Aunque por desgracia la competencia es dura, es probable que Murillo sea la personalidad patria sobre la que el español mediano guarde una visión más distorsionada. Si se le menciona su nombre, inmediatamente acudirán a su cabeza estampitas repletas de angelotes rubitos y regordetes; y no que no es que no los pintara ―como esforzados sostenedores de las peanas nebulosas de sus Inmaculadas―, sino que éstos tan sólo significan una parte mínima de su obra; y no la más significativa, desde luego. Puede que el problema de distorsión radique en el hecho de que la práctica totalidad de sus pinturas profanas se encuentra desperdigada por el resto de Europa, donde desde el primer momento fueron mucho más apreciadas que en su tierra natal. Este fenómeno nunca ha sido del todo explicado, pero se ha propuesto que quizá la imagen de miseria que trasmiten sus pinturas de género resultase incómoda en una superpotencia en declive que no hacía más que encadenar quiebras económicas y derrotas militares. Supongo que esa explicación resultaría de lo más lógica en cualquier otro país; pero o mucho han cambiado mis compatriotas en estos siglos o tiene que devenir completamente ajena a la mentalidad ibérica, que no pierde la más mínima ocasión de mortificarse por su propia desgracia y de exaltar sus defectos nacionales ―que, aunque muchos, variados y de perseverancia desesperante, en realidad no suponen un contrapeso digno de sus virtudes―.
Se supone que Bartolomé Esteban Murillo nació en Sevilla el 31 de diciembre de 1617, porque la costumbre era bautizar a los bebés al día siguiente del alumbramiento y en los registros parroquiales consta que recibió el sacramento el 1 de enero de 1618. Esteban no es su segundo nombre, sino el apellido de su padre, un cirujano que debía de ser bastante cotizado en la ciudad. Cuando hablamos de cirujanos en aquella época no nos estamos refiriendo a ningún tipo de médico, sino a un barbero que había adquirido una pericia especial en el manejo de la navaja, de modo que también servía para solucionar todos los problemas físicos que requiriesen de algún que otro corte certero. Es fácil suponer que los eventuales pacientes tomaran toda clase de prevenciones para evitar tener que rendir visita a este gremio, así como que seguramente se esforzaran por elegir al maestro menos sospechoso y que no escatimaran en el pago de sus honorarios, por lo que el padre de Murillo logró acumular un patrimonio que continuó generando algunas rentas durante toda la vida de sus catorce hijos. Bartolomé era el menor de ellos, y con nueve años quedaría bajo la tutoría de su hermana mayor, tras contemplar cómo sus dos progenitores morían en el plazo de cinco meses por causas que desconocemos. Lo cierto es que, salvo que con quince años figura enrolado en un navío hacia las Indias ―en el que obviamente no llegó a embarcar―, no se sabe nada de su juventud ni de su formación. Se ha especulado con la posibilidad de que fuese aprendiz de Juan del Castillo, pero por simple descarte, dado que Velázquez ya se había marchado a Madrid, Pacheco estaba prácticamente retirado y no se le aprecian grandes similitudes técnicas con Zurbarán o con Herrera el Viejo ―que además se había labrado tal fama de insoportable que rara vez contaba con pupilos―. Lo que está claro es que en algún lugar tuvo que instruirse, porque la capacidad grandiosa para el dibujo que demostró desde el primer momento no parece compatible con la autodidáctica. En todo caso, no se conservan demasiadas obras de este periodo, y muchas de las que supuestamente han llegado hasta nuestros días no son más que atribuciones dudosas.
Tardó algunos años en hacerse un hueco en un panorama andaluz casi monopolizado por el taller de Zurbarán, y más que por la calidad de su obra temprana, lo logró gracias a su tendencia a tirar los precios por los suelos, lo que le granjeó la antipatía del maestro tenebrista. Quizá porque esa inquina fuese mutua, Murillo parece evitar conscientemente toda semejanza con su estilo, decantándose más bien por aplicar las formas de la escuela caravaggista ―paradójicamente, lo más seguro en que jamás tuviese la oportunidad de ver un solo cuadro de Caravaggio; sin embargo, pudo aprender sus técnicas gracias a sus seguidores flamencos, cuyas obras eran muy apreciadas en España―.
En 1645 se casó con una tal Beatriz de Cabrera Villalobos, bastante más joven que él, que moriría unos años más tarde, dejándole viudo y con nueve hijos antes de cumplir los cuarenta. Como es fácil de suponer, esta relación tan cercana con la muerte marcó su vida y su carrera; pero no en un sentido pesimista, sino reactivo, pues imprimirá a sus cuadros una alegría de vivir difícil de encontrar en la obra de sus coetáneos. Además, su preocupación por la infancia y por la mujer ―lejos de toda voluptuosidad― carece de precedentes en la pintura española y, sin duda, también es fruto de su trayectoria vital. Honrará la juventud y la vitalidad por encima de todas las cosas, y aunque jamás depreciará la vejez, tenderá a evitar en la medida de lo posible incluir personas mayores en sus cuadros. Así, sus Vírgenes serán prácticamente niñas, lo que le llevará a repetir el motivo de la Inmaculada Concepción, creando para ella la iconografía clásica de túnica blanca y manto azul que conocemos hoy en día ―moda que, por lo que ve, triunfó incluso en las propias Alturas, pues así es como Bernardette describiría el atuendo de la Virgen de Lourdes en 1859―.
