En 1962, cuando el MoMA anunció que tres años más tarde organizaría la exposición The Responsive Eye, ni el proyecto llevaba todavía ese título ni se hizo la más mínima referencia a lo que después se acabaría llamando Op-art. En aquel momento, la denominación elegida fue la de “abstracción perceptual”, un concepto que seguramente se ajustaba mejor a la naturaleza del nuevo estilo artístico que pretendía exhibirse, dado que lo que hoy llamamos Op-art es ante todo arte abstracto, si bien un subtipo de arte abstracto que persigue una extraña colaboración instintiva con el espectador.
Al igual que ocurre con el arte conceptual, uno de sus primos lejanos, la verdadera obra no se encuentra completa en el soporte físico en el que se presenta, sino que se perfecciona en el cerebro del que la contempla. Existen, sin embargo, dos diferencias radicales entre ambas tendencias. Si en el caso del arte conceptual el espectador es plenamente libre de dirigir sus pensamientos a donde le plazca, en el del Op-art su mente es guiada hasta una forma de percepción concreta de la que le resulta prácticamente imposible desviarse, aun realizando un gran esfuerzo. Por otra parte, el artista óptico prescinde de toda intención conceptual y se limita a tratar de provocar sensaciones estéticas: la obra es la obra en sí misma y debe poder ser aprehendida de una manera natural e intuitiva, sin necesidad de ningún conocimiento previo ni de reflexión analítica o sintética por parte del receptor.
Se sabe perfectamente cómo funciona el ojo humano, cómo la luz penetra por la pupila, se refracta en el cristalino y se proyecta invertida sobre la retina, que a su vez transmite las imágenes al cerebro a través del nervio óptico. Sin embargo, no se tiene tan claro cómo interpreta el cerebro ésas imágenes ni por qué en casi todos los casos tiende a hacerlo de la misma manera. El volumen de información que los ojos reciben constantemente es tan inmenso que el cerebro se ve obligado a racionalizar y discriminar los datos de una manera muy estricta, so riesgo de quedar colapsado. Para ello, se rige por tres principios, que son los de experiencia, imaginación y probabilidad, con cuya aplicación no se busca sino ahorrar tiempo y energía, descartando piezas irrelevantes y completando automáticamente las relevantes sin necesidad de procesarlas en su integridad. Todo ello conforma un conjunto sistematizado de “trucos y atajos” muy complejo que en general resulta tremendamente eficiente, pero que de vez en cuando yerra, pudiendo llegar a provocar distorsiones muy notables entre la realidad física y la percibida.
El Op-art es, en definitiva, la forma de arte abstracto que se vale de todos esos trucos para provocar sensaciones estéticas en el espectador. Esta condición sustancial hace que para muchas personas resulte difícil determinar dónde acaba la ciencia y dónde empieza el arte, por lo que las exposiciones de Op-art son tomadas frecuentemente como una especie de feria de efectos visuales. La respuesta es que la ciencia no acaba en ninguna parte, porque en realidad abarca todo lo que conocemos ―e incluso lo que desconocemos pero podemos llegar a intuir o imaginar―. Al igual que ocurre con cualquier objeto o fenómeno, toda obra artística resulta susceptible de ser explicada desde un punto de vista científico: desde la escultura a la danza, pasando por la literatura, la fotografía, el cine, la música y cualquier otra manifestación creativa que se nos ocurra; pero eso no quiere decir que deba importarnos dicha explicación: de hecho, para poder disfrutar de una obra de arte debemos abstraernos por completo de cualquier elemento ajeno a la intención del artista. Lo que denominamos melodía y armonía, por ejemplo, no son sino ondas sonoras sucesivas o coincidentes que nuestra mente combina siguiendo criterios lógicos, y desde luego es mucho mejor saberlo que ignorarlo; sin embargo, sería de estúpidos estar pensándolo mientras se asiste a la interpretación de una sinfonía de Beethoven.
