Georgia O’Keeffe, a pesar de ―o precisamente por― su sólida formación académica, fue una artista tan peculiar que resulta difícil buscarle similitudes con cualquier otro o situarla en alguna corriente concreta. Entre sus logros y reconocimientos se encuentra el haber sido la primera mujer protagonista de una retrospectiva en el MoMA, en 1946. A efectos sistemáticos, generalmente se la incluye entre ese grupo de pintores sui generis de la primera mitad del siglo XX que, procedentes de las más diversas tendencias, parecían ir convergiendo hacia personalísimas formas de realismo clásico, y entre los que podemos encontrar a Otto Dix, Tamara de Lempicka, Christian Schad o Max Beckmann. Sin embargo, la apuesta de O’Keeffe la separa un grado de ese conjunto, puesto que también se aprecia en ella un acercamiento a la abstracción, donde aprovechaba unas dotes para la composición cromática comparables a las de Mark Rothko o Vasili Kandinski ―cuyas teorías acerca de los colores y las formas le influyeron en gran medida durante sus primeros años creativos―.
Otra peculiaridad de la pintora es que era estadounidense, de modo que con frecuencia es considerada como un puente estilístico entre las vanguardias europeas y las norteamericanas, pues en sus creaciones es posible hallar influencias tanto del cubismo y del art déco como del realismo y del regionalismo, todo ello matizado por los principios estéticos del grabado japonés clásico, de los que era una gran estudiosa. No obstante, aunque ella misma se consideraba difícil de encuadrar, en más de una ocasión señaló cuáles eran los objetivos de su pintura: “No hay nada menos real que el realismo. Sólo seleccionando, eliminando, acentuando llegamos al significado real de las cosas”. O’Keeffe partía de la base de que lo que percibimos como formas reconocibles está en realidad compuesto por un número indeterminado de abstracciones autónomas que se combinan entre sí para formar conjuntos lógicos, y precisamente era la plasmación de esas abstracciones la que buscaban sus pinceles. Sin embargo, nunca manifestó haberse sentido realizada en la persecución de ese fin, y quizá esa ligera frustración constituya el verdadero motivo por el que a lo largo de su carrera insistió en la reproducción de tres motivos fundamentales: flores, rascacielos y huesos.
Haciendo uso de su propia alegoría, podemos afirmar que O’Keeffe fue una flor aislada en medio de un campo de hierbas masculinas. De las numerosas entrevistas que se le realizaron, se intuye que se trataba de una mujer sumamente inteligente, poseedora de un sentido del humor excepcional y de un ingenio que, desgraciadamente para los que nos interesamos por ella, traducía en una ambigüedad estudiada acerca de su verdadero ser. Quizá el principal misterio de su obra consista en averiguar hasta qué punto influyó en el desarrollo de su carrera el criterio de Alfred Stieglitz —ver “El pictorialismo (aprox. 1880-1914)”—, que había comenzado siendo su mecenas y representante, y con el que contraería matrimonio tras siete años de relación profesional. Se sabe que Stieglitz le recomendó que se limitara a profundizar en sus flores, porque eran originales y se vendían como churros, pero Georgia no le hizo ni el más mínimo caso. En ocasiones se ha tratado de vender la reacción de la pintora como un ejemplo de rebelión contra el paternalismo de su marido, pero no tiene absolutamente nada que ver con eso. Veintitrés años mayor que ella, Stieglitz trataba la obra de su esposa con el mismo criterio que aplicaba al resto de sus pupilos, entre los que se encontraban Arthur Dove o Paul Strand. Igualmente, ambos cónyuges mantuvieron siempre una completa independencia creativa el uno con respecto del otro, si bien Georgia sirvió en varias ocasiones como modelo de las fotografías de su marido ―a través de ellas, y de sus fluctuaciones en la carga erótica, es posible seguir la evolución de su relación sentimental durante veinte años―. A pesar de ello, resulta obvio que sus estilos se influyeron mutuamente, acercando la obra de O’Keeffe al precisionismo, que en breves palabras puede tomarse como el movimiento inverso al pictorialismo, pues adaptaba a la pintura los criterios estéticos propios de la fotografía.
Sus flores, como fácilmente puede intuirse, en realidad son mujeres o facetas de la naturaleza femenina, al igual que mediante sus estilizados edificios pretendía representar lo masculino. De toda su amplia creación floral, a la que dedicó más de veinticinco años de su inabarcable carrera —murió en 1986, a punto de cumplir los 99 años—, quizá la serie de lirios negros a la que pertenece esta imagen sea la más inquietante. Las formas suaves, de textura casi aterciopelada y de colores calmos, sirven para enmarcar un fondo oscuro hacia el que el espectador se siente precipitado. Puede que nos encontremos ante una trampa carnívora; o quizá ante un desafío, ante una prueba que sea preciso superar para descubrir un posible tesoro al fondo. La única manera de saberlo es adentrarse en las profundidades tenebrosas, bien sea para perecer, bien para acabar descubriendo ese premio maravilloso en alguna parte o, lo más probable: para permanecer eternamente buscándolo entre sombras. En cualquier caso, no existe dilema alguno, porque si ha llegado a este extremo de cercanía, la opción de penetrar en la flor ya ha dejado de ser voluntaria para el explorador.
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