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Franz von Stuck, mensajero del pasado

Stuck medusa
«Cabeza de Medusa», 1892.

La pintura de Franz von Stuck, con sus escenas cargadas de pasión, sus colores vivos y su astuto empleo del claroscuro, posee el don de cautivar a casi todos los que se topan con ella por primera vez. Hoy nadie duda en calificarlo como el paradigma del pintor simbolista, a pesar de que el único simbolismo del que él oyó hablar fue del literario, que incluso contó con el manifiesto fundacional de Jean Moréas (1886). La denominación no empezó a aplicarse a otras artes hasta casi noventa años más tarde, cuando de una manera algo forzada se pretendió englobar con ella a algunos artistas cuya obra no se ajustaba a ningún otro estilo o movimiento. El criterio de adhesión es tan vago que ni siquiera existe consenso en cuanto a su marco temporal. Algunos estudiosos lo circunscriben en las décadas modernistas, mientras que otro sector opina que resulta muy difícil excluir de la etiqueta a los prerrafaelitas o incluso ciertas etapas de las carreras de Goya, Füssli o William Blake. El hecho es que, tal y como se ha ido definiendo, el simbolismo pictórico se asemeja más a un género que a una corriente artística, porque el único nexo de unión entre todos sus practicantes son los temas tratados y cierta comunión estética, pero en ningún caso teórica ni técnica.

«Bailarinas», 1896.

De hecho, no puede decirse que Stuck sostuviera ninguna filosofía en particular a la hora de entender el arte. Los que lo conocieron en vida solían coincidir en calificarlo como una persona sencilla y afable, consciente tanto de sus capacidades como de sus limitaciones y sin ninguna pretensión de genialidad. Nunca dio la impresión de ignorar que en el fondo era valorado como un decorador colorista, y tampoco aspiraba a ser mucho más: le honraba desempeñar el oficio de pintor y le acabó bastando y sobrando para vivir, incluso con grandes lujos.

«Amazonas en combate», 1897.
«Amazona contra centauro», 1912.

Esa mentalidad humilde y sosegada, que tanto contrasta con lo excesivo y crispado de la mayoría de sus figuras, seguramente le vino de cuna. Franz Stuck ―el “von” vendría después― nació el 23 de febrero de 1863 en Tettenweis, un pueblo bávaro a unos 150 Km al este de Munich. Sus padres, de los que tampoco se sabe mucho, eran católicos y propietarios de una pequeña granja y de un molino. Poseer un molino implicaba autonomía económica y un cierto nivel de vida, pero también residir en una casona algo apartada del núcleo poblacional más cercano. Por su parte, ser católico en la Baviera decimonónica, además de lo normal, suponía guardar todos los postulados rituales, doctrinales y consuetudinarios con tanta ortodoxia como orgullo. No en vano, la religión constituía una de las principales señas de identidad del reino bávaro, que siempre estuvo mucho más vinculado a Viena que a Berlín. Igualmente, no son pocos los estudiosos que consideran que el simbolismo no podría haberse desarrollado fuera de un ambiente católico. Además de la difícil armonía entre el protestantismo y la iconografía, piedra angular del estilo, ningún protestante sería capaz de concebir el pecado como algo sensual. Tanto para luteranos como para calvinistas, el pecado es la consecuencia inevitable y constante de la depravación humana. El católico, por su parte, no entiende el pecado como algo ineludible, sino como el fruto de la concupiscencia, que precisa ser estimulada o incluso generada mediante una tentación externa. Como es obvio, cualquier tentación debe ser atractiva en grado sumo, pues de lo contrario todo el mundo podría resistirla: nadie ha caído jamás en una tentación que no le prometiera algún tipo de placer o beneficio.

«El beso de la Esfinge», 1895.

En cuanto a cómo se las apañó el arte para tentar a un niño molinero de mediados del siglo XIX, poco se sabe. El propio Stuck apuntaba a una especie de vocación innata cuando era preguntado al respecto. Al parecer, antes de aprender a andar ya dibujaba monigotes en el suelo con una tiza y, después, una vez que fue capaz de sostenerse sobre sus propios pies, pasó a atacar las paredes y las puertas. A los seis años ya había retratado a medio pueblo en clave de caricatura, y fue por eso ―y no sencillamente porque desearan tener la casa limpia― por lo que sus padres le enviaron a estudiar a Munich y a tomar lecciones de dibujo. Diez años más tarde ingresó en la Academia de Arte de esa ciudad, donde fue discípulo de Wilhelm Lindenschmit el Joven ―un pintor de temática histórica que, a pesar de ello, nunca se cerró a los avances estéticos―. Además, se formó como escultor, grabador, fotógrafo e incluso como arquitecto, habilidades que emplearía durante su carrera de la manera más eficiente posible, tanto en términos artísticos como monetarios, porque tan admirable fue su talento creador como su facilidad para ganar dinero con él sin renunciar a sus principios: nunca se vio en la necesidad de gastar una gota de sudor en nada que no estuviera relacionado con el arte.

