Lillian ha jugado al póquer, bebido, fumado y bailado el lindy hop en Harlem.
(Martin Harrison, historiador del arte.)
Quizá sea pecar de exagerado y de tópico afirmar que Lillian Bassman revolucionó la fotografía de moda: una revolución constituye algo lo suficientemente serio y grave como para no tomar la palabra a la ligera y, desde luego, algo que no admite dudas acerca de su certeza una vez que se ha producido. Es cierto que Bassman acuñó en poco tiempo un estilo propio completamente novedoso; pero no puede decirse que arrastrara tras de sí a toda una legión de seguidores, como sí que logró su compañero y amigo Richard Avedon. No obstante, tampoco cabe ninguna duda de que la impronta de Bassman ha ido calando poco a poco en la presentación de las colecciones de moda, hasta hacernos ver como perfectamente normales una serie de fotografías que en su momento resultaron algo más que excéntricas. A lo mejor se podría aventurar en su caso un concepto de revolución de tempo lento o de efecto retardado; pero para definir esa idea ya existe el término “evolución”, que seguramente se adapte mucho mejor al impacto de su legado, puesto que no implica la necesidad de una ruptura abrupta con el pasado. Lo que sin duda sí que consiguió revolucionar fue la manera de enfocar la moda femenina, sobre todo la íntima, y en cierto sentido incluso la publicidad en sí misma. Sin que nadie le indicara cómo hacerlo, Bassman comenzó a presentar fotografías que no se centraban en mostrar de la manera más objetiva posible lo bonito que podía llegar a ser un determinado vestido, sino que se esforzó en transmitir a las interesadas lo que significaba vestirlo: no es lo que llevas, sino por qué lo llevas.
En el universo de Bassman, las modelos suelen quedar reducidas a figuras espectrales; pero no con la intención habitual de resaltar la ropa que exhiben, puesto que ésta también se desvanece con ellas, sino para despersonalizarlas y reducirlas a poco menos que un espíritu que puede ser poseído por cualquier lectora de las revistas especializadas ―normalmente es al contrario: dentro de los inmensos campos de la insensatez, parece mucho más lógico que sea un espíritu el que posea un cuerpo material; pero así es el mundo de la moda: extremadamente insensato―. Sus espíritus femeninos amalgaman el glamour de las pinturas de Tamara de Lempicka con el que desprendían por su propia naturaleza actrices tan distintas como Grace Kelly, Lauren Bacall o Greta Garbo, cuyas esencias destiló juntas para crear entes destinados a poblar un mundo idealizado demasiado denso como para durar eternamente. La explosión de la cultura pop invierte los términos por completo y hace reventar esa especie de burbuja “tercer Imperio” repleta de faldas eternas y cinturas entalladas o incluso encorsetadas, los diseños se simplifican, se abaratan y se diversifican y las modelos pasan a tener personalidad propia más allá de la que les prestan el diseñador y el fotógrafo. Hacía años que Christian Dior había abandonado los postulados del New Look: la resaca de la Segunda Guerra Mundial ya había pasado y ya no era necesario un exceso de lujo para compensar los traumas sufridos. Como si hubiese estado acumulando energía en secreto, el mundo entero daba un salto estético sin precedentes y, prácticamente de un día para otro, lo que ayer era norma hoy resultaba inconcebible y viceversa. Las lectoras ya no quieren poseer a ningún espíritu, sino ser como Twiggy o Jane Birkin: no es lo que llevas, sino quién más lo lleva.
Bassman no supo adaptarse a este cambio de tendencia, o más bien no quiso hacerlo. No es que renegara de las nuevas corrientes del diseño textil, sino que le asqueaba la inversión de papeles: en un abrir y cerrar de ojos, la modelo, que hasta entonces no había significado más que un instrumento de trabajo, pasaba a ser la protagonista indiscutible del circo con su corte de maquilladores y peluqueros, mientras que el fotógrafo, anteriormente director absoluto de la función, quedaba ahora relegado poco menos que al rol de mero fedatario. Frustrada y cabreada, abandonó la fotografía casi por completo en 1971 para dedicarse durante un tiempo al diseño de moda ―disciplina en la que también innovaría, introduciendo el concepto de talla única―:
Yo ya no era la estrella. Lo era la modelo, lo era el peluquero, lo era el maquillador. Habían tomado ellos el mando. Y me estaba volviendo loca. Me sentaba a un lado y contemplaba toda esta performance hasta que me aburrí.
