Recibí la violencia desde la pantalla, en plena cara.
Los Mundiales de fútbol parecen tocados por algún rayo mágico, porque en ninguna otra parte ocurren tantas cosas raras como en ellos. Desde luego, y por desgracia, no tiene nada de extraño que un futbolista agreda a otro en pleno juego; pero sí que lo tiene que una leyenda viva concluya su carrera de esa manera. Lo lógico es que figuras como Zinedine Zidane se retiren dando una vuelta de honor a hombros de sus compañeros, y no bajo el peso humillante de una tarjeta roja directa. Resulta imposible saber cuál habría sido el resultado de la final si esta acción no se hubiese producido; y aunque fue la suerte de los penaltis de desempate la que decidió que Italia se alzara con su cuarto trofeo, casi todo el mundo coincide en señalar que la moral de los franceses se hundió tras la expulsión de su capitán a falta de diez minutos para la conclusión de la prorroga.
Tomar deportistas como modelos, tal y como se hacía en la Antigüedad clásica, no es algo tan frecuente como en principio pudiera parecer. Tengamos en cuenta que la presencia del deporte ha sido realmente escasa durante la historia de la cultura occidental. Si exceptuamos su importancia en Grecia y Roma, y salvo por manifestaciones puntuales propias de las clases dirigentes, su práctica generalizada desaparece hasta finales del siglo XIX. Quizá por eso, hasta hace muy pocos años, cuando una obra de arte se basaba en alguna actividad deportiva, solía hacerlo de modo genérico; sin embargo, las tendencias actuales de la escultura figurativa parecen haberse fijado por fin en la cantidad incontable de momentos icónicos que desprende la alta competición, así como en el carácter de héroes de una época que se ha concedido a sus practicantes más notables. ¿Acaso Jordan, Bolt, Phelps, Maradona, Federer o Induráin tienen algo que envidiarles a los antiguos olímpicos? Pues sí: artistas dispuestos a endiosarlos.
La gran diferencia que le distingue de sus colegas de la Antigüedad es que el artista actual no persigue glorificar a nadie, sino aportar un reflejo social mediante la plasmación de sucesos puntuales que en realidad tienen bastante poco que ver con el deporte. Si Abdessemend hubiese pretendido loar a Zidane, lo lógico es que le hubiera congelado en el momento de conectar la media volea con la que le dio al Real Madrid su novena Copa de Europa, levantando el trofeo del único Mundial que ha ganado Francia hasta la fecha o ejecutando una de sus cientos de inimitables roulettes —regate en carrera con el que solía dejar sentados a sus rivales apoyándose ligeramente sobre el balón para girar 360 grados sobre su propio eje (sin duda, lo más indicado si uno desea partirse ambos tobillos a la vez, algo que a él nunca le sucedió)—; sin embargo, opta por el gesto que provocó que los menos aficionados al fútbol le recuerden como “el del cabezazo”.
Antes del impacto que produjo “Coup de tête”, Abdessemend era principalmente conocido por retorcer y trenzar aviones y por sus temerarias performances “Helikoptère” (2007), en las que trataba de realizar un dibujo sobre una lámina tendida en el suelo mientras colgaba cabeza abajo de un cable que le unía precariamente a un helicóptero en marcha. “Coup de tête” fue presentada en resina con un tamaño apenas superior al natural, y posteriormente, ante su éxito y ya con proporciones monumentales, fue llevada al bronce para ser expuesta en la entrada principal del Centre Pompidou. La escultura fue comprada por la federación de fútbol de Qatar, que presumiblemente organizará el Mundial de 2022, para colocarla a las puertas del estadio insignia. No obstante, debió ser retirada al poco tiempo porque los sectores musulmanes más conservadores la consideraron una manifestación de idolatría ―algo que probablemente halagó tanto como intranquilizó a su autor―.
