré yo, pues también tenemos dioses que nos protegen. Mas, ea, acostémonos y volvamos a ser amigos. Jamás la pasión se apoderó de mi espíritu como ahora; ni cuando, después de robarte, partimos de la amena Lacedemonia en las naves surcadoras del ponto y llegamos a la isla de Cránae, donde me unió contigo amoroso consorcio: con tal ansia te amo en este momento y tan dulce es el deseo que de mí se apodera.
Dijo, y empezó a encaminarse al tálamo; y en seguida lo siguió la esposa.
Acostáronse ambos en el torneado lecho, mientras el Atrida se revolvía entre la muchedumbre, como una fiera, buscando al deiforme Alejandro. Pero ningún troyano ni aliado ilustre pudo mostrárselo a Menelao, caro a Ares; que no por amistad lo hubiesen ocultado, pues a todos se les había hecho tan odioso como la negra muerte.

El Juicio de Paris según Manuel Niklaus «il Tedesco». 1517.

Lógicamente, es imposible que el texto no haya sufrido variaciones desde que fuera escrito por su autor original; sin embargo, la Ilíada presenta una especie de clave de seguridad que probablemente la haya mantenido mucho mejor conservada que otros restos de la época: el verso hexámetro dactílico o verso épico. La métrica griega no tiene mucho que ver con la castellana y no se basa en el simple conteo de sílabas, sino que se estructura en unidades rítmicas llamadas pies. Como su propio nombre indica, el verso hexámetro está formado por seis pies. Los cuatro primeros siempre son dáctilos ―una sílaba larga seguida de dos breves― o bien espondeos ―dos sílabas largas―, el quinto suele ser otro dáctilo y el sexto puede ser un espondeo o un troqueo ―una sílaba larga seguida de otra breve―. Esta estructura, que recuerda más a los compases musicales que a la métrica moderna, suele generar versos bastante largos, por lo que es necesario agregar cortes que pueden variar en número y colocación; pero esto, lejos de significar algo de libertad para el poeta, le complica aún más su trabajo ―por ejemplo, Homero no pudo emplear ninguna palabra que incluyera una vocal breve y dos largas, algo muy frecuente en el griego clásico―. La parte buena de dicha rigidez es que dificulta en extremo modificar el sentido del texto original sin llamar la atención, porque para ello es preciso contar con un gran dominio del lenguaje y un sentido innato del ritmo. De hecho, ya en tiempos de Alejandro Magno constituía una especie de pasatiempo para los filósofos purgar de insertos apócrifos cada ejemplar de la Ilíada que caía en sus manos ―si bien cabe sospechar que muchos se dedicaban más bien a quitar los que no les acababan de gustar por cualquier motivo―.

Fragmento del medallón de la copa de Aisón (ca. 425 a. C.). Atenea, vestida con peplo y con la égida en su pecho, recibe a Teseo, que le ofrece el cadáver del Minotauro.

Hay registros documentales que indican que los textos homéricos eran muy fáciles de encontrar al menos desde el siglo V a.C., cuando incluso eran empleados en las escuelas de algunas polis para enseñar a leer a los niños; sin embargo, muchos de ellos presentan pastiches evidentes y otro tipo de defectos. Esto va cambiando progresivamente, hasta que en el siglo II a.C. casi todos los textos conocidos se corresponden casi en su integridad con el que se maneja hoy en día. Parece que el texto “oficial” fue difundido desde la Biblioteca de Alejandría, y la mayor parte de los historiadores coinciden en afirmar que reproduciría la edición que Aristóteles preparó para la educación de Alejandro Magno. No en vano, el primer director de la Biblioteca fue Demetrio de Falero, un discípulo directo de Aristóteles que persuadió a Ptolomeo I para que adquiriera todos los manuscritos homéricos de los que tuviera noticia.

La famosa Copa de Néstor hallada en Micenas: “Hecamede acercó una mesa magnífica, de pies de acero, pulimentada; y puso encima una fuente de bronce con cebolla, manjar propio para la bebida, miel reciente y sacra harina de flor, y una bella copa guarnecida de áureos clavos que el anciano se había llevado de su palacio y tenía cuatro asas Dada una entre dos palomas de oro y dos sustentáculos. A otro anciano le hubiese sido difícil mover esta copa cuando después de llenarla se ponía en la mesa, pero Néstor la levantaba sin esfuerzo”.

Se estima que las primeras inscripciones alfabéticas griegas datan de inicios del siglo VIII a.C., por lo que Homero debió de ser de sus primeros usuarios. Hasta entonces, se habían empleado diversos métodos de escritura jeroglífica o ideográfica, aunque el más extendido había sido el lineal B, una adaptación a la lengua micénica del sistema minoico ―lineal A, que hoy en día permanece indescifrado casi por completo―, fundamentalmente silábico, aunque también incluía un buen número de ideogramas. La ausencia de textos narrativos o poéticos en lineal B parece apuntar a que era utilizado sólo con fines administrativos, generalmente fiscales, lo cual no es de extrañar, dada la dificultad de expresar ideas complejas con semejante código gráfico.

Respondiole el rey de hombres, Agamenón:
―No has mentido, anciano, al enumerar mis faltas. Procedí mal, no lo niego; vale por muchos el varón a quien Zeus ama cordialmente; y ahora el dios, queriendo honrar a ése, ha causado la derrota de los aqueos. Mas, ya que le falté, dejándome llevar por la funesta pasión, quiero aplacarlo y le ofrezco la muchedumbre de espléndidos presentes que voy a enumerar: Siete trípodes no puestos aún al fuego, diez talentos de oro, veinte calderas relucientes y doce corceles robustos, premiados, que en la carrera alcanzaron la victoria. No sería pobre ni carecería de precioso oro quien tuviera los premios que estos solípedos caballos lograron. Le daré también siete mujeres lesbias, hábiles en hacer primorosas labores, que yo mismo escogí cuando tomó la bien construida Lesbos y que en hermosura a las demás aventajaban. Con ellas le entregaré la hija de Briseo, que entonces le quité, y juraré solemnemente que jamás subí a su lecho ni me uní con ella, como es costumbre entre hombres y mujeres. Todo esto se le presentará en seguida; mas, si los dioses nos permiten destruir la gran ciudad de Príamo, entre en ella cuando los aqueos partamos el botín, cargue abundantemente de oro y de bronce su nave y elija él mismo las veinte troyanas que más hermosas sean después de la argiva Helena. Y, si conseguimos volver a los fértiles campos de Argos de Acaya, podrá ser mi yerno y tendrá tantos honores como Orestes, mi hijo menor, que se cría con mucho regalo. De las tres hijas que dejé en el alcázar bien construido, Crisótemis, Laódice a Ifianasa, llévese la que quiera, sin dotarla, a la casa de Peleo; que yo la dotaré tan espléndidamente, como nadie haya dotado jamás a su hija: ofrezco darle siete populosas ciudades Cardámila, Enope, la herbosa Hira, la divina Feras, Antea, la de los hermosos prados, la linda Epea y Pédaso, en viñas abundante , situadas todas junto al mar, en los confines de la arenosa Pilos, y pobladas de hombres ricos en ganado y en bueyes, que lo honrarán con ofrendas como a una deidad y pagarán, regidos por su cetro, crecidos tributos. Todo esto haría yo, con tal de que depusiera la cólera. Que se deje ablandar; pues, por ser implacable a inexorable, Hades es para los mortales el más aborrecible de todos los dioses; y ceda a mí, que en poder y edad de aventajarlo me glorio.