«Inocencia», 1889.
«Cena», 1913.

Sólo tenía 19 años, y apenas llevaba uno en la Academia, cuando comenzó a realizar colecciones de láminas para la imprenta vienesa Gerlach & Schenk, que acaba de ser fundada por el pionero de la fotografía Martin Gerlach ―una figura crucial en el futuro desarrollo tanto de la Secesión vienesa como del pictorialismo―. Los cuadernillos se vendieron mucho mejor de lo esperado y la fama de Stuck como dibujante y grabador se disparó. Además, allí coincidió con Gustav Klimt, tan sólo unos meses mayor que él y por aquel entonces miembro de una sociedad creativa, formada junto con su hermano Ernst y con Franz Matsch, que se hacía llamar Künstlercompagnie ―literalmente: “Compañía de artistas”―. Se da por hecho que tuvieron que conocerse bien en persona, aunque no se conserva ninguna correspondencia entre ellos. No obstante, la influencia recíproca, al menos durante una buena parte de sus carreras, se muestra tan palpable que resulta inconcebible que no cambiaran impresiones a menudo. Ya por aquel entonces, un joven Hofmannsthal puso de manifiesto esa bicefalia en el nuevo ámbito artístico germano-católico, señalando que Stuck poseía un talento profundo y genuino, mientras que Klimt no pasaba de ser muy elegante. A la hora de valorar esa opinión, hay que tener en cuenta que fue vertida antes de que Klimt hubiese realizado sus viajes formativos a París y Madrid, que cambiarían por completo su forma de entender la pintura. Sin embargo, lo fundamental es que tal comparación no habría sido lanzada de una forma tan natural de no existir una especie de rivalidad sobrentendida entre ambos.

«Lucha de faunos», 1889.
«Lucha por una mujer», 1905.
«Juego de pesca. Ninfa y fauno», 1904. En su dominio de todas las técnicas y guiado por la curiosidad, Stuck llegó a tontear puntualmente con el fauvismo.

Entre 1887 y 1892, además de atender muchos encargos para diseñar carteles o ilustrar libros, Stuck estuvo publicando viñetas cómicas en el Fliegende Blätter —que puede traducirse a la vez como “hojas en el aire” o como “páginas sueltas”—, un influyente semanario de humor satírico para el que también trabajaron, entre otros, Wilhelm Busch, Carl Spitzweg, Julius Klinger y, ya en la época de Weimar, Otto Dix. A pesar de tal volumen de trabajo, consiguió ir generando toda una serie de óleos libres que pudieron verse por primera vez en la exposición anual de 1889 de la Asociación de Artistas (Künstlergenossenschaft) en el Palacio de Cristal (Glaspalast). De los cuadros que expuso, causó una gran impresión “El guardián del Paraíso”, que fue galardonado con una medalla de oro ―dotada con 700 marcos del mismo metal por cortesía de Otón I de Baviera―.

Como puede observarse, el lienzo representa a un san Miguel un poco andrógino, en una pose no del todo bélica y con unas manitas quizá demasiado delicadas como para permitirle blandir una espada de fuego de tales dimensiones ―sin intervención divina, se entiende―. Con semejante guardián, quizá no pudiese afirmarse lejos de toda duda que el Paraíso estuviera a salvo; sin embargo, el jurado dejó a un lado el aroma a efebo crecido que desprende la figura, así como la eterna discusión bizantina sobre el sexo de los ángeles, y se centró en destacar la estética general y el tratamiento del fondo, impregnado de lux aeterna ―y precisamente con un gran sabor romano oriental―, para concluir que se hallaban ante una exhibición técnica sin precedentes.

Detalle del fondo de «El guardián del Paraíso».

