El Martirologio romano nunca ha incluido a ninguna santa llamada Verónica. Su nombre tampoco aparece en los evangelios canónicos, y entre los apócrifos tan sólo se la menciona puntualmente en las Actas de Pilatos ―también conocidas como Evangelio de Nicodemo― como una mujer que pretendió testificar a favor de Jesucristo: “Y una mujer, llamada Verónica, dijo: Doce años venía afligiéndome un flujo de sangre y, con sólo tocar el borde de su vestido, el flujo se detuvo en el mismo momento. Y los judíos exclamaron: Según nuestra ley, una mujer no puede venir a deponer como testigo” (VII. 1-2). Este fragmento llevó a identificar a esa tal Verónica con la hemorroísa que también se cita en Mateo 9, 20-22: “Entonces se le acercó por detrás una mujer que padecía de hemorragias desde hacía doce años, y le tocó los flecos de su manto, pensando: Con sólo tocar su manto, quedaré curada. Jesús se dio la vuelta, y al verla, le dijo: Ten confianza, hija mía, tu fe te ha salvado. Y desde ese instante la mujer quedó curada”. Eso es todo lo que se cuenta de ella. El porqué este personaje despertó la imaginación y la devoción popular, hasta el punto de que existen multitud de templos consagrados a su nombre, resulta imposible de saber. Lo cierto es que la Verónica, como se la suele llamar, no sólo ha tenido una presencia habitual en la historia del arte sacro, sino que la sexta estación del Via Crucis narra cómo lava el rostro de Jesucristo, adornando esta acción con el Salmo 27.8-9: “Mi corazón sabe que dijiste: Buscad mi rostro. Yo busco tu rostro, Señor, no lo apartes de mí. No alejes con ira a tu servidor, Tú, que eres mi ayuda; no me dejes ni me abandones, mi Dios y mi salvador”.
Así, en resumidas cuentas, la tradición afirma que Verónica se encontraba presente mientras Jesucristo era conducido al Calvario y que, horrorizada ante su evidente sufrimiento, desafió a los legionarios romanos y a una masa en éxtasis homicida para acercarse al reo y enjugarle la cara ensangrentada con su velo. Al rato, descubrió que la faz que acababa de limpiar había quedado grabada a la exactitud en el paño. Más que su temeraria acción de misericordia, parece que ese fenómeno milagroso es el que ha llevado a su veneración como santa, no sólo sin serlo, sino probablemente sin haber existido nunca. De hecho, y aunque no se puede afirmar con total seguridad, parece estar claro que el nombre de Verónica procede del latín vera icon o “verdadera imagen”. Por algún motivo que desconozco, la certeza de esta etimología levanta encendidos debates en la Red, oponiéndose a tal versión que en realidad se trata de una derivación de Berenice, un apelativo de origen macedonio que significa algo así como “la que trae la victoria”. No puede negarse que el paso de Berenice a Verónica parece una evolución semántica muy factible; pero lo cierto es que no existe ninguna base documental para sostener tal extremo. El argumento de que vera icon es en realidad una combinación antinatural de latín y griego resulta absurdo: si bien es cierto que icon procede del griego clásico oikón, no lo es menos que la palabra ya aparece latinizada en textos romanos del siglo IV, mucho antes de que surgiera el mito de Verónica.
En cualquier caso, esta leyenda justifica que, sin forzar demasiado la ironía, la Verónica sea calificada con frecuencia como la primera fotógrafa de la que se tiene noticia ―si bien parece que su técnica personal no ha llegado a crear demasiada escuela―, y aunque no exista una patrona gremial de los fotógrafos formalmente reconocida, son muchos los que le atribuyen ese honor oficioso ―si bien los fotógrafos católicos suelen honrar más bien a santa Lucía, para que les conserve la vista―.
