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La Piedad y Miguel Ángel: un idilio eterno

Piedad Miguel Ángel VaticanoPara Miguel Ángel no había muchas diferencias entre lo pagano y lo religioso. Poseído por una fe inquebrantable de corte neoplatónico, cuyos postulados era capaz de defender sin vergüenza ni miedo ante los más destacados teólogos vaticanos, consideraba que la belleza humana y el amor carnal no eran ninguna obra del diablo, sino una manifestación palpable de la grandeza de Dios:

Si en mi juventud ya caí en la cuenta de que el esplendor de la belleza de la que me había enamorado debía, dirigiéndose al corazón, provocar una luminaria de inmortal tormento, cómo podría extinguir voluntariamente esa luminaria de mi mirada… Ama, abrásate, pues todo mortal no tendrá otras alas para llegar al cielo.

Por lo tanto, no es extraña su tendencia a reflejar a Jesucristo vestido únicamente con “la bella indumentaria de su desnudez”, como él mismo lo definía. Con tan sólo 17 años ya talló un pequeño crucificado de madera, desprovisto por completo de paños, en el que ni siquiera se aprovecho de la postura propia de la crucifixión para ocultar sus genitales. Sin embargo, no había ningún tipo de rebeldía o reivindicación en este acto, que tampoco resultaba entonces tan escandaloso como lo sería pocas décadas después o incluso hoy en día. En realidad, esa amalgama de elementos sacros y profanos que caracteriza su escultura no es más que la adaptación a su tiempo de los mismos principios que guiaban a los artistas clásicos a la hora de reflejar a sus deidades. Contrariamente a lo que suele pensarse, Miguel Ángel nunca trató de imitar a los maestros griegos y romanos, sino de superarlos tanto en habilidad como en trascendencia. Para ello, obviamente, tuvo que estudiarlos en profundidad y tomar su testigo donde ellos lo dejaron, algo que resultaba bastante complicado de hacer en una época en la que los descubrimientos arqueológicos eran constantes. Pensemos, por poner un ejemplo, que el hallazgo del Laocoonte, el 14 enero de 1506, cambió por completo la idea que entonces se tenía del arte grecorromano.

Además, toda la carrera de Miguel Ángel se desarrolló en un periodo de profundas revoluciones iconográficas, a las que él mismo contribuyó en gran medida gracias a su talento y a sus conocimientos sobre la Biblia. Al menos un siglo antes de que Molanus, en su tratado “De picturis et imaginibus sacris” (1570), codificara las conclusiones del Concilio de Trento (1545-1563) en el ámbito de la imaginería, la gran mayoría de los teólogos venía abogando por dejar atrás las formas barrocas y paganizantes que se habían ido asentando a lo largo de la Edad Media. En su opinión, las imágenes recargadas de atributos con las que se representaba a los santos no sólo habían traspasado la frontera de la idolatría, sino que se separaban de la doctrina para abrazar mitos y leyendas y, en la mayor parte de los casos, arrojar resultados tan antiestéticos como ridículos. Paradójicamente, el modelo propuesto para depurar y sacralizar la iconografía no fue otro que el del paganismo grecolatino, en el que los diferentes personajes lograban ser identificados inequívocamente sin necesidad de que el artista recurriese a símbolos alambicados.

Una de las figuras más afectadas por estos cambios fue la de la Virgen María, a la que se había llegado a representar con atributos que recordaban al de una diosa madre. Quizá el caso más patente era el de las Vírgenes abrideras, esculturas marianas huecas provistas de dos batientes que, al desplegarse, desarrollaban un tríptico en el que se solía representar la Trinidad ―abrideras trinitarias― u otros motivos ―abrideras de gozo y abrideras de la Pasión, fundamentalmente― y que llegaban a emplearse como fetiches de protección a las parturientas. No sólo se trataba de que los fieles confundiesen las imágenes sagradas con amuletos totémicos ―que, en cierto modo, parecía inevitable―, sino que en el caso de las trinitarias se caía en la herejía involuntaria de proclamar que María era la madre de toda la Trinidad, asimilándola así a deidades paganas como Ishtar, Gea o Dana. En consecuencia, éste y otros muchos motivos iconográficos llegaron a prohibirse como parte de un proceso que hoy en día se conoce como de depuración del arte medieval ―y que, por ejemplo, habría impedido al propio Miguel Ángel pintar las sibilas de la Capilla Sixtina tan sólo medio siglo más tarde―.

Detalle de la Piedad de San Pedro.