Los comisarios de la exposición, que no contaban con derecho a voto, se indignaron bastante con una decisión que, a su juicio, anteponía la mera habilidad al verdadero arte. No obstante, en lugar de dirigir sus furias contra los responsables de la elección, se alzaron contra el pintor y trataron de renombrar el cuadro como “Un mamarracho”. Lejos de ofenderse, Stuck sintió bastante alivio al constatar que su arcángel tan sólo les parecía eso. Su educación religiosa le permitía seleccionar los motivos sacros que admitían cierto margen de voluptuosidad y sabía hasta dónde podía forzar la iconografía para quedarse siempre en el límite de lo irreverente. Su objetivo era mantenerse entre lo llamativo y lo escandaloso, y en esta ocasión lo había logrado combinando lo apolíneo y lo dionisíaco con gran sutileza y con una figura teóricamente masculina, consciente de que eso dificultaba en gran medida que los críticos —varones en su práctica totalidad— hiciesen algún comentario al respecto si no desean levantar sospechas sobre sus preferencias sexuales.

«Lucifer», 1889.
«Lucero vespertino», 1912.

El éxito de su ángel ambiguo motivó que también se le empezara a solicitar para hacer retratos, que podía cobrar sin dificultades a 200 ó 300 marcos cada uno: un caché que, sin llegar a resultar disparatado, sí que superaba con mucho lo normal en un pintor recién revelado. Su secreto para mantener contenta a la clientela consistía en una rara habilidad para imprimir a casi cualquier modelo una pose regia que lo elevaba por encima de su propia condición de burgués mundano ―y, lo que era mucho más importante: por encima de la de sus visitas―.

«Frau Feez», 1900.
«Gran duque Ernst Ludwig», 1907.
Retrato de mujer, ca. 1911.

En 1892, ya convertido en el pintor con más trabajo de Centroeuropa, cofundó y no tardó en liderar la Secesión de Munich ―y además diseñó su sello: la cabeza de Atenea―, que sirvió como modelo a la de Viena (1897) y a la de Berlín (1899). Con el término “secesión” se hacía referencia a la ruptura con las academias y demás círculos oficiales, tanto orgánica como estilísticamente, propugnando un arte libre acorde a los tiempos y lejos del anquilosamiento tradicional —que es, palabra por palabra, lo mismo que han predicado al nacer todos los movimientos artísticos que ha conocido la historia y probablemente la prehistoria—. A pesar de las apariencias, las secesiones no tuvieron nada de conflictivas ni de escandalosas en sí mismas ―otra cosa es que determinadas obras singulares sí que lo fueran―. De hecho, su chispa propiciatoria no pudo ser más oficial, dado que se trató de la famosa exposición de Munch organizada por la Academia berlinesa en 1892.

Cartel para la Secesión, 1898.

Aunque desde nuestra perspectiva temporal las enormes figuras de Klimt y Koloman Moser eclipsan en gran medida el resto de la Secesión vienesa, las publicaciones de la época ponen de manifiesto hasta qué punto Stuck llegó a ser un referente para los artistas austriacos durante aquellos años. Sin embargo, hubo que esperar hasta 2016 para que esa influencia ―un tanto incómoda durante buena parte del siglo XX por venir de un alemán― se reconociera abiertamente en la Galería Belvedere mediante la exposición “Pecado y Secesión: Franz von Stuck en Viena”. La exhibición, quizá la más razonada jamás llevada a cabo sobre el simbolismo, no hizo sino recordar la realidad de las grandes conexiones que el bávaro siempre mantuvo con la capital austriaca.

«Piedad», 1891.

Sin ir más lejos, fue en el Künstlerhaus vienés ―irónicamente, la institución de la que se acabaría separando la Secesión― donde en 1892 se celebró la exposición monográfica más amplia que Stuck llevó a cabo en toda su vida, con treinta y cuatro óleos y 170 dibujos. Resulta imposible saber hasta qué punto influyó esa muestra en los futuros secesionistas vieneses, aunque al menos dos de sus rasgos formales más identificativos fueron tomados de su obra: la adición del marco al cuadro como una parte integrante más y el formato cuadrado.

«Esfinge», 1904.
«Salomé», 1906.

