Resulta muy complicado no caer en la tentación de calificar “Metrópolis” como una distopía política premonitoria al estilo del “1984” de George Orwell (1948). Sin embargo, en ninguna parte del metraje se nos informa de que la acción esté ambientada en el futuro, y si bien es cierto que determinados aparatos de los que se nos presentan superan la tecnología disponible en los años veinte, la gran mayoría, así como el vestuario y el estilismo, se corresponden con los de la época. De igual modo, esos avances puntuales se combinan con elementos más propios de la Edad Media o incluso de la Antigüedad, por lo que no podemos definirla como una obra de naturaleza profética, sino simplemente mítica.
Metrópolis es una gigantesca ciudad que ha crecido en vertical, y no sólo apuntando hacia el cielo, sino también hacia las entrañas de la tierra, donde guarda un inconmensurable complejo de maquinaria que mantiene con vida a la parte superior, habitada por las clases privilegiadas y sus sirvientes más próximos. En la mitad subterránea, por el contrario, se ha edificado la Ciudad de los Trabajadores, donde moran los desdichados que son empleados como energía animal para mantener la urbe en funcionamiento. Todo el complejo es propiedad de un solo individuo, Joh Fredersen (Alfred Abel), cuyo hijo Freder (Gustav Fröhlich) vive una existencia despreocupada en una especie de Jardín del Edén diseñado para el exclusivo disfrute de los vástagos de la clase superior. Este deleite constante se ve interrumpido cuando se fija en Maria (Brigitte Helm), una joven que actúa como predicadora en la Ciudad de los Trabajadores y que ha subido ilegalmente a la superficie para mostrar a los niños de los obreros cómo son sus hermanos de las alturas. Freder se queda prendado de ella y se interna en los infiernos para averiguar más acerca de la gente que habita allí. Tras una experiencia demoledora, corre a avisar a su padre de las condiciones en las que subsisten sus esclavos, cuya existencia desconocía hasta ese momento. El dirigente, claro está, se halla al tanto de todo, salvo de la popularidad de la tal Maria, a la que toma como un elemento subversivo peligroso ―cuando en realidad ella se dedica a predicar la resignación y la esperanza en la llegada del Mediador que libere a los oprimidos mediante el diálogo pacífico―. Con el fin de acabar con Maria, recurre a Rotwang (Rudolf Klein-Rogge), un inventor traumatizado que, en su obsesión por un amor perdido ―la difunta esposa de Fredersen, al que le une un misterioso y tormentoso pasado―, ha conseguido fabricar una réplica mecánica de una mujer. Al ver al robot, Fredersen ordena a Rotwang que le dé la apariencia de Maria y lo suelte entre los trabajadores para dominar su voluntad. El inventor no tiene más remedio que aceptar, pero verá en ello la oportunidad de vengarse de su antiguo rival, al que acusa de haber llevado a su amada a la muerte.
El argumento siempre ha sido tachado de simplón o incluso de pueril, y no sólo por críticos o estudiosos del cine, sino por figuras tan elevadas como H. G. Wells o Luis Buñuel. Éste último, sin embargo, y sin dejar de remarcar la pobreza de la trama, se dio cuenta de que algo extraño pasaba con la película tal y como él la visionó: no entendía cómo un lenguaje narrativo tan perfecto desde el punto de vista técnico podía situarse al servicio de una historia tan maniquea y previsible, repleta de elipsis sin justificar y con personajes insustanciales y tan tópicos como los de un cuento infantil. Hoy sabemos que el genio aragonés llevaba toda la razón al sorprenderse, porque lo que él vio no fue “Metrópolis” tal y como la había concebido Fritz Lang, sino un montaje comercial y arbitrario que incluía menos de la mitad del metraje original y que prácticamente la desposeía de su verdadero sentido.