En los años 80 del siglo pasado, la baronesa Marion Lambert fue un paso más lejos al personificar en ella a la fotografía como arte, bautizando como La venganza de Verónica a la colección privada que empezaba a crear. Su intención nunca fue la de atesorar obras para su propio disfrute o con fines especulativos, sino para exhibirlas gratuitamente y con la mayor difusión posible. Ello la obligó a organizar una cierta infraestructura alrededor de la colección y a gastar mucho dinero en una labor que podemos considerar puramente filantrópica. Siempre se negó a revelar, ni siquiera aproximadamente, los costes en los que había incurrido, entre otros motivos porque afirmaba no haberlos calculado nunca; pero principalmente porque consideraba que el dinero era lo opuesto al arte.
La venganza de Verónica llegó a contar con más de trescientas obras de hasta ochenta y dos artistas, y funcionó como una pieza separada dentro de la Lambert Art Collection, que compartía con su marido, Philippe, y el hermano de éste, Leon. El barón Philippe Lambert fue uno de los más grandes coleccionistas de arte de la segunda mitad del siglo XX y consiguió reunir piezas de las más diversas épocas y disciplinas, incluidas artes decorativas. Descendiente de una larga estirpe de banqueros flamencos, fue su abuelo el que multiplicó la fortuna familiar participando muy activamente en las salvajadas cometidas en el Congo por su gran amigo Leopoldo II, rey de los belgas ―de hecho, todo indica que fue él mismo quien diseñó paso a paso la apropiación del territorio: un genocidio en toda regla que jamás ha sido juzgado―. Evidentemente, no se puede culpar al barón de los crímenes cometidos por su abuelo ―de hecho, él ni siquiera era belga: ya nació suizo―; pero habría sido de agradecer algo más de consciencia por su parte acerca de dónde procedía la mayor parte de su dinero.
En cualquier caso, si la responsabilidad del barón ya era heredada, menos aún puede acusarse de nada más que de frivolidad a su segunda esposa, Marion. Nacida en Ámsterdam en 1943, se casó con Lambert en 1975 y tuvo con él dos hijos: Henry y Philippine. Los que la conocieron la califican como una persona encantadora, bastante culta y siempre dispuesta a ayudar y a agradar a los demás. No obstante, la imagen que se puede extraer de ella tras leer la entrevista que en 2006 le realizó Adam Lindemann para ser incluida en su extraordinario libro “Coleccionar arte contemporáneo” (Editorial Taschen, 2006) resulta, cuando menos, algo ambigua:
Los coleccionistas son acaparadores, y probablemente pasto de siquiatras. Yo no soy una excepción, aunque con los años he aprendido a controlarme a la vez que a separar lo mediocre y lo superfluo de lo esencial y lo mejor. He coleccionado antiguos bordados griegos, arte popular suizo y griego, dibujos de la década de 1950, casas, perros y amigos, por citar sólo unos pocos ejemplos. Nunca maridos: me quedé con el primero que tuve, que procede de una destacada familia belga de coleccionistas de arte, y fue así como me introduje en el mundo del arte.
A primera vista, supongo que no pueden caber muchas dudas de que nos hallamos ante la típica ricachona aburrida ―si es que realmente existen― que no sabe en qué emplear ni su tiempo ni su dinero. No obstante, a medida que avanza la entrevista va quedando claro que esa aparente frivolidad no es sino el velo de impostura con el que se cubre una mujer destrozada, cuyo universo se vino abajo por completo una mañana de agosto de 1997.