Esa gran exposición vino precedida e impulsada por el éxito de la presentación de la Secesión muniquesa, en la que Stuck acaparó toda la atención con su primera versión de “El pecado”. Con una gran influencia de Munch, presentó una visión revolucionaria de Eva que escapaba de la tradición iconográfica que la calca de Venus-Afrodita, bien en su versión púdica, como la pintada por Masaccio en la Capilla Brancacci (1424-1427), o más cercana a la naciente, como en la tabla de Durero (1507) que podemos admirar en El Prado. Apartándose de esos modelos, Stuck la concibe como una joven abiertamente satisfecha con el abrazo de la serpiente e incluso más voluptuosa de lo que admitiría una imagen de inspiración venérea. El diabólico ofidio, por su parte, se nos presenta como una verdadera boa constrictor, y no como la pícara viborilla a la que los fieles estaban acostumbrados, lo que incrementa la sensación de exceso y desparrame. La imagen provocó algo parecido a la conmoción pública, no por el desnudo en sí ―que el propio Génesis identifica con la pureza y la ausencia de mácula―, sino porque cualquier signo de inocencia o de futuro arrepentimiento es sustituido por el descaro de una mirada que reta directamente al espectador ―y lo mínimo que se le pide a un pecador es que se avergüence de serlo―.

«El pecado», 1893, del que Stuck realizaría varias versiones a lo largo de la década.

La consecuencia fue que esa feliz alegoría del pecado impune se convirtió en el primer cuadro de la historia en congregar multitudes a su alrededor. Igualmente, constituyó el prototipo a partir del cual se desarrollaría el mito de la femme fatale, uno de los temas aglutinadores del simbolismo y quizá el predilecto tanto de Stuck como de Klimt. La mujer fatal simbolista, sin embargo, tiene poco que ver con la que más adelante popularizaría el cine negro. Aunque los efectos sobre sus víctimas sean parecidos, se asemeja mucho más a las divinidades grecorromanas que a los papeles interpretados por Rita Hayworth o Barbara Stanwyck. De hecho, lo más normal es que venga encarnada en algún personaje mitológico o del Antiguo Testamento, principalmente porque suelen implicar una alegoría de alguna pasión irrefrenable, pero también porque ―como por desgracia vuelve a ocurrir― la moral pública exigía una justificación para pintar desnudos femeninos, de modo que si a un artista le apetecía retratar a una determinada modelo y no quería arriesgarse a tener problemas, se veía obligado a proclamar que había pintado a Salomé, a Andrómeda o a Dánae. En cualquier caso, ese condicionante creativo tampoco constituía un problema grave, dado que ni Stuck ni Klimt ni ningún otro simbolista esperaban ver a ninguna de esas mujeres paseando por las calles: para ellos, la femme fatale pertenecía al mismo universo ficticio que sus amazonas, sus ninfas, sus sirenas o sus valquirias.

«Sensualidad», 1891. Dos años anterior a «El pecado», no es la primera manifestación del motivo, pero sí la primera en la que la mujer aparece erguida. Anteriormente, la había pintado tumbada boca abajo, en una pose que recuerda mucho a la que casi dos décadas más tarde le imprimirá Klimt a sus conocidas «Serpientes acuáticas II» (1907).
«Infierno», 1908. Su pecadora no siempre quedó impune (aunque tampoco parece sufrir demasiado con el castigo).

A pesar de que “El pecado” le hizo ganarse cierta fama de escandaloso, su prestigio creció de tal modo que fue nombrado profesor de la Academia de la que se acababa de “secesionar” no hacía ni un año. De este modo, durante lustros compaginó la enseñanza ortodoxa con el liderazgo de las vías alternativas del desarrollo artístico, algo que en ningún momento se entendió como un contrasentido y que demuestra que la Secesión nunca fue mal vista desde el ámbito académico. Entre sus discípulos se llegaron a encontrar pintores tan poco academicistas y de estilos tan innovadores y diversos como Paul Klee, Hans Purrmann, Wassily Kandinsky, Alf Bayrle y Josef Albers, un conjunto de alumnos tan impresionante que para encontrar algo parecido tendríamos que abandonar las artes plásticas y dirigirnos hacia la sala de Antonio Salieri.

«Crucifixión», 1892. Stuck pintó varios calvarios a lo largo de su carrera, todos ellos cargados de una gran crudeza.

La primera exposición de la Secesión le sirvió también para dar a conocer algunos cuadros que hasta entonces no habían sido expuestos, como “Caza salvaje”, su primer óleo ―según él mismo se encargó de glosar debajo de su firma: “Mein erstes Ölgemälde”―. A pesar de que se trata de una tela impactante, en la que el pintor supera las tendencias impresionistas y naturalistas entonces en boga para alumbrar nuevos caminos estilísticos, no parece que en su momento sorprendiera demasiado ―aún en 1915, en un artículo sobre el artista firmado por el crítico y dramaturgo Charles Henry Meltzer para el Chicago Tribune, de este cuadro tan sólo se destaca que suponía una excepción romántica dentro de una obra dedicada al clasicismo (?)―.