La perspectiva que podemos hallar en un cuadro figurativo ya es en sí un efecto óptico que conduce al cerebro a percibir una tercera dimensión donde sabe de sobra que tan sólo hay dos. De igual modo, cualquier pintura figurativa está plagada de ilusiones visuales capaces de hacernos reconocer cuerpos ciertos mediante una combinación racional de pinceladas sueltas. La diferencia entre la pintura figurativa y el Op-art es que en el primer caso esos efectos constituyen medios para alcanzar varios fines menores y secundarios, subordinados al conjunto de la obra, mientras que en el segundo el medio engloba el fin y justifica la propia existencia de la obra. Esto no significa que lo que se persiga con ella sea la mera exhibición de ese juego visual, sino una comunicación inmediata con el espectador. Así, el recientemente fallecido Getulio Alviani, uno de los artistas participantes en The Responsive Eye, destacaba que, al contrario de lo que ocurre en la mayor parte de la pintura figurativa, el Op-art carece de lo que se ha llamado “el tratamiento de la luz”, que, en sus palabras, no sería sino: “una metáfora de la luz. Para los pintores ópticos, la luz constituye un material más, como pueden serlo el óleo o el lienzo”.
Las ilusiones ópticas han sido conocidas y empleadas por los artistas plásticos desde los tiempos más remotos, como demuestran algunas pinturas rupestres o, de un modo mucho más desarrollado, la peculiar disposición y el éntasis de las columnas del Partenón, carentes de toda simetría y rectitud precisamente para aparentar una simetría y una rectitud perfectas. Sin embargo, no fue hasta principios del siglo XX cuando la Escuela de la Gestalt hizo un esfuerzo por explicarlas y sistematizarlas mediante la enunciación de lo que llamaron “Leyes de la organización perceptiva”. Prácticamente todas las obras expuestas en The Responsive Eye se ajustaban en mayor o menor medida a una o a varias de esas leyes; pero eso no quiere decir que la intención de los artistas ópticos se limitara a recrearlas: afirmar tal cosa sería equivalente a sostener que el fin de cualquier obra arquitectónica es recrear las leyes de la física clásica.
En teoría, el Op-art debería haber sido el estilo artístico más igualitario imaginable, dado que no se precisa del más mínimo conocimiento previo para apreciarlo. Sin embargo, la práctica demostró que The Responsive Eye acabó siendo una de las exposiciones más elitistas jamás organizadas por el MoMA, puesto que el visitante mediano se mostró incapaz de identificar lo que veía con una forma de arte y se la tomó como una especie de recopilación de curiosidades educativas, ideal para entretener a sus hijos o a sus nietos durante un par de horas. No puede negarse que a la consecución de este efecto no deseado contribuyó sobremanera la propia inseguridad de sus organizadores, que, ante la perspectiva de toparse con un generalizado “esto lo hace mi sobrina de cuatro años”, se perdieron en explicaciones técnicas con el fin de dotar a la muestra de una seriedad que realmente nunca le faltó. Desde un punto de vista cultural, The Responsive Eye acabó constituyendo un reflejo del estereotipo intelectual de la época, en el que se mezclaban aspectos tan dispares como la reivindicación de un socialismo utópico, la experimentación con drogas alucinógenas, una relación ambigua con el futuro, mezcla de ilusión y de terror cuasimilenarista, y, sobre todo, una desconfianza casi patológica hacia toda forma de poder y hacia los medios de comunicación de masas. De este modo, el mensaje final de la exposición podría resumirse en: “No todo es lo que parece”.
La muestra fue comisariada por William C. Seitz, el primer doctor en arte moderno de la historia de Princeton y, por aquel entonces, quizá la mayor autoridad mundial en pintura contemporánea. Fue también la primera persona en dedicar un ensayo completo al expresionismo abstracto norteamericano, al que le halló conexiones lógicas y fundamentadas con el impresionismo, el posimpresionismo, el surrealismo y la Bauhaus. Precisamente fue en la escuela alemana, y más concretamente en la llamada “abstracción de contornos duros”, donde Seitz se basó para desmentir la idea unánimemente extendida de que el Op-art había surgido poco menos que de la nada. Desde luego, no había sido así. The Responsive Eye había tenido un precedente europeo en Nouvelle Tendance, una exposición celebrada en Zagreb en 1961. Como su título indicaba, la exposición yugoslava no trataba de recopilar manifestaciones artísticas con elemento óptico, sino que se centró en presentar jóvenes creadores dentro del arte abstracto, la mayoría de los cuales estuvieron después presentes en el MoMA. La curiosidad consistió en que casi todos los participantes habían optado naturalmente, sin comunicación previa entre ellos, por incorporar a sus obras nuevos materiales, así como por emplear con fines expresivos el fruto de ciertos descubrimientos científicos, lo que les llevó a una extraña convergencia estilística no buscada.
