“Prefiero andar por donde nunca he estado.”
Reconocida hoy en día como una de las maestras de la fotografía urbana, Diane Arbus no dispuso de mucho tiempo para disfrutar —o sufrir— su fama como artista, que realmente sólo comenzó el 28 de febrero de 1967, cuando el MoMA inauguró la exposición “New Documents”, que trajo consigo una verdadera revolución de los planteamientos clásicos de la fotografía documental, tanto en el plano técnico como en el estético. En ella se exhibieron los trabajos de Garry Winogrand, Lee Friedlander y la propia Arbus, que, bastante influidos por el libro de Robert Frank “Los americanos” (1959), habían reunido una obra de fuerte pegada y dotada de cierto espíritu transgresor. Según John Szakowski, comisario de la exposición y principal impulsor del legado de Arbus, el objetivo de estos fotógrafos no era reformar la vida, sino simplemente llegar a conocerla. Así, Diane Arbus se definía a sí misma como una curiosa que, convencida de que la habrían tomado por una chiflada de haber ido parando a la gente por la calle para que le contaran sus historias particulares, decía emplear la cámara como el salvoconducto perfecto para penetrar en la vida de los demás. Quizá sea ése el motivo de la extraordinaria sinceridad que desprende su creación: Diane Arbus no salía a tomar instantáneas, sino a capturar personas. Las fotografías no significaban más que los trofeos que guardaba de sus cacerías: no constituían el fin de sus expediciones.
Tímida de nacimiento y por educación, ella misma consideraba que se conducía de una manera mucho menos amable y más fría cuando portaba la cámara que cuando iba sin ella, llegando en ocasiones a sentirse despiadada al reflejar sin paliativos los defectos físicos de sus modelos improvisados o los rasgos de su personalidad que resultaran más vergonzosos desde el punto de vista de la ortodoxia social. Se percató de que el cuerpo humano no es tan bello como se cuenta, y de que el misterio que encierra la imagen de toda persona perdura incluso cuando se la ve sin ropa, por lo que había que esforzarse en profundizar mucho para reflejar su interior, hasta el punto de introducirse en los poros de su piel si era necesario. Con este fin, se supone que Arbus empleaba el flash de relleno como si se tratara de una especie de rayo de la verdad, de modo que bajo la luz aumentada conseguía hacer patentes todas las imperfecciones de sus retratados, lo que otorgó a su trabajo ese pátina de sordidez que lo caracteriza. Sin embargo, no era ese aroma de marginación lo que ella perseguía ―expresó con frecuencia su temor a ser recordada como una retratista de fenómenos de feria―, sino que esa nota aparecía como una consecuencia prácticamente inevitable de la aplicación de su técnica y de su método a la hora de elegir sus objetivos, que incluía safaris por manicomios, barrios bajos, circos, campamentos nudistas y, en definitiva, por cualquier lugar en el que se pudiera encontrar a alguien que se saliera mínimamente de la cotidianeidad.
Está claro que la curiosidad no constituía un rasgo de su personalidad sin más, sino que respondía a una búsqueda interior de carácter esencial. Nacida en el seno de una familia judía bastante acomodada ―vivían en plena 5th Avenue―, afirmaba que de niña jamás había conocido la adversidad y que su sensación era de la de vivir en un mundo irreal que, en cierto modo, le hacía comportarse como si fuese invulnerable. Pudo haber optado por una vida cómoda de contemplación frívola, pero pronto se dio cuenta de que algo no encajaba en la composición del cuadro que la rodeaba ―no en vano, las personas dotadas de cierta sensibilidad e inteligencia sólo consiguen ser frívolas cuando se esfuerzan por serlo―. Su búsqueda debió de ser mucho más desesperada y seria de lo que nos podría parecer a cualquier curioso vulgar o simplemente morboso: no se trataba de la curiosidad de una voyeuse. Con sus actos demostró que esa persecución de la verdad estaba dotada de un espíritu mucho más profundo que el mero romanticismo teórico, y que le suponía como contrapartida el consumo paulatino de su propia esencia vital. Por desgracia para ella, o bien sus pesquisas resultaron baldías o bien no pudo soportar sus descubrimientos, porque en 1971 se quitó la vida con cuarenta y ocho años de edad. No se sabe de ningún motivo objetivo que hubiese podido desesperarla hasta tal punto, y ni al leerla ni al contemplar su obra gráfica da la impresión de tratarse de una persona con ganas de dejar de vivir, sino todo lo contrario. Se sabe que padecía problemas de inestabilidad emocional, probablemente heredados, que la habían sumido en agudas depresiones desde su adolescencia. Puede que su suicidio respondiera a motivos psiquiátricos, o quizá simplemente tratara de comprobar de una vez por todas si su invulnerabilidad era tal. Quién sabe…
