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Turner, el hombre de la mancha.

Turner
«El incendio de la Casa de los Lores y de los Comunes, 16 de octubre de 1834» (circa 1835).

No lo pinté para que fuera entendido.

Los aficionados a la pintura tenemos un grave problema con Turner: no hay manera de valorar correctamente su obra si ésta no se contempla en vivo. Por supuesto, visitar una pinacoteca siempre es preferible a disfrutar de las fotografías de cuadros que nos ofrecen los libros o Internet, y mucho más si para ello nos vemos obligados a desplazarnos hasta Londres. Sin duda, la diferencia entre ambas experiencias es incluso mayor que la que existe entre asistir a un concierto y escuchar una grabación; pero, en el caso de artistas con una paleta tan infinitamente amplia, la brecha se vuelve mareante. Por mucho que nos pueda sorprender, la fotografía aún no ha alcanzado el nivel tecnológico suficiente como para reproducir fielmente las variaciones tonales casi inapreciables que Turner imprimía individualmente a todas y cada una de sus pinceladas ―o quizá sí que lo haya alcanzado y todavía no resulte rentable su comercialización, no sé―.

La creación de Turner es difícilmente explicable si no recurrimos a la igualmente inexplicable razón del talento natural. Nacido en 1775, Joseph Mallord William Turner, a pesar de su nombre rimbombante, era hijo de un humilde pero alegre barbero que desde el primer momento se volcó en apoyar hasta lo indecible la vocación de su hijo, llegando incluso a servirle como criado una vez que éste se consolidó como pintor y como auténtica eminencia en la Teoría del arte ―gracias en gran parte a la claridad y a la exhaustividad con la que, con menos de treinta años, compiló con ejemplos prácticos las reglas de la composición paisajista en su “Liber Studiorum” (1805)―. La primera sala de exposiciones de Turner fue la peluquería de su padre, en cuyo escaparate éste mostraba con orgullo los dibujos tempranos de su niño e incluso a veces vendía alguno a cambio de calderilla para comprarle material y alguna que otra golosina ―varios de ellos se conservan actualmente―. Su historia es la de un desarrollo lento, perseverante y continuo, sin pasos atrás, que ya en la última etapa de su carrera acabaría desembocando en su conocido estilo único a la hora de captar la luz natural, convirtiéndole para muchos en el mejor paisajista de la historia. Trabajó tan incasablemente durante sus más de sesenta años de carrera que hizo falta más de un siglo para catalogar su obra completa ―baste el dato de los diecinueve mil dibujos y bocetos que se hallaron en su estudio tras su muerte para hacernos una idea de su volumen inabarcable: ni siquiera ha dado tiempo a estudiarla por completo―.

Turner
«Roma vista desde el Vaticano. Rafael, acompañado por la Fornarina, prepara sus pinturas para la decoración de la Loggia» (1820).

Pero esta capacidad creativa tan sorprendente como admirable contaba con su reverso oscuro. Turner poseía una personalidad extremadamente huraña que se fue agravando con el pasar de los años. Su obsesión por la privacidad le llevó al extremo de mantener su dirección en secreto y a emplear el seudónimo de Admiral Booth en sus comunicaciones escritas, así como a no mantener trato alguno con sus dos hijas naturales y, por descontado, con la madre de ambas. Su desconexión casi completa de la sociedad le llevó a adoptar vestuarios y apariencias muy excéntricas para las costumbres de la época, y ése fue uno de los motivos por los que pronto se extendió por todo Londres su fama de loco oficial de la ciudad ―con las consiguientes burlas, que no hicieron sino acrecentar su tendencia a la marginación―. En cualquier caso, nada parece indicar que el artista sufriera por llevar esa forma de vida, sino más bien que consideraba haberse ganado el derecho a comportarse como le diera la gana. Durante una etapa de su carrera tomó la costumbre de acompañar sus obras con poemas manuscritos de tal grandilocuencia que permiten sospechar cierto aire de burla hacia el espectador. Esto se acentúa cuando, algunos años más tarde y mucho antes de que se les ocurriera a los dadaístas, bautiza a sus creaciones con títulos kilométricos, como si quisiera indicarle al espectador cómo tenía que mirarlos ―o simplemente llamarle tonto a la cara―.