Lo que sí que parecía haber surgido de la nada era el repentino interés que el Op-art despertó en los medios de comunicación. Apenas unos años antes, dichos medios habían descubierto un auténtico filón de audiencia en el pop art y, una vez agotado, pretendieron reproducir el éxito con lo que comenzaron a llamar “op art” por similitud fonética con su precedente. La parte positiva de este fenómeno fue que, por primera vez en la historia, dos vanguardias se convirtieron en temas de conversación habituales entre la población, no sólo entre expertos o aficionados al arte ―de hecho, acabaron marcando su impronta en la estética general de aquellos años―. Sin embargo, esa popularidad también trajo consigo los aspectos negativos de toda masificación, como fueron el acabar siendo consideradas como meras modas pasajeras y banales, la vulgarización de sus significados, una destrucción completa de sus contornos y, sobre todo, la pérdida de verdaderos talentos, imposibles de detectar entre tal marabunta de farsantes y mediocres ―algo muy parecido al efecto que en la actualidad están provocando las redes sociales y las plataformas de autopublicación, por cierto―.
Entre la enorme oferta que se encontró, Seitz seleccionó ciento dos artistas, procedentes de diecinueve países, que aportaron ciento veintitrés obras en total. Pero el pluralismo no terminaba en el origen geográfico de los participantes, sino que Seitz se preocupó por equilibrar las diferentes tendencias políticas, cuando eran conocidas, y también las edades y los grados de formación de los creadores, de suerte que junto con artistas plásticos de carrera fueron elegidos varios semiprofesionales que a la vez trabajaban como diseñadores, arquitectos, científicos de las más diversas disciplinas, sociólogos o psicólogos. El comisario pretendió así demostrar que el Op-art constituía un fenómeno universal que no podía circunscribirse a un determinado contexto cultural o territorial, ni tampoco a un grupo concreto de artistas con vínculos personales entre sí.
Por supuesto, la punta de lanza de la exposición la constituían los artistas ya consagrados, entre los que destacaba el húngaro Victor Vasarely por encima de todos, firmemente escoltado por Josef Albers, Richard Anuszkiewicz, Larry Poons, Jeffrey Steele y Bridget Riley. Pero, como suele ser una constante en las exposiciones del MoMA, también se dio entrada a creadores en ciernes o completamente desconocidos, algunos de los cuales, como los españoles del Equipo 57, con Agustín Ibarrola, o los italianos del Gruppo N, aprovecharon la ocasión para extender su fama globalmente. De hecho, quizá gracias a sus dimensiones incomparables, The Responsive Eye supuso el despegue comercial del Op-art, hasta entonces prácticamente ignorado en el mercado primario. Aunque probablemente sus bolsillos no pudiesen quejarse tan amargamente, Alviani recordaba aquel estallido de popularidad como una completa tragedia: “Nos robaron nuestra libertad artística y nuestros derechos de autor, nos saquearon. Todo el mundo se puso a utilizar nuestras obras de forma errónea y a malinterpretar nuestras investigaciones, sacando conclusiones disparatadas, vulgarizándolo todo y privándolas de todo su sentido. Las despojaron de toda la energía vital que cada uno de nosotros les habíamos insuflado”.
Ni siquiera un bebé está libre de condicionamientos empíricos. Por lo tanto, la única manera de lograr una respuesta perceptiva innata en el espectador consiste en reducir el estímulo a combinaciones planas de formas y colores privadas por completo de significado, incluso evitando interferencias provocadas por las pinceladas o los empastados. Sólo así resulta posible dejarse envolver por las distorsiones perceptivas puras. En este sentido, un rasgo bastante acusado en todos los artistas ópticos, por ejemplo, es la supresión de las líneas y formas horizontales, dado que el espectador rara vez puede evitar intuir paisajes cuando las percibe, lo que provoca sensación de estabilidad. Igualmente, casi todas las superficies coloreadas aparecen en un tono constante y con límites muy definidos.
