Cuenta la leyenda que a finales del siglo XIX una joven escritora en ciernes, llamada Laura Kieler, le envió una carta a un literato veterano y afamado, de nombre Henrik Ibsen, rogándole que le ayudase a publicar su primera novela. No se trataba de la típica intentona de quien se considera un genio de las letras injustamente tratado por la humanidad, sino de una cuestión poco menos que de vida o muerte. Con las eventuales ganancias que le reportara la edición de su manuscrito, la señora Kieler pretendía devolver un préstamo privado que, siendo imprescindible para la curación de su marido, enfermo de tuberculosis e ignorante del origen del dinero, había empleado en costear una larga estancia en Italia. El dramaturgo rechazó su petición, es de suponer que porque no la creyó, o bien porque consideró que la baja calidad del texto no resultaba subsanable ni por la vía de la caridad. Ante esa negativa, y ante el vencimiento inminente de la deuda, a la señora Kieler no le quedó más remedio (!) que falsificar la firma de su esposo en un pagaré. Cuando éste se enteró, lejos de sentirse conmovido por ser el objeto de tan gran amor, se divorció de ella y se las apañó para que la ingresaran en un buen reclusorio para histéricas. La noticia llegó pronto a oídos de Ibsen, que, atenazado por la culpa, decidió escribir “Casa de muñecas” como homenaje a esa pobre mujer y a todas las pobres mujeres que, por culpa del sistema, se veían impelidas a cometer falsedades en documentos mercantiles para sanar a sus ingratos maridos tísicos.
Es posible que así sucediera; pero también poco probable. Ibsen siempre fue un autor muy reacio a hablar de su propia obra, y mucho más de sí mismo o de su vida privada. Su atención estuvo centrada casi permanentemente en asuntos políticos, sociales o humanísticos, y ni siquiera en su poesía es posible detectar demasiados reflejos introspectivos. Siendo esto así, los pocos datos fidedignos que se conocen acerca de la génesis de “Casa de muñecas” no encajan del todo con la historia expuesta. Parece ser verdad que la señora Kieler se vio envuelta en un pequeño entuerto por culpa de un endeudamiento no del todo regular, así como que estuvo una temporada en el manicomio —seguramente como mal menor tras descubrirse el fraude—. Más dudas despierta tanto la supuesta enfermedad de su marido como que el dinero fuese invertido en su sanación, aunque efectivamente fue la explicación que los Kieler —ambos— alegaron en su defensa. No hubo ningún divorcio y, tras su paso por el frenopático, de apenas un mes de duración, Laura Kieler, junto con su cónyuge y sus hijos, se mudó a Dinamarca, donde vivió de la escritura hasta su muerte, en 1932. No obstante, a pesar de que consiguió labrarse fama y prestigio gracias a su propia creación literaria, nunca dejó de ser identificada como la mujer del drama de Ibsen, algo que la irritaba sobremanera.
Lo cierto es que Ibsen y Kieler se habían conocido años antes de que ocurriera ese episodio y se podía decir que eran amigos, pero seguramente tampoco de una gran intimidad. Por otra parte, aunque sin demasiado éxito todavía, Kieler ya había publicado algunas obras por aquel entonces y contaba con su editor habitual, por lo que no necesitaba de ninguna ayuda cualificada para que su novela viera la luz —y, en realidad, aunque bien pudiera haberse perdido, tampoco hay rastro documental alguno de esa supuesta petición—. Más bien, todo parece indicar que Ibsen, que por aquel entonces residía en Roma, permaneció ajeno a lo ocurrido hasta que, tras enterarse de que su antigua amiga había sido internada, se interesó por su salud y por los motivos de tal ingreso. Sinceramente impresionado al conocer los detalles del caso y muy influenciado por los artículos protofeministas de Camilla Collett, se inspiró tanto en unos como en otros para acabar de cuajar un drama, que ya tenía esbozado, acerca de la situación social de las mujeres. En el fondo, daba igual si la versión de Kieler era cierta o no: lo terrible era que perfectamente podía haberlo sido. La cuestión sustancial era que una mujer, por el hecho de serlo, no tenía derecho a obligarse sin la autorización de su padre o, en su caso, de su marido. Es decir, que su capacidad jurídica no era plena, sino tan sólo superior en algunos aspectos a la de los menores y los incapaces.
Sean cuales fueran los motivos que llevaran a Ibsen a escribirla, “Casa de muñecas” se acabó estrenando en el Teatro Real de Copenhague el 21 de diciembre de 1879, una fecha muy apropiada si tenemos en cuenta que su acción se desarrolla durante las navidades. Con el título original noruego de Et dukkenhjem, fue el drama que terminó de consagrar mundialmente al autor, que a sus 51 años ya gozaba de un prestigio muy sólido en el ámbito germano-escandinavo. No obstante, todavía tuvo que esperar bastante tiempo a que sus obras comenzaran a ser más apreciadas por su valor literario que por la polémica que generaban. Al igual que le ocurrió a los impresionistas, a Rodin o a Proust en sus respectivas disciplinas, tampoco él se libró en su momento de que sus creaciones fuesen denostadas por, supuestamente, atentar contra el buen gusto o contra la inteligencia del público. Hoy nadie duda de que sus contribuciones al teatro contemporáneo, así como las más crispadas y radicales de su colega y coetáneo sueco August Strindberg, influyeron de manera sustancial y determinante en la evolución de todas las formas de arte dramático, incluido el cine.