Máscara de Agamenón, anónimo micénico (ca. 1550 a. C.)

Tanto la Ilíada como la Odisea forman parte argumental del llamado Ciclo Troyano, que a través de diversas obras narra la Guerra de Troya desde las causas que la motivaron hasta sus últimas consecuencias. Así, el Ciclo completo estaría formado, por este orden, por las Ciprias o Cantos ciprianos, la Ilíada, la Etiópida, la Pequeña Ilíada, la Toma de Ilión, los Retornos o Regresos, la Odisea y la Telegonía. Aunque en un principio se consideró que todo el Ciclo había sido compuesto por Homero, ya Heródoto lo puso en duda y en los tiempos de Alejandro Magno eran minoría los que sostenían tal cosa. Actualmente, nadie lo defiende y, de hecho, hace siglos que la Ilíada y la Odisea no se estudian dentro del Ciclo. El resto de los poemas, de los que apenas se conservan algunos fragmentos y resúmenes argumentales, tienen atribuidos diversos autores alternativos con mayor o menor apoyo, aunque ninguno de ellos deja de ser un simple nombre del que no se sabe nada más ―salvo en el caso de la Telegonía, que consta escrita a finales del siglo VI a.C. por un señor que se hacía llamar Eugamón de Cirene―.

«Ulises y las sirenas», episodio de la Odisea, de Herbert James Draper (1909).

Igualmente, el Ciclo Troyano al completo encaja con el resto de la mitología griega, que podría narrarse como un serial continuo desde la creación del universo hasta las últimas hazañas de los descendientes de los héroes homéricos, si bien trufado de numerosas interpretaciones alternativas e incompatibles entre sí ―debido principalmente a que las tradiciones de las diversas polis no son siempre exactas―. De hecho, la mayor parte de los héroes de la Ilíada son hijos de los argonautas o de sus enemigos, siendo Néstor el único que participó en ambas expediciones ―Heracles mató a su padre y a sus hermanos; pero después, en un gesto bastante típico del hombre más fuerte que jamás haya existido, se apiadó de él e intercedió ante Apolo para que le concediera vivir todos los años que le arrebató a sus parientes―. A él le corresponde el siguiente fragmento, que muchos tuvimos que traducir en el colegio tanto del latín como del griego:

Pero levantose Néstor, suave en el hablar, elocuente orador de los pilios, de cuya boca las palabras fluían más dulces que la miel había visto perecer dos generaciones de hombres de voz articulada que nacieron y se criaron con él en la divina Pilos y reinaba sobre la tercera , y benévolo los arengó diciendo:
―¡Oh dioses! ¡Qué motivo de pesar tan grande le ha llegado a la tierra aquea! Alégranse Príamo y sus hijos, y regocijaríanse los demás troyanos en su corazón, si oyeran las palabras con que disputáis vosotros, los primeros de los dánaos así en el consejo como en el combate. Pero dejaos convencer, ya que ambos sois más jóvenes que yo. En otro tiempo traté con hombres aún más esforzados que vosotros, y jamás me desdeñaron. No he visto todavía ni veré hombres como Pirítoo, Driante, pastor de pueblos, Ceneo, Exadio, Polifemo, igual a un dios, y Teseo Egeida, que parecía un inmortal. Criáronse éstos los más fuertes de los hombres; muy fuertes eran y con otros muy fuertes combatieron: con los montaraces centauros, a quienes exterminaron de un modo estupendo. Y yo estuve en su compañía habiendo acudido desde Pilos, desde lejos, desde esa apartada tierra, porque ellos mismos me llamaron y combatí según mis fuerzas. Con tales hombres no pelearía ninguno de los mortales que hoy pueblan la tierra; no obstante lo cual, seguían mis consejos y escuchaban mis palabras. Prestadme también vosotros obediencia, que es lo mejor que podéis hacer. Ni tú, aunque seas valiente, le quites la joven, sino déjasela, puesto que se la dieron en recompensa los magnánimos aqueos; ni tú, Pelida, quieras altercar de igual a igual con el rey, pues jamás obtuvo honra como la suya ningún otro soberano que usara cetro y a quien Zeus diera gloria. Si tú eres más esforzado, es porque una diosa te dio a luz; pero éste es más poderoso, porque reina sobre mayor número de hombres. Atrida, apacigua tu cólera; yo te suplico que depongas la ira contra Aquiles, que es para todos los aqueos un fuerte antemural en el pernicioso combate.

Ánfora con Aquiles y Áyax jugando a los dados, de Exequias (ca. 540 a. C.).

Me encantaría poder decir que Homero nació tal día en tal sitio y que sus padres se dedicaron a tal cosa; pero lo cierto es que de Homero no se sabe ni siquiera si existió. Evidentemente, alguien compuso tanto la Ilíada como la Odisea; pero tampoco tuvo por qué ser la misma persona, ni siquiera una sola persona, de modo que cuando hablamos de Homero lo hacemos conceptualmente para referirnos al creador de ambas epopeyas, quien o quienes quiera que fuesen. Múltiples indicios apuntan a que la o las personas que escribieron los poemas homéricos eran jonios, y la tradición concreta que Homero era ciudadano de Esmirna, lo cual no sólo es perfectamente posible, sino probable. La tradición afirma también que Homero era ciego, aunque esa condición no parece casar demasiado bien con algunas de las anécdotas que se le atribuyen. El origen de esta ceguera legendaria puede encontrarse en el propio nombre de Homero, que en dialecto eolio significaría “el ciego” ―sin embargo, los arqueolingüistas no se ponen de acuerdo al respecto, y para otros podría significar “rehén”, “compañero” o incluso “el del culo gordo”―. Aunque la literatura clásica cita varios ejemplos de rapsodas y adivinos invidentes ―el caso más conocido es el de Tiresias, citado en la propia Odisea, al que Atenea ciega tras haberla sorprendido bañándose desnuda; después se apiada de él y le indemniza con la capacidad de ver el futuro―, no existe la certeza de que la falta de visión fuese determinante a la hora de convertirse en aedo. Sea como fuere, lo cierto es que desde siempre cada mención a un poeta ciego ha sido interpretada como una referencia a Homero. La primera de ellas la encontramos en el llamado Canto de Apolo, donde su autor pide a las jóvenes de Delos ―auténticas fans, al parecer― que cuando un extranjero les pregunte cuál es el mejor poeta que conocen, respondan que es un hombre ciego que vive “en la desapacible Quíos”. El Canto de Apolo es una de las varias obras que clásicamente han sido atribuidas a Homero, junto con la Edipodia, la Toma de Ecalia, los bautizados como Himnos homéricos, algunos poemas burlescos ―especialmente destacados por Aristóteles en su Poética― o incluso la célebre Batraquiomaquia, que viene a ser una parodia de la Ilíada protagonizada por un ejército de ratones y otro de ranas.