Aunque algunas de estas características hayan motivado que un importante sector académico perciba al Op-art como una especie de fruto desarrollado a partir del troco de De Stijl, Seitz considera que se trata de formas expresivas contrapuestas. Si los tres pilares básicos en los que se basaba el movimiento holandés eran el rectángulo, los colores primarios y la composición asimétrica, basta contemplar cualquier obra de arte perceptivo para determinar que ninguna de ellas suele estar presente. Es más, si bien ambos estilos pretenden provocar emociones estéticas en el espectador, De Stijl trata de lograrlo transmitiendo la pintura tal y como es, mientras el Op-art busca generar en el receptor una imagen distinta de la que realmente está plasmada en el soporte material. Por supuesto, esto tampoco implica ningún tipo de reacción contra el pasado: los artistas ópticos jamás señalaron ningún otro estilo plástico como su antagonista. De hecho, Bridget Riley, una de sus mayores exponentes, nunca ha perdido la ocasión de asegurar su admiración por lo que ella llama “la armonía universal de Mondrian”.
Riley, que además de una gran artista es también una gran conocedora de la historia del arte, parece contradecir las tesis de Seitz cuando afirma que su pintura se basa en espacios abiertos y planos, multifocales o sin foco. Además, y aparte de a Monet y a Van Gogh, suele destacar como una de sus mayores influencias a Pollock, un pintor aparentemente muy alejado de su estética. Es fácil, en cualquier caso, deducir que esa influencia se limita a determinadas notas compositivas, porque en ninguna de sus pinturas podemos percibir la rabia emotiva característica del norteamericano, sino más bien una precisión y una frialdad casi robóticas. Quizá, como ella misma afirma, resulte más sencillo identificar en su trabajo el influjo del futurismo, por su efecto dinámico.
En cualquier caso, a la hora de estructurar internamente la exposición, Seitz no se dejó guiar por las posibles o proclamadas influencias de los diferentes artistas invitados, sino que se basó en criterios más objetivos. Así, acabó dividiéndola en seis secciones de acuerdo con la similitud exterior de las diferentes creaciones incluidas en cada una de ellas. La primera categoría fue titulada “La imagen en color”, aunque el comisario ya comenzó advirtiendo que quizá no se tratase de una denominación del todo adecuada, dado que la inmensa mayoría de las pinturas realizadas por el hombre, “desde Altamira a Albers”, han sido realizadas en color.
No es ninguna casualidad que Seitz cite a Josef Albers como referencia de la pintura contemporánea, dado que es unánimemente considerado, si no el pionero, sí el verdadero padrino del Op-art. Nacido en Westfalia el 19 de marzo de 1888 y discípulo de Franz von Stuck, supone el nexo de unión más claro entre el arte óptico y la Bauhaus, en la que ejerció como docente entre 1923 y su cierre abrupto tras la llegada de Hitler al poder, en 1933. Sospechándose carne de represalias, emigró a los Estados Unidos, donde ocupó importantes cargos en diversas universidades de gran prestigio, como Yale o el Black Mountain College. Entre sus discípulos se encuentran John Cage, Donald Judd, Eva Hesse o Richard Serra, nombres que si bien destacaron en importantes movimientos artísticos durante la segunda mitad del siglo pasado, o incluso los capitanearon, tan sólo pueden relacionarse con el Op-art de modo tangencial. Y, en realidad, lo mismo puede decirse de su maestro, porque, en una línea distinta a las de Kandinsky o Mondrian, aunque equiparable en muchos aspectos, sus esfuerzos se centraron más bien en estudiar en profundidad las formas básicas y los efectos de unos colores sobre otros: no vemos exactamente igual un plano magenta si está rodeado de cian que si lo está de amarillo, por ejemplo. Evidentemente, esos cambios cromáticos no ocurren sino en el terreno de la percepción, dado que los materiales continúan reflejando o absorbiendo la misma fracción de la luz blanca independientemente de que se presenten aislados o en compañía de otros tonos, de modo que ya podría hablarse de efectos ópticos. La diferencia radica en que la propuesta de Albers es estática, no sugiere ningún movimiento y se centra en el disfrute del color por sí mismo.