Según ella misma reconocía, su interés por la fotografía ―especialmente por la contemporánea, con respecto a la cual puede considerarse su primera verdadera mecenas― partió de su frustración como coleccionista. A principios de los años 80 se extendió la práctica, todavía vigente, de comprar obras de arte sin haber llegado a verlas o incluso antes de que tales obras fuesen siquiera pensadas. Fue entonces cuando se empezó a hablar de “artistas con lista de espera”, lista que en ocasiones puede llegar a abarcar varios años ―parece improbable, por ejemplo, que Jeff Koons vaya a ser capaz de satisfacer la suya antes de morir, y ya ha empezado a tener que soportar ciertos problemas judiciales por ello―. Evidentemente, y aunque muchos compradores aleguen estar poseídos por una fe ciega en el talento de sus artistas favoritos, este tipo de comportamientos no responden tanto a una afición sincera por el arte como a la voluntad de lucrarse con su reventa. A la baronesa le repugnaba esa dinámica, de modo que comenzó a abandonar las galerías de primera línea para explorar en ámbitos algo menos pomposos. Muy pronto descubrió que existían varios artistas, más o menos jóvenes, que empleaban la fotografía como medio de expresión principal y a los que el mercado venía ninguneando porque, debido a la fiebre desatada por Basquiat, lo que entonces estaba de moda era la pintura.
Sorprendida y casi ofendida por semejante desdén, la señora Lambert decidió ir contra corriente y crear una colección particular centrada en esos creadores; pero tampoco puede afirmarse que los descubriera: la mayoría de ellos ya eran relativamente conocidos por los aficionados al arte contemporáneo. Lo que ocurría era que seguían siendo ignorados por el público en general y por los medios de comunicación, por lo que los precios de sus obras rara vez llegaban a alcanzar los mil dólares.
Además, con el fin de otorgar coherencia a la colección, la baronesa fue adquiriendo también obras de fotógrafos consagrados, principalmente de Robert Frank ―a quién en varias ocasiones señaló como “su verdadero amor”―, e incluso alguna de creadores de principios de siglo, como Man Ray. Con ello, Marion Lambert no pretendía desnaturalizar el fin de La venganza de Verónica, que no era otro que el de servir de plataforma a nuevos talentos, sino presentar términos de contraste y mostrar el camino de las influencias. En realidad, y aunque de vez en cuando también gastara ciertos recursos en adquirir piezas en subastas, la aristócrata pensaba en La venganza de Verónica como un proyecto de mecenazgo del que la colección en sí tan sólo sería su piedra angular. De este modo, financió la creación de trece museos y organizó numerosas exposiciones a lo largo y ancho de Europa ―e incluso en Australia, como a ella le gustaba remarcar―. Además, impulsó la carrera de varios artistas que, en caso contrario, posiblemente la habrían abandonado por falta de ingresos. Igualmente, en 1998 fue publicada una especie de cruce entre catálogo razonado y recopilación de ensayos que en seguida se convirtió en un libro obligado en cualquier bibliografía sobre fotografía contemporánea.
A estas alturas, supongo que todo apunta a que el sujeto pasivo contra el que se vengaba Verónica no era sino el mercado del arte; sin embargo, y aunque algo de rencor le tocó en el reparto, tuvo que compartirlo solidariamente con el resto de la sociedad. Tal y como lo expresó la propia baronesa:
Los artistas se escapan de la sociedad por elección y por definición, asaltan territorios ajenos y traspasan cualquier frontera establecida. Son polémicos por naturaleza, porque desafían las normas y valores establecidos. Personalmente, me opongo a la tendencia social a esconder debajo de la alfombra cuestiones candentes acerca de la sexualidad, la identidad, el feminismo y la alienación del ser humano en un mundo industrializado. Los artistas contemporáneos, como niños traviesos, señalan con el dedo aquello que no nos gusta ver. Y, para mí, el valor intrínseco del arte contemporáneo subyace precisamente en eso.
La venganza de mi amiga Verónica es que ha vuelto con fuerza para analizar nuestra sociedad. Y consagra toda su inteligencia y conocimiento, en el sentido filosófico más profundo, a llevar a cabo su misión.
