En 1896, H. G. Wells lanzaba su novela “La isla del doctor Moreau”, una de las obras de ciencia-ficción más desasosegantes que jamás se hayan escrito. Por si aún queda alguien que no conozca el argumento, el doctor Moreau sostiene la teoría de que las cualidades humanas más sobresalientes ―como el habla, la marcha bípeda o la capacidad de aprendizaje mediante la comunicación con otros individuos― se esconden en todos los mamíferos, ocultas únicamente por ciertas limitaciones anatómicas. Para demostrarlo, por medio de una serie de dolorosísimas vivisecciones, y en un ejercicio práctico de lo que él considera una evolución acelerada, va esculpiendo el cuerpo de sus animales hasta otorgarles forma antropomorfa, de modo que aparentemente comienzan a comportarse como personas. Como de costumbre, el terror más intenso y efectivo no viene provocado por ningún fenómeno sobrenatural, sino por un pequeño cambio ilógico, pero perfectamente imaginable, en el orden habitual de las cosas. Biólogo de carrera y firme defensor de las teorías de Darwin cuando éstas aún causaban escándalo e indignación a las mentes más estrechas, Wells se dio cuenta de que el ser humano tendía a comportarse inconscientemente como un nuevo rico que se esforzara en ocultar sus orígenes humildes, cuando en realidad no hacía mucho que había dejado de competir con el resto de las especies en pie de igualdad. La humanización a la que les somete el siniestro doctor es más que suficiente para desatar la locura de cualquiera que la presencie, porque pocas cosas pueden aterrar tanto a un tirano victorioso como comprobar que sus sometidos van ganando, poco a poco, la capacidad de tomarse la revancha. Si los animales adquirieran facultades humanas, quedaría reducida a la nada toda la ventaja que el hombre cree haberles sacado a lo largo de millones de años de ingratas fatigas.
Y ése es el secreto que otorga ese alma turbadora a las acuarelas de este neoyorquino nacido en 1960: el pequeño cambio, unas veces materializado en la humanización de las bestias ―tanto a través de actitudes, como de expresiones faciales―, otras como consecuencia de una desubicación aberrante de su comportamiento. Sabemos que tal o cual animal es inofensivo porque se comporta de ésta u otra manera, o porque vive muy lejos de nosotros, o porque no come carne… ¿Pero qué ocurre cuando las circunstancias cambian y descubrimos que ya no somos capaces de prever su próximo movimiento? ¿Acaso Hitchcock necesitó mucho más para aterrarnos con sus inocentes pajaritos?
Para crear su particular zoológico, Ford ha tomado prestado el estilo de los ilustradores naturalistas del siglo XIX, principalmente el de John James Audubon, cuya colección “Aves de América” ha reconocido como una de sus principales influencias. Sin embargo, Ford no se limita a copiar estas láminas o a adaptarlas a la actualidad, sino que trastoca sus resultados con una capa de surrealismo razonable y simbólico. En ocasiones, la aberración se halla profundamente oculta dentro de un festival de colores, de modo que asistimos a su contemplación con una mezcla de deleite sensitivo y turbación casi subliminal; hasta que de repente, en un pequeño detalle que no debería estar ahí según nuestras convenciones, descubrimos lo que nos estaba rozando.
