Aún estaba caliente el cadáver de van Gogh cuando un enjambre de tópicos empezó a arremolinarse a su alrededor. Su figura resultaba y sigue resultando tan atrayente y tan desconcertante que ninguna generación se ha resistido a crear su propio estereotipo “vangoguiano”, todos ellos sospechosamente ajustados a los criterios estéticos y morales imperantes en cada momento y tan distintos entre sí que ni siquiera parecen referirse a la misma persona. Sus cuadros comenzaron a venderse bastante bien pocos meses después de su confuso suicidio; pero durante décadas su fama apenas se extendió fuera de Francia, el Reino Unido, Bélgica y los Países Bajos: por casualidad o no tanto, las únicas cuatro naciones en las que alguna vez residió. Poco les importaban entonces las vicisitudes de su existencia a los coleccionistas, que se limitaban a valorarlo como un excelente artesano que, sin excesivas estridencias, había sabido insuflar los primeros aromas vanguardistas a la tradición pictórica flamenca. Lo más apreciado de su producción eran entonces sus pinturas de género, en detrimento de sus lienzos más coloristas, que en no pocas ocasiones fueron juzgados como los delirios finales de un más que probable neurosifilítico adicto al ajenjo.
Si bien es cierto que ya durante la Segunda Guerra Mundial su obra fue objeto de un especial fetichismo por parte de los expoliadores, la fiebre por van Gogh no se desataría en el resto del mundo hasta finales de los años ochenta, cuando algunos de sus óleos hasta entonces menos relevantes comenzaron a alcanzar pujas desorbitadas y a arrebatarse unos a otros el extraño título de “cuadro más caro de la historia”. Empezó a imponerse entonces en el imaginario popular la entrañable caricatura del genio bondadoso e incomprendido que acaba volviéndose loco de frustración, soledad y dolor. Este van Gogh de peluche vino a sustituir al histriónico, irascible, violento, insoportable y no menos caricaturesco de “El loco de pelo rojo” (Vincente Minelli, 1956): un largometraje excelente, pero que pone en escena una etopeya de un rigor similar a la del “Amadeus” de Milos Forman (1984) o la “Lisztomanía” de Ken Russell (1975). Lo cierto es que, aunque parece que Kirk Douglas trató de documentarse por su cuenta para interpretar el papel, la película no está basada en ninguna biografía seria, sino en la novela “Anhelo de vida”, de Irving Stone (1934), que también escribió la narración adaptada en “El tormento y el éxtasis” (Carol Reed, 1965): otra maravilla cinematográfica que, a pesar de su calidad, nos muestra a un Miguel Ángel (Charlton Heston) y a un Julio II (Rex Harrison) a los que hay que tomarse con mucha calma. En cualquier caso, el señor Stone no era historiador, sino novelista, de modo que le amparaba el derecho a fantasear sobre sus personajes todo lo que considerase oportuno.
Aunque ambos rebosaban el mismo talento, el van Gogh que creó toda esa pintura plena de colorido, en los límites externos de la esfera impresionista, tiene bastante poco que ver con el que, poco tiempo antes, parecía emplear turba y tierra húmeda para reflejar en crudo la hidalguía de una sociedad de granjeros depauperados. De hecho, en algunos aspectos podemos incluso considerarlos contrapuestos, tal y como se desprende de la correspondencia con su hermano Théo:
Acerca de las referencias que me haces llegar sobre el “impresionismo”, me he dado perfecta cuenta de que erraba en mis suposiciones, pero sigo sin tener muy claro qué es eso. De momento, encuentro tanto en Israëls que apenas siento atracción, o una curiosidad muy débil, por cualquier cosa que sea nueva o de otro artista. Desde hace algún tiempo, Théo, me disgusta que ciertos pintores pretendan privarnos del bistre y del betún, con los que siempre se han pintado cosas magníficas y que, bien empleados, dan sabor, riqueza y generosidad al color, y además siempre añaden distinción.
La realidad es que el van Gogh romantizado que se ha constituido como mito social no encaja demasiado bien con las evidencias de que se disponen. En el mundo terrenal, y durante la mayor parte de su existencia, Vincent Willem van Gogh habría podido ser etiquetado sin esfuerzo como un fanático religioso; y aunque seguramente fuese perdiendo la fe cristiana a golpe de desencanto, lo espiritual nunca dejó de ocupar un lugar fundamental en su personalidad. Su padre fue un pastor calvinista, que si bien defendía la rama más liberal y minoritaria de dicho credo, llegando incluso a mostrar ciertas simpatías disimuladas hacia los movimientos sindicales, no dejaba de ser un pastor calvinista. En consecuencia, el joven Vincent creció respirando religión, pero desde una perspectiva que ante todo propugnaba el progreso de obreros y campesinos mediante la educación y la evangelización.