Nótese que Lambert habla exclusivamente de artistas: en ningún momento emplea la palabra “fotógrafo”. Eso es debido a que consideraba que ni todos los fotógrafos son artistas ni todos los artistas que emplean la fotografía pueden ser llamados fotógrafos. En realidad, tampoco todos los pintores, músicos, escultores, cineastas o escritores son artistas, y eso es algo que no le cuesta demasiado asumir a casi nadie. Sin embargo, la cuestión de la naturaleza artística de la fotografía, o de dónde se fijan sus fronteras como arte, es un asunto sensible y recurrente desde la propia invención del medio. Puede que su legitimación plena como una de las bellas artes haya venido lastrada por el hecho de compartir rasgos formales y temas con la pintura, una forma de creación plástica tan antigua como el hombre. No obstante, constituye un hecho indiscutible que ha contribuido como ninguna otra disciplina al avance acelerado del arte contemporáneo, desencadenando varios de sus giros más brutales y abriendo un sinfín de nuevas perspectivas y posibilidades a los creadores con talento. Verónica y su venganza nos ofrecen ―u ofrecieron― una oportunidad casi única para verificar lo expresado. Varios de los artistas cuyas obras formaron parte de la colección no podían ser considerados fotógrafos en el sentido estricto de la palabra, y de hecho la mayoría prefirieron o prefieren denominarse artistas visuales.
Sujetos tan dispares y tan similares a la vez como Andy Warhol, Doug Aitken, Gilbert & George, Paul McCarthy, Jeff Koons, Gerhard Richter, o los mentalmente inseparables Cindy Sherman y Richard Prince, entre otros, probablemente se sorprenderían si alguien se dirigiera a ellos como fotógrafos y pensarían que ese alguien no conoce más que una parte de su obra; sin embargo, nadie duda de que todos ellos deberían aparecer en un manual sobre fotografía contemporánea. No obstante, eso no significa que para ser considerado artista deba hacerse algo más que tomar fotografías, por lo que junto a ellos Verónica compiló también trabajos de fotógrafos “puros” como Jeff Wall, al que consideraba una especie de resumen concentrado de la evolución del arte en las últimas décadas; Bernd y Hilla Becher, cuya presencia en la colección sirvió también para articular las carísimas creaciones de la Escuela de Düsseldorf, representada por Andreas Gursky y Thomas Ruff; Walker Evans y el ya mencionado Robert Frank, como siempre de la mano; Nan Goldin, amiga personal de los Lambert, o el maliense Seydou Keita.
Igualmente, y ésta es una de las principales críticas que recibió La venganza de Verónica, se incluyó la obra de artistas que si bien cuentan con cachés desmesurados en el mercado, nunca han gozado del favor unánime de la crítica ―por decirlo de una manera suave― y han basado su fama más bien en actitudes provocadoras y contenidos efectistas, como Pipilotti Rist, Robert Mapplethorpe o Damien Hirst. La presencia de estos creadores fue tomada por varios críticos como una muestra de falta de criterio o de conocimientos por parte de la coleccionista. Diego Cortez, descubridor de Basquiat y uno de los curadores más importantes del siglo XX, fue algo más lejos mostrando su desilusión tras acudir a ver una de las exposiciones, aunque tuvo la delicadeza de hablar únicamente de “una conocida colección privada especializada en fotografía”:
Quedé sorprendido de lo mala que era, de sus dimensiones excesivas y de la cantidad de dinero que se había desperdiciado en ella. Nunca me había encontrado en una situación tan incómoda, en la que únicamente un 5% de una colección inmensa era excelente y el 95% de las obras eran malas o mediocres. Sin conocer exactamente los entresijos de esta colección espantosa, llegué a la conclusión de que era obra de un “ojo” testarudo, un comisario ignorante o la corrupción de varios marchantes importantes que querían endosar trabajos nefastos a un coleccionista adinerado pero indefenso.
