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Monet en Giverny: un paseo por el estanque de las ninfeas

Monet ninfeas
Ninfeas, 1916

Hasta 1883, cuando Claude Monet se instaló allí, no había ocurrido nada digno de contarse en Giverny, una aldea normanda que entonces no llegaba a los trescientos habitantes y que en la actualidad apenas sobrepasa los quinientos. Está situada en la orilla derecha del Sena, a unos ochenta kilómetros de París en dirección a Ruan: demasiado lejos de Montmartre para un pintor que pretendiese vivir de su obra a finales del siglo XIX. Monet ya tenía 42 años y, a pesar de que se pasaba el día y parte de la noche pintando, vendía pocos cuadros y a unos precios indignos, de modo que su situación económica era desastrosa.

Campo de amapolas, alrededores de Giverny, 1885

Aunque es obvio que le gustaba la región ―no en vano, estaba bastante cerca de El Havre, donde había pasado su niñez y adolescencia―, el principal motivo para mudarse a Giverny fue alejarse de sus innumerables acreedores. Por otra parte, allí podría disponer de una casa amplia y de algunas tierras por una renta muy razonable, porque lo cierto es que llevaba años de desahucio en desahucio y, además de a sí mismo, debía mantener a su segunda esposa, Alice, y a ocho niños entre sus hijos y los de ella. Normalmente se tiende a creer que la primera exposición impresionista, celebrada en 1874 en el estudio de Nadar padre, generó tal escándalo que sus participantes se hicieron famosos de la noche a la mañana; pero la realidad es que tan sólo una élite intelectual muy reducida se enteró de su existencia. La prueba definitiva de que en 1883 Monet seguía siendo un perfecto desconocido para el gran público es que alguien se atrevió a arrendarle una casa de campo sin miedo a los impagos.

Álamos bajo el sol, 1887

Nunca antes había posado un pie en Giverny, y no parece que al principio el pueblo le cautivase especialmente. Aparte de que su ambiente lluvioso le ponía frenético porque le dificultaba mucho trabajar al aire libre, encontraba el lugar grisáceo y muy poco inspirador. No tenía nada que ver con la apoteosis cromática que, durante un viaje con Renoir, había contemplado en 1884 en los jardines de Bordighera, de los que se había quedado prendado sin importarle lo más mínimo si toda aquella belleza tenía un origen silvestre o constituía la obra de un equipo de jardineros. Obviamente, carecía de recursos económicos para mudarse a la Riviera, de modo que comenzó a pensar en la mejor manera de diseñar una naturaleza a su medida en su finca, una que incluyera toda la escala de colores con la que le gustaba nutrir su paleta. Al igual que le ocurría a Van Gogh, detestaba tener que usar el negro, y además sentía una especial antipatía hacia los tonos ocres, los más frecuentes en el campo de Giverny. El principal problema era que el clima normando no tenía nada que ver con el provenzal, de modo que resultaba dificilísimo cultivar las mismas especies que había contemplado allí.

Brazo del Sena cerca de Giverny con niebla
Brazo del Sena cerca de Giverny a la aurora

La idea de crear un estanque con nenúfares o ninfeas ―que son exactamente lo mismo, según prefiramos, respectivamente, la raíz árabe de la palabra o la latina― debió de ocurrírsele unos años más tarde, entre 1892 y 1893. No se conserva ningún documento que nos dé alguna pista acerca de qué le llevó a determinar ese objetivo: la correspondencia de Monet suele versar sobre dinero ―generalmente para pedirlo prestado― y sobre asuntos cotidianos, pero no se prodigaba demasiado hablando de pintura. Sus referencias a su oficio se limitan normalmente a quejarse de lo malo que hace y de lo poco que brilla el sol.

En el cabo de Antibes con viento mistral, 1888

En todo caso, y aunque resultaba viable desde un punto de vista biológico, la tarea no tenía nada de sencillo. Como es bien sabido, los franceses inventaron la Administración moderna, y a continuación comenzaron a tramar las mejores maneras de colapsarla, de modo que primero se topó con un laberinto muy intrincado de tasas, informes y licencias que, sin ser consciente de ello, superó gracias a las maniobras en la sombra de un influyente periodista llamado Lapierre ―no eran amigos, pero Monet le había retratado unos años antes y, desde entonces, Lapierre le guardaba una gran simpatía secreta―. Mientras tanto, y como si las cosas se fueran a solucionar solas ―tal y como finalmente ocurrió, por otra parte―, el pintor se mostraba bastante más preocupado por elegir y por aprender a cuidar las especies vegetales con las que poblaría el estanque, como evidencia la intensa correspondencia que mantuvo durante meses con Émile Varenne, el director del jardín botánico de Ruan.