En la búsqueda de nuevas representaciones que ayudaran a aclarar cuál era el papel de María dentro del cristianismo romano, la Piedad fue especialmente valorada por los teólogos. A pesar de que este episodio no figura en los Evangelios, sino que fue ideado por la literatura mística bajomedieval, se consideró que el motivo iconográfico contribuía como ninguno a ilustrar cuáles eran sus motivos de devoción ―una devoción que en las doctrinas reformistas pasaría a ser de simple honra y respeto, si bien tanto Lutero como Calvino se mostraron bastante ambiguos y cambiantes ante esta cuestión―.

La Piedad representa a María a los pies de la cruz, cubierta con manto y toca, sin asomo de cabello y teniendo en su regazo a su hijo muerto, que acaba de ser desclavado. Se trata, en consecuencia, del estadio inmediatamente posterior al Descendimiento. Dependiendo de pequeñas variaciones y de las diferentes tradiciones locales, la Piedad también puede ser denominada Dolorosa, Virgen de las Angustias, Virgen de la Vera Cruz, Virgen del Traspaso, etcétera. En toda Piedad hay, por lo tanto, dos figuras principales: una Virgen, generalmente orante o sedente, y un Cristo yacente, que pueden venir acompañadas por otras figuras secundarias desplazadas hacia los laterales ―muchas veces donantes, aunque también resulta frecuente encontrar a San Juan, a la Magdalena o a ambos―.

Kiriotisa del ábside de Santa María de Tahull, del Maestro de Santa María de Tahull (ca. 1123), actualmente en el Museo Nacional de Arte de Cataluña.

No se sabe con certeza cuál es el origen remoto del motivo, aunque la tesis actualmente mayoritaria lo considera una evolución de la Virgen kiriotisa románica, en la que María aparece como un trono para el Niño Jesús. Esta teoría viene avalada por el hecho de que en las primeras Piedades la figura de María se nos presenta desproporcionadamente grande. Existe también una corriente minoritaria que enlaza la Piedad con el Threnos bizantino o “Llanto sobre Cristo muerto”, del que más bien provendría el planctus, en el que el cuerpo yace rodeado de los dolientes ―y del que ya vimos un ejemplo algo peculiar en “Cristo muerto y tres personajes dolientes”, de Andrea Mantegna (circa 1457-1504)”―.

Threnos de San Pantaleón de Nerezi (Macedonia), anónimo griego del siglo XII.

En teoría, lo que se refleja en la Piedad es el sacrificio de adoración inquebrantable de María hacia Dios; pero lógicamente no es ésa la interpretación popular, que siempre ha optado por la objetividad para ver en ella una muestra de desgarro emocional extremo que supera cualquier frontera religiosa. Como ya hemos indicado, este pasaje de dolor de la Virgen no aparece en los Evangelios, donde tan sólo hallamos una referencia lejana ―pero que ha dado muchísimo juego a los imagineros― en Lucas 2.34-35:

Simeón, después de bendecirlos, dijo a María, la madre: «Este niño será causa de caída y de elevación para muchos en Israel; será signo de contradicción, y a ti misma una espada te atravesará el corazón. Así se manifestarán claramente los pensamientos íntimos de muchos».

El motivo fue desarrollándose a lo largo del siglo XV, principalmente en Francia y Alemania, de una forma más amanerada en el primer caso y con histrionismo exaltado en el segundo. En Italia y España, en cambio, tardó más en popularizarse, de modo que la predilección de Miguel Ángel por la Piedad resulta algo extraña desde el punto de vista geográfico. Es posible que el hecho de haber quedado huérfano a los 15 años de edad le predispusiera a ello, aunque no consta que jamás se pronunciase al respecto.

Piedad Roverella, de Cosmè Tura.

Parece ser que su primer contacto con el motivo iconográfico lo tuvo en 1494, durante su peculiar exilio autoimpuesto en Venecia. Miguel Ángel había residido en Florencia desde que cumplió un mes de vida, los últimos años bajo la protección de Lorenzo de Medici, que le brindó la misma educación que procuraba a sus propios hijos. La muerte del príncipe en 1492, unida al regreso de Savonarola, generó en la capital toscana un periodo de inestabilidad política e inseguridad que quizá no constituyese el mejor ambiente para fomentar la creatividad artística. Por algún motivo que no está del todo claro ―según la biografía del artista escrita en 1553 por su discípulo Ascanio Condivi, se debió al sueño premonitorio de un músico de palacio; aunque esa explicación esotérica no parece casar demasiado bien con la personalidad de Miguel Ángel―, intuyó la caída de la ciudad a manos del formidable ejército de Carlos VIII de Francia, lo que efectivamente se acabó consumando apenas un mes después de su huída. Como mandaba la costumbre, el palacio de los Medici fue saqueado; pero no existe ningún motivo para pensar que el monarca francés tuviese la más mínima intención de represaliar a Miguel Ángel. En cualquier caso, el miedo es libre y una guerra nunca está exenta de riesgos ni resulta algo agradable de presenciar.