En su opinión, Verónica no se vengaba de nada más que del buen gusto, seguramente porque las obras no habían sido seleccionadas de acuerdo con su calidad, sino atendiendo al éxito en el mercado de sus respectivos autores. Por otra parte, las fotografías firmadas por artistas de verdadero talento no representaban lo mejor de su producción, sino más bien restos de serie. Esta segunda crítica de Cortez ―y de otros cuantos un tanto menos discretos― constituye una opinión personal que puede compartirse o no; pero la primera, dejando a un lado lo que pueda tener de juicio de valor y por mucho que las apariencias la avalen, no responde a la realidad. Baste indicar que la primera obra de Matthew Barney que la baronesa compró para la colección tan sólo le costó 750 dólares. Alguien como Cortez, quizá el mayor experto del mundo en estas cuestiones, no podía ignorar que el caché de la mayoría de los artistas a los que se refería se había disparado con posterioridad a la inclusión de su obra en La venganza de Verónica, de modo que es posible intuir algo de mala fe en sus palabras.
Lo cierto es que, debido a su afición a cambiar los elementos de la colección, desprendiéndose de algunos para adquirir otros, Marion Lambert nunca fue una figura demasiado querida entre la mayoría de los marchantes. Sé que resulta difícil de comprender, pero revender una obra adquirida en el mercado primario ―y no digamos ya sacarla a subasta― supone una suerte de ofensa mortal para casi todos los galeristas, que alegan que de esta manera se desprestigia al artista, por lo que lo consideran todo un acto de deslealtad. Quizá el origen de esa fobia se encuentre en la aplicación ciega del principio general que afirma que las órdenes de venta devalúan el producto; pero esa máxima resulta absurda en el caso particular del mercado del arte, donde la demanda es tan elástica como puedan serlo los gustos subjetivos o los caprichos de los compradores. Supongo que resulta obvio que si alguien compra hoy un cuadro por 100.000 euros y dos o tres años más tarde consigue venderlo por 3 millones de euros, el prestigio de su creador no se ve precisamente perjudicado. Parece más sensato pensar que las motivaciones de los marchantes responden a una naturaleza algo más egoísta: la oferta de obras antiguas de los artistas de su cartera puede saturar el mercado y dificultar la venta de las nuevas, que suponen la casi totalidad de su negocio ―esta suposición se ve avalada por el hecho de que la mayoría de ellos incluyen cláusulas de tanteo en sus contratos de venta―. Sea como fuere, lo cierto es que varias de las galerías más prestigiosas del mundo llegaron a prohibir su entrada en ellas a la amiga de Verónica, tal y como hacen los bares con los clientes patosos.
Otro rasgo de La venganza de Verónica que también suscitó críticas en su momento, en este caso por parte de los puristas, fue la inclusión de obras que realmente podríamos calificar como fotografía derivada, en el sentido de que su creación fue secundaria a la performance o a la obra de arte conceptual que constituye su objeto. Es el caso del trabajo de McCarthy, de Janine Antoni, de Fischli/Weiss, de Sigmar Polke, de Vanessa Beecroft o de Sophie Calle, y en cierto sentido también el de Sherman, por más que en su caso performance y fotografía realmente se funden en el resultado, tal y como lo hacen arte conceptual y fotografía en el de Zoe Leonard. El caso opuesto sería el de la obra de Barbara Kruger, cuyo arte conceptual se deriva de la fotografía, sobre la que actúa sin hacerla desaparecer; eso sí: sobre una fotografía ajena ―ella no ha tomado una sola instantánea en su vida o, al menos, no se ha valido de ellas para desarrollar su trabajo―.