Se estima que hoy en día tan sólo se conserva alrededor de un diez por ciento del cine producido en Europa durante su verdadera época de esplendor. El celuloide que se empleaba era de muy buena calidad por lo que se refiere a la fidelidad de la imagen, pero no estaba pensado para perdurar, sino para su exhibición rápida, por lo que resultaba muy sensible a los cambios de temperatura y a la humedad. Además, era raro que alguien se tomara la molestia de manipular con cuidado un rollo de película: una vez que su pase dejaba de ser rentable, se enrollaba de mala manera y se guardaba en algún almacén polvoriento ―cuando no se tiraba directamente a la basura o se quemaba―. Para acabar de complicar el asunto, muchos de esos depósitos quedaron reducidos a escombros durante los bombardeos que se llevaron a cabo durante las guerras mundiales. Por ello, lanzarse a reconstruir un largometraje de aquellos años conlleva tanta dificultad como recomponer la imagen de una determinada especie de dinosaurio a través de diferentes fósiles, porque puede que hoy hallemos un trozo de una película en un museo de Otawa y mañana otro en una parroquia de Salónica, lo cual dispara los costes hasta límites imprevisibles. (El caso de “Metrópolis” es especialmente complicado, puesto que a la escasez de copias hay que unir que muchas de ellas fueron salvajemente mutiladas antes de su estreno por los diversos exhibidores, que la consideraron demasiado larga y extraña como para encandilar al público ―algo que, por otra parte, constituía una práctica habitual en los tiempos en los que la mentalidad colectiva concebía el cine mucho más como circo que como arte―.) Sin embargo, esta labor impagable ha sido llevada a cabo con gran intensidad por diversas fundaciones, universidades y mecenas individuales desde finales de los años setenta del siglo pasado, una vez que los teóricos de los nuevos cines europeos consiguieron por fin que la cinematografía fuese unánimemente considerada un arte en plena igualdad con las demás.
Es al músico pop italiano Giorgio Moroder al que debemos en gran parte que hoy en día pueda visionarse una versión prácticamente completa de “Metrópolis”. Moroder se dio cuenta de que la estética del film de Lang casaba a la perfección con la imagen futurista que acompañaba a su música de sintetizadores y se le ocurrió que el largometraje podría ser rentable en los cines de los años ochenta aplicándole unas cuantas modificaciones. Así, con fines exclusivamente lucrativos, se dirigió a la propietaria de los derechos de la película, la Fundación Murnau, para explicar su proyecto y solicitar su permiso para llevarlo a cabo sobre la copia que ésta custodiaba. Su sorpresa fue mayúscula cuando se topó con que su amigo David Bowie había tenido una idea similar, así que lo que en principio se antojaba como un negocio más o menos sencillo se acabó traduciendo en una sucesión de pujas que multiplicaron el coste inicialmente presupuestado. Pero las sorpresas no acababan ahí: el ejemplar que Moroder había logrado adquirir tras una intensa batalla económica estaba prácticamente destrozado.
Lejos de desanimarse, se lo tomó como algo personal e inició una labor de investigación admirable que le llevó a descubrir, entre otras cosas, que la versión íntegra de “Metrópolis”, de unas tres horas de duración, jamás había sido exhibida, pues el propio Lang la había acortado poco antes del estreno, probablemente presionado por los distribuidores. En total, Moroder consiguió comprar en diversas partes del mundo otras tres copias con metrajes y montajes distintos. Gracias a él, por lo tanto, se pudo recopilar la mayor parte de una obra que llevaba décadas perdida. La cara amarga de su intento fue el montaje y la música. Moroder eliminó la excelente banda sonora de Gottfried Huppertz para sustituirla por sus propias composiciones, algunas instrumentales y otras con las voces de cantantes afamados, como Freddy Mercury, Pat Benatar, Jon Anderson, Bonnie Tyler o Adam Ant. Tampoco respectó la fotografía, añadiendo filtros sepia, cian, gris, rojo y dorado a las escenas de acuerdo con su localización. Si a ello le sumamos que además cercenó fragmentos aprobados por Lang y alteró el orden de las secuencias, el resultado es que la “Metrópolis” de Moroder (1984) es en realidad una obra por completo distinta a la original, con mucho más de videoclip de muy buena calidad que de joya del cine.