Piedad del Correr, de Cosmè Tura.

Fue de camino a Venecia, en Ferrara, donde probablemente Miguel Ángel se topó con sus dos primeras Piedades, ambas de Cosmè Tura y por aquel entonces recién terminadas. Se trataba de pinturas, una de ellas en el retablo Roverella ―hoy en el Louvre, en aquel momento en la iglesia de San Giorgio―, y la otra una pequeña tabla que actualmente descansa en el Museo Correr. Lo cierto es que Miguel Ángel, que era un hombre muy dado a ponerlo todo por escrito, no menciona en absoluto su paso por Ferrara; sin embargo, una mayoría de estudiosos encuentra que la forma de pintar de Tura influyó claramente en el tratamiento escultural que el florentino comenzó a aplicar en sus pinturas a partir de entonces.

Detalle de la Piedad de San Pedro.

En 1495, cuando el ejército francés abandonó Italia, en una retirada tan humillante como victoriosa había sido su entrada, Miguel Ángel retornó a Florencia para encontrarse a Savonarola completamente desbocado en el apogeo de su poder. En su cruzada por erradicar todas las vanidades del mundo terrenal, el siniestro dominico había prohibido cualquier representación artística del cuerpo desnudo y había llegado a condenar el arte clásico y, en general, todo lo que recordara vagamente al paganismo. Igualmente, en sus prédicas incendiarias solía identificar cualquier forma de arte con los lujos propios de pecadores corruptos como los Medici o los Borgia. Ese ambiente irrespirable, así como el haber participado inconscientemente en una estafa rocambolesca ―se le encargó un Cupido que posteriormente, y tras mantenerlo una temporada enterrado en estiércol, fue revendido como una obra romana―, llevó a Miguel Ángel a mudarse a Roma, adonde llegó el 25 de junio de 1496.

Aproximadamente un año más tarde, recibió el encargo de esculpir su primera Piedad. El comitente fue el cardenal Jean Bilhères de Lagraulas, también conocido como Villier de la Groslaye, Grolaie o simplemente como cardenal de Saint Denis o de San Dionigi. Este señor, del que tampoco se sabe demasiado, era el embajador de Francia ante la Santa Sede y, por algún motivo, intuía que su muerte estaba cerca y deseaba contar con una buena tumba ―no andaba demasiado desencaminado, porque falleció en agosto de 1499―. El acuerdo debió de ser verbal en un principio, porque el primer documento que aparece al respecto es la carta que el cardenal envió a Carrara para que se permitiera a Miguel Ángel elegir los bloques de mármol que precisase, lo que le llevó dos meses. El contrato no se firmó hasta el 27 de agosto de 1498 y Miguel Ángel actuó representado por Japoco Galli, un banquero y hombre de negocios diversos que en aquellas fechas era su apoderado. Lo más curioso de ese contrato es que en el mismo no sólo se especifica que la figura será una Piedad, sino que se describe cuidadosamente dicho motivo y se define su sentido, lo cual confirma lo infrecuente del tema en Italia:

ROMA, 27 Agosto 1498

Se hace saber a quién lee este contrato que Su Eminencia el Cardenal de San Dionisio ha llegado al siguiente acuerdo con Jacobo Galli, que representa al Maestro Miguel Ángel, escultor florentino, para que dicho escultor esculpa, a sus propias costas, una Piedad de mármol, hecha con una Virgen María vestida sosteniendo en sus brazos a su hijo Jesucristo muerto, a escala natural, pagando la cantidad de 450 ducados de oro en moneda pontificia, en el plazo de un año a contar del día en que se inicie la obra. Su Eminencia efectuará el pago de la manera siguiente:

Entregará antes del comienzo del trabajo 150 ducados de oro en moneda pontificia. Una vez que haya comenzado la obra pagará al citado Miguel Ángel 100 ducados de oro de la misma moneda cada cuatro meses, de forma que los mencionados 450 ducados de oro en moneda pontificia estén satisfechos al plazo de un año si este encargo se ha realizado. Si la obra fuese concluida con antelación a esa fecha, Su Eminencia pagará entonces toda la suma.

Yo, Jacopo Galli, prometo a Su Eminencia el Cardenal que el susodicho Miguel Ángel terminará la obra en el plazo de un año y que será la escultura más bella de Roma ya que ninguno de los Maestros actuales sería capaz de superarla. 

Prometo, por otra parte al citado Miguel Ángel que Su Eminencia el Cardenal satisfará el pago en la forma convenida. Para dar fe de todo esto yo, Jacopo Galli, he redactado de mi puño y letra el presente documento en el año, mes y día arriba indicados. Este contrato suspende y anula cualquier otro escrito por mi o por el mencionado Miguel Ángel, y sólo el presente tiene valor legal. Así lo acuerdan ambas partes. Su Eminencia el Cardenal me entregó a mí, Jacobo Galli en fecha reciente, 100 ducados de oro en moneda pontificia, y hoy me entrega 50 ducados de oro de la misma moneda.