En este orden de fusión artística, aunque de una manera mucho menos definida, La venganza de Verónica también contaba con una amplia representación de los llamados Young British Artists (YBAs), como se empezó a conocer a los entonces estudiantes de arte que participaron en la exposición Freeze, organizada en 1988 por Damien Hirst en los muelles de Londres. Dejando a un lado que, en mi humilde opinión, Hirst demostró tener mucho más talento como comisario y hombre de negocios que como creador, no cabe duda de que la muestra sirvió de catapulta hacia el éxito a varios de los artistas visuales que han copado el mercado en las últimas décadas. En su momento, la crítica osciló entre el entusiasmo más exagerado y quienes detectaron un uno por ciento de talento y un noventa y nueve por ciento de marketing. Será la perspectiva que da el paso del tiempo la que acabe de decidir el verdadero valor de sus obras; pero al menos Freeze dejó una cosa bien clara: si hace alrededor de un siglo querías vivir del arte, tenías que morirte de hambre y frío en una buhardilla de Montmartre durante varios años; hoy basta con que puedas pagarte una buena formación y le caigas en gracia a Charles Saatchi.
Aparte de la conocida “With Dead Head” de Damien Hirst ―que es exactamente eso: un autorretrato junto a la cabeza seccionada de un cadáver en una mesa de autopsias―, La venganza de Verónica incluía obras de Gary Hume ―elegido miembro de la Royal Academy en 2001―, Sam Taylor-Wood y Sarah Jones. Sin ser miembros de tan distinguido club, también pueden incluirse dentro de esta sección los trabajos de Andres Serrano, Allan McCollum o Marcel Broodthaers.
Marion Lambert tampoco perdía ocasión para recordar que La venganza de Verónica era una colección de inspiración feminista. Lo irónico del asunto es que hoy en día prácticamente nadie se daría cuenta de ello. En cierto modo, supone una gran noticia, dado que demuestra lo mucho que se ha avanzado en igualdad e integración efectiva en los últimos treinta años. Sin embargo, también pone de manifiesto un cambio de paradigmas que ha desplazado el foco de atención social hacia cuestiones aparentemente banales, y eso ya resulta algo más desalentador y preocupante. Por ejemplo, nadie se molestó en aquel momento en contar el número de mujeres con obras en la colección para determinar su grado de feminismo ―a pesar de que basta un somero repaso para comprobar que son muchas, quizá más de la mitad―. Tampoco nadie, ni la propia coleccionista, se fijó jamás en si en las fotografías aparecían representadas más mujeres que varones ni en qué condiciones, posturas o estado de desnudez figuraban. Parece que la baronesa tenía bien clara la diferencia entre “mujeres” e “imágenes de mujeres” enunciada por Griselda Pollock, y cuando decidía adquirir una obra no estaba pensando en si le faltaba tal o cual elemento para cumplir con una determinada ratio, sino en si ―adaptando sus propias palabras― le gustaba, la comprendía y su significado y mensaje intensificaban su visión del mundo y enriquecían su vida. Lo que no le importaba en absoluto era lo que el artista tuviese entre las piernas, al menos no a la hora de valorar su trabajo, y eso no era lo habitual en aquellos años. En este sentido, y aunque no debería hacerlo, puede llamar la atención la presencia de obras de Nobuyoshi Araki, un fotógrafo al que el clima actual de candidez adanista ha convertido casi en un proscrito para la sociedad occidental, cada vez más inconscientemente reaccionaria.
Debido precisamente a ese criterio subjetivo y casi visceral a la hora de elegir su contenido, La venganza de Verónica no presenta ningún tipo de uniformidad temática ni formal. No obstante, resulta posible identificar una cierta tendencia de la baronesa al disfrute de lo grotesco ―en el sentido artístico que se le suele dar a la obra del Bosco, por ejemplo―. No en vano, ella misma señalaba a Goya como su artista favorito y destacaba sus pinturas negras dentro de su amplio legado. Así, aparte de varias obras de McCarthy o Barney, encontramos otras firmadas por Sarah Lucas, Kiki Smith, Mike Kelley o Tony Oursler que tan sólo tienen en común entre ellas ese espíritu estético marcado por la extravagancia.