Curiosamente, en una de sus fotografías más celebradas, las “Gemelas idénticas”, no apreciamos ese tinte de mugre humana con el que ha pasado a la historia de la fotografía y que siempre pretendió evitar. No creo que por muy imperfectas que nos puedan parecer estas gemelas, nadie sea capaz de tildarlas de feas o sórdidas. Por el contrario, se trata de una imagen dulce que invita a una primera sonrisa y, seguramente, a una posterior reflexión deprimente o, como mínimo, nostálgica. No obstante, y por muy increíble que pueda sonar, he observado que no resulta infrecuente que estas pobres niñas sean calificadas de siniestras, aterradoras o, en el mejor de los casos, “misteriosas” ―en el peor sentido de la palabra, por supuesto―. Evidentemente, este juicio responde a un condicionamiento bastante simplón, nacido de la popularidad de las hermanas que aparecen en la película “El resplandor” (Stanley Kubrik, 1980), y, sobre todo, a muy pocas ganas de esforzarse en mirar con los ojos propios. Aunque es cierto que Stanley Kubrik y Diane Arbus se conocían por haber estudiado juntos, no existe ninguna relación entre ambas imágenes: no sólo está comprobado mediante testimonios privilegiados, sino que cualquiera puede darse cuenta de que no tienen nada que ver. En mi opinión, si alguien es capaz de atisbar la más mínima nota siniestra en esta instantánea, o bien no le ha dedicado la suficiente atención o bien padece algún serio problema de empatía ―en cualquiera de los dos casos, no me gustaría estar en sus manos cuando me halle en peligro―.
Arbus capturó a estas niñas en el transcurso de una de sus batidas en busca de la verdad. Al parecer, se enteró de que en la localidad de Roselle ―nada que ver con el Área 51―, Nueva Jersey, se celebraba anualmente una fiesta de navidad para gemelos y trillizos. Allí encontró a estas dos y las convenció para distraerse un momento de la juerga desenfrenada y posar para ella de esta manera tan clásica y escolar. Tenían siete años en aquel momento, y sus vestidos, confeccionados por su madre, en realidad eran de un precioso tono verde oscuro muy elegante —pero les iba a dar igual, porque Arbus nunca empleaba el color—. Se sabe quiénes eran y dónde están ahora, pero no importa: en aquel momento estaban allí y eran unas gemelas idénticas que no lo eran tanto. A pesar de que se parecen como dos gotas de agua, de su gesto ante la cámara se deduce claramente que su personalidad transcurre por cauces distintos, puesto que ante el mismo estímulo sus facciones reaccionan de una manera completamente diferente.
Dentro del contexto general de la obra de Diane Arbus, esta fotografía actúa como una especie de contraste, para insinuar que el ser humano nace “bueno”, “puro”, “inocente”, “bello”…, y, sobre todo, eminentemente individual. Después, es su trato con la vida el que le va maleando hasta convertirlo en una monstruosidad de sí mismo, principalmente por haber tratado de amoldar su individualidad al conjunto social con mayor o menor fortuna. Por “trato con la vida” entendemos “trato con los demás”, por supuesto: es muy difícil imaginar un disgusto humano que no haya sido provocado directa o indirectamente, deliberada o inconscientemente, de manera activa o pasiva, individual o colectiva, por otro u otros seres humanos —o, en menor medida, por otro ser, tal como una mascota o una planta, al que se haya humanizado internamente—. L’enfer, ya se sabe…
(La impresión original fue subastada en 2004 por cerca de medio millón de dólares. Se supone que se trata de la décima fotografía más cara de la historia —en su momento fue la cuarta—, aunque eso es imposible de saber con certeza.)
Recomendaciones: resulta obligatorio recomendar “Diane Arbus: An Aperture Monograph”, una compilación de fotografías elegidas por su hija y por Marvin Israel menos de un año después de la muerte de la artista. Con ella no se pretendía realizar una selección de “lo mejor” a juicio de los editores, sino ofrecer una presentación de Arbus por parte de dos de las personas que mejor la conocieron. Ha sido reeditado en varias ocasiones y se ha ido consolidando como uno de los mejores libros de fotografía de todos los tiempos.
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