Si la historia de esta mujer es real ―y todo parece indicar que lo es―, probablemente nos encontremos ante uno de los casos más extremos de obsesión por la aprehensión temporal y de soledad interior que haya dado la fotografía. Aunque nació en 1926, Vivian Maier sólo comenzó a existir en 2007, cuando un joven aficionado a la historia, llamado John Maloof, compró una caja de fotografías antiguas en una de esas subastas vecinales a las que, a juzgar por lo que se ve en películas y series de televisión, los estadounidenses deben de ser muy aficionados. Según su propio relato, Maloof estaba buscando material con el que ilustrar un futuro libro acerca del Northwest Side de Chicago, donde se había mudado un par de años atrás. Pagó cerca de cuatrocientos dólares por la caja, pero en un primer vistazo consideró que su contenido no se ajustaba a lo que él necesitaba, así que las fotografías quedaron aparcadas hasta que el libro estuvo editado. Sólo después se detuvo a revisar con calma lo que había adquirido y descubrió un auténtico tesoro en forma de fotografías y negativos sin revelar. Desde entonces, su vida contó con dos pasiones nuevas: la fotografía a la vieja usanza y conocer a quién se escondía al otro lado de las instantáneas.
Poco a poco, fue descubriendo a una mujer bastante excéntrica y tremendamente escurridiza. Al parecer, había trabajado como niñera residente para varias familias de Nueva York y Chicago, donde pasó la mayor parte de su vida. Seguir su pista se convirtió en un bendito infierno para Maloof, puesto que Vivian era aficionada a contar historias falsas acerca de su pasado y a no facilitar con frecuencia su verdadero nombre, un pequeño lujo que sólo pueden permitirse los ciudadanos de los países de carecen de documento nacional de identidad obligatorio. Vivian solía presentarse como francesa a las familias a las que servía ―supongo que lo hacía porque en el imaginario colectivo eso elevaba su caché de niñera al de institutriz―, pero lo cierto es que nació en Nueva York a principios del siglo XX; eso sí, hija de una francesa y de un austríaco, ambos judíos, que habían inmigrado a La Gran Manzana unos años antes. En algunas fuentes se afirma que pasó casi toda su niñez y juventud en Francia, pero no he encontrado datos concluyentes y no cabe duda de que únicamente poseía la nacionalidad estadounidense.
Todos los que convivieron con Vivian Maier afirman que nunca salía de casa sin alguna de sus cámaras Rolleiflex colgada del cuello; pero nadie recuerda haber visto jamás una foto realizada por ella ni habérselo solicitado en ninguna ocasión. Desde luego, ella tampoco se ponía demasiado pesada en enseñarlas: todo parece indicar que sólo fotografiaba para sí misma, que no concebía más público que su propio disfrute y que no se le pasaba por la cabeza la idea de la posteridad. No se le conocen amantes, ni siquiera amigos o amigas con los que se viera a menudo; pero tampoco se la define como una persona tímida o cohibida. Parece que los niños a los que cuidó la adoraban, y pasó largas temporadas en cada una de las casas en las que residió, por lo que se puede presumir que las familias a las que asistió estaban más que contentas con ella. Sus cientos de sorprendentes autorretratos revelan la personalidad de alguien humilde y bienintencionado, poseído por una curiosidad desbordante y por ese anhelo imposible de detener el tiempo que ha torturado a tantos creadores a lo largo de la historia. El examen de su legado material demostró que esos desesperados intentos por paralizar el transcurso de los días no sólo se manifestaban mediante la captación de imágenes estáticas, sino que Maier había grabado varias películas en Super-8 y fonografiado conversaciones con desconocidos que se encontraba por la calle, así como que se había dedicado a coleccionar miles de recortes de prensa cuidadosamente archivados en multitud de cuadernos, si bien todos ellos con el signo común de lo luctuoso: tan sólo guardaba obituarios y noticias sobre crímenes y sucesos escabrosos. Por las apariencias, alguien podría aventurar que se trataba de una marciana enviada para estudiar la naturaleza humana, de no ser porque su primer objeto de estudio era ella misma. En este sentido, llama muchísimo la atención que entre sus autorretratos no se encuentre ningún desnudo; aunque quizá sea pronto para aseverar ese extremo, dado que la mayor parte de su ingente trabajo permanece aún sin publicar. Y en rigor, y a pesar de contar con cerca de ciento cincuenta mil negativos, la obra conocida de Maier permanecerá incompleta para siempre, porque a menudo encuadraba sus fotos recortándolas una vez que las había revelado. De este modo, aunque se impriman todos los clichés, resultará imposible saber cómo las hubiese acabado su autora.