Una fotógrafa adorada por la baronesa Lambert, pero de la que nunca consiguió adquirir obra alguna, fue Diane Arbus. En su lugar, tuvo que “conformarse” con las de artistas más jóvenes fuertemente influidos por el estilo de la neoyorquina, como Larry Clark, David Armstrong o la consabida Nan Goldin. No cabe duda de que una o dos piezas de Arbus habrían contribuido a redondear esta parte de la colección dotándola de base y coherencia, pues aunque los trabajos de los tres fotógrafos citados beban directamente de su forma de entender la fotografía, lo hacen en sentidos dispares y acaban resultando muy distintos entre sí.
Varias obras de Arbus han salido a subasta en los últimos años a precios muy asequibles ―su conocido “Autorretrato embarazada” (1945), por ejemplo, fue rematado en Christie’s por la ridícula cifra de 40.000 libras esterlinas en 2013―, por lo que el motivo de su llamativa ausencia en La venganza de Verónica posiblemente tenga que ver con el final abrupto de la aventura. Como se ha ido adelantando a lo largo de este texto, algo horrible sucedió. La imagen de alegre frívola, poseída por cierta chifladura inofensiva, que proyecta la baronesa Lambert en la entrevista de Lindermann se hace añicos cuando éste le pregunta por los motivos que la llevaron a subastar la colección entre el 8 y el 9 de noviembre de 2004:
Desde su mismo inicio, la colección de fotografía contemporánea perteneció a mis dos hijos. Fue mi regalo para ellos.
La prematura muerte de mi hija, como resultado de las acciones tortuosas y criminales de un individuo perverso (que sigue libre debido a las limitaciones legales, pero que nunca ha sido absuelto), dejó la colección sin futuro. Ella estaba muy interesada en el arte y la hubiera continuado. Los intereses de mi hijo van por otro camino.
La noticia del suicidio de Philippine Lambert, a finales de agosto de 1997, ocupó bastante espacio en la prensa europea; sin embargo, más en que la muerte voluntaria de una chica de 20 años, al parecer inteligente, encantadora y con la vida resuelta, las informaciones se centraban en la detención por parte de las autoridades suizas de un amigo de la familia. Philippine, que ya había manifestado anteriormente problemas inexplicables de anorexia y tres intentos de suicidio, dejó una carta en la que culpaba a ese hombre de sus males, por haber estado abusando de ella de manera continuada desde los 12 hasta los 15 años. El contenido literal de la carta nunca se hizo público; pero se sabe que describía de una manera bastante cruda y detallada todas las agresiones que sufrió y que acababa con una frase contundente: “Debe pagar por ello”. El porqué su muerte era necesaria para poder saldar esa deuda, sólo ella lo sabía.
El denunciado era Vincent Meyer, un apuesto millonario, ya por entonces maduro, dedicado a la buena vida y a la filantropía ―durante muchos años fue el principal mecenas de la Orquesta Filarmónica de Londres y llegó a dirigir su fundación―. Fue investigado por homicidio imprudente, violación y abuso de menores, y las autoridades suizas le impusieron una fianza de dos millones y medio de libras esterlinas, la más alta hasta entonces de toda la historia judicial helvética. Tres años más tarde, tras una instrucción bastante accidentada, el caso fue sobreseído porque el fiscal no encontró una base probatoria suficiente como para demostrar que las relaciones sexuales se produjeran ni que, en tal caso, hubiesen sido forzadas.
Meyer siempre ha negado los hechos desesperadamente, y llegó a presentar coartadas más o menos sólidas ante algunos de los hechos denunciados; sin embargo, eso nunca fue suficiente para los Lambert, especialmente para la baronesa, que vivió el resto de su vida presa de la obsesión por verle sentado en un banquillo. En todo caso, semejante tortura interna no le impidió recuperar su imagen mundana ni continuar coleccionando arte. Es posible que La venganza de Verónica perdiera su sentido sin su heredera, pero siguió existiendo siete años más, seguramente porque Marion consideraba haber adquirido un compromiso de mecenazgo con aquellos jóvenes artistas.