En él se representa la cacería salvaje, un mito extendido de forma irregular y difusa por toda Europa que habla de furiosas cabalgatas celestes protagonizadas por seres sobrenaturales, por muertos o por algún tipo de demonios. Al parecer, leyendas como la de la Santa Compaña o la Güestia provienen de ahí, y, por supuesto, a esta categoría pertenece también la wagneriana cabalgata de las valkirias. En este caso, la cacería la lidera el dios Wotan: la adaptación germana de Odín.

Detalle ampliado de «Caza salvaje».

No obstante, el lienzo no es famoso por nada de eso, sino porque todos los días alguien descubre en él el rostro de Hitler y se siente depositario de la sagrada misión de revelárselo al resto de la humanidad. A ello hay que sumarle la pretendida coincidencia esotérica de que el cuadro fue terminado el mismo año en que nació tal personaje histórico, algo que ni siquiera está claro ―la propietaria del cuadro, la Lenbachhaus de Munich, lo tiene datado como “circa 1888”―. A partir de ahí, se han levantado todo tipo de leyendas sin mayor base. Las menos fantasmagóricas se limitan a afirmar que, al toparse con el óleo por primera vez, Hitler se vio identificado con Wotan liderando al pueblo alemán y le copió su flequillo y su bigote ―como si varios millones de europeos no los lucieran entonces sin necesidad de haberse sentido predestinados al ver un cuadro―. En ocasiones se dice también que el lienzo fue decomisado personalmente por el dictador para colgarlo en su dormitorio —otras versiones, sospechosamente similares a los bulos acerca de Napoleón y la Gioconda, cambian de cuadro y de habitación—; pero los datos objetivos afirman que no hay ninguna obra de Stuck entre las más de 12.500 que se exhibieron entre 1937 y 1944 en las exposiciones de “Arte alemán”, lo cual indica con claridad que no era el pintor predilecto de Hitler ni nada por el estilo ―basta con echarle un somero vistazo a la obra pictórica hitleriana para concluir que sus gustos iban por otro lado―. Donde sí que se encuentran varias decenas de las obras de Stuck ―la gran mayoría dibujos, bocetos, grabados y pequeñas esculturas― es entre los diferentes inventarios realizados sobre la llamada “Colección Linz”: el conjunto de piezas expoliadas o adquiridas por el régimen nazi al amparo de una legalidad diseñada a su medida. Entre ellas tampoco hallaremos “Caza salvaje”, que al parecer no salió del patrimonio del pintor hasta su muerte, para ir rápidamente a parar al lugar donde hoy continúa expuesta.

«Disonancia», 1910.

En cualquier caso, ninguno de esos delirios parece tener en cuenta que hay muchos indicios para pensar que el tratamiento que Stuck hacía de la mitología tenía grandes dosis de caricatura, circunstancia que en su momento se asumía tan claramente que no resultaba necesario ponerla de manifiesto. En consecuencia, si miramos su obra con un excesivo velo de seriedad o literalidad, es muy posible que nos parezca imbuida de una inmadurez demasiado fantasiosa o que directamente no seamos capaces de comprender su intención. Puede que el lenguaje estético de Stuck resulte legible en la actualidad, pero la posibilidad de malinterpretar varios de sus matices es tan alta que roza la seguridad ―por ejemplo, percibiendo inocencia pueril donde realmente reside una parodia muy adulta―. Un buen ejemplo de esto podemos encontrarlo en “El asesino”, lienzo en el que las apariencias nos pueden llevar al engaño de creer que esas mujeres semidesnudas se están escondiendo de un homicida enloquecido. La realidad es que se trata de Alecto, Megera y Tisífone, las tres erinias o furias, que, lejos de ocultarse del criminal, lo están acechando para castigarlo.