Su hija, Lizzie Himmel, relató cómo Bassman reunió un buen día todos sus negativos, los introdujo en bolsas de basura y los dejó olvidados durante décadas en el desván de su casa —su marido, el también fotógrafo Paul Himmel, al que conoció con seis años y con el que estuvo felizmente casada durante setenta y tres, optó directamente por quemar los suyos en una suerte de emulación del suicidio del derrotado—. Sin embargo, la propia artista contradijo a su hija en una de sus últimas entrevistas ―concedida a El Cultural con motivo de su asistencia a la edición de PHotoEspaña de 2002, donde compartió protagonismo con Helmut Newton y Alberto García-Alix―: realmente se deshizo de ellos, y si se ha recuperado algún negativo de aquella época “fue por casualidad. Parece ser que una bolsa con negativos y pruebas se “escapó” de la basura”.
El objeto principal de la carrera de Bassman fue una eterna búsqueda de la elegancia, un concepto intangible que ella identificaba con las formas alargadas propuestas por El Greco y Modigliani, que incluso llegó a copiar tras haber ido adquiriendo una técnica pictórica autodidacta bastante aceptable. Gran parte del fundamento de su estilo personal nace de la fusión de ambas artes en su interior, así como de éstas con la danza clásica, que ejercitó hasta que sufrió una lesión de tobillo irreversible. Esta amalgama de influencias se hace patente en la mayoría de sus obras, que suelen presentar una suerte de encuadre mixto entre el típicamente pictórico y el fotográfico, y también un equilibrio compositivo prácticamente perfecto, que revela su capacidad para captar las posturas más armónicas del cuerpo femenino.
Bassman nació el 15 de junio de 1917 en Nueva York, en el seno de una familia judía de inmigrantes rusos con costumbres algo bohemias y muy liberales para la época —“Tan solo se nos exigían dos cosas: que plancháramos nuestros uniformes y que nos laváramos el pelo los sábados”—. Su posición económica nunca fue demasiado boyante, pero a cambio recibió de sus padres la pasión por el arte y la cultura. Su pasatiempo favorito desde su niñez fue visitar el MoMA y el Metropolitan, así como acudir a las exposiciones de arte gratuitas que ofrecía la ciudad, que eran muchísimas ―de algún modo, Nueva York ya se preparaba para recibir de manos de París el cetro del arte contemporáneo―. Se formó como diseñadora de moda en clases nocturnas, mientras posaba desnuda como modelo pictórica para poder pagar sus estudios. Pronto encontró un empleo como asistente en Harper’s Bazaar, donde fue ascendiendo hasta llegar a ser nombrada directora artística de Harper’s Junior, un suplemento dirigido a adolescentes. Entre sus atribuciones se encontraba la de dar indicaciones a los fotógrafos, y parece ser que resultaba tan irritantemente minuciosa que varios de los profesionales de plantilla llegaron a “sugerirle amablemente” que tratara los negativos ella misma, algo que comenzó a hacer a escondidas con gran satisfacción por su parte. Una vez comprobadas las limitaciones técnicas y estéticas del plantel con el que contaba la publicación, comenzó a renovarlo, contratando de golpe a tres fotógrafos neófitos llamados Robert Frank, Arnold Newman y Richard Avedon ―no se puede negar que cierto ojo para detectar el talento sí que tenía―. Fue precisamente Avedon, con el que pronto trabó una gran amistad, el que le enseñó la técnica fotográfica y el que la animó a postularse ella misma como fotógrafa, algo a lo que el director de Harper’s, Alexey Brodovitch, accedió entusiasmado.