Gentío inmenso rodeaba el baile y se holgaba en contemplarlo. Entre ellos un divino aedo cantaba, acompa­ñándose con la cítara; y así que se oía el preludio, dos salta­dores hacían cabriolas en medio de la muchedumbre.

«La apoteosis de Homero», de Jean-Auguste-Dominique Ingres (1827). Entre los 46 personajes que honran al aedo podemos encontrar a Mozart, Moliére, Poussin, La Fontaine, Shakespeare, Esopo, Dante, Miguel Ángel, Apeles… Y a las personificaciones de la Iliada (señorita de túnica roja) y de la Odisea (señorita de túnica verde).

Ya en la época alejandrina surgió un movimiento de críticos, no muy estudiado, que sostenía que la Ilíada y la Odisea habían sido escritas por distintos poetas. Dicho grupo, entre los que se encontraban un tal Xenón y un tal Helánico ―sobre los que no constan más datos―, fue denominado con el chocante nombre de “los chorizontes”, que literalmente significa “los separatistas”. Desde entonces, el foco ha sido puesto en la diferenciación de ambos poemas, que efectivamente presentan ciertas distancias no sólo en el estilo, sino también en la aparente filosofía de su creador. No obstante, filólogos actuales como Pierre Carlier han señalado que esas diferencias resultan menores que las que podemos encontrar entre las primeras y las últimas obras de literatos longevos como Victor Hugo. Carlier sostiene que si hoy en día hallásemos fragmentos anónimos de “Los Orientales” (1829) y de la última edición de “La leyenda de los siglos” (1883), probablemente no nos cabría duda de que habían sido escritas por autores distintos.

«La apoteosis de Homero», de Salvador Dalí (1945).

En cuanto a ese estilo, algo que puede llamar la atención de un lector contemporáneo es el uso de reiteraciones y la repetición de fórmulas. Juzgado con criterios actuales, lo más probable es que Homero no pasase la primera criba en un concurso literario de pueblo; sin embargo, tales repeticiones no sólo ayudaban al ritmo y a la musicalidad del texto, sino que hacían más fácil su memorización para la declamación pública ―los rapsodas nunca leían, entre otras cosas porque la gran mayoría de ellos no sabía―. Lo cierto es que una buena parte del encanto y del magnetismo que la Ilíada produce en muchos lectores contemporáneos se encuentra precisamente en ese estilo tan dispar con los cánones vigentes en la actualidad, así como en los símiles y metáforas largas y complicadas.

Mirándole con torva faz, respondió Aquiles, el de los pies ligeros:
―¡Héctor, a quien no puedo olvidar! No me hables de convenios. Como no es posible que haya fieles alianzas entre los leones y los hombres, ni que estén de acuerdo los lobos y los corderos, sino que piensan continuamente en causarse daño unos a otros, tampoco puede haber entre nosotros ni amistad ni pactos, hasta que caiga uno de los dos y sacie de sangre a Ares, infatigable combatiente.

«Aquiles y Héctor», de Pedro Pablo Rubens (1630).

Entre todas esas repeticiones, las que más suelen llamar la atención, seguramente por ser las más bellas, son los epítetos con los que Homero adorna los nombres de los dioses, los héroes, las ciudades y los habitantes de las mismas ―bien en genérico, bien distinguiendo entre mujeres y varones―. A pesar de que los poemas homéricos son de las obras literarias más estudiadas de toda la historia, no fue hasta los años veinte del siglo pasado cuando el filólogo estadounidense Milman Parry ―al que, entre otras cosas, se le debe el haber introducido la tradición oral como objeto de estudio dentro de la literatura― dio con la clave de la existencia de esas figuras reiterativas. No tenían nada que ver con la poca pericia de su creador, como muchos estudiosos se vieron tentados a pensar, sino que por el contrario demostraban que quién quiera que hubiese sido Homero poseía un dominio simpar sobre el verso. Hasta entonces, y por extraño que pueda parecer, nadie se había dado cuenta de que cada concreto epíteto se corresponde con un caso determinado en la declinación del nombre al que acompaña. De este modo, por ejemplo, Aquiles es “el de los pies ligeros”, “el divino”, “el divino hijo de Tetis, la de la hermosa cabellera” o “el celerípedo” sólo cuando su nombre aparece en nominativo, pasando a ser “semejante a los dioses” o “deiforme” en vocativo, “conquistador de ciudades” en acusativo”, “el Pelida”, “Pelión” o “el hijo de Peleo” en genitivo y “el valeroso” en dativo. Es obvio que, además, cada epíteto guarda una relación de calidad con la función de su caso ―en genitivo, por ejemplo, Aquiles es nombrado como posesión gramatical de Peleo―; y no sólo eso: de entre las diversas variantes, Homero elegía una u otra dependiendo de en qué parte del verso aparecía el nombre. Es decir, los epítetos de Homero conforman un sistema coherente y perfecto, todo un encaje de bolillos que el escritor probablemente consideraba como una norma métrica más. Parry intuyó que esta extraña regla poética debía tener que ver con el origen oral y popular de las epopeyas, y para comprobarlo viajó a diversas zonas de los Balcanes, donde todavía existían bardos ambulantes. Concretamente, en Serbia y Bosnia encontró un gran número de rapsodas analfabetos que repetían poemas épicos que parecían narrar las luchas medievales de sus respectivos pueblos contra los turcos, y observó cómo se esforzaban por embellecer sus declamaciones con epítetos para distinguirse de sus competidores, si bien de una manera claramente improvisada y casi aleatoria. Según Parry, lo que realmente hizo Homero fue tomar esa forma de expresión popular y culturizarla depurándola y sistematizándola, quizá en busca ya de ese ideal de belleza perfecta que pronto caracterizaría a todas las artes griegas. Hasta dónde se remontó Homero en su compilación de tradición oral es un misterio, pero la mayor parte de los estudiosos apuntan a tiempos micénicos.

