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“El mar de hielo”, de Caspar David Friedrich (1824).

mar

En muchas ocasiones veremos este cuadro asociado erróneamente al título de “El naufragio del Esperanza”, que sin duda resulta un nombre mucho más evocador, pero que no es el suyo, sino el de otra obra de Friedich que desapareció misteriosamente a mediados del siglo XIX ―puede que se halle olvidada en cualquier sótano, quizá forme parte de la colección privada de un aficionado celoso con miedo a verse expropiado o, a lo mejor, sencillamente fue destruido de alguna manera―. En cualquier caso, todo parece indicar que ambos lienzos compartían una suerte de hermandad en la representación más pura del pensamiento romántico.

El romanticismo estalla fruto de una desilusión, como una reacción desesperanzada al racionalismo ilustrado cuando las revoluciones sangrientas y las guerras napoleónicas hacen palpable que la razón por sí misma resulta insuficiente para crear un mundo mejor. Es cierto que el hombre es un ser racional, y precisamente por eso no puede olvidar que también es emotivo y sensual: cualquier imposición externa o cualquier voluntad interna que desequilibre el balance entre ambos elementos le llevará al desastre. Profundamente influido por filósofos como Kant o Hegel, el artista romántico se muestra como una persona desencantada que reniega de su pertenencia a una sociedad que le ha decepcionado hasta el punto de hacerle perder su fe en el género humano. Por ello, busca consuelo en su unión con la naturaleza a través de una introspección y un individualismo exacerbados. Éste es el motivo de que la pintura romántica desarrolle el paisaje hasta extremos nunca vistos hasta entonces. Colocando un pie en la hiperrealidad, nos encontramos con auténticos escenarios mentales, refugios ideales que difícilmente hallaremos en el mundo material, en los que toda huella humana ha sido arrasada o, como en esta ocasión, está acabando de serlo.

En “El mar de hielo”, Friedrich crea un universo imaginario en medio del Ártico en el que un buque, del que ya sólo asoma la popa y algunos mástiles tronchados, está terminando de hundirse. Podemos figurarnos navegando en un barco que sufre un evento semejante. De repente nos veríamos prisioneros dentro de una esfera cerrada azotada por una tormenta de horror. Gritos, pánico, mutilaciones, un rosario de personas convirtiéndose en cadáveres a medida que la ola helada de la muerte las va alcanzando una a una. Sin embargo, en la imagen no observamos cuerpos flotando ni más restos del naufragio; resulta incluso difícil apreciar la acción en un primer vistazo. Todo es quietud. Un ingenio humano, presa de la soberbia, ha osado retar a la naturaleza tratando de romper la superficie congelada. El resultado es que el océano lo ha engullido con parsimonia, con la misma indolencia con la que cualquiera de nosotros podría aplastar a un mosquito y olvidarlo al instante. Unas cuantas capas de hielo se han resquebrajado puntualmente, pero esa minúscula herida resulta insignificante en una piel azulada que se extiende hasta el infinito sosteniendo imponentes icebergs que se erigen en la lejanía como ciudades fantasmales.

No debemos caer en la tentación facilona de creer que el cuadro expresa una alegría revanchista del pintor hacia la desgracia de sus congéneres, sino una profunda amargura al contemplar su suerte inevitable. No se conoce demasiado acerca de la personalidad de Friedich, pero está claro que no nos encontramos ante ningún misántropo, sino más bien ante una persona con bastante tendencia hacia la depresión. A los siete años experimentó su primer coqueteo serio con la muerte cuando él mismo sufrió el espanto de sentir cómo el hielo se abría bajo sus pies. En aquel episodio la Negra Señora se contentó con aceptar como sacrificio la vida de su hermano mayor, que se lanzó en su ayuda. Al parecer, ese accidente le marcó para siempre y nunca fue capaz de superar el sentimiento de culpabilidad. Se sabe que al menos en una ocasión trató de suicidarse; pero una vez más fue despreciado:
―¿Quién te has creído que eres? ―debió de decirle―. No eres nadie para imponerme tu voluntad: vendrás cuando yo te llame y nunca más. Mientras tanto, puedes seguir honrándome con tus cuadritos.


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