La revolución llevada a cabo por estos dramaturgos nórdicos —no en exclusiva, claro está, pero sí en destacada vanguardia— se basó en gran medida en la introducción del realismo en el teatro. Si Balzac, Stendhal, Flaubert y Dickens habían conseguido abrir hacía décadas la senda por la que discurriría la narrativa contemporánea, las artes escénicas permanecían ancladas en convenciones que a menudo se remontaban al barroco. El salto estilístico fue inmenso y, entre otros cambios menos llamativos, implicó pasar a componer los diálogos empleando el habla cotidiana de cada clase social, renunciando así al lenguaje engolado y artificial que hasta entonces se consideraba inherente a la declamación. Esto, que hoy nos resulta tan familiar como para no reparar en ello, significó en su época un choque duro de digerir para los aficionados al teatro, que en su gran mayoría no podían evitar percibirlo como vulgar y chabacano.
Otra innovación, quizá algo más complicada de detectar en su momento, consistió en la renuncia a los arquetipos, sustituyéndolos por personajes con perfiles psicológicos individualizados que el espectador debía comprender por simple empatía y sin ayuda de tópicos, tal y como le ocurriría con alguien a quien acabara de conocer en la vida real. Ibsen, reacio como era a ofrecer cualquier tipo de explicación, no nos dejó la base teórica de todos esos cambios; sin embargo, en unos términos extrapolables a todo el teatro realista —y que en su entusiasmo y contundencia recuerdan mucho a los que, tan sólo unos meses antes, había empleado Van Gogh para comunicarle a su hermano Theo unos avances equiparables a la hora de plasmar la noche en un lienzo—, sí que lo hizo Strindberg en el prólogo de “La señorita Julia” (1889):
He roto con la tradición de presentar a los personajes como catequistas que con preguntas estúpidas provocan la réplica brillante. […] Para ello he hecho que las mentes trabajen de un modo irregular, tal y como ocurre en la realidad, donde en una conversación nunca se agota el tema, donde un cerebro trabaja como una rueda dentada en la que el otro se engrana a la buena de Dios. Por eso el diálogo anda sin rumbo. He proveído en las primeras escenas de abundante material que en el desarrollo se elabora, se trabaja, se repite, se amplía lo mismo que el tema de una composición musical.
Aunque los planteamientos del sueco, más audaces y exaltados, acabaran siendo sacralizados por algunas corrientes del siglo XX —como la del teatro del absurdo, o incluso por ciertos artistas conceptuales o de performance—, fue la obra de Ibsen la que marcó el gran camino a seguir.
Nacido el 20 de marzo de 1828 en Skien, una pequeña ciudad noruega relativamente cercana a Oslo, fue bautizado con el nombre de Henrik Johan Ibsen. Todo parecía indicar entonces que iba a tener una infancia fácil y acomodada, dado que su padre era un hombre de negocios próspero y muy respetado en su comunidad. No obstante, alguna mala inversión le hizo perder su fortuna y, poco menos que de la noche a la mañana, se convirtió en un insolvente endeudado hasta las cejas. No se conocen los detalles del naufragio, pero sí alguna de sus consecuencias, como que el joven Ibsen tuvo que abandonar los estudios con 14 años para ponerse a trabajar como aprendiz de boticario mientras estudiaba latín por su cuenta —por si algún día podía entrar en la facultad de Medicina, como de hecho acabó logrando, si bien la vocación sólo le duró un par de disecciones—. Parece ser que esos estudios romanos le inspiraron para escribir “Catilina”, una primera tragedia en verso fuertemente influida por Shakespeare y en la que, apartándose en cierta medida de la visión interesada que nos legaron Cicerón y Salustio, se esfuerza por adivinar los motivos del presunto conjurador.
Bajo el seudónimo de Brynjoff Bjarme, consiguió estrenar ésa y otras obras en teatros menores con un éxito relativo. Ibsen siempre se mostró esquivo a la hora de aclararlo, pero la decisión de ocultar su nombre seguramente tuvo que ver con las deudas que mantenía su padre: si arruinarse siempre es una desgracia, en una sociedad luterana además implica caer en ella. También fue así como firmó sus aportaciones a la revista Andhrimner, que fundó con dos amigos en enero de 1851 y que apenas duró viva hasta septiembre de ese mismo año. En principio, debería haberse tratado de una publicación literaria con grandes dosis de parodia y humor, pero en la práctica nunca pasó de ser un panfleto reivindicativo de la independencia plena de Noruega.