En realidad, lo que englobaba esta categoría de “La imagen en color” es lo que ya entonces se daba en llamar “nueva abstracción” o “abstracción postpictórica”, un estilo iniciado por Morris Louis y Kenneth Noland. Aunque en la mayor parte de los aspectos esta nueva abstracción se parece sospechosamente a la antigua, ha sido colocada historiográficamente como la tendencia sucesora y continuadora de la iniciada por determinados pintores de la Escuela de Nueva York ―fundamentalmente Rothko, Still y Reinhardt―, si bien con una gran influencia del personalísimo tratamiento del color que Matisse imprimió en sus últimas pinturas y collages. La principal evolución con respecto al expresionismo abstracto es que casi todo se simplifica y concreta: las formas tienden a la unidad o a combinaciones básicas, se reduce sensiblemente el pigmento y se dejan partes del lienzo sin cubrir, todo ello buscando un ideal de claridad y apertura. Se pretende también romper la planicie de la imagen, pero no aplicando más o menos empasto, sino con la mera combinación cromática, hasta el punto de que en muchas ocasiones la superficie del cuadro queda desmaterializada desde un punto de vista meramente perceptivo.
Para el siguiente bloque, Seitz eligió el título de “Pintura invisible”. Con ello pretendía referirse a la facilidad con la que un espectador pasa de largo al toparse con estos cuadros, dado que a primera vista pueden parecer enormes extensiones monocromáticas completamente uniformes. En realidad, estas obras se basan en oscilaciones tonales que tan sólo se llegan a percibir tras una contemplación detenida, en un proceso similar al que siguen los ojos cuando se van habituando a una oscuridad repentina. El comisario es consciente, y se lamenta por no poder presentarlos de otra manera, de que para ser plenamente apreciados estos cuadros deben ser vistos en soledad y separados de otras obras, y no en una exposición abarrotada de cuadros y visitantes. El pionero en esta tendencia fue el propio Ad Reinhardt, apodado “el monje negro” por su tendencia a explorar el “no color” en busca de la objetivación completa de la pintura.
A continuación, el visitante se encontraba con una serie de pinturas llamadas directamente “ópticas”, si bien Seitz advertía que había elegido ese título genérico a regañadientes, a la espera de que a alguien se le ocurriese otro más descriptivo desde el punto de vista académico. Como ya se ha indicado, la denominación Op-art fue adoptada por la prensa generalista y respondía exclusivamente a sus propios intereses comerciales; pero nunca fue demasiado bien vista por la mayor parte de los artistas a los que se pretendía incluir bajo su paraguas. Albers, por ejemplo, se mostraba muy descontento con cualquier etiqueta que hiciese referencia al ojo o a la retina a la hora de referirse a sus obras, entre otros motivos porque cualquier pintura se percibe por vía óptica. Prefería hablar de “pintura psicológica”, dado que el fin perseguido por el cuadro se consumaba más allá del ojo y de cualquiera de sus partes.
Para Seitz, la diferencia externa básica entre el arte óptico y el expresionismo abstracto se halla en que los pintores ópticos persiguen una perfección técnica inmaculada ―lograda en parte gracias al empleo de nuevos tipos de pinturas plásticas―. Quizá podría parecer un principio demasiado superficial, pero la realidad es que la pintura óptica viene a ser al expresionismo abstracto lo que el orden al caos. Muchos de los elementos que podemos contemplar en un cuadro de Kandinsky pueden también estar presentes en una pintura óptica, sólo que escrupulosamente ordenados y centrados, incluso respetando estrictos principios de simetría. La paradoja se da cuando comprobamos que ese orden no suele ser aceptado sin más por nuestro cerebro, que se empeña en encontrar irregularidades donde en realidad no existen.
