En cualquiera de los comentarios que leamos acerca de este largometraje se nos dirá que está basado en un relato de William Pittenger, y realmente así es; el problema es que se cita al tal Pittenger con la ligereza con la que se nombraría a un escritor tan notable que su desconocimiento deba avergonzar a un niño de básica, cuando en realidad Pittenger no era sino un soldado raso metido a escritor aficionado. Considerado durante unos años como un héroe de guerra por aproximadamente la mitad de unos Estados Unidos de América todavía adolescentes ―la otra mitad le consideraba un espía enemigo o simplemente ignoraba su existencia―, es muy probable que tanto sus tentativas literarias como sus hazañas bélicas hubiesen quedado sepultadas por varios estratos de olvido, de no ser porque la crónica que realizó de una de ellas acabó cayendo en las manos de Buster Keaton, que incluso la leyó. En dicho opúsculo se narraba cómo veintidós unionistas se infiltraron en el ejército confederado con el fin de sabotear todo lo posible las líneas férreas del Sur, incluyendo la voladura de un puente y la destrucción de los cables telegráficos. Para ello, uniformados de gris, se apoderaron de una locomotora en la localidad georgiana de Marietta. El desconcierto entre las tropas sureñas fue tal que cuando decidieron reaccionar alertando a las siguientes estaciones los hilos ya habían sido cortados, por lo que no les quedó más remedio que iniciar una persecución con otra locomotora a través de la misma vía. Y, como no podía ser de otra manera, el asunto acabó como el Rosario de la Aurora, con tres federales atrapados ―y casi inmediatamente ejecutados― y con una serie de destrozos materiales incluso superiores a los previstos, puesto que muchos de ellos fueron provocados involuntariamente por el propio ejército rebelde en su precipitada cacería.
En principio, no parece una historia como para componer una comedia, aunque tampoco es difícil de imaginar que alguien como Keaton encontrara hilarantemente ridícula la situación narrada. Sin embargo, no todo el mundo compartió su visión. El estreno en Nueva York de “El maquinista de La General” desató críticas airadas casi unánimes, que pasaron de puntillas sobre el aspecto cinematográfico para centrarse en lo que, desde el punto de vista norteño, suponía una banalización inadmisible de uno de los episodios más gloriosos de la Guerra de Secesión. Sospecho que lo que realmente les molestó a los críticos neoyorkinos no fue exactamente que se frivolizara sobre la acción en sí, sino el hecho de que Keaton le diera la vuelta al calcetín, presentando como taimados cobardes a los unionistas y atribuyendo el papel de héroe al ferroviario confederado que acaba poniendo fin a su aventura. Y lo cierto es que si bien el principio marcial dicta que en la guerra todo vale, no lo es menos que disfrazarse con el uniforme enemigo siempre ha supuesto en la cultura occidental uno de los ejemplos de villanía más evidentes y reprobables ―de hecho, tradicionalmente se ha resuelto mediante un sencillo fusilamiento sin demasiadas formalidades―.
No obstante, en mi opinión, la reacción de los periódicos no estuvo del todo justificada, porque lejos de ofrecer una visión parcial sobre las bondades de la Confederación, en realidad lo que hizo Keaton fue burlarse de cualquier contienda ―con muchos recuerdos luctuosos de la Primera Guerra Mundial todavía frescos en la mentalidad colectiva, por lo que sin duda pecó de cierta inoportunidad―. Johnnie Gray, el protagonista ―interpretado por el propio Keaton―, no quiere luchar. La guerra es ajena a él por completo, y sólo decide enrolarse cuando comprende que de ello depende conservar el favor de su prometida, Annabelle Lee ―Marion Mack―, a cuyos padre y hermano, poseídos por ese ardor guerrero tan curioso que ataca a algunos civiles al principio de un conflicto armado, les ha faltado tiempo para tomar el fusil y calar la bayoneta. Más tarde, una vez rechazado por la oficina de reclutamiento ―por considerar que sería más útil en su trabajo de maquinista―, tan sólo se decide a emprender una verdadera acción de riesgo cuando sus intereses personales entran en juego. En los primeros carteles de la película ya se nos anuncia que en su vida sólo hay dos amores: Annabelle y The General ―la locomotora que conduce―, y los dos se hallan en serio peligro, ya que Annabelle ha sido secuestrada junto con su querida máquina de vapor. A Johnnie le tiene sin cuidado el futuro de Dixie como entidad independiente, tan sólo pelea para rescatar de unas garras hostiles lo que da sentido a su existencia.
Por todo ello, yo diría que se trata de una obra claramente antibelicista, si bien desde un punto de vista mucho más pragmático que humanitario: que se maten entre ellos si quieren, pero que me dejen a mí en paz. Desde luego, no nos vamos a encontrar con las típicas escenas de casquería con las que habitualmente se pretenden denunciar los consabidos horrores de la guerra. Sí que en el metraje se nos muestra un puñado de muertes; pero siempre como consecuencia de un planteamiento cómico previo y desprovistas de todo dramatismo, tal y como aparecerían en los dibujos animados de la Warner, por ejemplo.