El estanque de ninfeas, 1897-1899

El siguiente paso consistió en vencer los recelos de los naturales del pueblo: una cosa era aceptar entre ellos a un barbudo excéntrico que se pasaba la vida calándose a la intemperie, y otra muy distinta permitir que ese sujeto empezase a jugar a los castillos de arena con las tierras que les daban de comer. Es bien sabido desde el Neolítico que en los ambientes agrarios existen dos tabúes intocables: las lindes y las aguas; y el proyecto de Monet incluía modificar ambas, aunque no en gran medida. El estanque se nutriría del Ru, que no es más que un brazo del Epte, a su vez un afluente del Sena. Tanto su caudal como su lecho son similares a los de un arroyo y, de hecho, puede saltarse perfectamente con sólo tomar un poco de carrerilla. El problema era que venía siendo empleado como una especie de acequia natural y, además de que el proyecto implicaba desviarlo un poco, los lugareños temían que aquellas misteriosas plantas foráneas lo contaminasen. El pintor tuvo que presentarse en el Ayuntamiento a dar muchas explicaciones al respecto; pero finalmente logró convencerlos con su sencillo don de gentes, dando su palabra de honor de que ni las especies a importar eran venenosas ni existía la posibilidad de que las aguas estancadas retornasen al flujo de suministro.

Ninfeas, 1897-1898

Las discrepancias quedarían definitivamente liquidadas al año siguiente, cuando Monet logró hacerse con la propiedad de la finca que hasta entonces tenía arrendada y de otra adyacente. Una vez más, para obtener el dinero necesario tuvo que recurrir a préstamos más o menos amistosos, cuyas condiciones se ablandaban ante su entusiasmo contagioso. Se conservan la mayoría de sus libros de contabilidad, y si bien sus números no son precisamente los de un empresario boyante, parece que la disminución de los gastos cotidianos que le reportaba su vida campestre le permitió dejar de angustiarse por la falta de dinero.

Ninfeas rosas, 1896-1899
Paisaje acuático con nubes, 1903

La ilusión que le despertó el estanque trajo consigo que comenzara a ver Giverny con otros ojos y a fijarse más en lo que podía ofrecerle el entorno. Es en esta época cuando emprende una de sus series más celebradas: la de los Almiares, con la que inconscientemente estaba abriendo el camino a la abstracción. De hecho, fue un lienzo de esa serie, aunque no sabemos cuál, el que en 1896 cambió para siempre la forma de mirar de Kandinsky:

De repente, vi por primera vez una pintura. Era un almiar, según informaba el catálogo. Yo no lo reconocí. El no reconocerlo me causó malestar y pensé que el pintor no tenía derecho a pintar de forma tan irreconocible. Tuve un cierto sentimiento de que faltaba el tema en la pintura. Y me percaté con sorpresa y desconcierto de que la pintura no sólo me atrapó sino que se quedó impresa para siempre en mi memoria.

Almiares con nieve a la puesta de sol, 1891

Ese proceso de desfiguración en la pintura de Monet no supuso realmente un cambio de estilo, sino más bien su desarrollo lógico, que culminó en las Ninfeas. En ellas están presentes todas las esencias del impresionismo: la ausencia de contornos; el amor por la naturaleza, los exteriores y la luz; la exaltación del color; el empasto generoso y reiterado; la exploración de ángulos y encuadres revolucionarios; la perspectiva desdibujada; la inmediatez; el magnetismo de lo intranscendente; la superposición de tonos; la pincelada corta o el poder del conjunto sobre los detalles. Por supuesto, Monet no tenía todo eso en la cabeza mientras trabajaba: simplemente pintaba como le resultaba natural hacerlo.