No obstante, el trabajo de investigación estaba hecho y las piezas sobre la mesa, de modo que tan sólo hacía falta unirlas correctamente y restaurar el resultado. La clave para ello llegó en 2008, cuando al teórico cinematográfico Fernando Martín Peña casi le da un patatús al hallar por casualidad una versión completa entre los depósitos del Museo de Cine de su Buenos Aires natal. La copia se había realizado en película de 16mm y algunas partes aparecían tan dañadas que fue imposible su reproducción; sin embargo, permitió conocer el verdadero montaje, que distaba mucho del que venía siendo considerado oficial. Con la esperanza de nuevos hallazgos en un futuro, a la última edición comercializada tan sólo faltan los alrededor de veintiséis minutos que el propio Lang, de grado o por la fuerza, eliminó antes de su estreno.
Pero volvamos a la Alemania de los años veinte: Fritz Lang acababa de triunfar con “Los nibelungos” (1924) y no sólo se había hecho rico, sino que había despertado tal admiración y respeto que prácticamente tenía las manos libres para realizar cualquier proyecto que se antojara. Gracias a esta última película, la UFA había recuperado la moral que había ido perdiendo ante la invasión de las grandes superproducciones estadounidenses y había decidido plantarles cara con sus propias armas. Para ello, envió a su director estrella a visitar los Estados Unidos para empaparse todo lo posible de la forma de hacer y concebir el cine al otro lado del Atlántico. Parece ser que el realizador llegó a Nueva York en barco, en una noche de entretiempo en la que las nubes se repartían el cielo con la luz de la luna, a la que velaban y desvelaban rítmicamente. La visión de esos cambios de iluminación sobre la silueta de los rascacielos, un tipo de construcción por entonces muy infrecuente en Europa, le causó una profunda impresión estética y moral, a medio camino entre el deleite sensorial y el pánico. En sus memorias, escribiría: “Los inmuebles parecían ser un velo vertical, centelleante y muy ligero, una lujosa tela de fondo suspendida del sombrío cielo para deslumbrar, distraer e hipnotizar. Por la noche, la ciudad no sólo daba la sensación de que vivía: vivía como viven las ilusiones”. Sus palabras cobran mucho más sentido si tenemos en cuenta que Lang, a pesar de haber abandonado su profesión por el cine, era arquitecto de carrera, por lo que debemos presumir que su capacidad de asombro en este asunto era mucho más limitada que la de cualquier lego en la materia: sabía perfectamente de qué estaban hechas esas moles y qué había que hacer para levantarlas.
Fue durante ese viaje cuando comenzó a gestarse en su interior la idea de “Metrópolis”, sin un argumento definido en principio, tan sólo con la obsesión por plasmar en cine no los rascacielos en sí, sino la sensación de placer aterrador que había experimentado. Por suerte o por desgracia, Lang estaba casado con una escritora: Thea von Harbou, que redactó junto a él el guión y paralelamente una novela. Los esposos se separarían en 1931, tras el inicio de otra relación por parte de Lang; no obstante, parece que los verdaderos motivos de la ruptura fueron de índole político: mientras que ella se había dejado seducir por el magnetismo nazi ―hasta el punto de que acabaría afiliándose al partido―, Lang no dejaba de manifestar su repugnancia por Hitler, por lo que su convivencia acabó convirtiéndose en un infierno.
