La vida de esta mujer, bastante desconocida en España, es una historia de lucha por alcanzar la felicidad contra la marea de los acontecimientos históricos ―que viene a ser lo que a los demás les da la gana hacer con nosotros sin conocernos―. En el momento de firmar este autorretrato, Serebryakova acababa de cumplir veinticinco años, vivía en París recién casada y la crítica la ponía por las nubes por los trabajos que aportó a la primera exposición colectiva en la que participó, éste entre ellos. Sólo diez años más tarde, Zinaida se había convertido en una viuda miserable con cuatro hijos muy pequeños y una madre enferma a su cargo, y todo porque tuvo la mala idea de regresar a su país en el peor momento posible: justo cuando comenzaba la Gran Guerra y a las puertas de la Revolución de Octubre. Como suele suceder en este tipo de tragedias, en las que las pasiones políticas más inhumanas dificultan el conocimiento de la verdad, las versiones son bastante contradictorias; pero todo parece indicar que el gobierno bolchevique se llevó de calle las vidas de su padre y de su marido ―en este último caso no hay duda posible, puesto que murió a lo Miguel Hernández―, y también todas sus fuentes de ingresos, consistentes en una pequeña hacienda y en su trabajo. Como su sensibilidad artística le impedía crear los horrores pictóricos que imponían los soviets ―y a pesar de que su especial preocupación por las siervas ucranianas ya le había traído ciertos problemas con la Administración zarista―, cayó en desgracia y tuvo que ganarse la vida rebajándose a reproducir al carboncillo piezas del museo arqueológico de Leningrado para su archivo.
Por justicia, en París no se habían olvidado de su talento, y en 1924 le ofrecen un contrato para la realización de un mural ―me temo que más con la intención de rescatarla que de ver el mural terminado―. Sorprendentemente, el entonces flamante gobierno de Stalin le concede la gracia de poder viajar fuera de sus fronteras; pero había truco: no se le permitió regresar a la Unión Soviética una vez acabado su trabajo. Como pudo, trató de arrancar a sus hijos del gigante rojo casi con cuentagotas, y lo consiguió en el caso de los dos más pequeños. Sin embargo, tuvo que esperar treinta y seis años ―tengamos en cuenta que la mayor parte de las naciones democráticas establecen límites menores para las condenas a prisión― para reencontrarse con los dos mayores, cuando al nunca bien valorado Kruschev le dio por tratar de reparar las salvajadas de su antecesor en el (los) cargo(s). Hoy, trocada la pesadilla comunista por la pesadilla pseudoliberal, Rusia y Ucrania se la disputan como la pintora más importante de su historia; pero lo cierto es que murió siendo francesa.
Obsesionada con la exaltación de la belleza humana, sobre todo de la femenina, sus cuadros condensan una carga erótica difícilmente superable. En mi opinión ―absolutamente subjetiva y condicionada por mis pulsiones más bajas―, su secreto consistía en añadir entre sus ingredientes enormes dosis de naturalidad y alegría. Sus desnudos no son académicos, al igual que no lo son los que cada uno de nosotros nos encontramos a lo largo de nuestra vida. Pinta a varones y mujeres tal y como los ve, con sus desproporciones y sus pequeños defectos; pero los decora con un fondo de felicidad que, de manera casi extrasensorial, consigue encontrar y hacer emerger de todos sus modelos. Basta contemplar cualquiera de sus retratos para concluir que en ellos no existe ningún tipo de artificialidad, que por muy desgraciada que pudiera ser la persona a la que hace perdurar, supo quedarse en su memoria con su cara más amable. No se limita a maquillar rostros tristes, y la prueba de ello está en sus autorretratos, en los que sus sonrisas tranquilas no ocultan ninguna doblez, como pudiera ocurrir en la pintura de Otto Dix o de Richard Gerstl. Y no es que su vida estuviera desprovista de preocupaciones: en la mayoría de sus cuadros podemos encontrar elementos de dolor o amargura, como el acerico que ocupa un lugar de honor en este lienzo: justo sobre su matriz, o las dos velas apagadas que observamos a nuestra izquierda y que recuerdan claramente a un par de cirios fúnebres. Por lo tanto, la felicidad que defiende la artista no tiene nada que ver con un sentimiento frívolo motivado por disfrutar de una existencia fácil, sino con la que acaba surgiendo del vitalismo más incondicional y de las pequeñas ilusiones. Creo que podemos afirmar sin que nos apedreen que Zinaida Serebryakova expresó mediante sus pinceles la misma filosofía de vida que Henry Miller con sus máquinas de escribir o Brassaï a través de sus cámaras fotográficas, sólo que, por fortuna para todos nosotros, carente por completo del sentido de la escatología en su acepción más guarra. Si alguna vez os encontráis algo asqueados y no os apetece leer a Bukowski o ver una de Truffaut, os recomiendo que gastéis unos minutos en mirar cuadros de esta mujer: os aseguro que el efecto paliativo es inmediato.
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¡Excelente tu trabajo y el de Zinaida! La descubro gracias a tus líneas y me la guardo para siempre. Muchas gracias.
Un gran saludo.