Contestole en seguida Hera veneranda, la de ojos de novilla:
―Tres son las ciudades que más quiero: Argos, Esparta y Micenas, la de anchas calles; destrúyelas cuando las aborrezca tu corazón, y no las defenderé, ni me opondré siquiera. Y si me opusiere y no lo permitiere destruirlas, nada conseguiría, porque tu poder es muy superior. Pero es preciso que mi trabajo no resulte inútil. También yo soy una deidad, nuestro linaje es el mismo y el artero Crono engendrome la más venerable, por mi abolengo y por llevar el nombre de esposa tuya, de ti que reinas sobre los inmortales todos. Transijamos, yo contigo y tú conmigo, y los demás dioses inmortales nos seguirán. Manda presto a Atenea que vaya al campo de la terrible batalla de los troyanos y los aqueos, y procure que los troyanos empiecen a ofender, contra lo jurado, a los envanecidos aqueos.

«Júpiter y Tetis», de Jean-Auguste-Dominique Ingres (1811).

La tradición y la propia Ilíada afirman que la Guerra de Troya duró diez años; sin embargo, toda la acción del poema transcurre en cincuenta y seis días, que no describen tampoco el final del conflicto ―brevemente apuntado en la Odisea―, pero sí que están cercanos a éste. No encontraremos en la Ilíada, por ejemplo, el famoso episodio del caballo de madera, del que tan sólo hallaremos referencias en la Odisea ―en un curioso y descriptivo fashback en el que el socarrón Ulises muestra su verdadera naturaleza de hombre torturado por los recuerdos y la culpa―. Esta circunstancia genera ciertas incoherencias argumentales que ya despistaban bastante a los comentaristas alejandrinos. Así, por ejemplo, cuando Héctor reta a Menelao a combatir con su hermano Paris, Helena se apresura a subir a lo alto de las murallas de Troya para presenciar el combate. El noble Príamo, que la trata con cariño y, en cierto modo, parece ser consciente de su sentimiento de prisionera, acude a acompañarla y, aprovechando la ocasión, la interroga con dulzura acerca de cuáles son los nombres de los héroes aqueos a los que divisan. Como es lógico, cualquier lector se da cuenta de que mal rey debía de ser Príamo si después de más de nueve años de sitio todavía no se había enterado de quién le sitiaba:

―Ven acá, hija querida; siéntate a mi lado para que veas a tu anterior marido y a sus parientes y amigos pues a ti no te considero culpable, sino a los dioses que promovieron contra nosotros la luctuosa guerra de los aqueos y me digas cómo se llama ese ingente varón, quién es ese aqueo gallardo y alto de cuerpo. Otros hay de mayor estatura, pero jamás vieron mis ojos un hombre tan hermoso y venerable. Parece un rey.
Contestó Helena, divina entre las mujeres:
―Me inspiras, suegro amado, respeto y temor. ¡Ojalá la muerte me hubiese sido grata cuando vine con tu hijo, dejando, a la vez que el tálamo, a mis hermanos, mi hija querida y mis amables compañeras! Pero no sucedió así, y ahora me consumo llorando. Voy a responder a tu pregunta: Ése es el poderosísimo Agamenón Atrida, buen rey y esforzado combatiente, que fue cuñado de esta desvergonzada, si todo no ha sido sueño.
Así dijo. El anciano contemplolo con admiración y exclamó:
―¡Atrida feliz, nacido con suerte, afortunado! Muchos son los aqueos que lo obedecen. En otro tiempo fui a la Frigia, en viñas abundosa, y vi a muchos de sus naturales los pueblos de Otreo y de Migdón, igual a un dios que con los ágiles corceles acampaban a orillas del Sangario. Entre ellos me hallaba, a fuer de aliado, el día en que llegaron las varoniles amazonas. Pero no eran tantos como los aqueos de ojos vivos.
Fijando la vista en Ulises, el anciano volvió a preguntar:
―Ea, dime también, hija querida, quién es aquél, menor en estatura que Agamenón Atrida, pero más ancho de espaldas y de pecho. Ha dejado en el fértil suelo las armas y recorre las filas como un carnero. Parece un velloso carnero que atraviesa un gran rebaño de cándidas ovejas.
Al momento le respondió Helena, hija de Zeus:
―Aquél es el hijo de Laertes, el ingenioso Ulises, que se crió en la áspera Ítaca; tan hábil en urdir engaños de toda especie, como en dar prudentes consejos.
El sensato Anténor replicó al momento:
―Mujer, mucha verdad es lo que dices. Ulises vino por ti, como embajador, con Menelao, caro a Ares; yo los hospedé y agasajé en mi palacio y pude conocer la condición y los prudentes consejos de ambos. Entre los troyanos reunidos, de pie, sobresalía Menelao por sus anchas espaldas; sentados, era Ulises más majestuoso. Cuando hilvanaban razones y consejos para todos nosotros, Menelao hablaba de prisa, poco, pero muy claramente: pues no era verboso, ni, con ser el más jo-ven, se apartaba del asunto; el ingenioso Ulises, después de levantarse, permanecía en pie con la vista baja y los ojos clavados en el suelo, no meneaba el cetro que tenía inmóvil en la mano, y parecía un ignorante: lo hubieras tomado por un iracundo o por un estúpido. Mas tan pronto como salían de su pecho las palabras pronunciadas con voz sonora, como caen en invierno los copos de nieve, ningún mortal hubiese disputado con Ulises. Y entonces ya no admirábamos tanto la figura de héroe.
Reparando la tercera vez en Ayante, dijo el anciano:
―¿Quién es ese otro aqueo gallardo y alto, que descuella entre los argivos por su cabeza y anchas espaldas?
Respondió Helena, la de largo peplo, divina entre las mujeres:
―Ése es el ingente Ayante, antemural de los aqueos. Al otro lado está Idomeneo, como un dios, entre los cretenses; rodéanlo los capitanes de sus tropas. Muchas veces Menelao, caro a Ares, lo hospedó en nuestro palacio cuando venía de Creta. Distingo a los demás aqueos de ojos vivos, y me sería fácil reconocerlos y nombrarlos; mas no veo a dos caudillos de hombres, Cástor, domador de caballos, y Pólux, excelente púgil, hermanos carnales que me dio mi madre. ¿Acaso no han venido de la amena Lacedemonia? ¿O llegaron en las naves, surcadoras del ponto, y no quieren entrar en combate para no hacerse partícipes de mi deshonra y de mis muchos oprobios?

Helena de Troya según Dante Gabriel Rossetti (1863).

Desde tiempos antiguos, los estudiosos de los poemas homéricos han intuido que en este episodio inverosímil podrían hallarse varias de las claves de su composición, ya que parece tratarse de un fragmento más propio del comienzo de la guerra que de sus postrimerías. Del mismo modo, siempre ha llamado la atención de los comentaristas que todos los héroes hayan permanecido intactos durante tanto tiempo y tan sólo comiencen a caer como moscas en esos cincuenta y seis días. Lejos de considerar la posibilidad de que nos hallemos ante una especie de drôle de guerre de la Edad del Bronce, éstos y otros rasgos parecen confirmar la tesis de Parry de que Homero compiló los poemas orales de los aedos y seleccionó con la mayor coherencia posible los fragmentos que gozaban de mayor popularidad entre el público.