Con los datos existentes resulta imposible aventurar un diagnóstico psiquiátrico; pero, a medida que fue creciendo, comenzó a hacerse evidente que no todo estaba en orden dentro de aquella cabeza pelirroja. No se sabe a ciencia cierta por qué el joven van Gogh, amable y risueño hasta entonces y con un buen trabajo como agente de los galeristas Goupil & Cie., se convirtió en pocos meses en el sujeto caótico e imprevisible que ya nunca dejaría de ser. Su infancia, su adolescencia y su primera juventud habían transcurrido en completa normalidad; pero las cosas comenzaron a torcerse en 1873. Recién cumplidos los veinte años, y casi como un ascenso o un premio por su buena labor, sus superiores le destinaron a Londres para que se encargara de consolidar la presencia de la compañía en Inglaterra. Al poco tiempo de estar allí y sin causa aparente —la mayor parte de sus biógrafos, basándose en vagas referencias contenidas en su correspondencia, lo achacan a un desengaño amoroso; aunque nadie puede asegurar ni siquiera que existiese algún desencadenante concreto―, su comportamiento se volvió errático y empezó a descuidar sus obligaciones para sumergirse por su cuenta en el estudio de la Biblia.
El contenido de sus misivas se hizo algo chocante, y las que enviaba a sus superiores no escapaban a esa nueva característica. Preocupados por la aparente chifladura repentina de su empleado, y sobre todo por el futuro de sus inversiones en suelo británico, sus jefes no tardaron en tomar la decisión de enviarlo a París, con la esperanza de que allí se volviese a manifestar como el joven diligente que había sido hasta poco antes. Sin embargo, el traslado no sirvió para nada: en menos de un año, van Gogh se despidió y regresó a Londres para ponerse al servicio de un predicador metodista, al que incluso llegó a sustituir alguna vez en sus sermones.
A base de cartas persuasivas, sus padres lograron convencerle para que regresase a su país y aceptase un empleo en una librería en Dordrecht; pero antes de tres meses ya se había hartado de aquel trabajo y se había trasladado a Ámsterdam con la excusa de que deseaba estudiar teología reformada. Llegó a ingresar en una escuela protestante de Bruselas ―hoy desaparecida, se encontraba en los números 5 y 7 de la Place Sainte-Catherine―, aunque sólo para ser declarado “no apto para el sacerdocio” tan pronto como fue posible. Para probar si al menos valía como predicador laico, fue enviado a la región minera de Borinage durante seis meses. Transcurrido ese lapso, en la escuela entendieron que los resultados de su prédica no eran buenos, de modo que le retiraron su apoyo moral y económico —bastante más sustancioso el primero que el segundo—. Van Gogh, no obstante, consideraba que su misión evangelizadora no había concluido, por lo que determinó permanecer allí ejerciéndola, sólo que a partir de entonces se vio obligado a hacerlo en la indigencia y al albur de la incierta caridad de los habitantes del pueblo: mineros decimonónicos que tampoco nadaban en la opulencia y que no siempre entendían muy bien qué pintaba allí —todavía en sentido figurado— aquel forastero muerto de hambre.
Lo cierto es que el comportamiento del futuro artista debía de llamar bastante la atención en una aldea en la que, por lo demás, el tiempo transcurría en una calma tan sólo alterada por las dentelladas de la mina, que en ocasiones se cobraban el cuerpo de un trabajador o parte de él. A pesar de profesar y predicar la fe calvinista, que no reconoce el santoral, van Gogh vivía obsesionado con los ejemplos ascéticos y desprendidos de san Francisco de Asís y de san Martín de Tours y, por si fuera poco, había elegido como manual de vida espiritual “De imitatione Christi” (Tomás de Kempis, ca. 1422), que no es precisamente una invitación al hedonismo. Todo ello le llevó a un estado de mortificación mucho mayor que el de los feligreses a los que se suponía que había ido a ayudar, de modo que su fama de chalado fue aumentando a medida que se evidenciaba la inutilidad de su ministerio. Sin embargo, no parece que él tuviese la misma opinión. Las pocas cartas que escribió en aquella época no dejan la más mínima duda de que estaba más preocupado por sacrificarse viviendo entre los desfavorecidos —“como san Pablo”, llega a mencionar con entusiasmo— que de salvarlos de los diferentes infiernos a los que se enfrentaban.