Algunos críticos han afirmado que su misteriosa historia resulta mucho más interesante que su obra, pero yo no estoy de acuerdo con ellos. En primer lugar, porque no creo que se pueda separar la una de la otra: el trabajo de cualquier artista lleva cuerpo y lleva alma, y sólo conociendo ambos pueden disfrutarse sus creaciones plenamente ―al fin y al cabo, su historia provocó su obra y su obra condicionó su historia―. En un plano más objetivo, creo que nos encontramos ante una auténtica maestra del robado; no tanto por su ortodoxia técnica, que ha sido criticada como algo deficiente en ocasiones, sino por poseer una puntería increíble para captar el momento justo donde el ser humano se muestra más humano, es decir: más extrañamente animal. Esos errores técnicos, que tampoco son frecuentes, se justifican fácilmente si tenemos en cuenta la dificultad de disimular los mamotretos con los que trabajaba ―en comparación con las miniaturas actualmente disponibles― y la urgencia de disparo que requería la plasmación de su idea; mientras que su habilidad para congelar el instante preciso sólo puede ser explicada por la posesión innata de una capacidad de observación y de una sensibilidad exacerbada combinada con una intuición prodigiosa: ¿cómo era capaz de saber lo que iba a ocurrir en los próximos segundos? Actualmente es posible disparar ráfagas amplias sin coste alguno, y así es cómo se consiguen la práctica totalidad de las fotografías impactantes; pero parece que los medios económicos con los que contaba Maier no le concedían ese lujo. Sin dejar de ser una mera aficionada, digamos que Maier obtenía con una caña de sedal y anzuelo lo que muchos profesionales actuales no logran ni con las redes de arrastre más tupidas.
En cualquier caso, su condición de aficionada se circunscribe al hecho de que jamás cobró ni pretendió cobrar por su trabajo. Nunca recibió ningún encargo ni lo persiguió; pero eso no quiere decir que su formación fuese estrictamente autodidacta: algunas fuentes refieren que, en su primera niñez, su madre y ella convivieron algún tiempo con una pionera de la fotografía surrealista llamada Jeanne J. Bertrand. He de confesar que jamás había escuchado su nombre, y la verdad es que resulta dificilísimo encontrar referencias acerca de esta mujer si no es, precisamente, en relación con Vivian Maier. La más aclaratoria me ha llegado gracias al trabajo de investigación realizado por claus01 para el blog artificial10. En su artículo incluye un enlace a una reproducción en “pdf” de una página del Boston Globe del 23 de agosto de 1902, donde se la describe como “la obrera que se ha convertido es uno de los más famosos fotógrafos de Connecticut”. (Éste es el enlace al referido blog, desde donde se puede acceder al facsímil: http://artificial10.wordpress.com/2011/03/20/pioneer-of-photography-jeanne-j-bertrand/)
Muchas de sus fotografías desprenden también un finísimo sentido del humor y, en general, una pasión por la vida que contrasta con la imagen que parecen proyectar sus costumbres. Para la mayoría de los que han escrito sobre ella ha sido fácil definirla como una Mary Poppins que había cambiado el paraguas por una cámara de fotos, pero a mí me resulta una comparación de lo más superficial y desafortunada: la Poppins tenía amigos hasta dentro de las chimeneas, y esta mujer daba la impresión de ser una completa solitaria, por elección o por resignación. Lo que nunca sabremos es si, como a su colega de ficción, se le permitía sumergirse en mundos de fantasía con sólo dibujar un par de rayas de tiza en el suelo. Quizá eso explicaría muchas cosas.
A través del siguiente enlace, que yo sepa, se tiene acceso a la totalidad de las fotos realizadas por Vivian Maier que John Maloof ha tenido a bien compartir públicamente hasta el momento.
(La búsqueda de John Maloof finalmente tuvo éxito: el 23 de abril de 2009, tras dos años siguiendo su pista, consiguió dar con el último domicilio de Vivian Maier. Desgraciadamente, Vivian había fallecido dos días antes a la edad estimada de ochenta y tres años.)
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Muy buen articulo. Gracias por compartir.
… irremediablemente apasionante. Conciencia de su propio yo, certeza de su poder creativo, y una apasionada por la vida, y de la vida, a través de lo simple, de lo cotidiano. Ella tuvo el poder y la capacidad de magnificar el momento, el instante. Una mujer genial signada por la modestia y el silencio. Maravilloso ser humano …