Roy Lichtenstein es, junto con Andy Warhol, el pintor más célebre del pop-art; sin embargo, el estilo de su serie de obras más conocidas se aparta de la ortodoxia de esa denominación, si es que es posible hablar de ortodoxia con referencia a un movimiento eminentemente anárquico en el que quizá sólo puedan hallarse como notas comunes a todos su practicantes una tendencia marcada hacia la objetivación y la simplificación. Lichtenstein suele mostrarse tibio por lo que respecta a la primera característica, puesto que con frecuencia dota a sus pinturas de una carga emocional que, aunque en realidad sólo sea aparente, resulta difícil de encontrar entre sus compañeros de generación. Por el contrario, la crítica es unánime a la hora de mencionar una suerte de “hipersimplificación” en su trabajo, que el artista condensó al afirmar que todo aquello que de alguna manera podría ser rojo, de hecho se vuelve rojo. Simplifica, pero a la vez potencia el dramatismo de lo cotidiano. En sus propias palabras, mediante su arte realiza una tarea de limpieza de la realidad circundante, eliminando todo lo superfluo para hallar el espíritu del instante más estricto. El resultado es tan molecular que encontramos en sus cuadros elementos de abstracción monocromática que sólo cobran sentido en la unión de unos con otros. Al dominio de esta técnica, sin duda, contribuyeron sus coqueteos con el cubismo en los albores de su carrera y un profundo estudio del legado de Picasso, al que en varias ocasiones señaló como su creador predilecto.
Como paradigma del estilo que le otorgó fama mundial, en “M-Maybe” nos topamos con contornos definidos mediante gruesos trazos negros y colores básicos y simples en la línea iniciada por Mondrian. Por mucho que pueda sorprendernos, además del blanco y el negro, el pintor sólo aplica aquí un único tono de amarillo, uno de rojo y otro de azul, logrando la impresión de una escala cromática más amplia a través de un cuidado empleo de redondeles minúsculos más o menos próximos entre sí ―Lichtenstein era un perfeccionista obsesivo como pocos― y del juego de sombras que obtiene mediante la adyacencia de isletas negras. El efecto de profundidad es conseguido gracias a la trama de líneas verticales y horizontales del fondo, a las que se superponen las diagonales de las escaleras y las curvas flamígeras del cabello de la protagonista.
En cualquier caso, a pesar de la individualidad inconfundible de su estilo ―era uno de ésos que no necesitaba firmar sus cuadros―, de lo que no cabe ninguna duda es de que el espíritu pop posee la imagen en su integridad. El arte pop se concibe como una especie de devolución de su propia medicina a la sociedad, entendida ésta como un simpático rebaño de borregos. El artista pop es un tenista que ha subido a la red para volear la superficialidad y la vacuidad que le transmite el mundo que le rodea. Más que una crítica, se trata de una burla: sois idiotas y me gusta que así sea, porque yo lo soy menos. Así, su pasión favorita consiste en jugar con las presunciones y con el simbolismo automático asumidos de manera inconsciente por lo que solemos llamar “la gente”. En “M-Maybe” todos vemos el busto de una chica verdaderamente guapa; pero en realidad no es eso lo que tenemos delante, sino sólo una representación muy esquemática que simboliza a una joven. Imaginemos que vamos por la calle y nos cruzamos con una mujer que porte el rostro exacto que observamos en el lienzo: ¡nos espantaría su monstruosidad! Y lo mismo ocurre con el contexto en que flota su figura: gracias al bocadillo de la esquina superior izquierda del observador, nadie duda de que estamos ante los pensamientos de la chica, cuando lo cierto es que sólo se trata de letras impresas sobre un retrato en una pose bastante común. Pero es tarde para darse cuenta de eso, la mayoría de nosotros ya ha caído en la trampa y ha elaborado todo un argumento de cine negro en el que el guapo de la película quizá se esté viendo en serios problemas con unos tipos duros y por eso ella es presa de la inquietud, e incluso puede que una vez superados sus lógicos titubeos se disponga a iniciar alguna maniobra de rescate. Para acabar de confundirnos, se nos presenta su mano izquierda apoyada en la sien, de modo que nos sugiere un teléfono sin que nosotros nos demos cuenta de ello: ya no nos cabe ninguna duda de que espera noticias del héroe de la peli.
…Pero también puede ser que ese argumento no exista ―de hecho, en la vida real resultaría una situación tirando a excepcional― y que a la pobre mujer le hayan dado un simple y soberano plantón de lo más ordinario, o sencillamente que no esté pasando nada. Si tendemos a imaginar toda una novela de gabardinas y borsalinos es, única y exclusivamente, porque la cultura contemporánea nos ha enseñado a relacionar los dibujos del cómic norteamericano con argumentos de acción. Gran parte de la genialidad de Lichtenstein reside precisamente en esa capacidad única para hacer volar la imaginación del espectador sin necesidad de recurrir a extraños enigmas como los que se pueden hallar en obras de Giorgione o de Bosch. Su esencia concuerda más bien con la de impresionistas de interior como Manet, Degas o Renoir o con la de los robados fotográficos, y no se trata ni más ni menos que de la misma que podemos ensayar cualquiera de nosotros cuando alguien extraño y solitario nos llama la atención en una cafetería o en un autobús. Según expresó el propio artista en varias entrevistas, del cómic tomó los elementos de su estilo, pero no los temas. Por ello, es bastante probable que la protagonista realmente existiera, y también que jamás se haya imaginado ni por asomo que su retrato cuelga en el Ludwig Museum de Colonia convertido en unos de los principales iconos artísticos del siglo XX.
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