Otro mérito de Homero ―tremendamente difícil de encontrar en la literatura actual, por cierto― es su facilidad para dotar de personalidades identificables a sus personajes sin por ello renunciar al estilo general de la obra. Así, y aunque todos los protagonistas empleen figuras retóricas semejantes en sus discursos, un lector apasionado podrá determinar fácilmente si el tono de un determinado fragmento pertenece, por ejemplo, a Agamenón, a Aquiles o a Ulises:

Contestó el ingenioso Ulises:
―Aunque seas valiente, deiforme Aquiles, no exhortes a los aqueos a que peleen en ayunas con los troyanos, cerca de Ilio; que no durará poco tiempo la batalla cuando las falanges vengan a las manos y la divinidad excite el valor de ambos ejércitos. Ordénales, por el contrario, a los aqueos que en las veleras naves se harten de manjares y vino, pues esto da fuerza y valor. Estando en ayunas no puede el varón combatir todo el día, hasta la puesta del sol, con el enemigo; aunque su corazón lo desee, los miembros se le entorpecen sin que él lo advierta, le rinden el hambre y la sed, y las rodillas se le doblan al andar. Pero el que pelea todo el día con los enemigos, saciado de vino y de manjares, tiene en el pecho un corazón audaz y sus miembros no se cansan hasta que todos se han retirado de la lid. Ea, despide las tropas y manda que preparen el desayuno; el rey de hombres, Agamenón, traiga los regalos en medio del ágora para que los vean todos los aqueos con sus propios ojos y te regocijes en el corazón; jure el Atrida, de pie entre los argivos, que nunca subió al lecho de Briseide ni se juntó con ella, como es costumbre, oh rey, entre hombres y mujeres; y tú, Aquiles, procura tener en el pecho un ánimo benigno. Que luego se te ofrezca en el campamento un espléndido banquete de reconciliación, para que nada falte de lo que se te debe. Y el Atrida sea en adelante más justo con todos; pues no se puede reprender que se apacigüe a un rey, a quien primero se injurió.

Ulises según Kirk Douglas en «Ulises» (Mario Camerini, 1954).

Dentro de su extraordinaria complejidad, en la Ilíada llegan a aparecer más de setecientos personajes, muchos de ellos tan sólo mencionados en la hora de su muerte a manos de un guerrero enemigo, generalmente descrita con una explicitud propia del cine gore. Baste un ejemplo de los muchos que podemos encontrar:

Meriones, cuando alcanzó a aquél, lo alanceó en la nalga derecha; y la punta, pasando por debajo del hueso y cerca de la vejiga, salió al otro lado. El guerrero cayó de hinojos, gimiendo, y la muerte lo envolvió.
Meges hizo perecer a Pedeo, hijo bastardo de Anténor, a quien Teano, la divina, había criado con igual solicitud que a los hijos propios, para complacer a su esposo. El hijo de Fileo, famoso por su pica, fue a clavarle en la nuca la puntiaguda lanza, y el hierro cortó la lengua y asomó por los dientes del guerrero. Pedeo cayó en el polvo y mordía el frío bronce.
Eurípilo Evemónida dio muerte al divino Hipsenor, hijo del animoso Dolopión, que era sacerdote de Escamandro y el pueblo lo veneraba como a un dios. Perseguíalo Eurípilo, hijo preclaro de Evemón; el cual, poniendo mano a la espada, de un tajo en el hombro le cercenó el robusto brazo, que ensangrentado cayó al suelo. La purpúrea muerte y el hado cruel velaron los ojos del troyano.

Menelao protege el cadáver de Patroclo en una copia romana del original helenístico del S. IV a. C.

Si alguna crítica desfavorable ha merecido tradicionalmente la Ilíada, ésta ha sido el tratamiento demasiado humano que Homero concede a los dioses, que no sólo no se encuentran por encima de las pasiones de los hombres, sino que las exacerban hasta la caricatura. Al igual que Aquiles o Paris, son presa de la nefasta combinación entre poder y puerilidad; pero, a diferencia de ellos, están contaminados por el vicio de la ociosidad, lo cual los convierte en seres frívolos y crueles hasta la inconsciencia. Dado que carecemos de textos coetáneos que sirvan de contraste, no podemos saber si la visión homérica acerca de los dioses y de su relación con los mortales era la imperante en su tiempo; lo que sí que podemos afirmar es que ésta no puede calificarse propiamente de religiosa. Es cierto que ambos bandos realizan sacrificios metódicamente y empleando una liturgia común muy bien definida, pero no hay en ellos el más mínimo atisbo de la fe o de la devoción propias de las creencias monoteístas, sino que se configuran como una especie de tributo más destinado a garantizar la neutralidad de los seres divinos que a ganarse su benevolencia.

Aquiles, el de los pies ligeros, se levantó y dijo:
―¡Atrida! Creo que tendremos que volver atrás, yendo otra vez errantes, si escapamos de la muerte; pues, si no, la guerra y la peste unidas acabarán con los aqueos. Mas, ea, consultemos a un adivino, sacerdote o intérprete de sueños pues también el sueño procede de Zeus, para que nos diga por qué se irritó tanto Febo Apolo: si está quejoso con motivo de algún voto o hecatombe, y si quemando en su obsequio grasa de corderos y de cabras escogidas, querrá libramos de la peste.

Disputa entre Aquiles y Agamenón a cuento de la peste enviada por Apolo, de Felice Giani (1802-1805).

No olvidemos que la causa primera de la Guerra de Troya se encuentra en el juicio de Paris ―que ocurre precisamente en las bodas de Tetis y Peleo, futuros padres de Aquiles―, narrado en las Ciprias, en el que tres diosas: Hera, Atenea y Afrodita, tratan de sobornar al príncipe troyano para que éste designe a la más bella de ellas, pues ésa será la que merezca la manzana de oro lanzada por Eris ―diosa de la discordia―. De entre los dones que le ofrecen, Paris se inclina por la capacidad de enamorar que le brinda Afrodita, de modo que ésta resulta la vencedora del pleito. Así, lo que realmente acaba provocando las calamidades bélicas no es sino el ánimo de revancha de las diosas derrotadas. Las diferentes deidades se dividen en dos bandos, cada uno de los cuales favorece a una de las partes contendientes y perjudica a la otra tanto como le es posible.

A los unos los excitaba Ares; a los otros, Atenea, la de ojos de lechuza, y a entrambos pue­blos, el Terror, la Fuga y la Discordia, insaciable en sus fu­rores y hermana y compañera del homicida Ares, la cual al principio aparece pequeña y luego toca con la cabeza el cie­lo mientras anda sobre la tierra. Entonces la Discordia, pe­netrando por la muchedumbre, arrojó en medio de ella el combate funesto para todos y aumentó el afán de los guerreros.

«La caída de Troya», de Johann Georg Trautmann (ca. 1750).