Su primera innovación en el campo de la fotografía llegó alrededor de 1950, cuando logró cambiar por completo la percepción popular de la lencería femenina. A pesar de su época gloriosa tras la Primera Guerra Mundial, donde no dejó de ser un producto de lujo al alcance de muy pocas mujeres en el mundo, la ropa interior era concebida como algo meramente funcional, una especie de mal necesario. Su publicidad no se diferenciaba en mucho de la de cualquier producto de primera necesidad, y los anunciantes solían tener cuidado en evitar todo asomo de erotismo para no ver perjudicada su difusión. Durante sus primeros viajes a París, a partir de 1947, Bassman descubrió que los principales diseñadores europeos estaban comenzando a crear líneas de lencería, y volvió a los Estados Unidos con el firme propósito de presentar las colecciones con el mismo cuidado que se empleaba con los vestidos de noche. Para ello solicitó la presencia de las modelos habituales, pero las agencias pusieron el grito en el cielo en cuanto supieron de qué se trataba la encomienda. No obstante, la posición de Harper’s Bazaar en el mercado editorial resultaba tan persuasiva que pronto se llegó al acuerdo de que prestarían a sus chicas para el trabajo, pero con la condición de que se difuminaran u ocultaran sus rostros de alguna manera. De este modo, y en uno de sus primeros trabajos, Bassman no sólo revolucionaba el mundo de la moda íntima, sino que añadía a su estilo personal una de sus notas más definitorias.
No cabe duda de que su trabajo desprende erotismo a raudales, pero se trata de un erotismo muy relajado. No encontramos poses rebuscadas para acentuar los caracteres sexuales de las modelos ni gestos insinuantes, se trata de la atracción de la propia belleza y de la elegancia misteriosa. Las mujeres de Bassman parecen prometer todo un apasionante universo interior que muchos mataríamos por poseer o simplemente por entrever, y para ello no recurren a la provocación, sino únicamente a una armonía perfecta entre sus líneas gestuales y las de su ropa. Por muy complicado que sea el vestido que portan, dan la impresión de sentirse plenamente cómodas en él, como si éste formara parte de su propio físico y no existiera transición entre la carne y la tela. El secreto de esta pócima mágica no es otro que la supresión absoluta del elemento masculino: la inmensa mayoría de las fotografías firmadas por Lillian Bassman está realizadas por una mujer, protagonizadas exclusivamente por mujeres y dirigidas a la atención de las mujeres. Al fin y al cabo, se trataba de que cualquier ama de casa norteamericana, independientemente del cuerpo que le hubiese tocado en suerte, comprendiera que podía emanar todo ese erotismo de las modelos evanescentes con la sencilla ―y normalmente cara, pero cada vez menos― acción de adquirir su vestido.
Así, salvo en el caso de la lencería, en el que se tenía en cuenta la posibilidad de que los varones adquieran los diseños para obsequiar a sus esposas o amantes, no se trataba de seducirlos a ellos, sino a ellas. Bassman siempre creyó que ese efecto tan sólo podía lograrse mediante la creación de un ambiente de intimidad femenina. Había observado que las modelos estaban tensas cuando el fotógrafo era varón, e incluso había apreciado cómo la mayoría adoptaban poses seductoras de manera inconsciente. Toda esta tensión desaparecía por completo cuando era ella la que se colocaba detrás de la cámara y se esforzaba por crear un clima mucho más distendido conversando con ellas de temas mundanos o de asuntos de la vida diaria. Ante ella podían desnudarse tranquilamente, porque ni siquiera se limitaba a ofrecerles la confianza de un médico, sino más bien la de su peluquera habitual.
Sin prácticamente ninguna experiencia profesional y enfrentándose a un camino que en gran medida estaba por hacer, para llevar a cabo sus primeros trabajos Bassman se fijó en la obra de Adolph de Meyer, uno de los nobles ―era barón― pioneros de la fotografía de moda. Entusiasmada con su tratamiento del claroscuro mediante contraluces y transparencias, la fotógrafa olvidó que De Meyer ya era un artista sobradamente consagrado cuando comenzó a trabajar para Vogue, mientras que ella, por mucha importancia que hubiera adquirido en el organigrama de su revista, no pasaba de principiante. Así, a la vuelta de su viaje a París para cubrir las colecciones de primavera-verano para 1950, se llevó una seria reprimenda por parte de la editora de Harper’s, la temible Carmel Snow, de cuyo discurso para la ocasión ha quedado la siguiente frase para la posteridad: “¡No te envié a París para que hicieras arte, sino para que sacaras lazos y botones!”.