En principio, el elevar un acto vergonzoso a la categoría de monumento podría parecernos una simple gamberrada con el fin de mofarse de la percepción social de los espectáculos de masas; pero el significado de la escultura va mucho más allá. Al igual que Zidane, Abdessemend es un ciudadano francés de origen argelino ―nació en Constantina en 1971―. Tras comenzar su carrera artística en la Escuela de Bellas Artes de Argel, tuvo que huir de su país después de que el director de esta institución fuese asesinado por el GIA en 1994. Se refugió en Lyon, donde percibió la xenofobia y conoció el ambiente de marginación en el que viven muchos de los jóvenes magrebíes franceses, para los que Zidane siempre ha sido y será el modelo de conducta a seguir: un ejemplo de cómo un adolescente árabe puede escapar de las barriadas repletas de drogas y violencia y convertirse en un héroe nacional francés. Gracias a su propia experiencia, el artista comprendió a la perfección que la aparentemente inexplicable reacción de “Zizou” estuvo motivada por un reventón de rabia contenida, y quiso aprovecharlo para llamar la atención sobre la situación de esta comunidad; no para reivindicar nada, porque él no es ni un activista ni un ideólogo, sino simplemente para darla a conocer.
En cualquier caso, no era la primera vez que el jugador cometía una falta semejante. Durante toda su carrera demostró ser un dechado de elegancia, juego limpio y saber estar dentro y fuera del terreno de juego; pero en tres o cuatro ocasiones perdió los estribos ante las provocaciones subterráneas de sus rivales y estalló en reacciones de corto circuito de gran violencia. Era como si ese perfecto caballero escondiese en su interior una botella de nitroglicerina difícil de calentar, pero de comportamiento imprevisible si se conseguía que superara una determinada temperatura; y sus rivales acabaron por darse cuenta. En los días siguientes al partido, Zidane se limitó a pedir perdón humillado y derrotado y trató de justificar tímidamente su embestida en el hecho de que su rival le había dicho algo muy ofensivo que incumbía a su madre y a su hermana, pero sin ofrecer más detalles. El agredido lo negó, por supuesto, pero a cualquiera que haya jugado al fútbol le resulta evidente que Zidane fue provocado con la intención de que dejara a su equipo con diez. Era de esperar que un profesional con más de quince años de experiencia en la élite no cayera en la trampa como un juvenil; pero Abdessemend sabía que no existía ninguna posibilidad de que se controlara: la frustración y las humillaciones sufridas durante la infancia y la pubertad dejan un poso indeleble.
Por si alguien no lo sabe y le interesa, el partido fue un verdadero churro, probablemente la peor final de toda la historia. En realidad, todo el campeonato de Alemania 2006 fue bastante malo. Por ofrecer un dato inequívoco, el mejor jugador del Mundial y posterior Balón de Oro fue Fabio Cannavaro, un defensa muy bueno y elegante, pero un defensa. Tuve la suerte de estar en Roma apenas un mes más tarde de que Italia se coronara como campeona, y aunque se les veía contentos con la victoria, el ambiente no era precisamente de euforia desatada. Recuerdo haber hablado del asunto con el dueño de una tienda de bufandas y fulares de la Piazza Barberini, un tipo verdaderamente peculiar y dotado de una gran capacidad para exaltarse por cualquier asunto en menos de lo que canta un gallo. En realidad, el tema principal de nuestra conversación ―o de su monólogo― no era el fútbol, sino la relajación de la moral social. En una apasionada mezcla de castellano e italiano, me dijo algo así como “Se han perdido los valores básicos, nessuno ricorda i valori cristiani: famiglia, rispetto, umiltà, carità, compasión… ¿Quién ha pensado en la mamma de Materazzi? Eh?! Nessuno! Nessuno!”. (Materazzi fue el receptor del cabezazo, una bestia parda de un metro noventa y tres y muchos kilos de peso, hasta entonces famoso exclusivamente por su juego bronco.)
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