Joannes, Cardinalis s.Dyonisii
Jacobus Gallus, de su puño y letra

Es frecuente oír que Miguel Ángel incumplió el plazo de entrega; pero eso no es cierto: la escultura fue terminada unos días antes de que expirara el año estipulado. El que seguramente incumplió el compromiso de mantenerse vivo hasta entonces fue el cardenal, que se perdió verla terminada por unos pocos días. No obstante, algunos autores ponen de relieve que todo ocurrió en un segmento de dos o tres semanas, a lo sumo, y que no existen los suficientes datos verificados como para conocer la secuencia exacta de los hechos. Lo que está claro es que la Piedad fue colocada inmediatamente sobre la tumba del cardenal en la capilla de Santa Petronila, donde no duró mucho, porque la estancia fue derruida para permitir la construcción de la basílica de San Pedro ―en la que, como es notorio, Miguel Ángel acabó teniendo una participación determinante, a pesar de que en un principio puso el grito en el cielo al enterarse de que el proyecto implicaba eliminar la primitiva basílica paleocristiana―. No se sabe con certeza en qué lugares estuvo ubicada la tumba hasta 1749, cuando fue trasladada a su emplazamiento actual, en la primera capilla a la derecha de la nave de Maderno.

Hoy es conocida como Pietà Vaticana o Piedad de San Pedro, y lo que más sigue llamando la atención de ella es que Miguel Ángel, sin contar con experiencia previa conocida en el tratamiento del motivo, se atreviera a descargarlo de toda violencia emocional, reflejando a una María joven y con tal expresión de calma y dulzura que más bien parece estar acunando a un niño dormido antes que sosteniendo el cadáver de su hijo. El cuerpo yacente, que es el de un atleta o el de un héroe caído, contribuye a esa sensación permaneciendo frágil e inerte sobre el regazo materno. El contraste entre esa fortaleza física enervada y la debilidad viva de la madre es el mismo que encontraríamos si el grupo escultórico representase a Aquiles y Tetis o a Héctor y Hécuba, algo que podría lograrse aplicando escasos cambios iconográficos. Cristo, por otra parte, da la impresión de ser bastante mayor que María, y aunque no tengamos constancia de que tal circunstancia despertase grandes críticas en su momento, sí que sabemos que el artista fue preguntado varias veces al respecto, generalmente por otros escultores. En una contestación epistolar a Condivi, Miguel Ángel lo explica de esta manera:

¿No sabías que las mujeres castas se conservan mucho más frescas que las que no lo son? Cuánto más en una virgen en la que jamás hubo el menor asomo de concupiscencia que haya atribulado su cuerpo. Por lo tanto, no te asombres de que haya representado a la Santísima Virgen, Madre de Dios, mucho más joven de lo que su edad sugiere, y a su hijo con la apariencia que corresponde a su edad.

Nótese que el artista no dice “haya intentado representar”, sino que está seguro de haberlo logrado. Como ya sabemos, Miguel Ángel podría ser una persona muy espiritual y sencilla en su cotidianidad, pero cualquier asomo de la virtud de la humildad se esfumaba cuando se trataba de hablar de su trabajo. Eso tampoco quiere decir que fuese ningún soberbio o que se estimase en más de lo debido; todo lo contrario: fue su peor crítico y nunca le dolieron prendas a la hora de reconocer errores o de mostrarse insatisfecho con alguna de sus obras. De lo que no cabe duda es de que identificaba profesionalidad con perfección: su orgullo no consistía exactamente en ser el mejor tallador de la historia, sino en cumplir con su deber de serlo. Por otra parte, ese fragmento ―entre otros muchos― demuestra que el misticismo de Miguel Ángel no partía de una asunción de posiciones ajenas, sino que había sido desarrollado tras una larga meditación: no se contentaba con aceptar la doctrina, sino que de su observación sacaba sus propias conclusiones. Muchas de ellas podían resultar algo molestas a bote pronto para los sectores más dogmáticos de la Curia, que invariablemente terminaban por callarse tras comprobar que su base lógica, bastante simple en realidad, era acorde con la doctrina.

Miguel Ángel, además, no se limitó a copiar la iconografía extranjera, sino que transformó la angustia en un sacrifico inimaginable que, no obstante, es ofrecido con humildad por la joven madre. Las manos de María, tan expresivas que parecen en movimiento, parecen decir a la vez: “Mira qué te han hecho” y “Esto es todo lo que tenía”. La serenidad de la Virgen, casi única en este tipo de esculturas ―los imagineros del barroco, por ejemplo, rivalizarán en conseguir los histriones de dolor y desesperación más espectaculares―, supone además una prueba de la fe mariana, pues demuestra que sabía cuál iba a ser el destino de su hijo y que estaba segura de su resurrección.

