Cuando alguien consigue, no sólo que el espectador se crea, sino que asuma como perfectamente normal un argumento tan estupefaciente como el de “Garras humanas”, significa que ese alguien es un verdadero genio narrando historias —como mínimo, al mismo nivel que la primera abuelita que le contó “Los tres cerditos” a sus nietos—. Como yo no estoy dotado de ese talento, voy a tratar de revelar lo mínimo posible acerca de la trama para no estropearles la experiencia a los que todavía no hayan visto la película, aunque en este caso sería posible seguir disfrutando de ella con los ojos como platos aun después de haber estudiado el guión.
Para empezar, la acción se sitúa en Madrid —the old Madrid, según rezan los primeros cartelones (pues, evidentemente, se trata de una película muda), y sin necesidad de explicar al público norteamericano de la época que Madrid se encuentra en Spain, Europe—, donde se halla instalado un circo ambulante de gitanos con bastante más apariencia de zíngaros que de españoles. Esta corte circense cuenta con su particular princesa, la joven Nanon, sensual y provocativa hasta los límites de lo civilizado e hija del empresario del circo. Su belleza casi adolescente, no obstante, va acompañada de un pequeño trastorno de desarrollo psicosexual: no soporta que los hombres la toquen; y no es sólo que ella misma lo afirme, sino que nos queda claro cada vez que presenciamos el horror fóbico con el que clava la mirada en las manazas de uno de sus pretendientes más insistentes, Malabar, el apuesto forzudo del circo. Con este condicionante, no es extraño que la persona de toda la troupe por la que Nanon sienta más afecto sea por Alonzo —así, con zeta—, un siniestro manco de ambos brazos bendecido con una insólita habilidad para usar sus extremidades inferiores con más destreza que un orangután. Precisamente, el número estrella de Alonzo consiste en ir arrancando la ropa de Nanon mediante el noble arte de lanzar cuchillos con los pies, en una de las escenas de proyección sexual más turbadora que yo haya presenciado. El problema es que Alonzo también está enamorado de Nanon; pero no se atreve a revelar sus sentimientos, por la sencilla razón de que es un farsante: en realidad no sólo sí que posee brazos —hábilmente ocultos por un corsé inhumano—, sino que cuenta con dos pulgares en cada mano, lo cual constituiría una deformidad mucho más monstruosa a los ojos de Nanon. Por ello, y de momento, sus únicos movimientos se dirigen a entorpecer discretamente los intentos de avance de Malabar, al que odia con unos celos bestiales ―inimaginables para el forzudo, que le profesa un sincero y molesto aprecio que casi roza la veneración y que saca a Alonzo de sus casillas: hay pocas cosas más irritantes que caerle simpático a alguien a quien se detesta―. Por si fuera poco, Alonzo no sólo finge su tara física para garantizarse un trabajo como fenómeno de feria, sino también para ocultar una cierta tendencia al deplorable vicio de ir por ahí estrangulando a los demás.
Pues bien, este planteamiento delirante, que podría hacernos pensar que vamos a encontrarnos una astracanada de la peor especie, cobra perfecta naturalidad y coherencia en manos de Tod Browning, uno de los artistas más dotados para la transmisión de empatía de toda la historia. Los escenarios más sórdidos de las ferias ambulantes de finales del siglo XIX y principios del XX se prestan como el decorado ideal para que el director manifieste su fascinación por las deformidades humanas —tanto físicas como internas— desintegrando literalmente a sus personajes para volver a integrarlos en una forma de aberración que el espectador acaba aceptando con mansedumbre, sin percibir ninguna distorsión lógica. Browning, que escribía sus propios guiones, partía con la gran ventaja de conocer ese submundo a la perfección, pues había constituido su particular ecosistema desde que a los dieciséis años se enamorara perdidamente de la bailarina de tercera división y se fugara con su compañía a dar vueltas alrededor de los Estados Unidos. Las experiencias que recopiló a lo largo de esos años motivaron que el ambiente circense de la más baja categoría se convirtiera en una constante en su filmografía, de la que hoy sólo conservamos aproximadamente la mitad de las cintas, con necesaria mención a su película más emblemática —con permiso del “Drácula” de 1931, con Béla Lugosi—: “La parada de los monstruos” o “Freaks” (1932), que a la vez que destruyó su carrera, décadas más tarde le encumbró como uno de los grandes mitos del cine incluso para los que no les gusta el cine. En realidad, su vida al completo resulta una historia apasionante, desde su fuga y posterior descubrimiento casual de sus habilidades para la cinematografía de la mano de D. W. Griffith, hasta su prematuro y misterioso retiro a una mansión presuntamente encantada junto con su mujer, la actriz de cine mudo Alice Wilson, donde pasaría sus últimos veintitrés años de vida sin prácticamente dejarse ver e invocando a todos los espíritus posibles ―parece ser que estaba obsesionado con el ocultismo, como demostró en su última obra: “Milagros en venta” (1939)―. Aunque Paul Auster nunca lo ha confirmado, creo que es evidente que se basó en la historia vital de Tod Browning para escribir “El libro de las ilusiones” (2002).