Tras su retirada temprana de la fotografía profesional, siguió cultivando este arte con series privadas en las que se centró en plasmar grietas en el pavimento y en deformar cuerpos de culturistas mientras su marido ejercía como psiquiatra ―realmente se doctoró en medicina, no es que esté llamando loca a su esposa―. A comienzos de los noventa, el matrimonio alquiló su desván a la pintora Helen Frankenthaler para que lo utilizara como estudio. Al tratar de adecentarlo para la nueva inquilina, se toparon por sorpresa con la bolsa de basura superviviente, que llevaba más de veinte años guardando los viejos negativos de Bassman. Fue el historiador del arte Martin Harrison, que les estaba ayudando en la tarea, el que la convenció para que los revisara. Al principio con cierta timidez, al poco tiempo con verdadera pasión, Lillian se dedicó a realizar sobre sus fotografías todos los experimentos que la ortodoxia periodística le había impedido llevar a cabo en los años cincuenta:
Cuando los vi otra vez, al cabo de los años, me di cuenta de que las elecciones que había tomado entonces diferían mucho de lo que me interesaba ahora. Las había hecho en la revista para satisfacer sus necesidades, no las mías. El cuarto oscuro siempre me ha fascinado, y me atrajo la idea de reinterpretar las fotos tomando mis propias decisiones, desarrollando una nueva forma de verlas, reanudando mi interés por la moda y retomando a las mujeres que elegí para hacer esas fotografías.
Salvo excepciones, ella no dejó especificado qué fotografías son originales de su primer periodo profesional y cuáles fueron modificadas en los años noventa, y lo cierto es que a primera vista resulta prácticamente imposible diferenciarlas, ya que sus técnicas de manipulación fueron exactamente las mismas ―no se inició en la fotografía digital hasta cumplidos ochenta y siete años, y al parecer logró adquirir un gran dominio de Photoshop en muy poco tiempo―, sólo que más o menos exageradas: “Empecé como pintora y, dada la afición que le comentaba por el cuarto oscuro, decidí trasladar esta técnica a aquel cuarto de experimentos, donde trabajando con pinceles y trapos mezclé la pintura y la fotografía. Estoy convencida de que la cámara es sólo la primera herramienta”―.
El caso es que, tal y como le había ocurrido al comienzo de su carrera, la práctica del manipulado hizo renacer en ella el interés por la fotografía, y en 1997 regresó a la profesionalidad firmando una serie para el suplemento dominical del New York Times y siendo inmediatamente fichada por Vogue, que la presentó como lo que era: toda una leyenda viva. Bassman aprovechó esa etiqueta para tomarse la revancha con la industria editorial, ahora dispuesta a concederle todos sus caprichos sin rechistar, para explotar al máximo los recursos que ponían a su servicio. Así, si era necesario cortar Times Square durante horas para que ella realizase una sesión faraónica con caballos, se hacía. Murió el 13 de febrero de 2012 a los noventa y cuatro años, plácidamente, en activo hasta el último momento y más satisfecha que un ocho.
Recomendaciones: que yo sepa, no hay ningún libro en castellano sobre Lillian Bassman que merezca la pena. En inglés sí, y de gran calidad, pero no son precisamente baratos. Quizá la opción más interesante sea «Lillian Bassman: Women», una recopilación bastante completa de la obra de la fotógrafa. El libro viene firmado por Deborah Solomon, una de las críticas de arte más importantes de la actualidad; pero no esperemos encontrarnos un ensayo glorioso como el que escribió sobre Pollock: su intervención en este volumen se limita a una breve introducción.
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