Hera, Atenea y Poseidón encabezan el partido aqueo, al que puntualmente se le unen otros dioses como Hefestos. En su contra, y por diversos motivos, se posicionan Afrodita, Ares, Apolo y su melliza Ártemis. Zeus, por su parte, parece adoptar un papel de árbitro supremo. Siente simpatías puntuales por ambos bandos ―principalmente porque tiene hijos de diferentes mujeres por todas partes―; sin embargo, ha tramado una resolución secreta al conflicto ―aunque a veces se infiere que en realidad va improvisando― y para llevarla a cabo manipula tanto a hombres como a dioses.

Respondióle Zeus, que amontona las nubes:
―En la próxima mañana verás, si quieres, oh Hera veneranda, la de ojos de novilla, cómo el prepotente Cronión hace gran riza en el ejército de los belicosos argivos. Y el impetuoso Héctor no dejará de pelear hasta que junto a las na¬ves se levante el Pelida, el de los pies ligeros, el día aquel en que combatan cerca de las popas y en estrecho espacio por el cadáver de Patroclo. Así lo decretó el hado, y no me importa que te irrites. Aunque lo vayas a los confines de la tierra y del mar, donde moran Jápeto y Crono, que no disfrutan de los rayos del Sol Hiperión ni de los vientos, y se hallan rodeados por el profundo Tártaro; aunque, errante, llegues hasta allí, no me importará verte enojada, porque no hay nada más impudente que tú.

Hera y Zeus siguen discutiendo hoy día en la Fuente de Palas Atenea del Parlamento de Austria, diseñada por Theophil von Hansen en 1898 y tallada por Carl Kundmann entre esa fecha y 1902.

La intervención divina se consagra en el mundo homérico como la causa y razón de todo lo que los hombres perciben como puros eventos. La sujeción al destino marcado desde el Olimpo, por lo tanto, actúa como una cadena inquebrantable para el ser humano, que estaría privado del libre albedrio más básico. No obstante, varios filólogos del siglo XX, como Janko o Heubeck, han destacado el hecho de que prácticamente todos los comportamientos llevados a cabo por los mortales influenciados por los dioses son lógicos y racionales, de modo que el desarrollo argumental de la Ilíada podría mantenerse inalterado de eliminar de ella el elemento sobrenatural. ¿Por qué entonces un excelente narrador, como demuestra ser Homero, lo incluye? Puede descartarse desde el principio cualquier razón que tenga que ver con alguna forma de fanatismo religioso, ya que la imagen que el poeta ofrece de sus dioses podría ser considerada blasfema en cualquier otro credo. La explicación que goza de más éxito en la actualidad, que en cierto modo ya fue avanzada por Aristóteles al destacar el sentido del humor homérico, es que el escritor introdujo los relatos divinos como una suerte de vis cómica, una especie de scherzo literario para descanso del lector o el oyente horrorizado ante el desfile de tragedias, muertes y mutilaciones sobrecogedoras. Sólo así se explica que, a la vez que Zeus se complace en lanzar rayos y amontonar las nubes y sea conocido como el terrible Crónida ―por haber derrotado a su padre, el todopoderoso Crono―, tenga que soportar cuitas conyugales con Hera o berrinches de sus hijos más propios de una telecomedia costumbrista que de un verdadero poema épico:

Cual vapor sombrío que se desprende de las nubes por la acción de un impetuoso viento abrasador, tal le parecía a Diomedes Tidida el broncíneo Ares cuando, cubierto de niebla, se dirigía al anchuroso cielo. El dios llegó en seguida al alto Olimpo, mansión de las deidades; se sentó, con el corazón afligido, al lado de Zeus Cronión, mostró la sangre inmortal que manaba de la herida, y suspirando dijo estas aladas palabras:
―¡Padre Zeus! ¿No te indignas al presenciar tan atroces hechos? Siempre los dioses hemos padecido males horribles que recíprocamente nos causamos para complacer a los hombres; pero todos estamos airados contigo, porque engendraste una hija loca, funesta, que sólo se ocupa en acciones inicuas. Cuantos dioses hay en el Olimpo, todos te obedecen y acatan; pero a ella no la sujetas con palabras ni con obras, sino que la instigas, por ser tú el padre de esa hija perniciosa que ha movido al insolente Diomedes, hijo de Tideo, a combatir, en su furia, con los inmortales dioses. Primero hirió de cerca a Cipris en el puño, y después, cual si fuese un dios, arremetió contra mí. Si no llegan a salvarme mis ligeros pies, hubiera tenido que sufrir padecimientos durante largo tiempo entre espantosos montones de cadáveres, o quedar inválido, aunque vivo, a causa de las heridas que me hiciera el bronce.
Mirándolo con torva faz, respondió Zeus, que amontona las nubes:
―¡Inconstante! No te lamentes, sentado junto a mí, pues me eres más odioso que ningún otro de los dioses del Olimpo. Siempre te han gustado las riñas, luchas y peleas, y tienes el espíritu soberbio, que nunca cede, de tu madre Hera a quien apenas puedo dominar con mis palabras. Creo que cuanto te ha ocurrido lo debes a sus consejos. Pero no permitiré que los dolores te atormenten, porque eres de mi linaje y para mí te parió tu madre. Si, siendo tan perverso hubieses nacido de algún otro dios, tiempo ha que estaría en un abismo más profundo que el de los hijos de Urano.

«Marte», de Diego Velázquez (ca. 1640).

Mención aparte entre los dioses merece la nereida Tetis. Obligada por Zeus a casarse con el mortal Peleo, al que ve envejecer con horror mientras ella permanece intacta, es la madre de Aquiles. La relación de pasión y denuedo que le une a su vástago es tan compleja que ha sido la causa de varios estudios especiales. Siendo una deidad menor, incapaz para llevar a cabo grandes prodigios, Tetis vela por su hijo haciendo uso de todos los recursos a su alcance para interceder a su favor ante los olímpicos, a la vez que sufre aguardando el cumplimiento de un sino trágico que nunca le ha sido ocultado. El paralelismo de su figura con la de la Virgen María resulta evidente incluso en las vestimentas que se le atribuyen, como el manto azul con el que se cubre para simbolizar no la pureza en su caso, sino la pena. La filósofa franco-ucraniana Rachel Bespaloff, por ejemplo, afirma lo siguiente en su ensayo “De la Iliada” (1947): “Nada nos impide descubrir en las conmovedoras imágenes de maternidad virginal dibujadas por Homero el origen profundo del culto a la Virgen”.