Ninfeas, 1904
Ninfeas, 1906

En sus cartas, es frecuente leerle jactándose de su capacidad de denuedo y sacrificio; pero en muy rara ocasión le veremos mostrarse contento con los resultados obtenidos. Muy al contrario, son famosos sus episodios de mal humor y frustración cuando se veía incapaz de plasmar sobre el lienzo lo que percibían sus sentidos. Llegó a hacer desaparecer un porcentaje importante de sus obras prendiéndoles fuego o directamente a patadas ―“Debo velar por mi reputación de artista mientras pueda. Cuando haya muerto, nadie destruirá ni una sola de mis chapuzas, por muy malas que sean”―, o a emprenderla a golpes contra rivales tan indolentes como el viento o la luz solar por negarse a permanecer quietos mientras posaban para él.

Ninfeas, 1907
Ninfeas, 1907

Lo cierto es que sus pretensiones no eran sencillas: deseaba reflejar el paso de las horas y de las estaciones sobre un mismo objeto, de modo que la impresión del futuro espectador incluyese hasta la temperatura ambiente o el aroma de las flores. Y no buscaba los objetivos más fáciles, precisamente. Cualquiera que haya disfrutado de unos días en Londres, por ejemplo, sabe que las condiciones climáticas que puedan darse en un minuto determinado no predisponen en absoluto las del minuto siguiente, y Monet acudía con frecuencia a retratar la capital inglesa. Si a ello le añadimos que aquéllos eran los años de mayor presencia del smog, el escenario ya se convertía en un infierno especialmente diseñado para él. Movido por la desesperación y con ayuda de su hijo mayor, Monet acabó llevando preparados hasta quince lienzos para cada sesión, para poder ir cambiándolos a toda velocidad y acabarlos en el estudio. El resultado, una multitud de cuadros apenas comenzados en los que rara vez conseguía recordar la impresión que había deseado recoger con colores.

Leicester Square de noche, 1900-1901

La crítica que habitualmente se lanzaba a los impresionistas: que sus obras no eran más que bocetos sin acabar, no es del todo inexacta en el caso de Monet. Sufrió tales apuros económicos durante la mayor parte de su vida ―en 1880 llegó a verse con 5 francos en el bolsillo y multitud de pequeñas deudas cuyo montante total resultaba incalculable― que muchas veces malvendía por 100 o 200 francos lienzos que apenas tardaba dos o tres horas en cubrir de pinceladas apresuradas ―el poder adquisitivo del franco de finales del XIX equivalía, a grandes rasgos, al del euro actual―. Incluso Émile Zola, en absoluto sospechoso de no apoyar los nuevos aires artísticos, se percató de ello y, ante la posibilidad de que la forzada negligencia de Monet pudiese perjudicar al resto del grupo, en 1879 escribió lo siguiente para un periódico ruso:

Monsieur Monet ha hecho demasiadas concesiones a su facilidad de producción. En las horas difíciles han salido de su estudio sobre todo bocetos, y eso no vale nada, eso no lleva a un pintor a ninguna parte. Hemos de entender que M. Monet sufre hoy las consecuencias de su precipitación, de su necesidad de vender.

Ninfeas, 1907

Esa precipitación le llevó a perder el favor de coleccionistas muy importantes; pero seguramente también le sirvió para descubrir nuevas vías creativas y, desde luego, a aprender que cuando algo requiere un esfuerzo, hay que concedérselo. Como contrapartida, tras darse cuenta de que había colocado su carrera en un punto de grave zozobra, pronto llegó un momento en el que ni él mismo sabría cuándo había terminado una pintura. Esa sensación de inseguridad se acrecentó a medida que iba envejeciendo, y mucho más cuando alcanzó un caché que le permitía vivir muy desahogadamente con tan sólo vender uno o dos cuadros al año.

Ninfeas, 1908

De aquella etapa cercana al hambre también le quedó la costumbre de pintar directamente sobre el lienzo, sin tocar el carboncillo para nada y sin ensayar bocetos ―tan sólo de su serie de pinturas sobre la estación de Saint-Lazare se han conservado varios estudios, seguramente porque los horarios de las instalaciones le impedían terminar los cuadros in situ―. Además de permitirle producir sin parar, esa técnica favorecía la inmediatez a la hora de plasmar sensaciones y ayudaba a la desaparición de los contornos. Aunque esto pueda parecer la confirmación del otro gran tópico que siempre ha girado en torno a los impresionistas: que no sabían dibujar, en realidad se trata de la prueba que lo desmiente. Monet no sólo fue el mejor dibujante de su generación y se ganó la vida durante su adolescencia y primera juventud vendiendo caricaturas, sino que era capaz de trazar mentalmente las líneas maestras de sus pinturas sin necesidad de marcarlas físicamente.