En el plano técnico, destaca lo tupido y desarrollado del manto de María, que sirve como verdadero lecho a Cristo. Bastantes estudiosos han querido ver en él una clara influencia de las figuras femeninas de Jacopo della Quercia, que Miguel Ángel habría admirado durante su presumible estancia en Ferrara.

Madona de la granada, de Jacopo della Quercia (1403-1406).

Por su parte, otros autores han apuntado a una especie de traslación a la escultura de la forma que tenía Leonardo de tratar las figuras pictóricas. Lo cierto es que las similitudes son notables en las formas faciales, en la disposición de las extremidades e incluso en la complicada interrelación que guardan los personajes; sin embargo, resulta muy difícil determinar si nos encontramos ante una influencia o más bien ante una confluencia, dado que ambos artistas estuvieron expuestos a estímulos estéticos muy similares. Como bien es sabido, nunca sintieron una especial simpatía el uno por el otro. Sin entrar en grandes detalles, Vasari afirma que había “gran enemistad” entre ellos; no obstante, existen multitud de anécdotas que afirman que coincidían con frecuencia y que ninguno de los dos rehuía el trato con el otro, si bien dichos encuentros no constituían ningún modelo de cordialidad. Ninguna de ésas anécdotas puede confirmarse históricamente, sino que se trata de testimonios indirectos de segundo o tercer grado; pero no es menos cierto que todas ellas van en la misma dirección y que se plantean desde una perspectiva aparentemente neutral, de modo que algo de verdad debe de haber en el fondo. En cualquier caso, Da Vinci era veintitrés años mayor que Miguel Ángel, de modo que cuando éste esculpió su primera Piedad, la fama del primero ya estaba más que consolidada. Si algo no podemos dudar es que Miguel Ángel no era tonto, de modo que si apreció alguna virtud útil y admirable en el arte de Leonardo, como sin duda lo tuvo que hacer, no iba a dejar de emularla sólo porque su creador le cayera mal. Otra cosa es que lo reconociera públicamente, por supuesto.

Virgen de las rocas, de Leonardo Da Vinci (1483-1486).

Sea como fuere, no parece que Miguel Ángel pretendiese rendir demasiados homenajes con su Piedad: sobre el pecho de María cruza una banda en la que puede leerse “MICHAEL·AḠELUS·BONAROTUS·FLORENTIN·FACIEBAT” (“Lo hizo Miguel Ángel Buonarroti, el florentino”), convirtiéndose así en su única obra expresamente firmada.

A esa obra, nunca piense escultor o artista sobresaliente poder añadirle jamás mejor composición o mayor gracia, ni superarla en finura, pulido o delicada talla del mármol, porque en ella se resume todo el valor y toda la fuerza del arte.

(Giorgio Vasari)

Unos cincuenta años más tarde, Miguel Ángel retomó el tema escultórico de la Piedad para coronar otra tumba, la suya. En 1547, el artista sufrió la pérdida de la poetisa Vittoria Colonna, que posiblemente fue la mejor amiga que tuvo nunca ―si bien Vasari, a juzgar por sus palabras, no habría estado muy de acuerdo con dicha afirmación: “No conozco a nadie que haya tratado más a Miguel Ángel que yo o haya sido más amigo y fiel servidor, como puede atestiguarlo cualquiera; ni creo que nadie pueda mostrar mayor número de cartas escritas por él mismo, ni con más cariño que las que me escribió a mí”―. Dada la relativa juventud de Colonna ―debía de tener entre 55 y 58 años― y su aparente salud, la noticia le conmocionó profundamente, hasta el punto de que en una carta a un amigo se confesaba aturdido y fuera de sí de dolor. Miguel Ángel ya tenía 72 años, serios problemas hepáticos ―no precisamente por beber demasiado alcohol, sino probablemente debido a una lenta intoxicación con metales pesados― y la moral no demasiado alta. Según parecen indicar sus cartas y sonetos, habría transitado por una especie de crisis espiritual en la que de repente toda su visión acerca del arte y la belleza como forma de honrar a Dios se habría venido abajo. Llegó a considerar un error haber dedicado su vida al arte, al menos de la manera en la que lo había hecho:

Llega ya el curso de la vida mía
Con frágil leño en mar tempesteada,
Al común puerto a dar, atribulada,
Cuenta y razón de su obra triste o pía.
Aquella afectuosa fantasía
Que hizo del arte reina idolatrada,
Conozco bien cuál fue de error cargada;
Que el hombre sin querer su mal ansía.
Pensamientos de amor, alegres, vanos,
¿Qué son hoy si a dos muertes me avecino?
De una estoy cierto, la otra me amenaza.
Ni el pintar ni esculpir con estas manos
Serena al alma, vuelta hacia el divino
Amor que nos da cruz y nos abraza.