Quizá fruto de esa incomprensión, la figura de Stuck tiene hoy mucho más de gloria regional bávara que de genio universal. No fue así mientras vivió, cuando su reconocimiento no conocía fronteras ni barreras naturales. En 1893 mostró su trabajo por primera vez en los Estados Unidos, en el contexto de la Exposición Mundial Colombina, celebrada en Chicago para conmemorar el cuadringentésimo aniversario de la llegada de Colón a América. Allí fue alabado por la crítica y recibió uno de esos galardones con los que se le premiaba a lo largo y ancho del planeta ―también los ganó en España, como el concedido por el Ayuntamiento de Barcelona durante la III Exposición de Bellas Artes e Industrias Artísticas―. No obstante, a pesar de que probablemente sea el artista más condecorado de la historia, Stuck nunca perdió de vista que lo que se le premiaba no era más que su habilidad con los pinceles, como tampoco ignoraba que ese dominio de todas las técnicas habidas y por haber constituía el verdadero motivo de su nombramiento como profesor de la Academia. Lo cierto es que uno de los rasgos más destacados de su obra es su variedad, tanto de temas como de disciplinas o facturas. Fruto de ello, no puede decirse que llegase a crear un estilo fácilmente reconocible, y tampoco parece que lo pretendiera. De las varias entrevistas que concedió a largo de su vida se desprende su convencimiento de que el arte era cosa de individuos geniales, entre los que él nunca se contó a sí mismo:

El progreso del arte no puede medirse por el de la fila y rango artísticos, sino que es un asunto que radica tan sólo en unos cuantos que destacan por su genialidad, personas originales y con dotes muy poco comunes, capaces de ver el arte desde nuevos puntos de vista y de fijar nuevos modelos. Hay demasiados artistas en el mundo, miles de millares; y es trágico, porque la mayor parte de ellos poco significan.

«El Paraíso perdido», 1897. Como podemos comprobar, Stuck conocía a la perfección las iconografías tanto de Eva como de san Miguel y jugaba con ellas según su voluntad. Aquí nos muestra una visión muy distinta de ambos a la que nos ofreció en «El pecado» y en «El guardián del Paraíso», respectivamente.

En 1896, de una relación extramatrimonial con una mujer llamada Anna Maria Brandmeier, nació Maria, su única descendencia, que quedó a su cargo y al de su verdadera pareja, Mary Lindpainter, una viuda estadounidense con la que se acabó casando a principios del año siguiente. Por esas fechas presenta varias obras en la Exposición Internacional de Arte de Munich, entre ellas su “Amazona”, la que se cree que es su única escultura de gran formato, o al menos la única que sobrevivió a la Segunda Guerra Mundial ―no sé sabe con exactitud qué porcentaje de su obra se perdió durante el conflicto―, en parte gracias a que fue requisada por Göring para decorar su Carinhall, una especie de palacio de campo que se hizo construir en cuanto los nazis llegaron al poder.

Retrato de Maria, hija del pintor, con sombrero rojo (1902).

Hoy se encuentra en la entrada de Villa Stuck, una mansión-estudio en el número 4 de la Äussere Prinzregentenstrasse muniquesa que precisamente comenzó a construir en ese año. Con el concepto barroco del bel composto en la cabeza ―o más bien del Gesamtkunstwerk, como se suele denominar en alemán a la obra de arte total―, Stuck diseñó a su medida absolutamente todos los aspectos del inmueble, desde los cimientos hasta el color del barniz de la última percha, incorporando elementos inspirados en el Helenismo, en la arquitectura bizantina, en el Renacimiento o en las culturas orientales ―incluso cogió a su jefe de obras y se lo llevó a ver las ruinas de Pompeya en busca de ideas―. Los muebles fueron premiados en la Exposición de París de 1900 y el edificio en sí es considerado una joya dentro de su estilo, dado que en muchos aspectos marca el paradigma del Jugendstil, como se llama a la variante alemana del modernismo ―la denominación proviene de la revista Jugend (juventud), fundada en Munich en 1896 por Georg Hirth―. Sin duda, aquél fue el momento de máximo esplendor de su carrera.

Y, como bien es sabido, aunque casi siempre olvidado, el apogeo marca el inicio de la decadencia, que por lo general suele comenzar a manifestarse en pequeños detalles difíciles de detectar. Casi nadie habría sido capaz de percibir en 1900 que la estrella de lo que después se llamó simbolismo comenzara a declinar; sin embargo, en una carta de Thomas Mann a Paul Ehrenberg, fechada el 29 de junio de ese año, podemos leer lo siguiente:

¿Qué hay de nuevo en Munich? Hay que esforzarse para tener algo que contar, y no es fácil concentrarse con la canción cursilona del glee club de la taberna de abajo subiendo por las escaleras. Podría mencionarte las exposiciones de arte, aunque en todo este tiempo sólo he ido a la Secesión, porque siempre me asusta un poco entrar en el Palacio de Cristal. En mi fatua y profana opinión, creo que la Secesión resultaba más interesante antes, pero sigue siendo muy atractiva. Para empezar, los pesos pesados no están bien representados, excepto por lo que se refiere a Klinger, que tiene allí algunas esculturas espléndidas, un par de ellas en mármol multicolor. Stuck ha proporcionado una nueva versión de sus “Remordimientos” que no encuentro menos torpe y falta de inspiración que la primera. (Voy a por otra hoja de papel, ¡si me lo permites!).