Bien fuera porque esas informaciones llegaron a oídos de los responsables de la escuela, bien debido a su participación activa en unos tumultos mineros tras una tragedia de especial relevancia, van Gogh fue amablemente invitado a abandonar la prédica. Su sensibilidad no supo asumirlo más que como un nuevo fracaso, cuyos términos fue exagerando hasta concluir que Dios le expulsaba de su lado. Se puso entonces a valorar los pros y los contras del suicidio como si se tratase de elegir destino vacacional, y no tuvo el más mínimo pudor a la hora de compartir dichas reflexiones con sus allegados. No obstante, pronto se percató de que su viaje a la marginalidad le había hecho desarrollar una gran habilidad dibujando, principalmente porque un trozo de carbón constituía el único entretenimiento al alcance de sus posibilidades monetarias.
Un buen día, sin que se sepa por qué ése y no otro, decidió que la pintura debía ocupar en su vida el vacío dejado por lo divino, de modo que se transfiguró en artista. Tenía ya entonces veintisiete años. Dos meses más tarde se inscribió en la Academia de Bellas Artes de Bruselas, que era gratuita, aunque la calidad de la enseñanza impartida debía de ir acorde con el precio. Van Gogh nunca se mostró demasiado satisfecho con ella. Según dejó escrito, se limitó a aprender cuatro trucos técnicos y en seguida se puso a copiar por su cuenta reproducciones de obras famosas. Se estima que realizó decenas de esas copias; pero se han perdido todas, salvo un sembrador de Millet.
Dada su larga vinculación al mundo del arte, la familia van Gogh se tomó la nueva vocación de Vincent tan en serio como él mismo; sobre todo Théo, que no dudó en pagarle el alquiler de un estudio-vivienda en La Haya desde el 1 de enero de 1882. Por su parte, Anton Mauve, que era su primo político, se prestó gustoso a enseñarle desinteresadamente los rudimentos técnicos del carboncillo y la tiza y a guiarle en la confección de sus primeros óleos. Mauve era un pintor realista con bastante éxito comercial, sobre todo entre los turistas británicos y norteamericanos, y ya le había venido prestando cierto apoyo a distancia en los últimos años. Además, debía de ser un hombre dotado de cierta paciencia, porque su nuevo alumno no tardó en adquirir la crispante costumbre de estrellar contra el suelo los útiles de dibujo y pisotearlos entre maldiciones cada vez que cometía un error. De las pocas pero largas cartas escritas a Théo durante esos meses, se deduce que Vincent apreciaba y respetaba a Mauve; pero también se deja entrever que, por motivos que no siempre encajan en la más exquisita racionalidad, su relación fue algo conflictiva:
Mauve me echa en cara que yo mismo me haya calificado como artista, pero no pienso retractarme, porque está claro que esa palabra lleva implícita la significación de buscar la perfección constantemente sin encontrarla nunca. Se contrapone a la afirmación de: “ya lo sé, ya lo he encontrado”. Por lo tanto, esa frase significa, a mi modo de ver: “yo busco, yo persigo, y lo hago con todo mi corazón”.
De todos modos, Théo, no es sólo eso. Tengo oídos para oír. ¿Qué se supone que hay que hacer cuando te dicen que tienes mal carácter? He dado media vuelta y me he ido solo, con el corazón lleno de tristeza porque Mauve se había atrevido a decirme una cosa así. No le voy a pedir que me lo explique ni pienso excusarme con él. ¡Y, sin embargo… sin embargo… sin embargo…! Cómo me gustaría que se arrepintiese…
No se trata de una carta más. A partir de ahí, el texto comienza a adquirir unos tintes paranoicos que evidencian que van Gogh se hallaba bajo el efecto del alcohol —la grafía, cada vez más errática, parece corroborarlo—. Quizá fuese esa exaltación la que al final le llevó a sincerarse con respecto a un asunto algo más grave que llevaba meses ocultándole:
Este invierno he encontrado a una mujer encinta, abandonada por el hombre de quién llevaba el niño en su cuerpo. Una mujer embarazada que erraba por las calles en pleno invierno y que se veía obligada a ganarse el pan ya te imaginas cómo.