La suma de sus méritos literarios y de su ardor nacionalista le sirvió para ser nombrado director del Teatro Nacional Noruego, con sede en Bergen. A pesar de su nombre pomposo, acababa de ser fundado por Ole Bull y otros intelectuales, más como un símbolo independentista que como una realidad, de modo que sus representaciones eran escasas y muy modestas. El salario de Ibsen iba acorde con la austeridad del proyecto, pero le bastaba para mantenerse mientras seguía escribiendo, y además le permitía realizar giras por toda Europa. Fue en esos años de estabilidad y tranquilidad —que también aprovechó para casarse en 1858 con Susanna Thoresen y, al año siguiente, tener con ella a su hijo Sigurd― cuando su obra comenzó a desatar cierta polémica. A la vez que iba estrenando montajes, no siempre sobre libretos suyos, fue publicando varios volúmenes de poesía y también algún ensayo, además de artículos de prensa que en ocasiones recibían contestaciones algo exaltadas por parte de otros columnistas. En esa primera mitad de su carrera, su estilo puede calificarse sin ambages como de Romanticismo germánico, repleto de gestas épicas y aires poéticos y fantasiosos, y con un lenguaje ampuloso y grandilocuente, todo ello impregnado con una verdadera obsesión por el origen mítico de las naciones. Fue el estreno de “Peer Gynt”, en 1876, el que marcó el sorprendente final abrupto de este larguísimo ciclo, del que el autor pareció renegar de repente poniendo sobre el escenario una obra en la que parodiaba toda su producción anterior.
A partir de entonces, y sin que se conozcan los motivos que le llevaron a dar semejante giro —de hecho, “Peer Gynt” llevaba escrita desde 1867—, Ibsen abrazó el realismo crítico y se convirtió en un literato por completo contrapuesto al que había sido. Los trolls, los héroes legendarios y las naciones personificadas dejaron paso a seres humanos corrientes y contemporáneos, cuyas acciones tan sólo revestían trascendencia para sí mismos y su círculo más inmediato. Se inicia así su ciclo de los “Dramas burgueses”, en los que, bajo el lema: “No se graban tanto mil palabras como un solo hecho”, llegará a adentrarse en las aguas del naturalismo, para acabar evolucionando a una tercera y última etapa sui generis con influencias de las corrientes modernistas, sobre todo del simbolismo, y marcada por los estudios de Charcot y, principalmente, de Freud, a los que prestó una gran atención.
En sus “Dramas burgueses”, Ibsen tuvo la clarividencia de detectar una sociedad en crisis que seguía manteniendo convenciones cada vez más anacrónicas, lo que la obligaba a recurrir a la farsa o a la más descarada hipocresía con tal de salvar las formas. Bastaba plasmar la realidad tal y como era, sin forzar los planteamientos ni adoptar perspectivas maniqueas o caricaturescas, para que los noruegos y sus usos se criticaran solos. “Casa de muñecas” y “Un enemigo del pueblo” (1882) suelen ser los dos ejemplos más celebrados, y también los que más revuelo causaron en su momento, si bien por motivos muy distintos. “Un enemigo del pueblo” fue tomada mayoritariamente como una acusación indiscriminada de corrupción a los poderes públicos, o incluso como un ataque al sistema democrático liberal en su conjunto, —aunque más bien encierra una advertencia contra su degeneración por culpa de la demagogia—. De “Casa de muñecas”, por su parte, se consideró que arremetía contra el matrimonio, la familia tradicional y hasta contra el instinto maternal; pero también hubo quien la vio desde el principio como una obra reivindicativa de los derechos de las mujeres. Ésa es la interpretación que se impuso en muy poco tiempo, llegando a consagrar a su protagonista —y ello a pesar de tratarse de un ser de ficción— como una de las heroínas de aquellas primeras luchas por objetivos tan básicos como la plena capacidad jurídica o el voto.
Nora se nos presenta como una mujer todavía joven, esposa del abogado Torvald Helmer, con quien lleva casada unos diez años y con el que tiene tres hijos aún muy pequeños. Tras haber pasado épocas bastante complicadas, Torvald acaba de ser nombrado director de un banco, por lo que parece que las apreturas económicas se han terminado para siempre. La acción se inicia el día de Nochebuena, en un ambiente idílico de felicidad familiar, si bien un espectador atento ya puede comenzar a intuir la existencia de alguna realidad oculta:
ACTO PRIMERO.
Sala decentemente amueblada pero sin lujo. Al fondo, dos puertas que conducen, la de la derecha al recibidor, y la de la izquierda, al despacho de HELMER. A la izquierda, en primer término, una ventana, y en segundo término, una puerta. A la derecha, en primer término, una chimenea, y en segundo término, una puerta. Entre las dos puertas del fondo, un piano. A la izquierda, cerca de la ventana, una mesa, un sillón y un pequeño diván. A la derecha, entre la chimenea y la puerta, una mesa pequeña y, a ambos lados de la chimenea, varias butacas. Un mueble con vajilla, un armario lleno de libros lujosamente encuadernados, grabados y algunos objetos de arte convenientemente distribuidos, completan el decorado de la escena, que debe estar alfombrada. Es un día frío de invierno y en la chimenea arde un buen fuego.
ESCENA I.
Al levantarse el telón, suena un campanillazo en el recibidor. ELENA, que se encuentra sola, poniendo en orden los muebles se apresura a abrir la puerta derecha, por donde entra NORA, en traje de calle y con varios paquetes, seguida de un MOZO con un árbol de Navidad y una cesta. NORA tararea mientras coloca los paquetes sobre la mesa de la derecha. El MOZO entrega a ELENA el árbol de Navidad y la cesta.
NORA: Esconde bien el árbol de Navidad, Elena. Los niños no deben verlo hasta la noche, cuando esté arreglado. (Al mozo, sacando el portamonedas). ¿Cuánto le debo?
EL MOZO: Cincuenta céntimos.
