La locución latina dies irae, traducida al castellano como “el día de la ira” o “de la cólera” ―de Dios, claro está―, encierra un concepto contradictorio con el espíritu general de la doctrina católica y, por este motivo, fue desterrado de la liturgia tras el Concilio Vaticano II. Sin embargo, persiste en la mayoría de los demás grupos cristianos, con especial predicamento entre los protestantes. Aunque la cólera de Dios es un asunto recurrente en la Biblia, la única referencia a un día de ira en concreto se encuentra en el capítulo 1 del Libro de Sofonías:
2 Yo lo arrasaré todo de la superficie de la tierra –oráculo del Señor–. 3 Arrasaré a los hombres y a las bestias, arrasaré a los pájaros del cielo y a los peces del mar; haré caer a los malvados y extirparé a los hombres de la superficie de la tierra –oráculo del Señor–. […] 7 ¡Silencio delante del Señor, porque el Día del Señor está cerca! Sí, el Señor ha preparado un sacrificio y ha consagrado a sus invitados. […] 14 ¡Está cerca el gran Día del Señor! ¡Está cerca y llega rápidamente! ¡Qué amargo es el clamor del Día del Señor! ¡Hasta el valeroso lanza un grito estridente! 15 ¡Día de ira será aquel día, día de angustia y aflicción, día de ruina y desolación, día de tinieblas y oscuridad, día nublado y de sombríos nubarrones, 16 día de sonidos de trompeta y de gritos de guerra contra las ciudades fortificadas y contra las almenas elevadas! 17 Yo llenaré a los hombres de angustia, y ellos caminarán como ciegos, porque han pecado contra el Señor; su sangre será derramada como polvo y sus entrañas, como estiércol: 18 ni su plata ni su oro podrán librarlos. En el Día de la ira del Señor y por el fuego de sus celos, será devorada toda la tierra; porque él hará un terrible exterminio de todos los habitantes de la tierra.
Tras leer este pasaje, del que he extirpado toda una buena retahíla de profecías catastróficas, resulta plenamente comprensible que el día de la ira haya impresionado a los cristianos tanto como para que sus menciones en todo tipo de arte se hayan multiplicado a lo largo de los siglos. Singularmente, fue parte de la liturgia de la misa de réquiem hasta 1970, por lo que prácticamente la totalidad de sus composiciones musicales de acompañamiento lo incluyen, y no es extraño que se trate de sus movimientos más brillantes. Existen igualmente centenares de himnos y poemas al día de la ira ―siendo el más famoso de ellos el supuestamente escrito por Tomás de Celano en el siglo XIII― y multitud de representaciones plásticas y escénicas. En “Dies Irae”, Carl Theodor Dreyer compila ese enorme legado para el cine, reflejando el sentimiento de congoja que los hombres, con la esperanza de escapar de la cólera divina al mostrarse como sus aliados, muchas veces han tratado de paliar erigiéndose en agentes ejecutores de la justicia de Dios.
La película se estrena en 1943 y supone el regreso a las pantallas del cineasta tras el ruinoso desastre de su primera película sonora, “Vampyr” (1930), filme que incluyó varios elementos experimentales y que fue alabado por la crítica, pero absolutamente ignorado por el público. Este fracaso, que no había sido el primero, unido a otra serie de problemas personales, le generó un sentimiento de frustración tan intenso que hasta tuvo que ser ingresado durante unos meses en un sanatorio mental. Durante ese aparente vacío de trece años entre estreno y estreno, Dreyer se embarcó en varios proyectos, que indefectiblemente se vieron abortados de una u otra manera. No obstante, su perseverancia fue la suficiente como para que “Dies Irae” finalmente llegara a las salas de cine, y lo hizo en plena ocupación nazi. El por entonces rey de Dinamarca, Cristián X, ―se supone que para evitar un derramamiento de sangre inútil― le había entregado el país a Hitler sin disparar un solo tiro, a cambio de que el dictador tudesco tolerara un mantenimiento formal de las instituciones nacionales. El resultado fue una curiosa forma de protectorado, en el que la gobernanza seguía en manos de las autoridades danesas, pero vigilada muy de cerca por la presencia militar alemana, que no demostraba ningún miramiento a la hora de violar la ley del fuero si resultaba necesario para llevar a cabo cualquier fin concreto. Por este motivo, gran parte de la población prejuzgó el largometraje como una denuncia de la tiranía nazi, y lo cierto es que las escenas de caza de brujas recuerdan a las persecuciones de judíos y disidentes. En cualquier caso, y a pesar de la fama reivindicativa contra las injusticias sociales con la que ya contaba Dreyer, no se vio molestado en exceso por las fuerzas de ocupación, quizá porque ningún alemán se dignó en ir a verla.