Richard Anuszkiewicz destaca como el máximo exponente de esta sección, aunque podemos señalar también a los venezolanos Jesús Rafael Soto y Carlos Cruz-Díez, al israelí Yaacov Agam, al polaco Wojciech Fangor o al brasileño Almir Mavignier. A la hora de efectuar su trabajo, todos ellos tuvieron en cuenta las diferentes teorías acerca de la mezcla de colores y los efectos de la luz ―con especial preferencia por las enunciadas por Michel-Eugene Chevreul en su libro “Los principios de armonía y contraste de los colores” (1839)―; sin embargo, el desarrollo de su obra se ha basado fundamentalmente en su propia experiencia perceptiva, de modo que podemos afirmar que nos encontramos ante una forma de expresión artística mucho más empírica que teórica. Especialmente interesantes resultan sus experimentaciones con colores complementarios, como el rojo y el verde, capaces de intensificarse el uno al otro e incluso de crear auras independientes de tonos dorados cuando se combinan en la composición adecuada.
Seitz tituló “Blanco y negro” a la cuarta sección de la muestra; aunque en realidad no hay nada aplicable al arte óptico en color que no pueda decirse cuando éste se presenta en blanco y negro. Las razones para discriminar ambos tipos de obras, además de estéticas, se centran en que es en las composiciones en blanco y negro donde más palpable resulta la presencia de los experimentos de la Gestalt y del diseño de la Bauhaus. Indudablemente, y a pesar de su espíritu funcional, las creaciones de la Bauhaus presentan una relación más secante que tangencial con las bellas artes; sin embargo, no ocurre lo mismo con la Gestalt, una escuela de psicología por completo ajena a cualquier forma de creatividad. No podríamos hablar, por consiguiente, de influencia en sentido estricto, sino a lo sumo de fuente de inspiración y de aprovechamiento de descubrimientos ―del mismo modo que no podemos decir que un largometraje como “Interstellar” (Christopher Nolan, 2014) esté influido por Albert Einstein―.
Dentro de este apartado destaca el Dr. Gerald Oster, aunque más por lo curioso de su figura que por la calidad de su obra. Biofísico de profesión, se desvió un poco de su ámbito de estudio hacia la fotoquímica, centrando sus investigaciones en los efectos de la luz sobre el ojo humano, y más concretamente sobre: “lo que se ve cuando se presiona suavemente un ojo cerrado”, o lo que comúnmente se denominan fosfenos. Sus trabajos en este sentido nunca despertaron un gran interés entre la comunidad científica, y sus conclusiones más contundentes consistieron en descubrir que la aparición de fosfenos se veía alterada bajo el influjo del LSD y la mezcalina, lo cual ya resultaba previsible en cierta medida. Sin embargo, le pareció tan bonito lo que vio mientras se sometía a sus propios experimentos que a principios de los años 60 decidió abandonar la ciencia para dedicarse al arte y plasmar sus visiones en soportes materiales. Cuando cesó la fiebre del Op-art, Oster retomó su actividad académica, ya con algo más de seriedad, y llegó a ser profesor titular en la Escuela de Medicina del Monte Sinaí. Posteriormente, renunció a su plaza para marcharse a fundar una clínica de caridad en Haití, donde murió en 1993 como consecuencia de las heridas sufridas durante un atraco.
Profundamente relacionada con la anterior sección, la quinta se dedica a los patrones de Moiré. Se denomina así a los efectos visuales dinámicos que se producen cuando se superponen dos estructuras en forma de rejilla sin que coincidan exactamente ―bien porque las líneas de una de ellas son más anchas que las de la otra, bien porque sus respectivos ejes de orientación forman un ángulo de alrededor de 30 grados o menos―. Su nombre viene dado por la similitud de estas ilusiones con la apariencia de la seda muaré, en el sentido de que el cerebro no puede evitar ver curvas u ondulaciones donde en realidad sólo hay rectas. Igualmente, la continuidad de las líneas se quiebra en las intersecciones, en las que el ser humano puede también percibir una especie de sombras y borrones o engrosamientos que tampoco están físicamente presentes. Este tipo de anomalías perceptivas son conocidas al menos desde la Antigüedad clásica; sin embargo, y por suerte para los artistas que trabajan con ellas, aún no se ha logrado explicar del todo el mecanismo psicológico que las provoca. Los mayores avances en este sentido también son debidos al Dr. Oster, que descubrió que el efecto se potencia cuando la composición se ve bajo la luz roja y disminuye hasta casi desaparecer cuando se proyecta sobre ella luz azul.