Tras la marcha de Zurbarán a Madrid, Murillo terminó de heredar su posición en el mercado y acaparó la escena sevillana, hasta el punto de que acabó teniendo que fundar un gran taller a semejanza de los imagineros, pues los encargos sacros le llegaban desde toda Andalucía. El 3 de abril de 1682, a los sesenta y cuatro años, fallecía en Sevilla tras haberse caído unas semanas antes de un andamio colocado en el convento de los Capuchinos de Cádiz, donde se encontraba dirigiendo unas obras, signo inequívoco de que su adoración por la vitalidad no constituía una mera pose, sino que realmente era su filosofía de vida.
Para hallar el precedente inmediato de sus pinturas de género, tenemos que dirigirnos a una de sus primeras obras sacras: “San Diego dando de comer a los pobres” (1645). Como puede observarse, el cuadro no es ninguna maravilla: la luz cae plana sobre toda la tela, el dibujo está tan presente que roza la caricatura y la perspectiva presenta serios defectos. Sin embargo, ya apreciamos esa suerte de conexión con la psicología infantil que sólo poseen los que fueron muy inteligentes de pequeños y aún conservan en la memoria sus primeras incomprensiones mutuas con los adultos. Aquí vemos cómo los niños, robando todo el protagonismo al santo, esperan a que éste termine de rezar de una vez para lanzarse sobre la comida como lobos. Es especialmente destacable la indescriptible expresión de absurdidad con la que contempla a su pesado bienhechor la figura del crío rubio que se nos presenta de perfil: todo un destello de genialidad en medio de una obra francamente mediocre.
Ya en este cuadro encontramos una característica curiosa, frecuente y relativamente difícil de apreciar de la pintura sacra de Murillo: el elemento sagrado, el motivo que da sentido al cuadro, muchas veces está poco menos que metido con calzador, hasta el punto de que podríamos llegar a sospechar que en ocasiones, cuando recibía un encargo de origen eclesiástico, añadía elementos iconográficos a cuadros profanos casi terminados. El colmo de esta peculiaridad lo encontramos en su famosa “Sagrada Familia del pajarito” (1650), aceptada indubitadamente como sacra, cuando realmente no sólo no posee el más mínimo elemento iconográfico, sino que nos muestra a la supuesta Virgen María como una hilandera, un oficio que parecía guardar un claro significado privado para el pintor, puesto que lo repite con frecuencia sin motivo aparente ―es posible que se tratara del de su abuela materna, en cuyo honor firmaba únicamente como “Murillo”, pues su madre en realidad se apellidaba Pérez Murillo―. El único indicio que podría revelarnos dónde nos encontramos se halla al extremo derecho del observador, donde distingimos la mesa de trabajo de un carpintero y algunas de sus herramientas. Si nos fijamos bien, Murillo no tuvo más que agregar esos aperos y caracterizar mínimamente la figura de San José para convertir en una Sagrada Familia lo que quizá en su origen no fue más que una feliz escena doméstica.
De características claramente sacras, pero con una iconografía también bastante tenue es su maravillosa “Virgen del Rosario” (entre 1650 y 1655), seguramente uno de los cuadros más bellos que jamás pintó, no sólo por la gama cromática y los impresionantes pliegues del vestido de María, sino porque trasciende lo que de simple advocación pueda tener para conformarse como todo un monumento a la maternidad en su sentido más puro. Madre e hijo aparecen abrazados tiernamente, formando un solo cuerpo de apariencia frágil. Lejos de engrandecer su gloria, la postura de Jesús, de pie sobre los muslos de su madre, unida a su expresión ligeramente asustada, contribuye a la sensación de que toma a la joven como refugio y no como trono. Por su parte, la delicadeza de ésta, a pesar de la energía serena que imprime a su mirada, nos demuestra que si las cosas se ponen feas tan sólo podrá defender a su hijo hasta donde alcance su rabia. No parece lógico que Jesús y María demuestren esa sensación de desamparo cuando realmente se sabían las personas más amparadas del universo.