NORA: Tome una corona. Lo que sobra, para usted. (El mozo saluda y se va. Nora cierra la puerta. Continúa sonriendo alegremente mientras se despoja del sombrero y del abrigo. Después saca del bolsillo un cucurucho de almendras y come dos o tres, se acerca de puntillas a la puerta izquierda del fondo y escucha). ¡Ah! Está en el despacho. (Vuelve a tatarear, y se dirige a la mesa de la derecha).
HELMER (Dentro): ¿Es mi alondra la que gorjea?
NORA (Abriendo paquetes): Sí.
HELMER: ¿Es mi ardilla la que alborota?
NORA: ¡Sí!
HELMER: ¿Hace mucho tiempo que ha venido la ardilla?
NORA: Acabo de llegar. (Guarda el cucurucho de confites en el bolsillo y se limpia la boca). Ven aquí, Torvald; mira las compras que he hecho.
HELMER: No me interrumpas. (Poco después abre la puerta, y aparece con la pluma en la mano, mirando en distintas direcciones). ¿Comprado dices? ¿Todo eso? ¿Otra vez ha encontrado la niñita modo de gastar dinero?
NORA: ¡Pero, Torvald! Este año podemos hacer algunos gastos más. Es la primera Navidad en que no nos vemos obligados a andar con escaseces.
HELMER. Sí… pero tampoco podemos derrochar…
NORA: Un poco, Torvald, un poquitín, ¿no? Ahora que vas a cobrar un sueldo crecido, y que ganarás mucho, mucho dinero…
HELMER: Sí, a partir de Año Nuevo; pero pasará un trimestre antes de percibir nada…
NORA: ¿Y eso qué importa? Mientras tanto se pide prestado.
HELMER: ¡Nora! (Se acerca a Nora, a quien en broma toma de una oreja). ¡Siempre esa ligereza! Supón que pido prestadas hoy mil coronas, que tú las gastas durante las fiestas de Navidad, que la víspera de año me cae una teja en la cabeza, y que…
NORA (Poniéndole la mano en la boca): Cállate, y no digas esas cosas.
HELMER: Pero figúrate que ocurriese. ¿Y entonces?
NORA: Si sucediera tal cosa… me daría lo mismo tener deudas que no tenerlas.
HELMER: ¿Y las personas que me hubieran prestado el dinero?
NORA: ¿Quién piensa en ellas? Son personas extrañas.
HELMER: Nora, Nora, eres una verdadera mujer. En serio, mujer, ya sabes mis ideas respecto de este punto. Nada de deudas; nada de préstamos. En la casa que depende de deudas y préstamos se introduce una especie de esclavitud, cierta cosa de mal cariz que previene. Hasta ahora nos hemos hecho firmes, y seguiremos haciendo otro tanto durante el tiempo de prueba que nos queda.
NORA (Acercándose a la chimenea): Bien, como tú quieras, Torvald.
HELMER (Siguiéndola): Vamos, vamos, la alondra no debe andar alicaída. ¿Qué? ¿Ahora salimos con que la ardilla tuerce el gesto? (Abre su portamonedas). Nora, adivina qué tengo aquí.
NORA (Volviéndose con rapidez): Dinero.
La obra se articula en tres actos, subdivididos en quince escenas el primero, doce el segundo y cinco el tercero, y, como comprobarán el espectador o el lector a medida que vaya avanzando la trama, carece de cualquier elemento superfluo o dejado al azar: hasta los gestos y comentarios de apariencia más trivial contribuyen a facilitar información, sin que se pierda por ello la sensación de cotidianidad en el devenir de los personajes. Ya en la primera escena, por el mero hecho de entregarle una corona al repartidor, queda claro que no falta el dinero en casa de los Helmer, y a la vez se nos expone rápidamente una aparente felicidad conyugal basada en la divertida puerilidad de Nora, que malgasta, gorjea, alborota y nunca debe estar alicaída —algo que tampoco debería tener nada de malo si Nora realmente es así y los que conviven con ella la aguantan—.
Los matices comienzan a llegar cuando Helmer atribuye el comportamiento de Nora a su condición de mujer y no a la personalidad de esa mujer en concreto, de lo cual se deduce que entiende que la puerilidad es inherente al sexo femenino —de hecho, sus palabras son: “eres una verdadera mujer”, pero la trata como a una niña sin apreciar la más mínima incoherencia en ello—. A estas alturas de la obra, Nora da la impresión de estar a gusto con su rol, sin que sepamos hasta qué punto se esfuerza por cumplirlo o si en realidad no necesita más que comportarse naturalmente. No obstante, Ibsen ya nos ha dado alguna pista al respecto: Nora esconde las almendras cuando descubre que su marido está en casa, y también se nos ponen sobre la mesa tanto sus diferentes ideas acerca de pedir dinero prestado como el hecho de que, ante cualquier conflicto de pareceres, es el criterio de Torvald el que prevalece por algún tipo de jerarquía aceptada entre ellos.