He cogido a esa mujer como modelo y he trabajado con ella todo el invierno. Me ha sido imposible ofrecerle el salario completo de una profesional, lo que no significa que no le haya pagado sus horas de pose y, gracias a Dios, he podido salvarla a ella y a su niño del hambre y del frío compartiendo con ellos mi propio pan.
Cuando encontré a esa mujer quedé impresionado por su aspecto enfermizo. Le he hecho tomar baños y fortificantes hasta donde he podido y ahora está mucho más sana. He estado con ella en Leyde, donde hay una institución para mujeres embarazadas en la que pueden internarse. Es lógico que se encontrase tan mal, porque el niño no venía bien colocado y hubo que operarla para corregir la posición con ayuda de un fórceps. A pesar de todo, hay muchas esperanzas de que el embarazo salga bien. Debería dar a luz en junio. Me parece que cualquier hombre que valga al menos lo que el cuero de sus zapatos habría hecho lo mismo ante algo similar.
Tras esta narración tan tranquilizadora, Vincent le comunica a Théo su intención de casarse con esa mujer, aunque se lo presenta como una obra de caridad, pues considera que es la única manera de mantenerla con vida. Se trataba de la famosa Sien, que en realidad se llamaba Clasina Maria Hoornik y que, según parece, no se estaba prostituyendo de forma episódica por haber sido abandonada en pleno embarazo, sino que toda su vida había transcurrido en la marginalidad y no había hecho muchas más cosas que prostituirse y embarazarse —no por gusto, evidentemente—. Contaba ya treinta y dos años cuando se encontró con van Gogh, y a finales del siglo XIX las personas de esa edad no solían gozar ni de la salud ni del aspecto aún relativamente juvenil que resulta habitual en la actualidad, y mucho menos cuando hasta entonces habían vivido en unas condiciones como las suyas. No se sabe cuándo retomó el ejercicio de la prostitución, si es que alguna vez lo había abandonado; pero sí que van Gogh lo dedujo al experimentar en su cuerpo los primeros y aterradores síntomas de una gonorrea.
Lo que no habían conseguido las persuasiones vehementes de Théo lo logró un solo desengaño y, en un gesto típico de su carácter, van Gogh reaccionó abandonando a Sien al instante y mudándose a Drente para pintar campesinos. De esa manera tan abrupta concluía una etapa de convivencia de unos veinte meses que había dejado al pintor sumido en tal miseria que tuvo que renunciar al óleo para conformarse con el dibujo y algo de acuarela —todo un lujo si lo comparamos con sus tiempos de predicador, por otra parte—. Sin embargo, y aunque esa aparente facilidad para escapar pueda sugerir lo contrario, la ruptura no estuvo exenta de sufrimiento. Sus cartas demuestran que se sentía a la vez liberado y traicionado, pero sobre todo traidor y lleno de pena. Llega a confesarle a Théo que sus ojos rebosan de lágrimas cada vez que ve a una mujer con un niño en brazos, y es de esperar que por aquel entonces se topase con muchas por allí.
Es también la primera vez en la que van Gogh manifiesta saber que la muerte ya se ha fijado en él. En una carta de 1883, sin especificar el método de cálculo empleado, llega a la conclusión de que sólo le quedan entre seis y diez años de vida —eran siete—; pero no lo hace para lamentarse por ello, sino para comprometerse a saldar con un buen legado pictórico la deuda que consideraba haber ido contrayendo con el mundo por haber estado residiendo en él sin pagar nada a cambio. Lo cierto es que, superado un primer momento de arrobamiento, las cartas que envía desde Drente en general desprenden alegría, optimismo y, al menos al principio, fascinación por lo que ve. No obstante, es fácil comprobar cómo un velo de amargura parece haber caído sobre su pintura. Sus cabezas de campesinos, características de esta etapa de su carrera, flotan en la tristeza de unos fondos oscuros que, más que a las luces impresionistas, recuerdan a la nostalgia melancólica de Munch.
Con su falda y su camisa azules, cubiertas de polvo y remiendos, descoloridas en los más delicados matices por el paso del tiempo, el viento y el sol, una granjera es, a mi parecer, más hermosa que una dama: si se vistiese como una señora, todo lo que hay en ella de auténtico desaparecería.