Ninfeas, 1914-1917

En las Ninfeas también se encuentra patente el gusto de Monet por lo que Renoir ―no sin cierta coña― denominaba las “japoneserías”. Su admiración por los grabados de Hokusai o Hiroshige llegó a ser tan profunda que acabó haciendo construir sobre el estanque un puente de estilo japonés. Esa estética oriental no se le escapó a Maurice Khan, un reportero de Le Temps que en 1904 acudió a Giverny a entrevistarle. Preguntado al respecto, el pintor se mostró sorprendido y afirmó no haberla buscado deliberadamente. O bien mentía o bien esa influencia había calado tan hondo en su interior que no se percataba de su existencia. El hecho curioso es que pronto comenzó a aparecer por allí un tal Monsieur Hayashi a derramar lágrimas de nostalgia por su patria del sol naciente.

La japonesa, 1875

Por aquel entonces, Monet vivía el único breve periodo en el que su carrera aunó el reconocimiento popular, el éxito comercial y la admiración de la crítica. No obstante, el impresionismo ya había muerto como tendencia en boga. El Salón de Otoño no sólo no encontraba ningún problema en admitir cuadros impresionistas, sino que había pasado a ser la regla creativa. El punto y final oficial del movimiento puede señalarse en enero de 1905, cuando la revista “Revue Bleue” publicó un artículo de Camille Mauclair titulado “El final del impresionismo”, dedicado a una nueva generación de artistas todavía sin una denominación común, pero que acabarán siendo conocidos como los fauvistas. Bien es cierto que en capitales como Londres o Madrid la fiebre impresionista vivía su máximo apogeo; pero era debido a que en ese momento comenzaban a exhibirse allí los lienzos con los que los parisinos llevaban décadas conviviendo. La crítica francesa, presa del sentimiento de culpabilidad por el trato vejatorio al que le sometió durante años, comenzaba a hablar del movimiento como un hito fundamental dentro de la historia del arte, pero ya en pretérito. Las Ninfeas, aún no reveladas, constituirían su epílogo.

El arco de flores, 1913

No se sabe cuándo empezó Monet a pintarlas. Es de esperar que lo hiciera inmediatamente después de que el estanque estuviera listo, alrededor de 1895, o quizá algo más tarde. Sin embargo, no se las mostró a nadie hasta 1899, cuando ya contaba con varias pinturas acabadas y siempre a personas de gran confianza. Por aquel entonces ya denominaba a su proyecto “La Gran Decoración”, aunque tampoco está muy claro a qué se refería con esa expresión ni cómo fue cambiando de sentido para él hasta convertirse en los paneles que hoy cuelgan en L’Orangerie.

Ninfeas, 1915

La presentación de cuarenta y ocho de esos primeros trabajos se llevó a cabo en la exposición “Las ninfeas, series de paisajes de agua”, inaugurada el 5 de mayo de 1909 en la galería de Durand-Ruel, su marchante habitual. Hubo largas colas y, en general, el público salió tan entusiasmado que la prensa generalista multiplicó su atención hacia el viejo Monet, lo cual le ilusionó hasta el punto de que decidiría no dedicar ni una pincelada más a ningún otro motivo durante el resto de su vida.

Ninfeas, 1914-1917

Por desgracia, al año siguiente una crecida descomunal de toda la cuenca del Sena engulló el jardín y lo mantuvo sumergido durante más de dos meses. Mientras tanto, Alice empeoró súbitamente de una supuesta anemia que acabó siendo leucemia y falleció poco después. A pesar de que cuando las aguas bajaron se pudo comprobar que los daños, aunque graves, no eran irreparables ―sorprendentemente, varias de las plantas sobrevivieron aun cubiertas de lodo; lo cual, por otra parte, acrecentó las sospechas de los lugareños de que aquellas flores extranjeras no podían ser nada bueno―, Monet no pudo con esa sucesión de golpes vitales y se vio incapaz de pintar durante dos años: el mayor periodo de inactividad de toda su vida, aunque no sería el último.