Quizá hoy en día pueda llegar a dar la impresión de que Ibsen cayó en un cierto grado de obviedad o de caricatura en esa primera exposición situacional, pero en realidad se trata de una apreciación contaminada por nuestra perspectiva temporal: a nadie en la Noruega de 1879, y seguramente en ninguna otra parte de Europa, le habría extrañado lo más mínimo un lenguaje y un comportamiento que habrían percibido como cotidiano y natural. La idea generalizada, incluso sostenida por filósofos, juristas y científicos, era que las mujeres nunca llegaban a alcanzar una madurez mental plena —al menos no las mujeres burguesas, que en el fondo eran las únicas de las que se preocupaban todos esos filósofos, juristas y científicos—, por lo que tan sólo intelectuales muy sensibilizados habrían sido capaces de intuir con esos elementos que el tema principal del drama iba a girar en torno a la posición subordinada de las mujeres, y no sólo de las mujeres burguesas, como podemos comprobar en el siguiente fragmento:
NORA: Dígame, Mariana… yo me he preguntado muchas veces una cosa. ¿Cómo tuvo usted valor para confiar su hijo a manos extrañas?
MARIANA: ¿Qué remedio me quedaba, teniendo que criar a Norita?
NORA: Sí, pero ¿cómo pudo usted decidirse?
MARIANA: ¡Como se trataba de un trabajo tan bueno! ¡Era mucha suerte para una muchacha que había tenido una desgracia! Porque el bribón no quería hacer nada en favor mío.
NORA: Seguramente su hija la habrá olvidado.
MARIANA: Ni pensarlo. Me escribió cuando fue su comunión, y luego, otra vez, cuando se casó.
NORA (Echándole los brazos al cuello): Mariana mía, usted fue una buena madre para mí, cuando yo era pequeña.
En una nota manuscrita, fechada en Roma el 19 de octubre de 1878, Ibsen se expresaba en estos términos: “Una mujer no puede ser ella misma en la sociedad actual, porque es ésta una sociedad exclusivamente masculina, con leyes formuladas por varones y con fiscales y jueces que evalúan la conducta femenina desde un punto de vista masculino”. Sin embargo, veinte años más tarde, en una conferencia ofrecida en la sede de la Asociación Noruega a favor de los Derechos de las Mujeres, el dramaturgo aseguró que no creía que “Casa de muñecas” fuera un drama sobre los derechos de las mujeres, sino más bien sobre los derechos humanos; y lo cierto es que, como todos sus dramas burgueses, la obra reviste la virtud de no ser monotemática, como tampoco lo es la vida cotidiana. Cada uno de los personajes que aparecen en la obra, ya sea masculino o femenino, sufre su propio drama vital, que invariablemente consiste en las consecuencias de un error cometido en el pasado.
Todos esos errores tienen algo en común: que se ha caído en ellos tratando de ajustarse a las convenciones sociales, o bien en un intento de eludirlas con discreción. El mérito de Ibsen fue plantear las cosas como eran, sin buenos ni malos y sin necesidad de edulcorar o sazonar el planteamiento con elementos que le indiquen al espectador cuál es la postura moralmente defendible ―una virtud que resulta muy difícil de encontrar en la dramaturgia actual, dicho sea de paso―. De hecho, si algo le horrorizaba a Ibsen era que la instrumentalización simplista de su obra acabase convirtiendo al personaje de Nora en uno de esos arquetipos que pretendía evitar. Sin embargo, pronto se dio cuenta de que iba a ser una pretensión imposible.
En aquella época se hablaba de sufragismo para referirse a la reivindicación del derecho de las mujeres al voto, pero no existía una palabra que sirviera para aunar la oposición a todas las facetas de la discriminación entre sexos. En su origen, el término “feminismo” era de carácter médico y con él se aludía al efecto de afilamiento facial que la tuberculosis provocaba en algunos varones, otorgándoles rasgos mujeriles ―también se hablaba de “infantilismo” cuando recordaban a los de un niño―. Más tarde, comenzó a llamarse “feministas”, con intención peyorativa, a los hombres que abogaban por la igualdad de derechos —contrariamente a una idea extendidísima, e incluso reproducida con gran negligencia en ámbitos académicos, no fue a Alejandro Dumas (hijo) al que se le ocurrió tal cosa, sino que él mismo fue una de las primeras víctimas del ataque, sobre todo a raíz de la publicación en el Monitor Republicano de 20 de agosto de 1880 de su largo artículo “Las mujeres que matan y las mujeres que votan”—. La prensa europea trató de llenar ese vacío léxico con el vocablo “noraísmo”, algo que a Ibsen no le hizo ninguna gracia. Evidentemente, simpatizaba con la lucha, pero aquello suponía la realización de su pesadilla de ver su drama convertido en un panfleto. Por mucho que la discriminación constituya el telón de fondo, “Casa de muñecas” es una obra literaria de ficción cuyo argumento desarrolla una serie de situaciones particulares que afectan a los personajes como individuos, no como representantes delegados de una determinada clase social o de un sexo concreto.
La mayor parte del argumento, que abarca casi una década, no se ve en la representación, sino que es narrado a base de pinceladas dialécticas que lo van conformando en el conocimiento del espectador. En realidad, sobre el escenario tan sólo se muestra el desenlace, cuando los acontecimientos se precipitan de una forma tan inesperada que la vida de todos los personajes cambia radicalmente en menos de cuarenta y ocho horas.