El realizador también aprovechó su viaje a Norteamérica para aprender las directrices comerciales que habían convertido a Hollywood en una verdadera mina de oro, y con ellas convenció a Erich Pommer, su productor habitual, de que pusiera a funcionar toda la maquinaria de la UFA como si se tratara de la que albergaba la Ciudad de los Trabajadores. Se organizó una larga campaña publicitaria previa, destinada a crear expectación mediante la simple exhibición de cifras: 7 millones de marcos invertidos, 620.000 metros de película, 750 actores, 30.000 extras…, y otras más absurdas o incomprensibles para la mentalidad actual, como 1.100 calvos, 100 negros o 25 chinos. Sin embargo, esta apariencia de obra faraónica, que puede recordar a las promociones de “Lo que el viento se llevó”, “Cleopatra” o “Parque Jurásico”, en realidad no fue más que una gigantesca cortina de humo urdida por algunos directivos de la compañía para hacer una de esas cosas de latinos que nunca hacen los germanos: inflar las cuentas para desfalcar la productora y huir con las alforjas bien llenas. En realidad, las cifras son exageradísimas; y los costes reales, aunque muy elevados para lo que era habitual, resultaron mucho más bajos de lo anunciado.
El rodaje se prolongó durante año y medio, y los gastos ―ya sabemos por qué― se dispararon de tal modo que la UFA no tuvo más remedio que aliarse con sus rivales estadounidenses y coproducir junto con la Paramount y la Metro-Goldwyn-Mayer, asociándose temporalmente en lo que se llamó la Parufamet. De entre las múltiples innovaciones técnicas que aportó la película, destaca el llamado Proceso Schüfftan, que no es un juicio del Tribunal de Estrasburgo, sino que consiste en la creación de efectos visuales a través de la proyección de reflejos de miniaturas en espejos superpuestos a un decorado. El azogue es raspado estratégicamente ―de una manera que recuerda mucho a la que se emplea en el grabado a aguafuerte―, de modo que el cristal trasparenta algunas partes del decorado, mientras que prosigue reflejando las miniaturas, así que ambos elementos quedan integrados en el mismo plano. El principal mérito de este truco consiste en que hace innecesaria la manipulación del celuloide, incrementando la sensación de realidad en el espectador. Su inventor, Eugen Schüfftan, debutaba como director de fotografía, un puesto por el que muchos años más tarde recibiría un Oscar por “El buscavidas” (Robert Rossen, 1961).
Otro trabajo de chinos fue el plano general de la ciudad superior, realizado fotograma a fotograma sobre una maqueta de unos ocho metros de largo en la que, antes de tomar cada instantánea, se movía ligeramente cada uno de los cientos de automóviles, trenes y aviones que se desplazan por las diversas vías elevadas y entre los edificios. Se invirtió más de una semana de trabajo intenso para concluir un plano de unos cinco segundos. Cada fotografía fue realizada personalmente por Schüfftan, que les imprimió un cierto desenfoque para potenciar la perspectiva. Cuando los negativos llegaron al laboratorio de revelado, creyeron que esa ligera distorsión era debida a un error del debutante, por lo que lo corrigieron sin miramientos, de modo que fue necesario recomenzar el trabajo desde el principio, con la consiguiente crisis nerviosa para Schüfftan y Lang.
Si hay que ponerle un serio “pero” cinematográfico a la película, ése es el trabajo de Gustav Fröhlich en el papel de Freder. Incluso para el cine mudo, donde puede ser necesaria cierta sobreactuación mímica, su interpretación es tan escandalosamente histriónica que resulta cómica ―cuando lo que se pretende es todo lo contrario―. Fröhlich había adquirido cierta fama por su encarnación de Liszt en “Paganini” (Heinz Goldberg, 1923), un papel que, de ser cierto todo lo que se cuenta sobre el compositor húngaro y sus peculiares maneras en público, le venía como anillo al dedo. No está muy claro por qué fue elegido para dar vida al protagonista masculino de “Metrópolis”, pero es probable que la UFA pensara en él en términos comerciales y por paralelismo con los galanes norteamericanos estilo Valentino, ya que al parecer tenía mucho éxito entre el público femenino de la época, sobre todo entre el más joven. Aunque posteriormente llegó a dirigir algún largometraje, su carrera como actor ―por llamarlo de alguna manera― no volvió a conocer éxito alguno, y tan sólo regresó a la primera línea de la popularidad cuando Goebbels tomó a su novia como amante, en un escándalo de proporciones mastodónticas que llevó a intervenir al propio Hitler, ya que su adúltero ministro de propaganda había sido vendido como el prototipo del buen padre de familia ario. Quizá por venganza, Fröhlich fue reclutado en 1941 por la Wehrmacht y enviado a la primera línea del frente ruso, de donde ―sorprendentemente― salió ileso.