El hecho puntual que acabó motivando su disolución vía subasta fue bastante más absurdo e infinitamente menos trágico que el suicidio de una hija: un grupo de accionistas del Bank Brussels Lambert Suisse, en cuya sede principal en Ginebra estaba expuesta la colección cuando no estaba cedida o de gira, exigió su retirada porque les resultaba demasiado escandalosa, ofensiva y perturbadora. No cabe duda de que si la baronesa lo hubiese deseado y le hubiesen quedado fuerzas para ello, podría haber continuado su viaje con Verónica, bien persuadiendo a su consejo de administración para que se centrara en sus funciones, bien encontrando otra sede; pero, esta vez sí, acabó dejándose derrotar por la rabia y el desánimo.
Aunque seguramente acabó perdiendo bastante dinero, la venta de La venganza de Verónica le reportó en total más de nueve millones de dólares ―y muchas maldiciones de parte de los galeristas―. No sólo se trató de la mayor subasta de fotografía jamás acometida, sino que nueve artistas batieron sus records personales y la gran mayoría vieron sustancialmente elevados sus respectivos cachés. Ambas veladas se convirtieron en tal orgía de dinero que la sala rompió en aplausos cuando la última obra, “Compro, luego existo”, de Barbara Kruger (1983), fue adjudicada en 601.600 dólares. En general, las cantidades de seis cifras fueron la norma durante las sesiones; pero no todo fue vendido. Los restos se integraron en “Una odisea visual” ―igualmente subastada en 2011, tras la muerte del barón―, otra división de la Colección Lambert, en este caso centrada en la evolución de la estética desde los tiempos de la Ilustración hasta nuestros días. Entre las obras sin vender quedó la “Brasilia, Assembly Hall” de Gursky (1994); y aunque en principio pudiese resultar sorprendente, dado el tirón mediático del alemán, debemos tener en cuenta que ya por aquel entonces su cotización en el mercado secundario alcanzaba cotas estupefacientes.
Un dato que avala la sinceridad de la baronesa a la hora de referirse a sus colecciones y a los motivos que la impulsaron tanto a cuidarlas como a desprenderse de ellas fue que, siendo como era una gran aficionada a dejarse ver en ese tipo de ocasiones sociales, no acudió a ninguna de las dos subastas. Supongo que para ella suponía algo parecido a repetir los funerales de dos de las personas más queridas de su vida. Esa vida acabaría el 28 de mayo de 2016, cuatro días después de ser atropellada por un autobús de dos pisos en plena Oxford Street. Ya se sabe: look right, look left, look both ways… Cualquier continental distraído corre un serio peligro de muerte al pasear por Londres. ¿Que qué pintaba por allí una dama de la aristocracia europea con mansiones en los parajes más feéricos de Suiza e Italia? Había acudido a visitar al único hijo que le quedaba porque le había notado triste por teléfono.
Recomendaciones: lógicamente, en este caso la recomendación principal debe ser «Veronica’s Revenge: Contemporary Perspectives on Photography». Como se ha apuntado en el texto anterior, se trata de un compendio de ensayos ilustrados con las obras que en 1998 componían La venganza de Verónica y se ha consolidado como uno de los libros de referencia sobre fotografía artística contemporánea. Desgraciadamente, no está traducido al castellano.
Igualmente, si alguien desea formarse una idea fiel de cómo funciona realmente el mercado del arte actual, la editorial Taschen publicó en 2008 «Coleccionar arte contemporáneo», de Adam Lindemann, donde el autor, un prestigioso coleccionista y mecenas, conversa sin tapujos con críticos, galeristas, asesores y demás profesionales del sector, incluida la baronesa Lambert. Se trata de uno de los libros más completos e interesantes que se pueden leer sobre este tema, aunque debo advertir que está escrito justo antes de que estallara la Gran Recesión, por lo que en algunos aspectos se ha quedado bastante desfasado.