Desde hace décadas, “El maquinista de La General” ha venido disfrutando de un puesto fijo en todas esas absurdas listas de las mejores películas de la historia con las que de vez en cuando se descuelga alguna publicación más o menos ―o incluso menos aún― prestigiosa. Es habitual, por lo tanto, considerarla como una especie de obra maestra indiscutible. Sin embargo, creo que en esta calificación pesa bastante el tópico de considerar que la calidad de una obra cinematográfica es directamente proporcional a su antigüedad, y estoy convencido ―aunque no puedo probarlo― de que gran parte de los que la incluyen entre los veinte, cincuenta o cien mejores largometrajes de todos los tiempos no se han molestado en verla. Resulta obvio que se trata de una buena película, pero no me parece que estemos ante ese dechado de perfecciones del que a veces se nos habla. Ya hemos señalado que la crítica no fue justa con ella por motivos políticos; pero no es menos cierto que en su momento no se limitó a obtener una mala taquilla, sino que supuso tal fracaso comercial que terminó por completo con la carta blanca que hasta entonces le había otorgado la United Artists a Buster Keaton, de modo que éste jamás volvió a aparecer como director en los créditos de ninguna producción. Igualmente, su inclusión permanente en ese tipo de clasificaciones comienza varias décadas después de su estreno, indicio que parece apoyar la tesis que he sostenido un poco más arriba.
Juzgada con ojos actuales, a “El maquinista de la General” probablemente le sobre metraje y, a pesar de contar con varios momentos de clímax, se acaba haciendo pesada. Por eso, si realmente se pretende disfrutar de ella, no puede visionarse con el mismo espíritu automático con el que se afronta una película de estreno, sino teniendo en cuenta que se va a ver una obra de arte con casi un siglo de antigüedad. Quizá su pérdida de vigencia ―que, ni mucho menos, es endémica del cine mudo― se deba a que no acaba de decantarse entre la comedia disparatada y la película de acción con toques de humor. El tono cómico llega en ocasiones a la payasada circense ―que, perfumada con unas gotas de surrealismo, realmente es lo que se espera de Buster Keaton―, pero demasiado exagerada como para amalgamarse fácilmente con escenas de acción tan impresionantes que dejan al espectador con la boca abierta. Evidentemente, entre ellas destaca la conocidísima secuencia en la que un puente entero se derrumba presa de las llamas, provocando a su vez que una locomotora se precipite a un río. La perfección técnica de esta escena es difícilmente igualable, y cualquier espectador se preguntará inmediatamente cómo es posible que en 1926 se contara con la posibilidad de crear efectos especiales tan impecables. La respuesta es bien sencilla: tanto el puente, como la locomotora, como las llamas son reales. No hay trampa ni cartón, Buster Keaton consiguió que su productora financiara el incendio y el consecuente destrozo ferroviario. Y es que si algo distingue al Keaton director de sus coetáneos, es su pasión por el realismo. Es él mismo el que, jugándose el tipo ―sin ambages―, realiza todas las escenas de riesgo de su personaje. Es él el que realmente está sentado sobre el mecanismo de las ruedas del tren cuando éste comienza a girar, el que se coloca a escasos centímetros de ser absorbido y despedazado por el engranaje, y también es él el que se pone a hacer equilibrios entre dos vagones en marcha o sobre el morro de la locomotora.
En los créditos aparece también el nombre de Clyde Bruckman como codirector, y se dice que la mayor parte de las escenas cómicas fueron ideadas por él. Bruckman, mucho más conocido por sus guiones que por sus labores de dirección, fue un gran amigo de Keaton que colaboró con él en casi todas sus producciones, así como puntualmente con otro gigante de la comedia muda como Harold Lloyd. Su vida podría servir de ejemplo a evitar para todos los que demuestran hacia el alcohol más amor del debido ―en mi opinión, se traspasa el límite cuando se cae en la monogamia―. Tras un lento y progresivo deterioro personal y profesional, completamente arruinado y con el hígado y el cerebro destrozados, durante sus últimos días se mantenía vivo gracias a las comidas que el propio Keaton le pagaba o proporcionaba en su propia casa; hasta que un día de 1955, en un descuido de éste, tomó prestada su pistola ―todos los norteamericanos tienen Su pistola― y se reventó la sesera. Siempre se dijo que Buster Keaton era un mal cocinero; pero nadie imaginó que fuera para tanto…
Recomendaciones: en su condición de obra básica para conocer la historia del cine, «El maquinista de la general» es muy fácil de encontrar, tanto en DVD como en Blu-ray.
También resultan interesantes las memorias del propio Buster Keaton, tituladas «Slapstick» y editadas en castellano por Plot Ediciones en 2006.
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