El resto de las interpretaciones, por el contrario, son magistrales. Destacan sobremanera Alfred Abel y Rudolf Klein-Rogge, que son capaces de reflejar las respectivas torturas internas de sus personajes y sus conflictos de principios sin ayuda de la palabra. Igualmente, secundarios como Fritz Rasp, en su aterrador papel de “el hombre delgado” ―el sicario de Joh Fredersen―, o Heinrich George, como el capataz de los obreros, bordan dos de esas intervenciones que resulta imposible olvidar de por vida.
Por lo que se refiere a la protagonista femenina, Brigitte Helm, se vio obligada a debutar con veinte años afrontando dos papeles contrapuestos: la bondadosa Maria y el robot, que representa el triunfo de la muerte y de los siete pecados capitales. El riesgo de caer en el tópico al desarrollar dos roles tan estereotipados era inmenso, pero la joven superó la prueba con una nota muy alta. Su madre se había encargado de presentársela a Lang cuatro años antes, y éste, tras entrevistarse con ella, le vio tales dotes interpretativas que le consiguió un trabajo como secretaria en la UFA para mantenerla controlada hasta hallar un papel a su medida. Su carrera, sin embargo, fue corta: nunca volvería a trabajar con Lang, y aunque sí que lo hizo para otros grandes directores, como G. W. Pabst (en “La Atlántida, 1931), se retiraría en 1936 para casarse, cuando ya le costaba horrores encontrar papeles porque su físico no se correspondía con el ideal de belleza robusta y atlética que fomentaba el nazismo. A pesar de que su complexión no era precisamente la de una valquiria, superó sin problemas de salud un largo rodaje que se convirtió en todo un martirio para ella. No sólo fue que se le exigieran grandes esfuerzos físicos en las escenas de huida y equilibrios sobre el vacío, sino que la carcasa en la que se la enfunda para interpretar al robot era realmente metálica, y los focos de la época, que eran de todo menos energéticamente eficientes, hacían que se recalentase en poco tiempo. Con el fin de evitarle una sucesión de lipotimias, hubo que ingeniar un sistema de ventilación para el disfraz y dotarle de un depósito de agua con una pajita similar al que usan los pilotos de Fórmula 1. Aun así, Helm consiguió que la mujer-máquina se moviera con unas dosis de sensualidad capaces de provocarle un infarto al pigmalionista más exquisito. En la escena en la que el autómata es conducido a la hoguera como si se tratara de una bruja, las llamas son reales y no están sobredimensionadas por truco alguno. Tampoco hay artificio en las secuencias de la inundación, y los actores eran empapados previamente cada vez que tenían que entrar en acción.
Pero, sin duda, el valor más sólido del largometraje es su estética general. Si pudiésemos imprimir todos sus fotogramas obtendríamos una colección preciosa de instantáneas, obviamente inabarcable por su número y repeticiones; pero si las tirásemos al aire y recogiéramos aleatoriamente del suelo unos cuantos cientos, es probable que pudiésemos componer varios de los mejores libros de fotografía de la historia. “Metrópolis” es una película que hay que ver y escuchar en soledad, disfrutando cada plano y cada pasaje de música sin distracciones, y seguramente dividida en más de una sesión para no perder la concentración. Aunque lo habitual es señalarla maquinalmente como una de las cimas del expresionismo, su estética está mucho más cercana al Art Déco, y tan sólo mediante la cuidada iluminación de algunas escenas y de ciertos elementos de la escenografía ―dirigida por Otto Hunte― se obtienen momentos decididamente expresionistas o inspirados por la novela gótica. Quizá merezca la pena destacar las escenas de la catedral o la primera visión de Freder, en la que una impresionante máquina se convierte en una representación del dios Moloch devorando a los obreros, que acuden al sacrificio de fuego con la mansedumbre de un borrego. Igualmente, el hábil manejo de las transparencias y los frecuentes juegos de superposición de planos pueden hacer que la intensidad de la experiencia estética al visionar “Metrópolis” sorprenda incluso a los que no les gusta el cine.