Eso no quiere decir que dejara de trabajar, sino que comenzó a hacerlo pensando exclusivamente en la gloria de Dios, como si se tratara de su único comitente ―de hecho, no volvió a aceptar ningún encargo fuera del campo de la arquitectura―. No obstante, y a pesar de su enfermedad y de lo que hoy seguramente llamaríamos una depresión, Miguel Ángel conservaba gran parte de su extraordinaria fuerza física, aunque quizá había perdido algo de la delicadeza y precisión que actuaba como contrapunto a sus vigorosos golpes de cincel. Ello motivó que su nueva Piedad, compuesta de cuatro figuras de gran tamaño ―sacadas, como siempre, de un solo bloque de mármol―, le hiciera sufrir más de lo habitual al quebrarse en varias ocasiones. Vasari destaca su precisión milimétrica como una de las virtudes más loables del artista; pero la confianza en ese don conllevaba el riesgo de echarlo todo a perder “desviándose poco más del grosor de un cabello”. La leyenda cuenta que Miguel Ángel acabó tan desesperado y tan harto de sus errores que, en mitad de una noche, la emprendió a martillazos furiosos con la escultura con la intención de hacerla añicos, y a buen seguro que lo hubiese logrado de no haberse interpuesto su criado Antonio entre ella y él para rogarle que, si de verdad había decidido abandonarla, se la regalara a él tal y como estaba en lugar de destruirla.

Otra versión, avalada por Vasari ―lo cual tampoco es sinónimo de verdad absoluta, dada su tendencia a favorecer al artista―, cuenta que la furia de Miguel Ángel vino provocada porque la piedra era defectuosa y tenía partes tan duras que hacían saltar chispas al golpearla ―posteriormente se ha verificado la presencia de vetas de esmeril en el bloque―. Esto significaría que o bien Miguel Ángel realmente había perdido facultades o bien que ni siquiera se había podido encargar él mismo de elegir el mármol. En este caso, le habría entregado los restos a Francesco Bandini, arzobispo de Siena. Sea como fuere, ambos relatos terminan reencontrándose con la historia verificada en el mismo punto: bien Antonio, bien Bandini, alguien entregó la escultura a Tiberio Calcagni para que reparara los desperfectos y acabara las partes en las que la intención creativa resultase obvia.

Vasari no se mostraba demasiado satisfecho con el resultado de la restauración, y con razón: “Sólo Dios sabe cuántas piezas nuevas añadió”. Aparte de reimplantar el brazo izquierdo de Cristo con una pericia digna de Pepe Gotera y Otilio, otorgándole además una postura antinatural que tan sólo habría sido posible de haber sufrido el húmero de Cristo una fractura bastante fea ―aunque nos asista la tentación de pensar que alguien que ha estado clavado en una cruz perfectamente podría presentar tal lesión, tal insinuación se acercaba bastante a la herejía: “Los soldados fueron y quebraron las piernas a los dos que habían sido crucificados con Jesús. Cuando llegaron a él, al ver que ya estaba muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados le atravesó el costado con la lanza, y en seguida brotó sangre y agua. El que vio esto lo atestigua: su testimonio es verdadero y él sabe que dice la verdad, para que también vosotros creáis. Esto sucedió para que se cumpliera la Escritura que dice: ‘No le quebrarán ninguno de sus huesos’» (Juan 19:32-36)―, Calcagni se extralimitó palpablemente con la figura de María Magdalena, convirtiéndola en una especie de muñeca hierática de ojos desencajados y reduciendo su tamaño relativo hasta tal punto que más bien parece una niña de presencia inexplicable en la escena. No se sabe si porque no se atrevió o porque la muerte le sorprendió en 1565, Calcagni prácticamente no llegó a tocar las otras dos figuras. En el caso del rostro de María, no parece probable que, como sostiene algún estudioso dotado de una fe envidiable en el género humano, llegase a dudar de si estaba acabado o no. En el de Nicodemo, en cambio, Calcagni seguramente sí que se percató de que Miguel Ángel se había retratado sosteniendo el cuerpo de Cristo.