Ninfeas, 1915

En 1914, sufrió una fuerte gripe que le impidió dedicarse a cualquier labor durante meses. Nada más recuperarse, falleció su hijo Jean tras una larguísima agonía, e inmediatamente después comenzó la Primera Guerra Mundial. Lejos de lo que hubiera podido imaginarse, esta sucesión de circunstancias nefastas le impulsó a trabajar con más furia y a pensar en maneras de implicarse en el conflicto a sus 74 años. Finalmente, manteniendo la integridad del estanque, dedicará el resto de sus fincas a cultivar legumbres para surtir al pequeño hospital para heridos instalado en Giverny ―era tan pequeño que se conocía como “la ambulancia”: apenas cabían catorce soldados―.

Ninfeas, 1915
Ninfeas, 1917-1920

La propaganda de guerra presentaba a los alemanes como bárbaros sedientos de sangre, incluso era frecuente que se los denominara directamente como “los hunos”. Resultaba tan airada que hasta alguien con la experiencia cosmopolita de Monet se vio influido por ella. A pesar de que algunas voces alarmistas le animaron a empacar sus cuadros y refugiarse en París, el artista decidió quedarse en su casa de campo dispuesto a defender su obra con su propia vida si resultase necesario, o al menos así lo proclamó. Lo cierto es que Monet no estaba en condiciones de defender nada de nadie, y además siempre se había mostrado como una persona profundamente antibelicista, hasta el punto de que llegó a ser tachado de traidor y derrotista durante la guerra franco-prusiana. Su aversión a las armas le venía de su servicio militar en Argelia, del que sólo cumplió un año de los siete que eran obligatorios porque tuvo la suerte de contraer el tifus.

Ninfeas azules, 1916-1919

El por qué realizó entonces aquellas declaraciones tan ardorosas tan sólo puede explicarse mediante la influencia de Georges Clemenceau, el amigo más íntimo que tuvo en la última etapa de su vida y una figura clave de la política francesa durante la Tercera República. Alcalde del Distrito de Montmartre; diputado en varias legislaturas; senador; Ministro del Interior; Presidente del Consejo en dos ocasiones, la última al final de la Primera Guerra Mundial, cuando compaginó su cargo con el de Ministro de la Guerra; director del periódico L’Aurore, donde Zola publicó su “¡Yo acuso…!” (1898) ―cuyo título eligió el propio Clemenceau―, y de varios otros medios, fue apodado “el Tigre” en vida y aún hoy es venerado como un referente del radicalismo, ocupando en la memoria colectiva francesa un lugar similar al de Churchill en la británica.

Ninfeas con reflejos de sauces, 1916-1919

Lo que está claro es que ni Monet ni Clemenceau pudieron imaginar en un principio cómo iba a evolucionar un conflicto tan sucio y absurdo como la Primera Guerra Mundial. Ante las cifras insostenibles de bajas que cosecharon los primeros combates en campo abierto, se impuso la guerra de trincheras, de modo que los frentes se asentaron y Giverny quedó pronto fuera de peligro. Así, en lugar de prepararse para matar boches asesinos, Monet estuvo cultivando habichuelas y pintando tranquilamente mientras se desarrollaba la contienda. Durante este periodo se fue concretando en él la idea de las Grandes Decoraciones como una serie de paneles de gran formato dispuestos en elipse cerrada, de modo que el espectador pudiera percibir el paso de las estaciones y de las horas del día al colocarse en su centro. Igualmente, fue creciendo en él la ilusión por donar a la República Francesa la que creía que iba a ser su obra magna, tal y como había hecho Rodin con el conjunto de su creación. Lógicamente, la persona encargada de gestionar ese regalo del artista a su patria sería Clemenceau.

