Aunque por muchos estudiosos sólo está considerado como una corriente dentro de la tradición realista americana, se puede afirmar que el regionalismo es el primer estilo artístico occidental puramente endémico de Norteamérica. Los pintores regionalistas se apartaron del boato urbano estadounidense para centrarse en su antítesis: el dramatismo que desprende un tipo de vida rural casi exclusivo de esa nación tan sui géneris. Si coetáneos suyos como Hopper ―al que algunos incluyen en este grupo― se dedicaban a explorar la soledad interna del individuo sumergido en la masa ciudadana, éstos se propusieron reflejar un aislamiento de carácter mucho más físico y a la vez más profundo e inconsciente. Mientras que la geografía europea ―una pequeña albóndiga repleta de nervios― ha conformado una sociedad rústica basada en la vecindad cerrada, la amplitud inconmensurable del territorio norteamericano ―un solomillo cortado por el mejor carnicero del mundo― ha condicionado la aparición de un tipo de asentamiento en el que, alrededor de un pequeño núcleo dedicado a satisfacer los servicios más básicos, se expanden radialmente casas unifamiliares separadas entre sí por grandes distancias. Este panorama, agravado con frecuencia por su exposición a un clima continental extremado, se configura como el caldo de cultivo ideal para la generación de pequeños dramas humanos cuya realidad es con frecuencia ignorada por el resto de la comunidad o simplemente observada con la más fría y pasiva asunción. Sin duda, es la América de Faulkner y Steinbeck la que retratan estos artistas.
Uno de los rasgos característicos comunes a este grupo de pintores es su dedicación denodada a la elección previa de los materiales a emplear en cada obra. Al igual que para Miguel Ángel el proceso creativo de una escultura comenzaba con la búsqueda del bloque de mármol más adecuado para tallar su idea, los regionalistas escogían minuciosamente cada uno de los elementos técnicos de los que se iban a servir, llegando en ocasiones a elaborarlos en sus propios estudios. Wyeth, en concreto, y en su afán por trasladar al espectador el espíritu de lo que veía con el mayor grado de fidelidad posible, tomó alguna vez como pigmento la propia tierra que pretendía reflejar. En “El mundo de Cristina” no alcanzó esos extremos, pero sí que optó por un tipo de pintura que, si bien sigue utilizándose y a nadie le resulta extraña, ha ido cayendo en desuso bajo la indiscutible dictadura del óleo: el temple o témpera, en el que el polvo se disuelve en una mezcla de agua y generalmente huevo, que actúa como aglutinante. Aunque puede resultar incluso más brillante que la pintura oleosa, no es lo habitual y el efecto depende de la cantidad de soluto que se añada, lo cual permite al creador “templar” los colores a su gusto desde el inicio. En este caso, el artista ha aplicado el tinte justo para dotar al cuadro de una apariencia brumosa y mate, casi onírica, que sugiere a la perfección el escenario de pesadilla en el que podría hallarse la angustiada protagonista; además, el extremo cuidado y precisión que requiere esta técnica pictórica le permitió plasmar con minuciosidad prácticamente cada brizna de hierba amarilleada.