En general, el resultado fue tan catastrófico que, a pesar de que todo el mundo sabía que Miguel Ángel había deseado en un principio que el grupo coronase su tumba, nadie lo consideró digno de ella, de modo que estuvo dando tumbos por media Italia hasta que en 1721 recaló en el Duomo de Florencia, en cuyo museo hoy se encuentra. Viéndola, resulta obvio que no está terminada; sin embargo, tampoco es posible saber hasta qué punto pensaba acabarla Miguel Ángel. Su non-finito, la costumbre de dejar algunas partes de la escultura ―o incluso la mayor parte― apenas desbastadas, ya era por aquel entonces una característica de su obra que ningún otro artista osaba criticar, y mucho menos imitar. Quizá no ocurría lo mismo con los comitentes, sobre todo al principio de su carrera; sin embargo, pronto llegó un momento en el que mostrar desagrado ante una de sus obras resultaba arriesgado para la imagen pública de quien lo hiciera. Tan sólo él tenía carta blanca para crear como mejor le viniera en gana, y habría que esperar hasta tiempos de Rodin para encontrar un caso equivalente: ni siquiera a Bernini o a Canova se les permitían lo que podrían parecer imperfecciones en el acabado. No cabe duda de que los inacabados de Miguel Ángel eran completamente deliberados ―salvo cuando dejaba una obra a medidas porque no estaba satisfecho con su marcha, claro está, lo que ocurría aproximadamente dos de cada tres veces―, ni tampoco de que tenían algo que ver con su concepción neoplatónica de que la figura ya se encontraba dentro del bloque de mármol antes de empezar a tallarlo. Para él, esculpir consistía en sacar la esencia de cada piedra. Sin embargo, muy pocos estudiosos se han atrevido a lo largo de la historia a aventurar una explicación plena de esa forma de crear que tan poco tenía que ver con lo clásico, entre otras cosas porque él jamás se manifestó con claridad al respecto.

Antes del episodio de esta obra fallida, Miguel Ángel le había regalado a Colonna un dibujo, realizado entre 1538 y 1540, que precisamente representaba la Piedad de una forma más acorde con la iconografía más extendida, al menos en lo que se refiere a la figura de María, que en esta ocasión sí que aparece arrebatada por las angustias y literalmente clamando al cielo. Si existe algún misterio alrededor de Miguel Ángel, ése está precisamente en sus dibujos, en los que también demostraba la maestría a la que nos tiene acostumbrados en otras facetas artísticas. Sin embargo, no consideraba que se tratase de un arte en sí mismo, de modo que casi todas sus incursiones en el género responden a diseños arquitectónicos, estudios para esculturas o a dibujos de cortesía destinados a ser regalados a sus amistades ―con respecto a las pinturas, generalmente las afrontaba sin necesidad de servirse de boceto alguno―. Es en éstos últimos donde suelen aparecer elementos o significados crípticos que, en cierto modo, recuerdan a esa suerte de surrealismo que también hallamos en la obra de Durero o del Bosco, entre otros coetáneos suyos. En el caso de Miguel Ángel, no obstante, no parece probable que lleguemos a desvelar completamente el sentido de estas creaciones, dado que cada una de ellas estaba especialmente realizada pensando en la persona a la que pretendía honrar, de modo que lo más seguro es que se tratase de mensajes privados difícilmente comprensibles para alguien ajeno a la relación. En el caso de esta Piedad para Colonna, sobre el mástil de la cruz aparece escrita la siguiente frase, tomada del “Paraíso” de la “Divina comedia” (Dante, 1304-1321): “Non vi si pensa quanto sangue costa”; algo así como: “No se piensa cuánta sangre cuesta”; o bien: “No se piensa cuánto cuesta la sangre”, dependiendo del contexto. Sin duda, su amiga sí que sabía a qué se refería.

Por lo demás, existen otras dos Piedades rondando ese periodo de su vida. La primera, una escultura “fantasma” citada por Vasari como “La Piedad de la fiebre”, de la que no se tienen más noticias y cuyos datos no encajan con ninguna obra conocida. Según el biógrafo, la habría iniciado en su juventud y habría acabado de perfeccionarla en su vejez ―se trataría, por lo tanto, de una obra terminada: “no es posible añadirle ni quitarle un grano de arena sin causarle daño”, lo que descarta cualquier confusión con otra Piedad catalogada―. La otra, la denominada Piedad Palestrina, un grupo poco menos que esbozado que actualmente se halla en la Galería de la Academia de Florencia. La autoría de ésta última está más que discutida; tanto, que prácticamente sólo sus depositarios insisten en que se trata de una obra de Miguel Ángel. Por el contrario, la pieza no está documentada en ninguna fuente de la época y la primera atribución conocida data de finales del siglo XVIII. Es cierto que, si no la realizó él, sí que parece que se acometió siguiendo su método habitual; aunque eso tampoco quiere decir demasiado, dada la legión de discípulos y admiradores que trató de emular sus pasos. En cualquier caso, y esto es una opinión personal, de ser cierta la autoría, se trataría del fruto más feo jamás salido de sus manos.