Tal y como le pudo ocurrir a Laura Kieler, el marido de Nora cayó gravemente enfermo al poco tiempo de haberse casado con ella. Según los médicos, las posibilidades de curación de Torvald se multiplicarían de poder vivir una temporada en algún lugar con un clima algo más benigno y templado que el noruego, pero el matrimonio carece de los recursos necesarios para permitírselo. Por ello, contraviniendo en secreto la voluntad de su marido —a él le dice que ha sido su padre quien ha consentido en pagar la estancia—, Nora contrae una importante deuda con un abogado metido a prestamista llamado Krogstad. Al necesitar que una firma de varón refrende sus actos y la avale, y no pudiendo contar con la de su esposo, Nora falsifica la de su padre, que en esos momentos se encuentra agonizante y no tarda en morir. Torvald se recupera tras más de un año en el sur de Italia y la familia regresa a Noruega a seguir viviendo con apreturas económicas mientras Nora hace lo imposible por ir amortizando el préstamo.
KROGSTAD (Dominándose): Oiga bien, señora. Si es necesario, lucharé para conservar mi humilde empleo como si se tratase de una cuestión de vida o muerte.
NORA: Y lo es, evidentemente.
KROGSTAD: No es sólo por el sueldo; lo importante es otra cosa… que, en fin, voy a decirlo todo. Usted sabe, naturalmente, como todo el mundo, que yo cometí una imprudencia hace ya un buen número de años.
NORA: Creo haber oído hablar del asunto.
KROGSTAD: La cuestión no pasó a los tribunales; pero me cerró todos los caminos. Entonces emprendí la clase de negocios que usted sabe, porque era forzoso buscar alguna otra cosa, y me atrevo a decir que no he sido peor que otros. Ahora quiero abandonar estos negocios, porque mis hijos crecen y necesito recobrar la mayor consideración que pueda. El empleo del Banco era para mí el primer escalón, y ahora me encuentro con que su esposo pretende hacerme bajar de él para sepultarme nuevamente en el lodo.
NORA: Pero, por Dios, señor Krogstad, no puedo ayudarlo.
KROGSTAD: Lo que le falta es voluntad; pero tengo medios para obligarla.
NORA: ¿Va usted a decirle a mi marido que le debo dinero?
KROGSTAD: ¡Caramba! ¿Y si lo hiciera?
NORA: Sería una infamia. (Con voz llorosa). Ese secreto que es mi alegría y mi orgullo… Saberlo él de una manera tan villana… por usted. Me expondría a los mayores disgustos…
KROGSTAD: ¿Disgustos nada más?
Ha querido la casualidad que Krogstad esté empleado como subalterno en el banco del que Torvald acaba de ser nombrado director. Habiendo sido colegas, conoce a su nuevo jefe desde hace tiempo y la antipatía entre ambos es tan manifiesta que no le cabe ninguna duda de que va a ser despedido de manera inminente, por lo que, en un intento desesperado por evitarlo, chantajea a Nora, que en realidad poco puede hacer por él. Se abre entonces para ella un infierno moral en el que se mezclan todo tipo de remordimientos, tanto vinculados a su acción inicial como a su actual ocultación y a las posibles consecuencias sobre sus hijos, con la angustia que le provoca la perspectiva de ser descubierta por su marido y la incertidumbre subsiguiente, y todo ello unido al esfuerzo, cada vez más exigente, por seguir actuando como una esposa feliz y alocada.
La protagonista da muestras de comprender que el problema que la atenaza no existiría de haber nacido ella varón, puesto que podría haberse obligado libremente en nombre propio sin necesidad de falsificar firma alguna. Sin embargo, no actúa como un miembro de un determinado sexo, sino como un individuo sometido a determinados condicionantes: sus quejas no implican tanto un discurso liberatorio social como el lamento de que le haya tocado precisamente a ella. Es decir, la actitud de Nora es mucho más solitaria que solidaria.
Tras muchas vicisitudes y la intervención de personajes secundarios con un gran peso en la narración, Nora acaba abandonando el hogar familiar con su famoso portazo:
HELMER: Nora, con placer hubiese trabajado por ti día y noche, y hubiese soportado toda clase de privaciones y de penalidades; pero no hay nadie que sacrifique su honor por el ser amado.
NORA: Lo han hecho millares de mujeres.
HELMER: ¡Eh! Piensas como una niña, y hablas del mismo modo.
NORA: Es posible, pero tú no piensas ni hablas como el hombre a quien yo puedo seguir. Ya tranquilizado, no en cuanto al peligro que me amenazaba, sino al que corrías tú… todo lo olvidaste, y vuelvo a ser tu avecilla cantora, la muñequita que estabas dispuesto a llevar en brazos como antes, y con más precauciones que nunca al descubrir que soy más frágil. (Levantándose). Escucha, Torvald: en aquel momento me pareció que había vivido ocho años en esta casa con un extraño, y que había tenido tres hijos con él… ¡Ah! ¡No quiero pensarlo siquiera! Tengo tentación de desgarrarme a mí misma en mil pedazos.
HELMER (Sordamente): Lo comprendo; el hecho es indudable. Se ha abierto entre nosotros un abismo. Pero di si no puede repararse, Nora.
NORA: Como yo soy ahora, no puedo ser tu esposa.
HELMER: Yo puedo transformarme.
NORA: Quizá… si te quitan tu muñeca.
HELMER: ¡Separarse… separarse de ti! No, no, Nora, no puedo resignarme a la separación.
NORA (Dirigiéndose hacia la puerta de la derecha): Razón de más para concluir. (Se va y vuelve con el abrigo, el sombrero y una pequeña maleta de viaje, que deja sobre una silla cerca de la mesa).