Turner
«Tormenta de nieve. Un vapor antes de entrar en el puerto da señales en un paraje vadoso y avanza con sonda. El autor presenció la tormenta durante la noche en que el Ariel partió de Harwich» (1842).

A pesar de su clarísima tendencia vocacional, su formación fue estrictamente académica. Con veintiocho años ya formaba parte de la presidencia de la Royal Academy, lo que en la Inglaterra de principios del siglo XIX no estaba nada mal para el hijo de un peluquero. No obstante, existen una serie de notas discordantes en su evolución profesional, y la más llamativa es, sin duda, que aprendió antes a pintar que a dibujar. Tan sólo se interesa por perfeccionar su técnica de dibujo puro y duro cuando ya ha presentado varios lienzos a la Academy, y lo hace con la intención de poder reproducir elementos arquitectónicos con fidelidad ―si bien la mancha resulta más que suficiente para plasmar los paisajes naturales, la arquitectura está dominada por la línea, por lo que requiere de un gran dominio del dibujo―. Estos esfuerzos le llevan también a adquirir gran pericia sobre la acuarela, puesto que en su época se empleaba casi exclusivamente para colorear dibujos ―él mismo sería el que con el tiempo invertiría ese proceso, aplicando primero el color y, en su caso, agregando después algunos trazos definitorios―. Asimismo, entre sus primeras influencias o preferencias personales no encontramos a los habituales genios de la pintura clásica, sino a fabricantes de obras vistosas como Richard Wilson o Claude Joseph Vernet, dotados de una gran habilidad manual, pero a los que podemos catalogar sin vergüenza alguna como de segunda fila o incluso insulsos. Este tipo de pintura paisajista estaba de moda en los círculos ilustrados de la época, no tanto por su valor artístico como por su plasmación realista de la naturaleza, en un momento en el que las ciencias naturales vivían su época de máximo esplendor. En consecuencia, quedaría completamente superado en cuanto se descubriera la fotografía; pero si Turner deseaba dedicarse a él, necesitaba estudiar a sus máximos exponentes. Este dato me lleva a pensar que, al menos durante su primera juventud, Turner no fue ningún amante del arte, sino un tipo al que le gustaba pintar. Esto cambió cuando se topó con la obra de Claudio de Lorena (Claude Lorrain), un artista de verdad, que le emocionó hasta las lágrimas y le reveló la posibilidad cierta de plasmar los juegos de la luz solar en un lienzo. Sin duda, es de Lorrain de quien toma el testigo que ya no cedió a lo largo de toda su vida.

Turner
«Paz. Entierro en el mar» (1842).

Una vez vista la luz, nunca mejor dicho, Turner aprovecha uno de los escasos periodos de paz que se dieron durante el dominio napoleónico para viajar por el continente, donde confirmaría su fe en el arte con los legados de Salvatore Rosa, Leonardo, Tiziano, Rafael, Poussin o Rembrandt como testigos. Se empapa también de la tendencia a las pinturas de tema histórico que por aquel entonces triunfaba en Europa y realiza una serie de ejercicios en los que combinaba la observación natural con la recreación de hechos legendarios como “Dido construye Cartago” (1815), en el que prácticamente calca el cuadro de Lorrain “El embarque de la reina de Saba” (1648). Si bien todas estas revelaciones no le hicieron abandonar instantáneamente la perspectiva científica, sí que inició un largo y lento camino que le llevaría a las puertas de la abstracción, en parte debido al ánimo de rebeldía que le infundían algunas de las primeras críticas negativas que recibió, que tachaban sus cuadros de poco realistas y repletos de artificialidad.

cartago Turner

Sin embargo, a pesar de contar ya con ciertas voces en contra, Turner había ganado tanto prestigio como docente que prácticamente cualquier cosa le estaba permitida. Esto, unido a la variedad de sus influencias y a su curiosidad tranquila, le permitió elaborar obras claramente adelantadas a su tiempo sin generar en un principio las estridencias a las que medio siglo después se enfrentarían los impresionistas y prácticamente todas las vanguardias. “Una ciudad a orillas de un río en el crepúsculo” (1833) es un claro ejemplo de cómo con su tratamiento de la acuarela lograba efectos de luminosidad y de estudio cromático que no se generalizarían hasta finales de su siglo.