Ninfeas con reflejos verdes, 1914-1917

Se conserva una correspondencia extensa entre los dos amigos, que pone de manifiesto hasta qué punto el político se desvivía por mantener activo al pintor, incluso acudiendo frecuentemente a Giverny con el único fin de asegurarse de que seguía sus tratamientos médicos y no descuidaba sus comidas. No obstante, la fragilidad física de Monet se convertía en la más vigorosa terquedad en cuanto se mencionaba el asunto de la donación. El principal problema era que el viejo maestro exigía que los paneles quedaran colocados de una manera que no encajaba con ningún lugar que la República tuviera disponible, de modo que habría que construirlo ex novo o comprarlo exclusivamente para ello.

El estanque de las ninfeas, 1917-1919
El estanque de las ninfeas, 1919

Las negociaciones fueron tan largas, arduas, tensas y desmoralizantes que, ante el riesgo cierto de acabar estrangulándolo, Clemenceau optó por delegarlas. Lo más difícil era hacerle comprender, sin dañar su autoestima ni desmotivarle, que el Gobierno no podía asumir el coste económico y político que supondría atender al pie de la letra los deseos de un pintor cuyo tiempo ya había pasado. Desde nuestra perspectiva temporal, Monet siempre será un impresionista revolucionario; pero en aquel momento no era visto más que como una gloria viva: un venerable anciano al que había que procurar honrar y complacer; pero no a cualquier precio. Para entender aquel contexto, resulta necesario tener en cuenta que Picasso había presentado “Las señoritas de Avignon” en 1907, que el mundo ya había visto a los fauvistas, a los futuristas y a los suprematistas, y que mientras las negociaciones se alargaban se había fundado la Bauhaus y comenzaban a despuntar el expresionismo, el surrealismo y el art déco. Para las vanguardias, los impresionistas significaban algo muy parecido a lo que los academicistas habían significado para ellos. Monet ocupaba entonces el lugar de un dinosaurio al que algún milagro le había permitido sobrevivir a la extinción. En sus cada vez más espaciadas entrevistas, solía ser preguntado por Picasso o por Matisse, y en su respuestas siempre se aprecia una especie de duda o desorientación que generalmente resuelve reconociendo con amargura que ya no se considera capacitado para juzgar su obra, porque lo que le sale es decir lo mismo que decían de él los que le criticaban al principio.

Ninfeas, 1922

Hacía más de cincuenta años que Zola le había definido como el pintor de la vida moderna, y quizá lo fuera en su momento; pero fue recelando más y más del progreso a medida que fue cumpliendo años y percatándose de que el avance tecnológico implicaba una transformación inevitable del entorno natural. Las figuras humanas, que tampoco habían sido nunca demasiado abundantes en sus pinturas, fueron desapareciendo de ellas, y si bien podría haber encontrado magníficas combinaciones cromáticas en construcciones artificiales, cada vez le maravillaban más las naturales, aunque respondiesen a un diseño prestablecido. No podemos calificarlo como ecologista, porque el ecologismo aún no existía y porque su preferencia por lo silvestre no entrañaba ninguna ideología ulterior; ni siquiera como conservacionista, dado que no dudó en desviar el curso del arroyo ni en introducir especies foráneas en él. Lo que temía y le molestaba era el fin de la belleza, sin más; y si la contaminación y la destrucción del medio hubiesen contribuido a potenciar sus ideales estéticos, habría contaminado y destruido como el mejor. La prosaica realidad es que justo al lado de su estaque de nenúfares, por la mitad geométrica de su jardín, cruzaba una línea férrea por la que transitaban una media de cuatro convoyes diarios que jamás dejó entrever en ninguno de sus lienzos.

El puente japonés, 1918-1924

De entre todos los elementos naturales, el núcleo de sus fijaciones era el agua. Dejando a un lado disquisiciones filosóficas o metafóricas, que nunca llegó a manifestar cumplidamente, sus pinturas revelan con claridad que la propiedad acuosa que de verdad le cautivaba era la de espejo imperfecto en constante cambio. No en vano, nada más instalarse en Giverny se fabricó un estudio flotante sobre una barca ―inmortalizado por él mismo y también por Manet― para poder pintar dentro del entorno y, si hubiese encontrado la manera, sin duda también lo habría hecho sumergido. Sus inmersiones desnudo en las generalmente gélidas aguas normandas o en el propio río se consideraron en su tiempo como una más de sus excentricidades. Él las justificaba alegando que no se podía reproducir algo si antes no se había conocido su esencia fundiéndose con ella, una afirmación que quizá pueda parecernos la típica machada de un genio en su pedestal, pero que no deja de ser la extrapolación física del principio impresionista de la ausencia de contornos. En los Nenúfares, la aplicación de esa máxima trasciende la mera ausencia de dibujo: son los propios objetos los que pierden su estructura para disolverse en el espacio, como si los colores desbordaran sus límites naturales ―lo que realmente hacen bajo la refracción del agua, por otra parte―.