El máximo exponente de este tipo de arte fue el venezolano Jesús Rafael Soto. Adorador en sus inicios de Cezanne y de Van Gogh, su obra fue derivando rápidamente hacia la abstracción geométrica, hasta que un día, y según sus propias palabras, descubrió por casualidad la aparición del efecto Moiré en algunos de sus cuadros, por lo que decidió estudiarlo más en profundidad. A partir de entonces fue abandonando progresivamente la pintura, especializándose más bien en instalaciones y en escultura cinética, ramas que acabó fusionando para crear sus “penetrables”: estructuras formadas por multitud de tiras verticales de material plástico que permiten al espectador moverse dentro de ellas mientras su avance va produciendo ilusiones visuales y auditivas. A pesar de que ya contaba con 43 años de edad y cierto prestigio local en París, The Responsive Eye constituyó su lanzadera internacional y le permitió participar en la Bienal de Venecia de ese año.
Con el título del último apartado, “Relieves y construcciones”, Seitz quiso hacer un guiño a la escultura constructivista rusa, de la que, según su criterio ―mayoritariamente aceptado, por otra parte―, derivan estéticamente las construcciones perceptivas. No obstante, existe una diferencia fundamental entre ambas tendencias, dado que mientras los constructivistas pretendían dirigir toda la atención a la estructura en sí, en el arte óptico la estructura no es más que un medio para lograr una multiplicidad de sentidos visuales. En la mayor parte de los casos no podemos hablar propiamente de escultura, porque a pesar de que se trata de obras generalmente tridimensionales en el sentido físico, su base continúa siendo la pintura, a la que se añaden relieves, depresiones, lentes, planos superpuestos, dobleces y toda una amplia serie de recursos ópticos. Existen también algunas obras que incorporan algún elemento móvil, pero Seitz decidió centrarse en el Op-art y dejar de lado la escultura cinética propiamente dicha, dado que no se buscaba mostrar movimiento real, sino la ilusión del movimiento.
En el caso de los relieves, esa ilusión se logra con la deriva del propio espectador, no de ningún elemento de la obra. Se trata del fenómeno inverso al que ocurre cuando nos encontramos dentro de un tren parado y el que está estacionado en la vía de al lado inicia su marcha: durante unos segundos, nuestro cerebro interpretará que ha sido el nuestro el que ha partido en sentido opuesto. Ejemplos perfectos de esta forma de expresión artística son las “Vibraciones” de Soto o las pinturas dentadas de Agam, así como los relieves de Yvaral, construidos en plástico, madera, cristal y diversos metales, que permanecerán inertes ante un espectador estático y cobrarán vida en cuanto éste empiece a moverse. Sin embargo, y aunque ese espectador le resulte increíble, todo es apariencia. De hecho, puede calificarse al Op-art en general como el arte de la apariencia.
Recomendaciones: a la hora de buscar publicaciones sobre el Op-art nos encontramos con que las editoriales vienen incurriendo en el mismo error del que fueron presa la mayor parte de los asistentes a The Responsive Eye y priman la curiosidad lúdica sobre la dimensión artística. La consecuencia es que resulta muy difícil encontrar a la venta un tratado verdaderamente serio sobre este estilo artístico. El catálogo de la exposición, irónicamente, lleva años descatalogado; sin embargo, el propio MoMA permite descargar gratuitamente una versión escaneada en pdf ―por el chico de prácticas, sin duda― siguiendo este enlace a su, por lo demás, extraordinaria página web.
Dada esta falta de referencias bibliográficas, aprovecho una vez más para recomendar “Arte del siglo XX”, de Ingo F. Walther. Fue originalmente editado por Taschen en una caja con dos volúmenes y acabó descatalogado; pero en 2014 ha sido reeditado, ahora en un solo volumen ―y sin caja―. Responde, o incluso supera, a la calidad de contenido e impresión típicos de esta editorial; aunque debo advertir que no se trata del tipo de libro diletante al que nos tienen acostumbrados, sino que contiene un texto bastante más denso y académico. Se trata, sin duda alguna, de una de las obras más completas y estimulantes que se hayan publicado nunca acerca del arte contemporáneo y, por supuesto, incluye un análisis profundo acerca del Op-art, así como de la práctica totalidad de los estilos artísticos que vio el siglo XX.