Considerada mayoritariamente como la mejor fotografía de guerra jamás tomada, “Muerte de un miliciano” puede suscitar dudas acerca de su clasificación como obra de arte, y quizá también sobre su corrección desde el punto de vista del periodismo más dogmático. Comenzando la casa por el tejado, parece claro que su valor histórico es indiscutible: si examinamos someramente la equipación con la que cuenta el miliciano ―que no soldado―, provisto de alpargatas en lugar de botas y con el gorro isabelino como único elemento oficial, pronto llegaremos a la conclusión de que el verdadero mérito del bando republicano fue aguantar casi tres años en combate ante un poderío técnico y estratégico tan superior como el que presentaba el bando sublevado, por mucho que la orografía ibérica favorezca la lucha de guerrillas y entorpezca los movimientos de un ejército de línea. Sin embargo, no podemos perder de vista que la labor de Robert Capa ―seudónimo de Enrö Friedmann― era abiertamente militante a favor de una República que todavía entonces, tras apenas mes y medio de conflicto, subsistía como Estado de alguna manera, por lo que su trabajo es como mínimo sospechoso de carecer de la mayor virtud que debe poseer un buen periodista: la objetividad ―que, por supuesto, en ningún caso debe confundirse con la neutralidad―, aun cuando la ausencia de ésta sea mucho más difícil de apreciar en la vertiente gráfica que en la escrita.
Desde un punto de vista artístico, Capa introduce en la fotografía la estética del desenfoque. Hasta entonces, la nitidez se había consagrado como el valor supremo de la imagen; sin embargo, gracias al empleo de cámaras más ligeras y rápidas y a la aparición del carrete de película, Capa se rebela contra ese postulado a favor de la inmediatez y el movimiento. Dado que se trataba de un fotógrafo de acción, su intención no pasaba de reflejar el mayor dramatismo posible que pudieran desprender sus objetivos ―“Si tus fotografías no son buenas, es porque no te acercaste lo suficiente” es una de sus máximas más célebres―; pero hoy nadie niega que sus hallazgos influyeron de forma determinante en la evolución de la fotografía de estudio. De manera deliberada, casual o simplemente forzosa, acabó haciendo del “ligeramente desenfocado” ―título, por otra parte, de uno de sus libros― su seña de identidad.
Capa, aunque “revoltoso” desde su adolescencia, no era ningún guerrero en el sentido más marcial de la palabra. Si bien demostró su valentía hasta límites rayanos en la inconsciencia, no contaba con un físico vigoroso y no poseía el más mínimo conocimiento en el manejo de las armas. Como tantos otros intelectuales idealistas de la época, supo leer en la situación española un ensayo general de la lucha triangular que debería librarse tres años más tarde en toda Europa entre los tres modelos políticos que aspiraban a consagrarse como dominadores del futuro: el fascista, el comunista y el demócrata liberal, y creyó que aún era posible detener la catástrofe global si se gestionaba correctamente el conflicto, por lo que no dudó en dirigirse al foco de las hostilidades para luchar con el único fusil que poseía: su cámara fotográfica (al igual que Hemingway lo hizo con su máquina de escribir, pero sin llegar a los extremos de Orwell ―alistado como miliciano del POUM y herido por sus supuestos aliados comunistas― o Malraux ―que organizó la “Escuadrilla España” de aviación y también fue boicoteado por su negativa a someterse a las Brigadas Internacionales, de abierta inspiración estalinista―). Aunque Robert Capa nunca se manifestó como comunista ni anarquista y de sus escasos comentarios políticos puede deducirse que era un demócrata convencido, no cabe duda de que siempre demostró simpatía hacia las ideologías de izquierda. Además, era judío y ya se había visto obligado a abandonar Berlín con el ascenso de Hitler al poder, por lo que su odio a todo tipo de fascismo estaba más que justificado. Precisamente esa aversión común fue la que motivó la alianza “contra natura” entre el gobierno constitucional y numerosos grupos de ultraizquierda antidemocrática, casi tan incompatibles entre sí como con el enemigo. Quizá esta circunstancia haya sido la culpable de que en la actualidad se halle extendida popularmente una imagen muy distorsionada de la Segunda República, que viene a consagrarla poco menos que como el paradigma del paraíso proletario y a enaltecer como reliquias de los movimientos revolucionarios cualquier cosa relacionada con ella. Así, esta instantánea se ha empleado como un símbolo más de la lucha obrera, cuando ni por asomo era ésa su intención, sino más bien denunciar el horror de la guerra y, de paso, sacar algo de dinero con ello ―no olvidemos que Capa vivía de vender sus fotos―. Esta confusión ha motivado reacciones airadas desde todos los frentes, tanto de exaltación incondicional por parte de la izquierda romántica como de ataques desesperados desde la derecha casposa, que se ha pasado estos ¡setenta y siete años! tratando de desprestigiar la obra con acusaciones de montaje tan poco fundamentadas que en ocasiones hunden ambos zapatos en el lodo del ridículo. En mi opinión, ambas posturas revelan sin tapujos el largo camino que aún le queda por recorrer a la democracia española para equipararse a los parlamentarismos más asentados, y lo cierto es que hasta 1984 nadie se preguntó cómo se llamaba el guerrillero muerto; era lo de menos: un peón más dentro de un tablero multitudinario, otra víctima de Franco y compañía para los unos, un asesino muy teatrero para los otros. Hoy sabemos que se trataba de Federico Borrell García, un anarcosindicalista de Alcoy que tan sólo contaba con veinticuatro años―Robert Capa con veintidós― en el momento de caer en Cerro Muriano, en el frente de Córdoba.
Pero, independientemente de quién esté cayendo, esta fotografía no refleja sino la muerte de un ser humano en el preciso momento en el que ésta sustituye a la vida, y además lo hace guiada por la bala disparada dolosamente por uno de sus congéneres. La escena se desborda de dramatismo si se contempla la serie completa de instantáneas, en algunas de las cuales podemos llegar a presenciar a este hombre bromeando ante la cámara con completa despreocupación tan sólo un rato antes de que se desencadenara la escaramuza que iba a acabar con él. El suceso aislado puede estimularnos una grave sensación de absurdidad, ya que nos sobran los motivos para presumir que víctima y homicida no eran sino dos desconocidos que se habían encontrado en mala hora y lugar, y que el único móvil que les impulsaba a desear matarse el uno al otro consistía en la energía liberada por un odio profundo y abstracto, seguramente enardecido por soflamas carentes de lógica. Pero ese sentimiento puede llegar a la desesperación si tenemos en cuenta que el evento que lo provoca se repitió en más de medio millón de ocasiones durante la guerra y la posterior represión por parte de los vencedores.
No es necesario emplear trucos para tomar fotografías en España. No hay porqué preparar la cámara ni contar con modelos. Las imágenes están ahí y tú te limitas a recogerlas. La verdad es la mejor fotografía.
(Robert Capa).
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Hay teorías que dudan de la autenticidad de la acción y la consideran una pose carente de realidad.
Pero sea lo que sea hay que admitir que la imagen impone.