HELMER: Nora, todavía no, todavía no. Espera a mañana.
NORA (Poniéndose el abrigo): No puedo pasar la noche bajo el techo de un extraño.
HELMER: ¿Pero no podemos seguir viviendo juntos como hermanos?
NORA (Poniéndose el sombrero): Semejante tipo de vida no duraría mucho. (Poniéndose el chal sobre los hombros). Adiós, Torvald. No quiero ver a los niños. Sé que están en mejores manos que las mías. En mi situación actual… no puedo ser una madre para ellos.
HELMER: Pero ¿algún día, Nora… un día?
NORA: Nada puedo decirte, porque ignoro lo que será de mí.
HELMER: Pero sea como sea, eres mi esposa.
NORA: Cuando una mujer abandona el domicilio conyugal, como yo lo abandono, las leyes, según dicen, eximen al marido de toda obligación con respecto a ella. De cualquier modo te eximo, porque no es justo que tú quedes encadenado, no estándolo yo. Absoluta libertad por ambas partes. Toma, aquí tienes tu anillo. Devuélveme el mío.
HELMER: ¿También eso?
NORA: Sí.
HELMER: Toma.
NORA: Gracias. Ahora todo ha concluido. Ahí dejo las llaves. En lo que respecta a la casa, la doncella está enterada de todo… mejor que yo. Mañana, después de mi marcha, vendrá Cristina a guardar en un baúl cuanto traje al venir aquí, pues deseo que se me envíe.
HELMER: ¡Todo ha concluido! ¿No pensarás en mí jamás, Nora?
NORA: Seguramente que pensaré con frecuencia en ti y en los niños y en la casa.
HELMER: ¿Puedo escribirte, Nora?
NORA: ¡No, jamás! Te lo prohíbo.
HELMER: ¡Oh! Pero puedo enviarte…
NORA: Nada, nada.
HELMER: Ayudarte, si lo necesitas.
NORA: ¡No! No puedo aceptar nada de un extraño.
HELMER: Nora… ¿ya no seré más que un extraño para ti?
NORA (Tomando la maleta de viaje): ¡Ah! Torvald. Se necesitaría que se realizara el mayor de los milagros.
HELMER: Di cuál.
NORA: Necesitaríamos transformarnos los dos hasta el extremo de… ¡Ay! Torvald. No creo ya en milagros.
HELMER: Pues yo sí quiero creer. Di: ¿deberíamos transformarnos los dos hasta el extremo de…?
NORA: Hasta el extremo de que nuestra unión fuera un verdadero matrimonio. ¡Adiós! (Se oye cerrar la puerta de la casa).
HELMER (Dejándose caer en una silla cerca de la puerta y ocultándose el rostro con las manos): ¡Nora, Nora! (Levanta la cabeza y mira en derredor suyo). ¡Se ha ido! ¡No verla más!… (Con vislumbre de esperanza.). ¡El mayor de los milagros! (Se va).
En el modelo social que nos muestra Ibsen, cualquier familia burguesa, incluso una que haya pasado por serias dificultades económicas, como es el caso, cuenta con servicio doméstico. Por lo tanto, la función familiar que se espera de la esposa ni siquiera se refiere al trabajo de la casa o a la crianza de los hijos, de los que se ocupa la niñera, sino a cierta labor de coordinación, más formal que efectiva, y principalmente a la de mero objeto decorativo. Sin duda, se trata de una forma de sumisión; pero de una sumisión voluntaria a cambio de una contraprestación en términos de seguridad, comodidad y respetabilidad. Nora no se marcha porque de repente haya comprendido que la legislación y los usos sociales fuercen a las mujeres a mantenerse en una posición subordinada: eso lo ha sabido siempre. Se va porque se ha sentido traicionada en el pacto tácito que hasta entonces ha venido cumpliendo alegremente —“Tú no piensas ni hablas como el hombre a quien yo puedo seguir”—. No se esconde ninguna liberación ni ningún cambio de mentalidad detrás de su gesto: le encantaría poder seguir a un hombre, pero no a ése en concreto, no al cobarde Torvald. Es la repulsión que le ha provocado la mezquindad de su marido lo que le impide seguir con la comedia conyugal.
Nora puede considerarse una heroína de la valentía, de la coherencia, de la integridad y de la fidelidad a uno mismo; pero no de la liberación de su sexo, e Ibsen tampoco lo pretendió nunca. Tal es así, que dentro de la misma trama nos ofreció el modelo inverso: el de Cristina Linde, la otra cara de la moneda. Su falta de libertad viene provocada por ser viuda, por carecer de un marido con el trabar ese pacto simbiótico. Sin embargo, y como ella misma afirma, ha estado trabajando cada día de su vida. La independencia debería ser su rasgo más característico; pero no lo es:
CRISTINA: Krogstad, tenemos que hablar.
KROGSTAD: ¿Nosotros dos? ¿Qué podremos decimos todavía?
CRISTINA: Muchas cosas.
KROGSTAD: No lo hubiera creído jamás.
CRISTINA: Es que usted no me ha comprendido bien nunca.
KROGSTAD: No había mucho que comprender; esas cosas ocurren diariamente. La mujer sin corazón despide al hombre con quien está en relaciones cuando encuentra otro partido más ventajoso.