«Monet en su estudio flotante», de Edouard Manet (1874)
El estudio flotante, 1886

Aunque los alrededor de 250 cuadros que realizó sobre este motivo se conozcan en su conjunto como los Nenúfares o Ninfeas, engloban lienzos de las más diversas facturas. Su único denominador común es que el objeto representado, en su conjunto o en casi todos los grados de detalle imaginables, siempre es el estanque. Por lo demás, Monet jugó con todos los niveles de figuración, desde el más realista hasta el más próximo a la abstracción, pero con frecuentes idas y venidas, sin seguir una línea evolutiva constante en el tiempo. En algunos destaca su preocupación por la incidencia de la luz; en otros por la perspectiva, alcanzando una ilusión de profundidad cercana a los logros del Op-art; mientras que en varios de ellos el protagonismo absoluto recae en la composición cromática. Igualmente, los formatos son de lo más variados en cuanto a tamaños y formas, llegando incluso a emplear lienzos circulares.

Ninfeas, 1908

Muchas de las Ninfeas, sobre todo las que reflejan una visión general del estanque con su puente japonés, son prácticamente iguales entre sí y tan sólo se diferencian en pequeños detalles compositivos, en cambios de luz o incluso en algo tan difícil de apreciar como el espesor del aire. Esta característica, unida a su gran tamaño, hace que, al igual que ocurre con las marinas de Turner, resulte imprescindible verlas en vivo para hacerse una idea de su verdadera belleza. Una fotografía, por muy bien tomada que esté, siempre va a modificar los colores, generalmente de manera imperceptible; pero en este caso los matices cromáticos son tan importantes que ese desvío puede provocar confundir un cuadro con otro. Igualmente, y por el mismo motivo, las Ninfeas conforman la pesadilla perfecta de cualquier iluminador de museos.

Glicinas, 1925

Al igual que les ocurrió a Renoir, a Van Gogh o a Gauguin, Monet tampoco se libró de que le tacharan de daltónico con el mayor desprecio imaginable. Por poner un ejemplo, un crítico de “Le Soleil” llamado Alphonse de Calonne publicó en 1888 una crónica, titulada “El arte contra natura”, acerca de una exposición conjunta de Monet y Rodin. El periodista partía de la base incuestionable de que el pintor padecía “una funesta enfermedad del aparato visual” que le llevaba a obtener resultados inverosímiles ―con respecto a Rodin, fue algo menos fisiológico y sencillamente le acusó de pretender reflejar la naturaleza tan fea como fuese posible―. A decir verdad, cualquier argumento habría servido para atacar a los impresionistas en aquellos años: era el fin de desacreditarlos lo que justificaba los medios. Sin embargo, el de los defectos visuales ―que, tristemente, sigue existiendo en nuestra época, si bien bajo el disfraz de “explicación científica” a algo tan inexplicable como la genialidad― es de los más absurdos: cualquiera puede darse cuenta de que si un daltónico ve rojo un objeto que los demás vemos verde, así mismo encontrará roja la pintura verde, de modo que en su obra no habrá diferencias con la realidad.

Ninfeas con sol poniente, 1920-1926
Ninfeas por la mañana con sauces llorones, 1920-1926

No obstante, en los últimos años de su vida sí que padeció una determinada afección ocular que pudo influir en su forma de percibir la realidad: las cataratas; pero hemos de ser cautelosos antes de sacar conclusiones. No hay ningún motivo para pensar que dicha dolencia en sí afectara a su apreciación de los colores: en sus cartas y en algunos partes médicos se habla de una pérdida gradual y general de la visión. Reacio a operarse en un principio, llegó un momento en el que no le quedó más remedio si no quería acabar ciego, por lo que se puso en manos del Dr. Coutela, un joven cirujano ocular cuyos informes no dejan duda de su profesionalidad ni de la dedicación con la que trataba los valiosos ojos de este paciente tan ilustre. En uno de esos escritos refiere cómo, tras la intervención, Monet ha recuperado prácticamente por completo la visión de cerca, y de lejos presenta una agudeza aceptable; el único problema es que “ahora lo ve todo bastante más amarillo”, aclarando que no se trata de algo raro en pacientes operados de cataratas, “si bien es más normal ver rojo o azul”.