Los aldeanos son más bellos cuando están en el campo con su traje de fustán que cuando van los domingos a la iglesia acicalados como señores. Por eso creo que una pintura de aldeanos debe huir de la pulcritud convencional. Si una pintura de aldeanos huele a grasa, a humo o patatas, ¡me parece perfecto! Sería como quejarse de que un establo huele a estiércol. ¡Es que es un establo! Al fin y al cabo, la salud de los ciudadanos de una nación depende de que sus campos huelan a trigo maduro, a patatas y a abono. Por eso mismo, un cuadro de aldeanos jamás debe estar perfumado.
En diciembre de 1883, sin que se conozcan los motivos concretos ―aunque parecen coincidir con un periodo de pocas ventas por parte de Théo―, Vincent se trasladó a vivir con su padre en Nuenen, donde había aldeanos casi iguales a los que dejaba en Drente. A pesar de que la convivencia con su progenitor se evidenció casi imposible desde el principio, llegó a prolongarse alrededor de un año y medio: toda una excentricidad dentro de sus costumbres nómadas. Sus discusiones fueron constantes y crueles, aunque nunca sobrepasaron el ámbito verbal: a pesar de las apariencias y de sus ataques de furia, hay motivos sólidos para pensar que van Gogh era incapaz de hacerle daño a una mosca —a una mosca que no fuese él mismo, claro está―. El mal humor del artista se hace patente en sus cartas, que de pronto se vuelven ácidas e hirientes hacia su querido Théo, al que reprocha no estar esforzándose lo suficiente por vender sus cuadros:
Te he enviado una acuarela de un tejedor y cinco dibujos a pluma en cuanto he leído tu carta acerca de mis dibujos. Creo sinceramente que tienes razón cuando dices que mi trabajo debe mejorar, pero también pienso que podrías emplear algo de energía en sacar partido de él. Nunca has vendido nada mío, ni bueno ni malo; si bien es cierto que, como tú mismo reconoces, ni siquiera lo has intentado todavía. No creas que me enfado: sé que tus palabras son bienintencionadas, pero debes reconocer que hasta ahora ha resultado bastante inútil fiarse de ellas. De todos modos, y aunque estoy seguro de que me harás pasarme horas gruñendo, te animo a que me sigas hablando “con franqueza”.
Casi todo el mundo cree saber que van Gogh tan sólo vendió un cuadro en su vida; pero esa afirmación debe acompañarse de muchos matices. Si nos centramos en los óleos ―es más que probable que vendiese varios dibujos y acuarelas: obras lo bastante baratas como para no dejar constancia documental de la transacción―, es cierto que sólo existe una venta probada; no obstante, si no hay más no es porque nadie apreciase su arte en aquellos años, sino porque no intentó venderlos. Consideraba que toda su producción pertenecía a Théo, dado que había llegado con él al acuerdo semitácito de ir enviándole todo lo que fuese pintando a cambio de una renta mensual de 150 francos —una suma nada despreciable, que incluso le servía para pagar a los campesinos que posaban para él—. No se trataba de un pacto raro para los usos de la época, si bien es verdad que la cifra estaba aún muy alejada de lo que Théo podía llegar a pagar a figuras de primer caché como Monet, al que también tuvo en cartera —su hermano no dejaba de ser un pintor principiante, por mucho talento que ya hubiese demostrado—. Por otra parte, tampoco está muy claro que Théo se sintiese legitimado para vender los cuadros de Vincent, porque en lugar de ofrecérselos a sus clientes, lo que hacía era actuar como un mero depositario que aguardase indicaciones precisas sobre qué hacer con ellos. Atendiendo a la sinceridad del cariño hacia su hermano mayor, lo más seguro es que los estuviese guardando por si alguna vez éste necesitaba un dinero que él no pudiese darle. Hacía tiempo que la perspectiva de que van Gogh tuviese que acabar ingresando en un manicomio, como de hecho ocurrió tras el famoso evento auricular ―acaecido la noche del 23 de diciembre de 1888, una investigación reciente pone en duda que se tratase de un acto autolítico y sugiere más bien una nefasta combinación de absenta, Gauguin y esgrima—, no tenía nada de improbable.
Durante esta última etapa preimpresionista, van Gogh centró sus esfuerzos en los paisajes, los bodegones y la pintura de género, y es en ésta última en la que más claramente se palpa una desazón que parece no dejar de crecer en su interior. Los rostros, resueltos en ocasiones con una sola pincelada, llegan a desaparecer sin más o aparecen difuminados o caricaturizados hasta la sordidez. Sin embargo, lo más inquietante no son los cuadros en sí, sino el hecho de que a él le parecían escenas amables ―sin forzar mucho los términos de la comparación, es como si Otto Dix se mostrase convencido de estar pintando como Murillo―.