El “Momento ocioso en el estudio” de Uhde da la impresión de un intermezzo más allá del tema que trata; para mi gusto personal, el elemento material tiene demasiada importancia en su obra. Y también está la pequeña “Madona entronizada con nubes”, curioso, primitivo… Y feo hasta el extremo de resultar cómico, tanto que me pareció que el anciano caballero nos estaba gastando una broma. Mi cuadro favorito en toda la exposición es “El corazón” de Martin Brandenburg, un berlinés.

Estudio para un retrato masculino («Remordimientos»), 1896.

Bien es cierto que Mann ―incluso con los 25 años que acababa de cumplir cuando firmó esa carta― no puede ser tomado como el ciudadano medio de la época, sino como un gran intelectual preocupado por seguir, analizar y comprender la evolución cultural de su tiempo, capaz de detectar esos movimientos que para la sociedad en general no se harán evidentes hasta pasados varios años. Así, el 9 de diciembre de 1905 Stuck fue nombrado caballero de la Orden del Mérito de la Corona Bávara, por lo que su nombre pasó a ser Franz Ritter von Stuck ―Ritter es un título nobiliario sin equivalencia directa en España, pero que puede ser traducido como “caballero”: “Francisco, caballero de Stuck”―. Por aquel entonces ya existían Der Blaue Reiter, Die Brücke o los fauvistas, cuya existencia tan sólo había llegado al conocimiento de una minoría de personas que seguramente se parecieran mucho a Thomas Mann. Bien es cierto que varios de los miembros de esos grupos habían pasado por las aulas de Von Stuck y ninguno se quejó jamás de ello; pero no lo es menos que, dejando a un lado el cariño personal que le pudieran profesar, su viejo maestro de 42 años y sus coetáneos eran considerados ruinas bien conservadas. No es la edad física lo que determina la vejez de un artista, sino el perder de vista lo que le rodea.

«Scherzo», 1909.

Mientras el núcleo del arte europeo bullía lejos de la percepción social, la Bienal de Venecia de 1909 le reservaba a Von Stuck una sala monográfica dentro del Pabellón de Alemania. La acogida por parte de los visitantes fue entusiasta; sin embargo, empezó a hacerse patente una acusada pérdida del favor de la crítica, e incluso de su interés. La mayor parte de las obras que presentó en aquella ocasión fueron esculturas, y resultaba difícil encontrar en ellas algo que no hubiese podido verse hacía dos décadas. Para la prensa bávara seguía siendo una gloria universal, pero aquello no hacía sino dejar entrever cada vez más su carácter de artista local que había conocido unos pocos años de fama mundial.

«Primavera», 1909.
«Sonidos de primeravera», 1910.
«La danza», 1910. El estilo de Stuck consistía en cambiar constantemente de estilo. Cualquier juicio general sobre su obra pictórica está condenado al fracaso, porque siempre habrá al menos un cuadro que contradiga sus conclusiones.

En cualquier caso, como él seguía considerándose un trabajador del arte, en 1913 decidió doblar las dimensiones de su estudio para acometer esculturas de gran formato. La ampliación estuvo terminada en menos de un año, pero el inicio de la Primera Guerra Mundial frustró sus planes, primero por falta de material y después por falta de ganas. No obstante, tuvo tiempo de esculpir la maqueta de “Enemigos por todas partes”, una figura en cuyo título se puede palpar tanto su sentido del humor como la visión escéptica de la gravedad del conflicto que al principio asumieron las sociedades de las potencias litigantes. Cuando, en un despliegue de horror sin precedentes ni similitudes, los campos de Europa comenzaron a cubrirse de muertos y sus calles de inválidos, mutilados y desfigurados, al propio artista le debió de parecer que su exaltación de la frivolidad había llegado demasiado lejos en aquella ocasión, por lo que no tardó en descontextualizar su obra tomándola como modelo de varias pinturas sobre Heracles ―a quien, de hecho, ya representaba la escultura―.