A pesar de que, como ya hemos indicado, fue necesario recortarla severamente, la película fue calurosamente acogida por el público y la crítica tanto en Alemania como en los Estados Unidos; no así en Francia y en otros países europeos, que se la tomaron como una peligrosa avanzadilla del nacionalismo pangermanista ―no he encontrado información al respecto, pero es probable que los francés detectaran cierta parodia de Juana de Arco en la figura del robot femenino, que porta una armadura dorada y es conducida a la hoguera acusada de brujería―. En cualquier caso, el dinero recaudado fue ridículo comparado con los costes en los que se había incurrido, y el golpe económico supuso el fin de la UFA como productora independiente.
Con respecto a su presunto mensaje político, se ha querido hallar en ella una similitud entre la figura del Mediador ―“el corazón que debe unir la cabeza y la manos”― y la de Hitler, llamado a capitanear a la unión de todos los estamentos sociales hacia un destino común de prosperidad y gloria. Es cierto que la película aboga por la reconciliación entre clases y por la verticalidad social, pero de una manera tan superficial que lo mismo puede ser tomada como un alegato a favor del nacionalsocialismo como de la socialdemocracia más mansa y sensata. Quizá la clave de la confusión esté en el enfoque ecléctico que se le asigna a la revuelta obrera, que combina su plena justificación y el reconocimiento de su heroísmo ―respaldado con constantes recuerdos a La Marsellesa en la banda sonora― con la tacha de su estupidez por destruir lo que les mantiene en pie y de su ceguera por olvidarse de la suerte de sus propios hijos. Lo cierto es que por aquel entonces Fritz Lang no era muy amigo de expresar públicamente sus ideas políticas, y en las contadas veces en que lo hizo fue para mostrarse abiertamente en contra del nazismo ―lo que, como ya sabemos, le costó el divorcio―. En cualquier caso, el propio Hitler se obsesionó con la película y, desde entonces, se fijó como objetivo fichar a Lang como el gran divulgador audiovisual de su causa ―dudoso honor que finalmente recayó en la genial Leni Riefenstah―. Lang, por su parte, hizo todo lo posible por esquivar las tentativas de Hitler, que en ocasiones llegaron al verdadero acoso. El culmen de esta estrategia fue arrastrar al director a una cena con el mismísimo Goebbels, en la que el propagandista del régimen le ofreció elegir entre colocar toda la potencia audiovisual alemana a sus pies o ser víctima de una espantosa racha de mala suerte. Ante lo tentador de la oferta, Lang aceptó sin dudarlo. El acuerdo fue celebrado con champagne y una larga velada festiva. Concluida ésta, el director se fue a su casa, donde paró el tiempo justo para meter un par de mudas en una maleta y salir escopetado al exilio.
Recomendaciones: en principio, Metrópolis podría parecer una película muy sencilla de adquirir; pero no es así. Las sucesivas restauraciones han fomentado la aparición de múltiples ediciones en DVD que no siempre reúnen los criterios mínimos de calidad. De entre todas las que he visto, la más recomendable es ésta, que recoge la versión de 2010 y, opcionalmente, añade un segundo disco dedicados a «extras» de cierto interés. También está editada en Blu-ray.
Si alguien prefiere la versión de Giorgio Moroder, aquí tiene el enlace en DVD y aquí el enlace en Blu-ray.
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