En cualquier caso, y aunque esa clara disonancia podría empezar a confundirse con una pariente cercana del delirio, lo cierto es que su calidad artística no dejaba de aumentar a un ritmo sorprendente. El primer cuadro que pintó en esta nueva etapa, y quizá el primero indiscutiblemente bueno de su vida, es una vista general de la iglesia del pueblo en un día de fiesta —fue un regalo de agradecimiento para sus padres por haberlo acogido en casa—. Sin embargo, aún tardaría un poco en llegar su primera obra maestra, que precisó de un proceso de maduración mucho más pausado. Así, con cierta vergüenza, contestaba Vincent a Théo cuando éste le escribió en febrero de 1885 para preguntarle si estaba listo para enviar algo al Salón de ese año —lo cual, por otra parte, demuestra que no se tomaba a lo tonto la representación de su hermano—:
Me temo que todavía no tengo ningún cuadro que pueda mostrar y, para ser sinceros, ni siquiera un dibujo. Lo que sí que realizo con cierta calidad son los estudios, así que estoy seguro de que muy pronto seré capaz de componer un cuadro con mucha rapidez. Además, cada vez me resulta más difícil decir dónde termina el estudio y dónde comienza el cuadro.
Él mismo debió de darse ánimos con esas palabras, porque a los pocos minutos de haberlas escrito, en uno de esos arranques tan envidiables que le poseían ―en su etapa final, llegó a ser capaz de pintar un oleo al día―, se lanzó a bosquejar un lienzo basado en los dibujos y apuntes que había ido acumulando sobre los granjeros de la zona. Para ello, tomó prestada cierta inspiración de dos de sus pintores más admirados. Uno era Millet, y el otro Josef Israëls, que no por casualidad ya entonces venía siendo conocido como “el Millet holandés”:
No puedo estar de acuerdo con Zola cuando señala a Manet como el hombre que abre un nuevo porvenir a las concepciones modernas en el arte. Para mí, es Millet, y no Manet, el verdadero pintor moderno, el que a muchos nos ha abierto el horizonte.
A esas influencias había que unir también el hecho de que van Gogh acababa de empezar a estudiar teoría cromática y también fisiognomía, que por aquel entonces seguía siendo considerada una disciplina científica. De un modo u otro, todo lo que leía contribuía a incrementar la fascinación que ya le provocaban los granjeros y la fortaleza de sus cuerpos contrahechos. Sus esbozos no muestran el más mínimo decoro a la hora de plasmar las espaldas encorvadas u otras malformaciones fruto del trabajo y las penurias; y no las exhibe como aberraciones ni con ánimo de denuncia social, sino como condecoraciones obtenidas en la lucha por la vida. Considera que los campesinos están tan integrados en la tierra como las raíces de los árboles, por lo que no resulta extraño que eligiese las gamas parda y verde para gobernar estas series:
Para pintar la vida aldeana hay que ser maestro en muchos temas. Fíjate en los personajes de Millet: ¡parecen pintados con la tierra que siembran! Qué exacto y verdadero es esto. Y qué importante es saber cómo obtener en la paleta estos colores que forman la base de todo y a los que nadie se ha molestado nunca en ponerles nombre.
El resultado de toda esa inspiración y todo ese denuedo fueron “Los comedores de patatas”, una de las obras de arte más cautivadoras de la historia, y tan repleta de matices que forma parte de ese selecto club de cuadros que nunca acaban de ser aprehendidos por la vista:
Me he esforzado por expresar la idea de que esa gente bajo la lámpara come sus patatas metiendo en el plato las mismas manos con las que han trabajado la tierra. Con mi cuadro quiero exaltar el trabajo manual y el alimento que ellos mismos se han ganado tan honestamente. Pretendo hacer pensar en un determinado modo de vivir distinto al de las ciudades, por lo que no tengo la más mínima intención de que nadie lo encuentre ni bello ni bueno. […] El que prefiera ver aldeanos almibarados, que pase de largo. En lo que a mí respecta, estoy muy satisfecho de no haberlos pintado con refinamiento, sino exaltando su rudeza.