Turner Una ciudad a orillas de un río en el crepúsuclo circa 1833

En cualquier caso, la técnica personal que el pintor empleaba tan sólo puede ser meramente intuida, pues en muy contadas ocasiones permitió que alguien le viera trabajar ―hasta los últimos años de su vida, en los que repentinamente pareció presa de un afán exhibicionista desatado, llegando incluso a presentar simples bosquejos a las exposiciones anuales de la  Academy para acabarlos in situ en la víspera de su inauguración―. Él mismo bautizó como Colour Beginning al proceso creativo al que responden la mayoría de sus obras. Se trata de un método basado en la técnica enunciada por Alexander Cozens que consiste en esbozar una base paisajística de manchas y trazos gruesos sobre los que después se matizarán los diferentes elementos de la composición. En muchas ocasiones, Turner optó por colocar esas manchas de manera aleatoria con el único fin de incentivar su creatividad, incluso se cuenta que en una ocasión permitió que un par de niños se divirtieran emborronando un lienzo a su antojo para después ponerse a trabajar sobre él. Esta peculiar disciplina, así como su tendencia al aislamiento, ha hecho que los estudiosos se vuelvan locos a la hora de determinar si un determinado cuadro es una obra acabada o un simple boceto, como ocurre con su “Venecia: Claro de luna en un lago” de 1840.

Turner

Pero este basamento en la mancha no implica que Turner despreciara la línea, sino todo lo contrario: muchos de sus cuadros presentan líneas de fuerza y puntos de fuga muy acentuados sin renunciar por ello al predominio de la mancha. Una buena muestra de esta combinación es “Lluvia, vapor y velocidad―El Gran Ferrocarril del Oeste” (1844), donde también se adelanta más de medio siglo a los futuristas en su búsqueda de sensaciones de movimiento. No cabe duda de que dominaba a la perfección los artificios necesarios para guiar al ojo humano de manera inconsciente: basta contemplar este cuadro durante unos segundos para comprobarlo. La mancha de Turner, por lo tanto, no estaba reñida con la línea, sino con el trazo detallado.

Turner

En otro artículo vimos cómo una de las obsesiones de Van Gogh era lograr representar la noche sin emplear pintura negra, y precisamente ése era el defecto que le encontraba a los nocturnos de Turner, que no sólo la utilizaba a voluntad, sino que en ocasiones la elegía como la base de sus cuadros. Nos hallamos, pues, ante dos procedimientos contrapuestos para alcanzar el mismo fin: plasmar la noche con verismo. Todos podemos reconocer cielos de nuestra vida tanto en los lienzos de Van Gogh como en los de Turner, de modo que vuelve a demostrarse que la técnica empleada no pasa de ser una curiosidad de cada obra de arte, y que el recurso a una u otra carece por completo de importancia si se logra el resultado perseguido.

Turner
«Claro de luna. Un estudio en Millbank» (1797).

Su tratamiento de los colores es lo que dota al estilo de Turner de su inusual facilidad para transmitir emociones simplemente a través de la composición. Se sabía de memoria la “Teoría de los colores” (1810) de Goethe y se esforzaba en profundizar en ella para llevarla más allá, convirtiéndose en uno de los primeros artistas en estudiar y explotar el efecto que los diversos tonos provocan en la mente humana. Pero tanta osadía acabó por costarle casi todo el crédito moral que había acumulado durante sus años como profesor, de modo que los críticos acabaron por subírsele a las barbas y se atrevieron a escupir sobre sus cuadros con igual o más saña que la que empleaban los niños para burlarse de él cuando iba por la calle. Tan sólo la intervención de un todavía joven John Ruskin, que le defendió con fiereza en su ensayo “Pintores modernos” ―obra compuesta de varios volúmenes que se fueron editando entre 1843 y 1860―, pudo acallar las voces más airadas, que si bien no cambiaron de opinión unánimemente, al menos sí que volvieron a tratarle con el respeto que se merecía.