«Enemigos por todas partes», 1914.
«Hércules y la Hidra», 1915.

Durante la guerra, y mientras esperaba a que las cosas se calmasen para retomar sus planes, comenzó a realizar pinturas con un mayor contenido erótico, como si pretendiera equilibrar el insoportable tánatos que invadía todo el continente. En una ocasión declaró que si la deidad protectora de su juventud había sido Atenea, en su vejez tenía que conformarse con un Pan lascivo que, sin ninguna garantía de éxito, es esclavo de sus pulsiones y está ligado a la naturaleza como ningún otro dios. A pesar de ello, su obra continuó siendo tan variada como siempre lo fue, y en 1917 firmó “Gólgota”, un pequeño y oscuro calvario que pone pie y medio en el expresionismo y que puede contarse sin rubor entre sus obras maestras, quizá la última que salió de sus pinceles.

«Gólgota», 1917. Otra de las fijaciones de Stuck durante toda su vida fue el Stabat Mater.

No hay manera de saber cómo se va a cerrar lo que se abre como un paréntesis, y el mundo que siguió al final de la contienda no tenía nada que ver con el que Von Stuck creía haber dejado pendiente de continuación en 1914. Por primera vez en su vida dio síntomas de desánimo. La etapa final de su carrera estuvo marcada por una especie de rendición ante un presente que no daba la impresión de acabar de comprender del todo. En 1919 estuvo secuestrado unos días por un grupo terrorista de extrema izquierda indefinida, y aunque no debieron de tratarle de una forma excesivamente cruel ―si nos parece poco cruel privar a alguien de su libertad y hacerle creer que puede ser ejecutado en cualquier momento, claro está―, el verse incapaz de encontrarle el más mínimo sentido a aquella acción le terminó de desmotivar. Desde entonces y hasta su muerte, el 30 de agosto de 1928, renunció a la vida pública y se dedicó a pintar por placer, tal y como habría hecho un simple aficionado. No puso más obras a la venta.

«Tilla Durieux como Circe», 1913.
Stuck siempre fue un firme defensor de ir adoptando los avances técnicos en todo lo que resultaran de utilidad, y no tardó en emplear la fotografía como herramienta sustitutiva de los posados ―lo cual, teniendo en cuenta los escorzos a los que solía someter a sus figuras, debió de ser recibido por sus modelos con lágrimas de gratitud―.
Tilla Durieux, no muy conocida en España, fue una de las grandes damas del teatro germano. Su carrera se prolongó en las pantallas alemanas y austriacas hasta 1970, cuando se retiró con 91 años. También fue retratada por Renoir.

Fue sepultado en el Munich Waldfriedhof al lado de su esposa, bajo el amargo epitafio: “El último príncipe del arte de los grandes días de Munich”. Se trataba de un texto más informativo que laudatorio, porque todo el prestigio que aún conservaba lo era como profesor. Como artista era ignorado, si no abiertamente despreciado por las nuevas generaciones, que no encontraban el más mínimo interés en el estilo modernista por considerarlo rancio y frívolo. Y ése es precisamente uno de los problemas con los que se encontró Von Stuck una vez muerto: que de “príncipe de los pintores” pasó a “modernista trivial” poco menos que al día siguiente de su entierro. No sería hasta los años 60, con su revolución sexual y generacional, cuando su nombre volvió a sonar en los ámbitos artísticos e incluso académicos. La estética recuperó el color, lo onírico, lo sensual y lo feérico, creando un hábitat ideal para que las obras de Von Stuck y Klimt resurgieran potenciadas Sus mujeres fatales, hoy de nuevo generadoras de conflictos, fueron entonces enarboladas como paradigma de la heroína libre y poderosa. En 1968, Villa Stuck fue reabierta al público como museo, y no sólo ha llegado abierta hasta nuestros días, sino que se ha consolidado como uno de los tres principales museos de Munich. No sabemos hasta cuándo.

«Amazona herida», 1904.


Recomendaciones: el mejor libro sobre Franz von Stuck está por hacer. Mientras tanto, por un precio inferior a 10 euros, es posible adquirir el volumen de la serie básica de Taschen dedicado al simbolismo: un ensayo de Norbert Wolf completo, profundo y muy bien ilustrado. Todavía es posible adquirir la edición del 25º aniversario de la editorial: el contenido es el mismo, pero el formato es bastante mayor, lo que siempre es de agradecer en un libro de arte.

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