El lienzo representa a un grupo de campesinos, dos varones y tres mujeres, sentados a la mesa para cenar patatas y café —o malta, según otras fuentes—. No se trata del retrato de ninguna familia en concreto, sino de una idealización compuesta por elementos de los diferentes rostros que había ido estudiando. El de la joven de manos envejecidas que aventura su tenedor en el plato es reconocible en algunos apuntes del natural, si bien algo modificado; pero los demás debieron de ser fruto de composiciones que el propio pintor fue fraguando en su mente, tal y como hizo Goya en las pinturas negras, cuyo influjo, consciente o inconsciente, parece evidente. Se sabe que van Gogh admiraba al aragonés, si bien tan sólo comienza a mencionarlo unos años más tarde, cuando ya reside en Arlés ―como curiosidad, se da la coincidencia de que ambos pintores nacieron un 30 de marzo—. No obstante, las pinturas negras habían sido exhibidas sin demasiado éxito en la Exposición Universal de París de 1878, por lo que resulta perfectamente verosímil que van Gogh las conociese de primera mano. En cuanto al color, con la excepción de algunos toques blancos, grises y amarillos, el cuadro entero se compone de esos tonos apagados de verde y marrón que tantas veces alabó en su correspondencia con Théo: “Una de las cosas más bellas que han logrado los pintores de nuestro siglo ha sido pintar la oscuridad, que también es color”.
A pesar de que era aficionado a explotar los motivos pictóricos que le habían gustado, van Gogh pintó muy pocas escenas de grupo como ésa. Quizá influyó en ello el hecho de que en su momento fueron detestadas por cualquiera que las viera, salvo por Théo. Con respecto a los comedores, los contornos ondulantes de sus cabezas y el que sus miradas no se crucen de ninguna manera fueron tachados como pifias de principiante, en ocasiones sin demasiada delicadeza —supuso el final de su amistad con el también pintor Anthon van Rappard, entre otras—. A pesar de sus esporádicos ataques de euforia ―tan atribuibles al tesón como al alcohol―, van Gogh se mostraba muy inseguro con respecto a la calidad general de su obra, por lo que tampoco necesitó mucha presión para, tras una defensa encendida al principio, claudicar reconociendo que “Los comedores de patatas” estaba plagado de errores. No detalló cuáles, pero una cosa sí que tenía clara: ni por asomo eran los que se le achacaban, sino otros que sólo él era capaz de detectar.
El cuadro acabó colgado sobre la chimenea de la casa de Théo: un lugar de privilegio si tenemos en cuenta su prestigio como marchante de arte; no obstante, semejante gesto parece evidenciar que lo encontraba difícil de vender. También es posible que se tratase de un regalo de Vincent a su hermano, aunque resulta complicado saberlo. En cualquier caso, obsequio o no, lo cierto es que con ninguna otra obra resultó van Gogh tan insistente a la hora de aconsejar la aplicación al enmarcado de la teoría de los contrastes de Delacroix. Como vamos a ver, llevarle la contraria a Vincent van Gogh podía no ser la mejor idea del mundo, al menos en los asuntos que él creía dominar:
Por lo que respecta al cuadro de los que están comiendo patatas, estoy seguro de que quedará muy bien enmarcado en oro y sobre una pared cubierta de papel pintado que tenga el tono profundo del trigo maduro. Si no está separado de lo demás en esta forma, ya no causa una impresión tan excelente al mirarlo. Como su interior es muy sombrío, no destaca sobre un fondo oscuro o empañado.
[…]
Por otra parte, también necesita un marco dorado, porque así quien lo observe verá un hogar y el reflejo de las llamas sobre las paredes blancas, que es verdad que están excluidas del cuadro, pero que en el medio natural sirven para contener todos los conjuntos.
[…]
Un tono dorado en el marco aportará claridad a las sombras hasta límites que no te puedes imaginar y, a la vez, eliminará el aspecto estucado que podría resultar si, por desgracia, fuera colocado sobre un fondo empañado o negro.
[…]
Las sombras están pintadas con azul y un color oro es lo adecuado.
[…]
Vuelvo a reiterar que es preciso separarlo del resto rodeándolo de algo que tenga el tono del oro o, en su defecto del cobre.
[…]
Hazme el favor, reflexiona sobre esto si quieres verlo tal como es preciso que sea visto.
Su padre murió de una apoplejía repentina el 26 de marzo de 1885, y ya en su momento hubo quiénes la atribuyeron al estado de tensión permanente que le provocaba la convivencia con su hijo pintor, que quedó muy impresionado por la tragedia y dejó entrever sentimientos de culpabilidad —para variar, llevaba enfadado con él desde el día anterior—. El lienzo “Naturaleza muerta con Biblia”, una especie de funeral pictórico, da buena cuenta de ello.