CRISTINA: ¿Me cree usted, pues, falta de corazón enteramente? ¿Supone que no me costó nada el rompimiento?
KROGSTAD: Sin duda.
CRISTINA: ¿Ha creído eso realmente, Krogstad?
KROGSTAD: Si no era así, ¿por qué me escribió usted como lo hizo?
CRISTINA: No podía actuar de otro modo. Decidida a romper, debía arrancar de su corazón todo lo que sintiera por mí.
KROGSTAD (Frotándose las manos): ¡Ah! ¡Eso es!… Y todo por el vil interés.
CRISTINA: No debe usted olvidar que yo tenía entonces que sostener a mi madre y a dos hermanos pequeños. No podíamos esperar a usted, que sólo tenía entonces esperanzas tan remotas…
KROGSTAD: Aun suponiendo que fuera así, usted no tenía derecho a rechazarme por otro.
CRISTINA: No lo sé. Muchas veces me lo he preguntado.
KROGSTAD (Bajando la voz): Cuando la perdí a usted, creí que me faltaba el suelo. Míreme: soy como un náufrago asido a una tabla.
CRISTINA: Quizás esté próxima la salvación.
KROGSTAD: La tenía ya, y usted ha venido a quitármela.
CRISTINA: Yo he sido ajena a la cuestión, Krogstad. Hasta hoy no he sabido que la persona a quien iba a sustituir en el Banco era usted.
KROGSTAD: Lo creo, puesto que me lo dice; pero ahora que lo sabe, ¿no renunciará al cargo?
CRISTINA: No, porque a usted no le serviría de nada.
KROGSTAD: ¡Ah! ¡Bah! Yo, en el lugar de usted, lo haría de todos modos.
CRISTINA: He aprendido a obrar juiciosamente. Me lo han enseñado la vida y la dura necesidad.
KROGSTAD: Pues a mí la vida me ha enseñado a no dar crédito a las palabras.
CRISTINA: En eso le ha dado a usted una sabia lección, pero ¿cree usted en los hechos?
KROGSTAD: Tengo buenas razones para hablar así.
CRISTINA: Yo también soy un náufrago asido a una tabla; no tengo a nadie a quien consagrarme, a nadie que necesite de mí.
KROGSTAD: Usted lo ha querido.
CRISTINA: No podía elegir.
KROGSTAD: ¿A dónde quiere usted ir a parar?
CRISTINA: ¿Qué le parece a usted si esos dos náufragos se tendieran la mano?
KROGSTAD: ¿Qué dice usted?
CRISTINA: ¿No vale más juntarse en la misma tabla?
KROGSTAD: ¡Cristina!
CRISTINA: ¿Cuál supone usted que es el motivo que me ha traído a esta ciudad?
KROGSTAD: ¿Habría usted acaso pensado en mí?
CRISTINA: Necesito trabajar para poder soportar la existencia. Toda mi vida, hasta donde alcanzan mis recuerdos, la he pasado trabajando. Era mi mayor y mi única alegría. Ahora me encuentro sola en el mundo, y advierto un vacío horrible. No pensar más que en sí misma quita todo atractivo al trabajo. Vamos, Krogstad, dígame usted por quién y por qué voy a trabajar.
KROGSTAD: No le creo; eso no es más que orgullo de mujer que se exalta y desea sacrificarse.
CRISTINA: ¿Me ha visto usted alguna vez exaltada?
KROGSTAD: ¿Sería usted capaz de hacer lo que dice? ¿Conoce todo mi pasado?
CRISTINA: Sí.
KROGSTAD: ¿Conoce usted mi reputación, lo que se dice de mí?
CRISTINA: Sí, lo he comprendido bien hace poco. Usted supone que yo habría podido salvarlo.
KROGSTAD: Estoy seguro de ello.
CRISTINA: ¿No se puede reparar todo?
KROGSTAD: ¡Cristina! ¿Ha pensado usted bien lo que dice? Sí, lo veo en su cara. ¿De modo que tendría el valor…?
CRISTINA: Yo necesito alguien a quien servir de madre, y los hijos de usted necesitan madre. Nosotros también nos sentimos inclinados el uno hacia el otro. Tengo fe en lo que hay en el fondo de usted, Krogstad… Con usted nada me asustará.
Por algún extraño motivo, la práctica totalidad de las relecturas de “Casa de muñecas” se centran exclusivamente en Nora y su portazo, pasando por alto la existencia de Cristina. Sin embargo, Ibsen quiso que Cristina existiera, y probablemente existió antes que Nora: todo indica que iba a ser la protagonista de la obra, hasta que la desgracia de Laura Kieler se cruzó en el camino del dramaturgo. Cristina también es una mujer, y aunque sus anhelos inmediatos puedan resultar menos simpáticos o dignos de mitificación épica que los de Nora, en el fondo ambas buscan lo mismo: un hombre al que consagrarse. La única diferencia es que Nora acaba de perderlo —o de darse cuenta de que nunca lo ha tenido— y Cristina de encontrarlo. Como se ha venido indicando desde el principio, Ibsen se limitó a reflejar la realidad tal y como la veía. No hay reivindicación ni juicio moral alguno en “Casa de muñecas”, sólo hechos. Es al lector o al espectador al que le corresponde dar su veredicto si lo desea.