Wyeth nació en un pueblo de Pensilvania que se debía de parecer mucho al tipo de población descrita con anterioridad. Además, pasó largos periodos estivales en la aldea de Cushing, situada en la zona más despoblada del estado de Maine, donde conoció a Christina Olson, la mujer que inspira este cuadro. La señorita Olson vivía en la casa que aparece en la imagen y se encontraba aquejada de algún trastorno físico que la mantenía paralizada de cintura para abajo. Su única alegría diaria consistía en recoger flores y, al carecer de una silla de ruedas, sólo podía desplazarse arrastrándose lateralmente en la postura que observamos. Parece ser que en ocasiones llegaba a recorrer grandes y penosas distancias de esta manera tan sacrificada, lo que impactó profundamente al pintor, que cada tarde la veía volver desde su ventana con un pequeño ramo en una de sus manos o entre los dientes. La edificación hacia la que se dirige el personaje aparece relativamente cercana para alguien que pueda emplear sus piernas, pero para una paralítica que sólo cuenta con la fuerza que le presten esos brazos flacos podría suponer un trayecto de horas. Para resaltar la lejanía de su objetivo, Wyeth distorsiona la perspectiva del espectador combando el plano, de modo que el tramo que separa a Christina de su destino se nos ofrece tal y como ella lo ve desde el suelo ―de ahí el título de la obra―. El cielo plomizo y la inmensidad del páramo otoñal, así como la presencia de algunos cuervos volando en la lejanía ―por desgracia, resultan imposibles de apreciar en una reproducción tan pequeña― y la impresión de que la propia casa aparta su mirada de la moradora o bien se desentiende de su suerte, contribuyen a magnificar la sensación de abandono que podría estar experimentando la protagonista, a la vez que conforman una metáfora perfecta del desdén con el que este tipo de sociedades tienden a reaccionar ante la desgracia ajena ―y no es de extrañar que así sea, porque ninguno de sus miembros está libre de sufrir dramas parecidos―.
No obstante, debemos tener en cuenta que una obra pictórica suele tardar bastante en terminarse, por lo que no participa de la inmediatez de la fotografía, y aunque muchas veces la idea haya sido espontánea y nos cueste creer que su resultado no lo sea, tal espontaneidad resulta prácticamente imposible. Si más arriba he dicho que Christina Olson inspiró este cuadro, es porque no es ella la retratada, sino la joven esposa del pintor, que posó para él en esa postura durante varios días. Cuando Wyeth se fijó en la paralítica, ésta contaba ya con cincuenta y cinco años y es de esperar que, con semejante entrenamiento diario, la musculatura de su tren superior resultase bastante robusta. Wyeth nunca explicó por qué decidió cambiar la modelo. Podemos pensar que hubiese resultado muy difícil retratar a una persona en movimiento a la que sólo se contempla durante unos momentos al día, y probablemente esto influyó mucho en su decisión; pero yo creo que el cuerpo joven y lánguido de su mujer se prestaba mucho más al objetivo de conmover al espectador y de transmitirle la denuncia que realmente encierra el cuadro. Troquemos mentalmente a la Christina de la escena por una mujer madura de fuerza descomunal y notaremos que el efecto sobre nuestros sentimientos no es el mismo.
Y, como coda, una pequeña anécdota literaria con reflexión tontaina incluida: por propia experiencia, sé que este cuadro es un gran desconocido en España incluso para los aficionados al arte; sin embargo, su fama como una de las obras cumbres de la pintura realista del siglo XX no sólo ha traspasado fronteras, sino también el espacio interestelar. Sólo así se justifica que las entidades alienígenas ideadas por Arthur C. Clarke en “2001, una odisea del espacio” lo emplearan para decorar una de las paredes de la habitación en la que acogen a Dave tras superar la puerta de las estrellas, y cito:
La cápsula espacial estaba descansando sobre el pulido piso de una elegante y anónima suite de hotel, que bien podría haberse hallado en cualquier gran ciudad de la Tierra. Y él miraba fijamente a una gran sala de estar con una mesa de café, un diván, una docena de sillas, un escritorio, varias lámparas, una librería semillena y con algunas revistas, y hasta un jarrón con flores. El puente de Arlés de Van Gogh colgaba en una pared…, el mundo de Cristina de Wyeth, en otra, estaba seguro de que cuando abriese el cajón central del escritorio hallaría una Biblia en su interior…
Si alguna vez, por suerte o por desgracia, la Humanidad llega a establecer un contacto cercano con alguna otra especie extraterrestre a su altura intelectual, uno de los trances más difíciles de superar para muchos de nosotros será el descomunal síndrome de Sthendal colectivo que nos desencadenará el enfrentarnos de golpe a otro Fidias, otro Velázquez, otro Beethoven, otro Proust, otro Visconti… Necesitaríamos también otra vida para asumirlo y disfrutarlo.
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