Aquiles rompió en llanto, alejose de los compañeros, y, sentándose a orillas del blanquecino mar con los ojos clavados en el ponto inmenso y las manos extendidas, dirigió a su madre muchos ruegos:
―¡Madre! Ya que me pariste de corta vida, el olímpico Zeus altitonante debía honrarme y no lo hace en modo alguno. El poderoso Agamenón Atrida me ha ultrajado, pues tiene mi recompensa, que él mismo me arrebató.
Así dijo derramando lágrimas. Oyole la veneranda madre desde el fondo del mar, donde se hallaba junto al padre anciano, a inmediatamente emergió de las blanquecinas ondas como niebla, sentose delante de aquél, que derramaba lágrimas, acariciolo con la mano y le habló de esta manera:
―¡Hijo! ¿Por qué lloras? ¿Qué pesar te ha llegado al alma? Habla; no me ocultes lo que piensas, para que ambos lo sepamos.
Dando profundos suspiros, contestó Aquiles, el de los pies ligeros:
―Lo sabes. ¿A qué referirte lo que ya conoces?

«Tetis emerge de las olas para consolar a Aquiles», de Giovanni Battista Tiepolo (ca. 1757).

Aquiles era casi un niño cuando se unió a la expedición aquea, y aunque los nueve años de guerra han desarrollado su cuerpo y sus habilidades hasta convertirlo en el guerrero más rápido y temible de la contienda, sigue cayendo presa de reacciones infantiles. Esta faceta de su carácter contrasta sobremanera con su crueldad en los combates, algo que en realidad le honra en un poema en el que la palabra “homicida” constituye un elogio cuando se refiere a un héroe. Al fin y al cabo, el principal deber de un guerrero es el de anular a sus enemigos, y en aquellos tiempos no había muchas más formas de hacerlo que matándolos. Aunque en principio pudiese parecer una actitud salvaje vista desde nuestros días, basta un pequeño esfuerzo reflexivo para constatar que tanto la moral como la lógica homéricas son básicamente iguales a las actuales, si bien parecen su versión primitiva; y de hecho lo son.

También mató a Tros Alastórida, que vino a abra­zarle las rodillas por si compadeciéndose de él, que era de la misma edad del héroe, en vez de matarlo le hacía prisio­nero y lo dejaba vivo. ¡Insensato! No conoció que no podría persuadirle, pues Aquiles no era hombre de condición be­nigna y mansa, sino muy violento. Ya aquél le tocaba las ro­dillas con intención de suplicarle, cuando le hundió la espada en el hígado: derramose éste, llenando de negra sangre el pe­cho, y las tinieblas cubrieron los ojos del troyano, que que­dó exánime.

Como es bien sabido, en la Guerra de Troya se enfrentan dos ejércitos, que popularmente son conocidos como “griegos y troyanos”. Sin embargo, Homero nunca emplea la palabra “griegos” para referirse al contingente invasor: el vocablo graeci es la denominación que siglos más tarde les darían los romanos a todos los habitantes del sur de los Balcanes ―porque la primera tribu con la que se toparon allí, concretamente en las costas de Albania, se hacía llamar así―. Sí que menciona a los “helenos” en dos ocasiones, pero con ello tan sólo parece aludir a los habitantes de Tesalia. En su lugar, recurre a las palabras “aqueos”, “dánaos” o “argivos”. Con respecto a “argivos” no hay ningún problema, ya que en su tiempo era una forma no sólo de referirse a los naturales de la ciudad de Argos, sino a los de todo el Peloponeso ―en griego clásico, “argos” significa “llanura”―. El misterio surge con respecto a “aqueos” y “dánaos”, no porque se desconozca su origen ―nombre que dieron los hititas a los habitantes de las islas griegas y descendientes de Dánao, respectivamente―, sino porque en teoría hacía siglos que esas denominaciones habían quedado en desuso. Parece ser que el aedo empleó esas fórmulas porque le venían muy bien para adaptarse a la estructura del verso hexámetro; pero nadie sabe explicar con certeza ni por qué los conocía ni por qué esperaba, como así fue, que su público los comprendiera.

«Aquiles y el cuerpo de Patroclo», de David Ligare (1986).

Cada uno de los ejércitos cuenta con sus héroes destacados, todos ellos dotados de su propia personalidad y de sus especiales virtudes en la lucha. Como ya hemos indicado, Homero no ahorra elogios para todos ellos; sin embargo, eso no les libra de sufrir diversas inseguridades internas o incluso, en mayor o menor medida, de atemorizarse ante el combate. Esto nunca es calificado como una deshonra, al menos por parte del narrador, sino como un mérito que hace aún más valiosa la actuación del guerrero, que antes de enfrentarse a su rival de turno se ve obligado a derrotar a sus propios miedos. Se crea así la paradoja de que una obra en la que lo sobrenatural y lo excelso priman sobre lo mundano se acaba consagrando como un retrato de las debilidades humanas tremendamente comprensivo con ellas.

«Juegos en honor a Patroclo», de Carle Vernet (1791).

En este sentido, el caso paradigmático es el de Héctor, quizá el mejor representante de la estirpe puramente mortal. Ninguno de sus progenitores es un dios, y aunque cuenta con la protección cambiante de Apolo, no hay nada divino en él ―pese a que sus dos abuelas son ninfas: Evagora y Estrimón―. Es el único de los muchos hijos varones de Priamo que realmente responde con nobleza a dicha condición; y aunque puede que no sea el mejor de los combatientes troyanos, sí que es el más carismático para los habitantes de Ilión y su principal esperanza. De este modo, su tragedia es la tragedia de Troya entera.

Así habló la despensera, y Héctor, saliendo presuroso de la casa, desanduvo el camino por las bien trazadas calles. Tan luego como, después de atravesar la gran ciudad, llegó a las puertas Esceas por allí había de salir al campo , corrió a su encuentro su rica esposa Andrómaca, hija del magnánimo Eetión, que vivía bajo el boscoso Placo, en Teba bajo el Placo, y era rey de los cilicios. Hija de éste era, pues, la esposa de Héctor, de broncínea armadura, que entonces le salió al camino. Acompañábale una sirvienta llevando en brazos al tierno infante, al Hectórida amado, parecido a una hermosa estrella. a quien su padre llamaba Escamandrio y los demás Astianacte, porque sólo por Héctor se salvaba Ilio. Vio el héroe al niño y sonrió silenciosamente. Andrómaca, llorosa, se detuvo a su lado, y asiéndole de la mano le dijo:
―¡Desgraciado! Tu valor te perderá. No te apiadas del tierno infante ni de mí, infortunada, que pronto seré tu viuda; pues los aqueos te acometerán todos a una y acabarán contigo. Preferible sería que, al perderte, la tierra me tragara, porque si mueres no habrá consuelo para mí, sino pesares, que ya no tengo padre ni venerable madre. A mi padre matolo el divino Aquiles cuando tomó la populosa ciudad de los cilicios, Teba, la de altas puertas: dio muerte a Eetión, y sin despojarlo, por el religioso temor que le entró en el ánimo, quemó el cadáver con las labradas armas y le erigió un túmulo, a cuyo alrededor plantaron álamos las ninfas monteses, hijas de Zeus, que lleva la égida. Mis siete hermanos, que habitaban en el palacio, descendieron al Hades el mismo día; pues a todos los mató el divino Aquiles, el de los pies ligeros, entre los flexípedes bueyes y las cándidas ovejas. A mi madre, que reinaba al pie del selvoso Placo, trájola aquél con otras riquezas y la puso en libertad por un inmenso rescate; pero Ártemis, que se complace en tirar flechas, hiriola en el palacio de mi padre. Héctor, tú eres ahora mi padre, mi venerable madre y mi hermano; tú, mi floreciente esposo. Pues, ea, sé compasivo, quédate aquí en la tome ¡no hagas a un niño huérfano y a una mujer viuda!