Aunque la crítica volvió a deshacerse en elogios, “Dies Irae” supuso un nuevo fracaso estrepitoso en taquilla y acabó de refrendar la leyenda de director maldito que Dreyer ya se había ganado ante las principales productoras europeas. La falta de conexión de Dreyer con el público danés probablemente viniera provocada porque éste se había acostumbrado a otro tipo de productos. La irrupción del sonoro había devuelto al cine el carácter de atracción casi circense del que se nutrió en sus orígenes y motivó que las distribuidoras danesas dejaran de importar las grandes producciones extrajeras para llenar las salas con comedias musicales nacionales de muy escasa calidad. Por ello, un drama absoluto como “Dies Irae”, en el que la narrativa profunda y la estética visual se presentan como sus dos principales armas, no tuvo ninguna posibilidad de encandilar a una audiencia tan monocorde.
El argumento gira en torno a la figura de Anne ―Lisbeth Movin―, la segunda y extremadamente joven esposa de un viejo clérigo luterano ―Absalon, interpretado por Throkild Roose―. El matrimonio recibe la visita de Martin ―Preben Lerdorff Rye―, el hijo del reverendo, que resulta ser incluso mayor que Anne. La atracción mutua entre madrastra e hijastro se evidencia desde el primer plano que comparten, y pronto se entabla entre ellos una pasión secreta que será vigilada de cerca por la madre de Absalon ―encarnada por Sigrid Neiiendam―, deseosa de hallar cualquier evidencia en contra de su nueva nuera, a la que ha odiado desde el principio por motivos que no puedo revelar. Toda esta trama se desarrolla sobre el telón de fondo de la Dinamarca de 1623, durante uno de los periodos más álgidos de la caza de brujas. La presencia de la supuesta brujería es constante y se constituye como una parte integrante del propio planteamiento argumental, pues pronto se revelará que existen motivos para llevar a la propia Anne a la hoguera.
“Dies Irae” es una película extremadamente compleja y rica como pocas en elementos artísticos, por lo que ha de verse con mucha calma para ser verdaderamente apreciada, y de la que sólo se disfruta del todo en un segundo visionado. Cualquier espectador mínimamente atento se dará cuenta de que el metraje está plagado de iconos mágicos e incluso masónicos, aunque sin más valor que el puramente estético o el simbólico, dado que es evidente que carecen de coherencia tomados en conjunto. Son igualmente preciosos los juegos de sombras, de estética expresionista, y las complicadas composiciones de cada plano, que no sólo convierten el largometraje en una sucesión de maravillosas fotografías, sino que complementan la narración, previendo actos futuros en unas ocasiones y revelando el sentimiento interno de los personajes en otras ―por ejemplo, se hace pasar por detrás de una tea a una anciana pendiente de sentencia o se deja deslizar la sombra de una cruz sobre un personaje angustiado―. El fondo musical, obra de Poul Schierbeck, está compuesto fundamentalmente por coros infantiles a cappella, cuya aparición muchas veces coincide con momentos de ruptura de la inocencia en sus diversas manifestaciones. La canción entonada es, por supuesto, un himno al día de la ira, y mediante su interpretación por voces de niños se obtiene a la vez un aterrador contraste estético y una alegoría de la candidez mental, más merecedora del limbo que del infierno, de un pueblo que no sólo cree en brujas, sino que asiste a la quema de mujeres convencido de ver en ello un acto de justicia divina.