Existen multitud de interpretaciones de estas obras que ven en ellas una crítica al papel destructor y malvado que el ser humano tiende a ejercer sobre las demás formas de vida o sobre el medio ambiente en su conjunto; pero son erróneas. Emplear el arte para denunciar algo tan consabido sería como utilizarlo para condenar el parricidio o la trata de blancas, y el arte de calidad nunca es obvio. Una buena poetisa no perdería el tiempo dedicando versos de amor a su novio querido: ya sabemos que le ama porque es lo lógico y lo común. Por contra, profundizará más en su entramado de pasiones ―plasmando las sensaciones que le provocó una crisis de celos, por ejemplo― o los consagrará al deseo que pueda sentir por alguien que odia; pero ningún verdadero artista nos distraerá jamás de nuestras legítimas ocupaciones para contarnos algo que ya sabemos si no ha descubierto algún detalle nuevo al respecto. (Mi consejo, en el arte y en los negocios, es desconfiar de lo simple y lo obvio; siempre.) Evidentemente, las acuarelas de Ford encierran una critíca irónica de la naturaleza humana, pero no en un sentido tan facilón. El ataque del pintor no se dirige contra la actitud del hombre hacia otras especies, sino hacia sus semejantes. De este modo, no estaríamos ante animales humanizados, sino ante personas animalizadas. Son seres humanos los que se esconden bajo esos disfraces de pelo y plumas, los que se ocultan detrás de los roles que el folklore internacional han ido atribuyendo a las diversas aves y cuadrúpedos hasta haberlos convertidos en inamovibles para nuestro entendimiento. La zorra es astuta, el búho sabio, el león un soberbio, el asno un pusilánime, el gallo un chulo indecente, etcétera.
Precisamente, en su búsqueda de inspiraciones, Ford se ha basado muchas veces en fábulas o leyendas tradicionales, habiendo sido especialmente celebrada por la crítica su serie alrededor del “Pancha Tantra” o “Panchatantra”, una especie de cruce sanscrito entre las fábulas de Esopo y “El príncipe” de Maquiavelo, donde a través de cuentos sobre animales que se personifican conservando sus roles, se ofrecen los principios fundamentales en los que debe basarse la acción de gobierno de todo buen soberano hindú. A pesar de que muchas veces su creación se atribuye a autores legendarios o incluso semidivinos ―según el propio texto, se trataría de un sabio llamado Vishnusharman―, el “Pancha Tantra” continúa siendo un libro anónimo que pudo ser escrito en cualquier momento entre el siglo III a. C. y el IV de nuestra era. La versión original sanscrita se ha perdido, y la práctica totalidad de los estudiosos coinciden en afirmar que casi todas las recopilaciones de fábulas que actualmente se comercializan bajo ese título apenas conservan algo del contenido verdadero. Sea como fuera, lo que parece indudable es que a Ford le sirvió como fuente de ideas, si bien resulta patente que se toma la tradición india desde un punto de vista desmitificador, resaltando con humor desenfadado los tópicos y exageraciones propias del misticismo oriental mal entendido. Igualmente, para otras creaciones se ha dirigido a los cuentos de la tradición oral vietnamita ―mucho más cruda que la hinduísta― e incluso a la literatura epistolar de Benjamin Franklin o a la autobiografía de Cellini, todo ello con el objetivo de buscar la intersección de nuestras facetas espirituales y animales, cuyo constante conflicto nos trae tantos disgustos casi a diario.
Una curiosidad de la obra de este artista es que, en casi todos los casos, sus cuadros respetan el tamaño natural de las criaturas representadas, por lo que muchas veces el espectador se encuentra ante acuarelas inmensas que dan la impresión de ir a venírsele encima, lo cual, unido a un virtuosismo técnico que prácticamente dota de vida a sus figuras, realmente le introducen en ese universo torcido en el que, como él mismo afirma, existe “un cierto juego de atracción y repulsión, donde el material en sí es bello en principio, pero sólo hasta que te das cuenta de que hay una especie de violencia horrible que está a punto de estallar”. La verdad es que creo que jamás he dado con ningún otro pintor con semejante facilidad para definir su obra con tanta certeza. Normalmente, el artista tiende a poner el acento en algún matiz de su creación que cree injustamente ignorado por el público; pero Ford da la impresión de haberse realizado plasmando en el papel ―es rarísimo que la acuarela se emplee sobre lienzo― exactamente lo que deseaba, lo cual tampoco es muy frecuente.
Recomendaciones: «Pancha Tantra» ha sido editado por Taschen en varias ocasiones, la última de ellas en 2015. Como suele ser habitual, la editorial alemana combina una gran calidad con precios más que razonables. Aquí dejo el enlace de Amazon.
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