Lo que está claro es que con el tiempo su obra se fue volviendo cada vez más espiritual, y su última escultura, la Piedad Rondanini ―llamada de esa manera porque durante muchos años estuvo en el patio del palacio homónimo―, responde plenamente a ese viaje hacia lo trascendente. Lo cierto es que en la fase final de su carrera Miguel Ángel estuvo casi plenamente dedicado a la arquitectura, bien rediseñando fortificaciones, bien dirigiendo las obras de San Pedro. Tan sólo dedicaba a la escultura sus horas libres ―lo cual incluía buena parte de las que cualquier otro mortal habría consagrado al sueño―, según Vasari, porque no podía estar sin esculpir. Miguel Ángel estuvo trabajando en la Piedad Rondanini hasta seis días antes de su muerte, el 18 de febrero de 1564, y basta verla para saber que no está terminada. No obstante, no puede aseverarse ―como, por otra parte, suele hacerse― que esté apenas empezada. De hecho, se cree que Miguel Ángel comenzó a dedicarse a ella alrededor de 1555, porque de ésa fecha son los primeros estudios en los que aparece claramente definida la forma de las figuras. En un principio, no se trataba de una Piedad, sin embargo, sino de un Descendimiento.

Como puede comprobarse, la figura de María era originalmente la de un varón ―y sigue siéndolo en gran parte, como demuestran sus proporciones y su pierna musculada―, un varón cuya factura estaba además bastante avanzada. El porqué Miguel Ángel cambió de opinión y comenzó a sacar a María de dentro de ese cuerpo masculino parece imposible de saber, porque no nos dejó nada escrito acerca de esta obra. En realidad, llevó su creación prácticamente en secreto. Miguel Ángel siempre fue muy reacio a mostrar obras inacabadas; sin embargo, en este caso no le quedó más remedio que permitir su contemplación a ciertas amistades muy escogidas, como el propio Vasari; y tampoco lo hizo deliberadamente, sino porque sabía que le quedaba poco tiempo y si que quería recibir visitas tenía que atenderlas sin dejar de esculpir. Recuerdo que estamos hablando de un hombre que tenía cerca de 90 años.

A pesar de la aparente rareza en la postura de las figuras, la Piedad Rondanini vuelve a demostrar los profundos conocimientos doctrinales e iconográficos atesorados por Miguel Ángel. Se supone que la primera aparición cultural del motivo de la Piedad se da en el “Stabat Mater” de Jacopone da Todi, un himno compuesto en la segunda mitad del siglo XIII por encomienda de Inocencio III. La traducción literal de dicha locución latina es: “Estaba de pie la Madre”, de modo que no fue casual que Miguel Ángel optase por presentar a María en dicha posición.

No podemos saber hasta dónde pensaba acabarla Miguel Ángel; pero por mucho que le falte para estar terminada, cualquiera que acuda a visitarla al Castillo de los Sforza, en Milán, puede sentir algo parecido a hallarse ante un objeto mágico o ante el cadáver incorrupto del propio artista. La escultura se encuentra en el centro de una sala con salida al patio de armas, separada de los visitantes tan sólo por un cordón a la altura de la espinilla que, no obstante, se antoja tan infranqueable como la fortificación mejor construida. Pero no es la mera solidez de la cuerda, fácilmente superable en cualquier otro contexto, lo que genera esa imposibilidad de acercamiento, sino la fuerza que emana de la piedra. Por sus virtudes, quizá nunca igualadas, Miguel Ángel bien podría haber sido un personaje mitológico o semilegendario, al estilo de Apeles o Parrasio; sin embargo, sabemos que no fue así, que fue un ser real que vivió y murió en el mismo mundo que hoy pisamos, sólo que medio milenio antes. Su figura, no obstante, resulta tan cercana y comprensible en lo esencial que, cuando se comprende que lo que estamos viendo es exactamente lo mismo que se encontraron los que entraron en su casa tras su muerte, casi podemos sentir todavía el calor de sus manos sobre el mármol. Lo que realmente delimita ese cordón es una burbuja donde el tiempo se ha detenido y dentro de la que siempre hará seis días desde que Miguel Ángel comprendió que había dado su último golpe de cincel.



Recomendaciones: existen multitud de libros acerca de la obra de Miguel Ángel, si bien la mayoría suelen tener precios desorbitados. Por eso, una vez más, me decanto por la editorial Taschen, que acaba de publicar «Miguel Ángel. La obra completa: pintura, escultura y arquitectura«, un volumen impresionante, con una calidad de impresión inmejorable y con un texto firmado por Frank Zöllner, una de las más destacadas eminencias vivas en arte renacentista. El precio ronda los 15 euros, algo ridículo teniendo en cuenta su formato y contenido.



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