Puede decirse que los asuntos religiosos constituyeron casi una constante en la obra de Dreyer, y más concretamente el encuadre moral de la mujer dentro de las diversas doctrinas cristianas, como demuestran dos de sus grandes obras maestras: “La pasión de Juana de Arco” (1928) y “Ordet” (1955). Cuando hablo de “la mujer”, no me estoy refiriendo únicamente a la mujer en edad reproductiva, como inconscientemente suele entenderse, sino a todo el espectro de posibles personajes femeninos, desde la niñez hasta la senectud. Analizar los motivos por los que a Dreyer le interesara especialmente este asunto constituiría un ejercicio de adivinación demasiado voluntarista; pero se sabe que fue abandonado a muy corta edad por su madre biológica, una sirvienta sueca que presumiblemente había quedado embarazada de su amo, un rico terrateniente danés ―casado con su “terratenienta”―. Al contrario de lo que puede leerse en varias biografías de dudoso origen, sus padres adoptivos no fueron un matrimonio de fanáticos luteranos, ni mucho menos. El padre era tipógrafo, socialista y ateo, y cuesta bastante imaginar que le diera una educación religiosa a su hijo adoptivo. De su madre no se conocen ideas propias, pero sí que sabemos que su relación con el pequeño Carl fue nefasta de principio a fin. Esta mujer ya tenía una hija, fruto de una relación anterior, y parece ser que no vio con muy buenos ojos su adopción por motivos de herencia ―según refirió el propio director, se pasaba la vida repitiéndole que debía estar agradecido por la comida que le daba, y que no tenía derecho a pedir nada, dado que su madre le había abandonado y, de no ser por ellos, estaría muerto―. Quizá esta señora tampoco creyera en Dios, pero no cabe duda de que sus planteamientos no podían ser más luteranos, por lo que no sería de extrañar que hubiese tratado de reprimir cualquier afecto residual del joven Dreyer hacia su madre biológica, empleando para ello esa doctrina implícita en todos los fanatismos religiosos que discrimina a las féminas entre santas y putas. Sea como fuere, este principio no caló en el alma del cineasta, pues si bien aparece con mucha frecuencia a lo largo de su filmografía, en absolutamente todas las ocasiones es con el fin de demostrar su falsedad maniquea. Lo que no se puede negar es su fascinación evidente por la complejidad de los personajes femeninos y la manera en la que, sometidos a situaciones de opresión moral, tratan de sobrellevar la dicotomía entre su naturaleza humana y su rígido rol social.
Así, hay algo que queda claro en “Dies Irae”, y es que en la Dinamarca de principios del siglo XVII ser bruja equivale a ser mujer, en el sentido de que si éstas se comportan de acuerdo con sus sentimientos, acabarán en la hoguera. Si Anne no ha acabado ya, es porque se ha plegado a los deseos de su marido; pero esta protección puede terminar si éste descubre la relación de felicidad que mantiene con su hijo. ¿Por qué en ningún caso ardería Martin? Porque a los ojos de su sociedad sería una simple víctima de la brujería de Anne. Desgraciadamente, este razonamiento nunca ha sido del todo desterrado, y aunque por suerte las consecuencias suelan ser menos luctuosas en la actualidad ―no en todos los casos, como bien sabemos―, es innegable que el mensaje de Dreyer acerca de la situación injusta de la mujer en la mentalidad social continúa plenamente vigente.
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Dreyer, para mi, es el Maestro de Maestros y Ordet su Obra Maestra,sin quitar un ápice de su valor a Dies Irae. Muchas gracias por la estudiada descripción.