El funeral de Héctor. Relieve de un sarcófago romano del siglo II. Museo del Louvre.

Héctor afronta con determinación su incierto destino de morir también a manos de Aquiles, cuyo odio ha despertado al matar a su amado Patroclo. Se arma y, tras despedirse de su familia, sale valeroso a su encuentro. Sin embargo, no puede evitar temblar al comprobar la ferocidad con la que el Pelida le arremete, y termina por salir huyendo ante la consternación de los troyanos. Hasta tres vueltas a las murallas dará corriendo bajo los improperios de su enemigo; pero nada humillante o vergonzoso detecta Homero en semejante actitud, que presenta tan comprensible que nos permite sospechar que el propio poeta pudo haber participado en alguna batalla y haber sentido lo que siente su personaje. Héctor sabe de la naturaleza semidivina de su rival y le consta que Atenea le protege. Quizá podría matar a cualquier otro guerrero aqueo; pero Aquiles, especialmente colérico además contra él, se le presenta como un ser invencible. Dejarse matar por él significaría privar al ejército troyano de una de sus mejores bazas, y no cabe duda de que es consciente de ello; pero no es eso lo que le obliga a huir, sino el miedo: el pánico que también invade a los héroes. Héctor cuenta además con una debilidad que le hace más vulnerable, y no es otra que la existencia de su esposa Andrómaca y su hijo recién nacido. Convencido de la absurdidad cometida por su hermano Paris ―al que, no obstante, permanece leal por meros lazos de sangre―, lucha sobre todo para evitar que sus consecuencias nefastas recaigan sobre su familia y su patria:

Bien lo conoce mi inteli­gencia y lo presiente mi corazón: día vendrá en que perezcan la sagrada Ilio, Príamo y el pueblo de Príamo, armado con lanzas de fresno. Pero la futura desgracia de los troya­nos, de la misma Hécuba, del rey Príamo y de muchos de mis valientes hermanos que caerán en el polvo a manos de los enemigos, no me importa tanto como la que padecerás tú cuando alguno de los aqueos, de broncíneas corazas, se te lleve llorosa, privándote de libertad, y luego tejas tela en Argos, a las órdenes de otra mujer, o vayas por agua a la fuente Meseide o Hiperea, muy contrariada porque la dura necesidad pesará sobre ti. Y quizás alguien exclame, al verte derramar lágrimas: «Ésta fue la esposa de Héctor, el guerrero que más se señalaba entre los troyanos, domadores de caballos, cuando en torno de Ilio peleaban.» Así dirán, y sentirás un nuevo pesar al verte sin el hombre que pudiera librarte de la esclavitud. Pero ojalá un montón de tierra cubra mi cadáver, antes que oiga tus clamores o presencie tu rapto.

«Príamo suplica a Aquiles por el cuerpo de Héctor», de Théobald Chartran (1876).

Otro de los personajes que más análisis ha merecido siempre ha sido Patroclo. Algo mayor que Aquiles y criado en su compañía, es enviado a Troya junto a él para asistirle y aconsejarle mientras crece y se convierte en un verdadero guerrero. Escudero, auriga o lugarteniente del Pelida, poco han importado realmente sus funciones dentro del ejército mirmidón ―los mirmidones, naturales de Ftia, son el contingente a las órdenes de Aquiles y el más temible de toda la guerra―, centrándose la atención del estudio en determinar si el poeta estaba describiendo una pasión homosexual al hablar del “amado compañero”. Actualmente hay quien considera que Homero se limita a ensalzar el valor de la philia o amistad pura y fraternal; sin embargo, el objeto de debate no parecía existir entre los primeros comentaristas griegos, que más bien discutían el porqué Homero no había sido más explícito a la hora de plasmar el amor entre ambos guerreros, cuando a su juicio nada se lo impedía.

―En otro tiempo, tú, infeliz, el más amado de los compañeros, me servías en esta tienda, diligente y solícito, el agradable desayuno cuando los aqueos se daban prisa por traba el luctuoso combate con los troyanos, domadores de cabaIlos. Y ahora yaces, atravesado por el bronce, y yo estoy ayuno de comida y de bebida, a pesar de no faltarme, por la soledad que de ti siento. Nada peor me puede ocurrir; ni que supiera que ha muerto mi padre, el cual quizás llora allá en Ftía por no tener a su lado un hijo como yo, mientras peleo con los troyanos en país extranjero a causa de la odiosa He­lena; ni que falleciera mi hijo amado que se cría en Esciro, si el deiforme Neoptólemo vive todavía. Antes el corazón abri­gaba en mi pecho la esperanza de que sólo yo perecería aquí en Troya, lejos de Argos, criador de caballos, y de que tú, vol­viendo a Ftía, irías en una veloz nave negra a Esciro, recoge­rías a mi hijo y le mostrarías todos mis bienes: las posesiones, los esclavos y el palacio de elevado techo. Porque me figuro que Peleo ya no existe; y, si le queda un poco de vida, esta­rá afligido, se verá abrumado por la odiosa vejez y temerá siempre recibir la triste noticia de mi muerte.

«Aquiles contempla el cuerpo de Patroclo», de Giovanni Antonio Pellegrini (ca. 1725).

Es una verdadera lástima no disponer de más tiempo ni espacio para seguir desarrollando este tema. En el tintero quedan el ambiguo Eneas, hijo de Afrodita y futuro padre de los romanos; la complicada figura de Helena, atrapada entre su culpa y el embrujo de Cipris; el temerario Diomedes, hijo de Tideo, capaz de derrotar al dios de la guerra; los Atridas Agamenón y Menelao, tan brutales como sibilinos; la bella Casandra, apenas esbozada en este poema; los juegos en honor a Patroclo, donde los héroes argivos miden sus fuerzas y habilidades entre ellos y donde comienza la rivalidad entre Áyax y Ulises; el viaje del anciano rey Príamo, protegido por Hermes convertido en niño, hasta la tienda de Aquiles para abrazar sus rodillas y pedirle clemencia para el cadáver de su hijo; los debates en el ágora aquea, siempre profundos e instructivos; el poder de la égida, con la cabeza de la Medusa, en su día segada por Perseo y reglada a Atenea, y tantos otros episodios y personajes, tan innumerables que convierten a la Ilíada en todo universo comprimido en 15.674 versos hexámetros entre los que se esconden las semillas de la cultura occidental.

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