Ninfeas, 1920-1926

Sin duda, un defecto como ése podría haber influido negativamente en la obra de Monet, dado que le incapacitaba para distinguir matices cromáticos entre sí. No obstante, esa distorsión tan sólo se puso de manifiesto tras la operación, cuando Monet ya había cumplido 82 años y sólo le faltaba dar unos últimos retoques a las Grandes Decoraciones. Lo llamativo es que en esos lienzos pueden apreciarse ciertas tonalidades ocres, una gama que siempre había detestado. Coutela se desvivió por diseñar unas gafas con filtros que compensaran ese defecto; pero satisfacer en este sentido a alguien que ha hecho del estudio del color la pasión de su vida resultaba imposible. Finalmente, el cirujano le examinó de nuevo y determinó que una segunda intervención en el ojo izquierdo podría solucionar el problema. Monet le contestó que tan sólo se dejaría operar si le presentase a otro pintor con cataratas corregidas que afirmarse ver bien todos los colores ―lo más curioso del asunto es que el médico no captó la ironía y movió Roma con Santiago para encontrarlo; sin éxito, por supuesto―.

Ninfeas, 1920-1926

Tres años más tarde, el 5 de diciembre de 1926, a la 1 de la tarde, Monet fallecía en su cama de Giverny de una fibrosis pulmonar que llevaba años desarrollando, pero que tan sólo le había sido diagnosticada un par de meses antes ―lo cual no influyó en absoluto en su desarrollo, porque no existía ningún tratamiento para ella―. Las Grandes Decoraciones estaban terminadas, aunque no se pudo acceder a ellas hasta que se abrió el testamento, el 21 de diciembre. Sólo entonces quedó claro que se trataba de veintidós paneles de 220 centímetros de alto por 600 de ancho: el formato normado que se vendía ya preparado para diseñar carteles publicitarios. Gracias al impulso de Clemenceau, estuvieron colocados en pocos meses y pudieron inaugurarse en mayo de 1927 en L’Orangerie. Los primeros días recibieron muchas visitas; pero un año más tarde ya resultaba difícil encontrarse a alguien por allí, y en ese estado de soledad permanecieron durante casi 50 años. En 2006, tras unas largas obras de rehabilitación, el museo volvió a abrir sus puertas, esta vez con los paneles en su planta superior, repartidos en dos salas. Desde luego, no fue ésa la idea original de Monet; pero seguramente tampoco lo era que nadie acudiese a verlos.

Ninfeas, 1920-1926

Su casa de Giverny sigue hoy en pie y, como es lógico, ha sido transformada en un museo que… No, no ha sido así. Su interior ha sido reformado por completo y puede alquilarse como alojamiento rural, con todas las comodidades imaginables, en una conocida plataforma global a la que no parece importarle demasiado a quién perteneció en su momento.

Ninfeas, 1920-1926

Recomendaciones: es de esperar que en los próximos meses o años se publiquen varios estudios sobre la obra de Monet, y especialmente sobre sus Ninfeas. De momento, la mejor opción vuelve a ser la ofrecida por Taschen, que en este caso es doble. Por un lado, tenemos el volumen dedicado al pintor dentro de su serie básica, como siempre con un buen texto de acompañamiento y una calidad de impresión excelente. Por otro, dentro de la colección «Biblioteca Universalis», «Monet o el triunfo del impresionismo», un repaso completo, profundo y detallado a la vida y obra del artista a cargo de Daniel Wildenstein, historiador del arte y uno de los marchantes más importantes del siglo XX. Contiene innumerables reproducciones de la obra de Monet perfectamente catalogadas, así como varias fotografías del pintor y su entorno; pero hay que tener en cuenta que se trata de un libro más para leer que para mirar.

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