Podríamos pensar que cuando se nace en un Estado totalitario y se pretende desarrollar algún tipo de vocación artística o expresiva, sólo caben dos opciones: o convertirse en un rebelde incómodo o acabar como palmero del régimen de turno. Sin embargo, Cai Guo-Qiang no responde a ninguna de las dos etiquetas: aunque su arte es celebrado en el mundo occidental, el gobierno de la China Popular le aprecia sinceramente, hasta el punto de haberle encargado el diseño de las ceremonias de apertura y clausura de los Juegos Olímpicos de Pekín de 2008 y haberle nombrado, en 2005, curador del primer pabellón chino que se mostró jamás en la Bienal de Venecia.
Con sólo echar un vistazo a su obra, descubriremos que esta aceptación generalizada no es fruto del cultivo de un eclecticismo tibio, sino que su trabajo desprende una tremenda fuerza pasional. Su secreto es que ha sabido superar las barreras de las mentalidades políticas más simplistas utilizando un pequeño truco, probablemente no buscado deliberadamente, pero muy bien aprovechado: en Occidente se suele considerar su trabajo como una crítica a la esquizofrénica dictadura china y en China como una denuncia de lo pernicioso del sistema liberal. La explicación de este curioso efecto es sencilla: Guo-Qiang ha alcanzado el denominador común humano y es capaz de conmover cualquier alma, con independencia de su adscripción cultural o de sus creencias políticas.
Una manada de noventa y nueve lobos, exactamente iguales entre sí, se precipita furiosa a estamparse contra una pared de cristal. Es posible que no perciban el obstáculo, pero los que aguardan su turno ya han visto el efecto que el choque ha producido en sus predecesores o líderes y ninguno duda en seguir su ejemplo. Head On —que en castellano puede traducirse literalmente como “de cabeza”, pero también, de una manera figurativa, como “sin rodeos”— es una obra que mueve forzosamente a algún tipo de reflexión en el espectador, pero que no admite interpretación intencional alguna, puesto que el propio artista se vio obligado a ofrecer la suya.
Efectivamente, creada originalmente como un encargo destinado a engrosar la colección del Deutsche Bank, bastó ver un muro en la instalación para que prácticamente toda la prensa mundial se lo tomara como una alegoría de la ciudad de Berlín, de modo que se acabó forzando a Guo-Qiang a pasar por la mayor humillación a la que puede someterse un artista: tener que explicar su propia obra. Sus palabras fueron:
“Quería retratar la tragedia humana universal, la que es consecuencia de ese ansia ciega de abrirse camino a empujones, el modo en que tratamos de obtener nuestros objetivos sin reparar en las posibles consecuencias”.
Ante esto, no hay nada más que decir. Que su explicación nos guste más o menos ya es una cuestión que nada tiene que ver con el arte.
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