Si hasta ahora no he adelantado ningún dato acerca del reparto, es porque éste merece mención aparte. El personaje de Alonzo está interpretado por el actor fetiche de Browning: Lon Chaney, cuya historia no es menos peculiar que la del director. Conocido como “el hombre de las mil caras” por su facilidad para caracterizarse a través de revolucionarias técnicas de maquillaje ideadas por él mismo, Chaney nació de un matrimonio de sordomudos con el que se comunicaba a través de mímica, por lo que cuando debutó en el cine mudo no tuvo más que reproducir lo que había estado haciendo desde que le alumbró la razón. Al igual que Browning, también se crió entre las tuberías más bajas de la farándula; sin embargo, su vida sentimental fue mucho menos satisfactoria que la de su amigo: se casó una única vez en su vida y su esposa resultó ser una esquizofrénica paranoide tirando a peligrosa. Murió con poco más de cincuenta años, cuando se vio atacado por un cáncer fulminante mientras comenzaba a rodar el papel que probablemente le habría consagrado ante el gran público: el de Drácula, que acabaría mitificando a su sustituto: Béla Lugosi. Su papel en “Garras humanas”, donde se luce interpretando a un complejo perturbado con el grado justo de histrionismo, posiblemente sea el mejor de su carrera.
Sin embargo, la principal sorpresa del largometraje se encuentra en su único personaje femenino, encarnado por una casi púber, hermosísima y prácticamente inidentificable Joan Crawford. Con sólo veintiún años y escondida detrás de la espesa capa de maquillaje propia de la época, únicamente en los momentos más dramáticos podemos reconocer su característica mirada, una de las más profundas y arrebatadoras que se hayan paseado por el celuloide. Aunque por aquel entonces aún era una completa desconocida, el éxito la esperaba a la vuelta de la esquina, porque sólo un año más tarde encarnaría a Diana Medford en “Vírgenes modernas” (Harry Beaumont, 1928), que fue el papel que la consagró tras haber recibido muy buenas críticas por su trabajo en “Garras humanas”. Gracias a la portentosa expresividad de su rostro, su Nanon emerge como una mujer capaz de volver loco no sólo a sus pretendientes de ficción, sino a cualquier espectador con media hormona en la sangre. Con un simple pestañeo es capaz de convertir a una niña inocente en una mujer fatal, y viceversa, de suerte que la confusión en la que sume a los dos hombretones de la película trasciende al patio de butacas, haciendo completamente imposible formarse un juicio definitivo acerca de su bondad o de su maldad.
Quizá el secreto del magnetismo que desprende esta producción se encuentre precisamente en el tratamiento de la ambigüedad humana, representada mediante las deformidades, tanto externas como psíquicas. Por un lado, tenemos a Alonzo, que a su tara física añade su monstruosidad moral que, sin embargo, no le impide sentir y contener un amor tan desmedido como secreto por Nanon, por la que no dudará en afrontar los sacrificios más descabellados. Alonzo cuenta con un buen amigo, el sensato Cojo ―John George―, un enano que, a modo de Sancho Panza contrahecho, combina su admiración y cierta sumisión hacia el lisiado con una sincera lealtad que trata de manifestarse como un freno a sus locuras. Por el otro, está Nanon, que, plena de belleza exterior, siente autentico espanto ante cualquier demostración de cariño físico, sin que ello le impida provocar conscientemente a los varones. Y, como muestra de contraste, se nos presenta el forzudo Malabar ―interpretado por Norman Kerry―, que goza de un físico envidiable y de reacciones más o menos nobles o, como mínimo, normales; pero cuya contradicción se plasma en que, pese a su fortaleza muscular, es la persona más débil de los tres personajes principales. En resumen, Tod Browning nos presenta un cuento impresionante sobre un asesino romántico hasta la médula, un fortachón vulnerable y una preciosa víctima con serios problemas psicosexuales que no sólo no es consciente de serlo, sino que se halla condenada a transformarse en vehículo de tragedia para los demás.
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