Poco menos de dos meses más tarde, Vincent abandonó la casa familiar porque los conflictos con su madre y sus hermanos, que habían acudido para ocuparse de las últimas voluntades de su padre, comenzaban a resultar tan insoportables que llegó a temer otro deceso. No obstante, como consideraba que aún no había concluido su trabajo artístico allí, se instaló en la casa del sacristán, donde tampoco se le permitió permanecer mucho tiempo. La desaparición de la figura protectora de su padre hizo que emergieran en toda su crudeza una buena serie de odios, rencores y prejuicios contra él que, insospechadamente, habían permanecido larvados entre la población. Entre otros cargos, fue acusado —con dedos y cuchicheos: el asunto no llegó a las autoridades— de haber provocado que una joven tratase de suicidarse y de haber dejado embarazada a otra. Además, el párroco católico, que también lo había en aquel pueblo, aprovechó la ausencia de su colega y rival calvinista para recomendar a sus feligreses que se mantuvieran alejados de la diabólica semilla protestante. Como bien es sabido, en Brabante, en Castilla y en cualquier otra parte del universo habitado, existen pocas desgracias más molestas y peligrosas que coronarse como el objeto de animadversión de una población cerrada. Suele cronificarse pronto y comenzar a manifestarse en sutiles y molestas invitaciones al exilio que luego van arreciando hasta convertirse en claras amenazas para la supervivencia del infame. No es extraño que la mayor parte de los cuadros que, a pesar del acoso generalizado, van Gogh logró concluir durante esta última fase de su estancia en Nuenen representen interiores.
Apenas comenzado el verano, como paso previo para su salto a París, huyó a Amberes, donde uno de los primeros cuadros que pinta es “Calavera con cigarrillo encendido”, una imagen turbadora en la que algunos ven una simple sátira de las escuelas de dibujo —que empleaban esqueletos como modelos— y otros una forma de primer autorretrato ya influido por cierto desequilibrio mental. Lo cierto es que en ocasiones resulta difícil llegar a comprender su visión de la existencia, en apariencia repleta de contradicciones, pero a la vez tan coherente con sus actos que resulta evidente que llegó a sistematizarla. Quizá el recurso a la patología psiquiátrica, tan socorrido como insatisfactorio, sirva para justificar cómo una persona puede unir el amor a la vida y su desprecio en el mismo acorde; pero se trataría de una explicación sin más objetivo que el sosiego de quien la lee y de quien la formula. Lo que no se puede negar es que, simbólicamente o no, deliberadamente o no, su Calavera reviste un claro papel catártico dentro de su viaje creativo, si entendemos su salida de Brabante como una de las varias caídas a los infiernos que trufaron su accidentado camino vital. A partir de entonces, llegarían otros colores.
Recomendaciones: El mejor libro acerca de Vincent van Gogh que yo conozco es el completísimo estudio realizado por Jorn Hetebrügge. Se trata de un volumen de tapa dura con una calidad de impresión fotográfica excelente e innumerables ilustraciones. Fue publicado en 2009 por la editorial británica Parragon y fue inmediatamente traducido al castellano; sin embargo, parece que la versión española está descatalogada. La edición en inglés puede adquirirse en Amazon siguiendo este enlace, aunque soy consciente de que el precio puede desanimar a más de uno.
Bastante más económico y con una calidad comparable, podemos encontrar el volumen dedicado a van Gogh en la colección “Obra completa” de Taschen. La calidad gráfica habitual va acompañada en esta ocasión por un texto póstumo de Ingo F. Walther.
Finalmente, una lectura obligatoria para todos los amantes de la pintura, y también para los de la literatura, son las “Cartas a Théo”, recopilación de las misivas que el propio Vincent van Gogh fue enviando a su hermano durante toda su vida creativa. No sólo es la mejor vía para acceder a la psicología del pintor lejos de todo tópico, sino una verdadera joya de la literatura epistolar, porque van Gogh no sólo era un pintor genial, sino una persona que escribía muy bien y tenía muchas cosas interesantes que contar. Supongo que lo ideal sería leerlas en holandés, pero qué le vamos a hacer… Sinceramente, desconozco cómo es la traducción de la edición de Alianza a la que apunta el enlace; pero es imposible que sea peor que la que en su día lanzó Origen.