"Trama de colores" (1819). Turner
«Trama de colores» (1819).

A la última etapa de su carrera pertenece una de sus telas más impresionantes, “El barco de esclavos. Traficantes de esclavos arrojan a los muertos y a los agonizantes por la borda. Se forma un tifón” (1840), donde asistimos a un escenario de pesadilla en el que pájaros y peces monstruosos se dan un festín con vivos y muertos, cuyas extremidades y cadenas se agitan fantasmalmente desde debajo de unas aguas embravecidas y ensangrentadas que recuerdan más al fuego del infierno que al océano.

Turner

También corresponde a esta época postrera el que él mismo señaló como su cuadro favorito: “El barco de guerra Temeraire remolcado a su último ancladero para ser desguazado” (1838). Con el tiempo se ha convertido también en su obra más popular, y ello ha facilitado su percepción como una pintura meramente decorativa, cuyos motivos se emplean para adornar todo tipo de utensilios ―sin ir más lejos, la bandeja en la que me llevaban té y galletas a la cama cuando me ponía enfermo de pequeño lo reproduce, de modo que a mí siempre me ha despertado un extraño sentimiento de familiaridad agridulce―. Sin embargo, esta tela va mucho más allá de su simple belleza estética, y no sólo porque se trate del culmen del colorismo de Turner, sino porque encierra una clara metáfora sobre la vejez y el agotamiento. El artista había cumplido sesenta y tres años de edad cuando lo pintó ―aún le quedarían otros trece de vida― y parece que su hasta entonces inagotable energía comenzaba a lanzar señales alarmantes de cansancio. A pesar de que su moral daba la impresión de estar edificada a prueba de bombas, resulta evidente que el constante escarnio público había conseguido minarla en cierta medida. Turner establece un claro paralelismo entre el viejo pintor que es superado por el devenir del tiempo ―desgraciadamente, él no podía saber que en realidad había sido a la inversa― y el barco de vela, antaño protagonista de grandes gestas, que es arrastrado por un pequeño vapor para ser hecho astillas. En el primer plano, alumbrado y separado del resto de la escena por los rayos de un sol crepuscular de acabado magistral, destaca el noray al que será amarrado el “Temerario” para nunca regresar a mar abierto. Fácilmente podemos apreciar que este poste se asemeja a la cabeza de una mujer que asoma de las aguas maduras para contemplar la llegada de su invitado involuntario. Supongo que no es necesario facilitar la identidad de esta negra Señora del crepúsculo.

Turner



Recomendaciones: por algún misterioso motivo, no es fácil encontrar buenas monografías sobre Turner, al menos no en castellano. Contamos con el volumen básico dedicado al pintor por Taschen, en esta ocasión con textos de Michael Bockemühl, un gran historiador del arte fallecido en 2009 que, sin embargo, no es demasiado conocido fuera de Alemania. Por el formato de la obra, su exposición, pese a ser muy completa, quizá peque de brevedad a la hora de analizar un estilo pictórico tan complejo. En cualquier caso, la calidad de las reproducciones es la habitual en las publicaciones de esta editorial y su precio no supera los 10 euros, por lo que merece la pena adquirirlo.




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5 comentarios en «Turner, el hombre de la mancha.»

  1. Los aficionados a la pintura tenemos un grave problema con Turner: no hay manera de valorar correctamente su obra si ésta no se contempla en vivo.
    Te sorprendería lo agrisado de sus obras. Una rareza además que elija la técnica de la acuarela. pero gracias Turner!

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