En “Niño mendigo”, también conocido como “Niño espulgándose” (1646), encontramos a primera vista un cuadro de temática popular o costumbrista, al estilo de Velázquez o Ribera; sin embargo, un análisis más detallado nos permitirá apreciar que nos hallamos ante algo completamente nuevo. El pelo cortado a corros; los harapos destrozados; las plantas de los pies, que combinan la delicadeza de las formas infantiles con la suciedad y los callos, y, sobre todo, la expresión de agotamiento y resignación del personaje, más propia de un veterano que de un infante, dotan a la pintura de un matiz subjetivo que podemos definir sin paliativos como de verdadera denuncia. Es probable que Murillo chocara contra una mentalidad no preparada para captar este tipo de mensajes, pero no cabe duda de que puede considerársele precursor del naturalismo de finales del siglo XIX o de la fotografía social. Los receptores de su alarma tan sólo podían ser aquellos con la capacidad económica suficiente como para comprar un cuadro, es decir: la nobleza que no hubiese venido a menos y una incipiente, pero aún escasa, alta burguesía. Todavía faltaba mucho tiempo para que surgiera una concepción de lo público cercana a la que poseemos hoy en día, por lo que la denuncia no se presenta ante unas instituciones que en muchos aspectos podríamos calificar de protoestatales, sino ante quien realmente puede remediar la situación. Por primera vez, además, no se apela a la compasión o a la caridad ―pues en ese caso el destinatario habría sido el clero―, sino a algo parecido al concepto contemporáneo de justicia social. No obstante, como digo, Murillo chocó con una mentalidad contaminada por la fuerza de la costumbre: la abundante presencia de estos niños paupérrimos era algo perfectamente normal en las calles de la Sevilla del siglo XVII, por lo que el pintor se vio obligado a hacer verdaderos esfuerzos emocionales para que los receptores de sus obras dejasen de ver pinturas de género y se pusieran por un segundo en la piel de sus protagonistas. En cualquier caso, si tenemos en cuenta que no se conserva en España ni uno solo de estos cuadros, sino que todos pertenecen a colecciones extranjeras, podemos hablar del completo fracaso de su iniciativa. Basándose precisamente en esta circunstancia, existen autores que niegan la presencia de algún propósito reivindicativo en este tipo de obras, justificando su existencia en el hecho de que probablemente fueron pintadas pensando directamente en el mercado flamenco, donde sí que eran muy apreciadas entre la burguesía floreciente. Por aquellos años las comunicaciones comerciales entre Sevilla y Flandes eran constantes, y se sabe que varias familias católicas holandesas se establecieron en la ciudad huyendo de las guerras religiosas.
Ésta fue su primera incursión en el género, que no encontraría continuidad hasta su conocido “Niños comiendo uvas y melón”, pintado entre 1650 y 1655. En él percibimos una evolución notoria en el desvanecimiento del fondo, así como en la expresión de los protagonistas, que ya no se nos presentan abatidos, sino momentáneamente satisfechos. En cualquier caso, siguen presentes los mismos signos de miseria y de madurez prematura, por lo que se nos permite intuir que su satisfacción va a ser efímera y que la resignación regresará al tiempo que lo haga el hambre.
Al mismo periodo pertenece “Las vendedoras de fruta”, también conocido como “Niñas contando dinero” o “La pequeña vendedora”. Salvo por lo que pueda suponer que una niña de corta edad tenga que ir por ahí cargando enormes cestos de fruta, o nuevamente por lo que de crecimiento anticipado tenga su gesto de serena mujer de negocios, ya no apreciamos ningún tipo de denuncia, sino una simple estampa costumbrista que se afana en la celebración de la belleza. La vivacidad de las expresiones, el logro de la sensación de movimiento, que prácticamente nos permite escuchar las monedas chocando entre sí, así como el minucioso detallismo de las uvas y la recreación plenamente satisfactoria de la luz de un atardecer de principios de otoño, lo acercan bastante a la categoría de obra maestra, si bien no deja de resultar llamativa la pérdida del foco, que se traduce en una cierta incoherencia en el tratamiento de las sombras naturales. Quizá sea éste el punto más flaco que exhibiera Murillo a lo largo de su carrera; aunque, como veremos a continuación, era perfectamente capaz de corregir esa carencia en cuanto se lo proponía. El porqué no lo hacía siempre constituye un enigma casi irresoluble. Es posible que alguna necesidad puntual de dinero le impulsara a pintar demasiado rápido en algunas ocasiones, o incluso que el fallo fuese debido a la intervención de algún miembro de su taller; aunque considero más probable que simplemente responda a su tendencia a fijarse en las expresiones de los personajes, despreciando en cierta medida todo lo que les rodea. Así, aunque normalmente figuren objetos de factura minuciosa escoltando a los protagonistas, su aparición es meramente funcional. Si nos fijamos bien, comprobaremos que generalmente esos objetos ―como las frutas de este cuadro o el cántaro del “Niño espulgándose”― figuran en primer plano, perfectamente definidos y dotados de colores más intensos, contribuyendo así a acrecentar la sensación de profundidad mediante la técnica de la perspectiva aérea.
Como anunciábamos, el dominio de las sombras por parte del pintor queda claro en “Vieja espulgando a un niño” (entre 1670 y 1675). En esta ocasión, Murillo retorna a una estética cercana al tenebrismo para hacer gala una vez más de su prodigiosa facilidad para captar el movimiento, de modo que prácticamente resulta imposible contemplar el cuadro durante unos segundos sin sentir la ilusión de que en realidad estamos presenciando una secuencia de cine. Por mucho que la acción reflejada pueda indicarnos que el pintor vuelve a llamar la atención sobre la situación de gran parte de la infancia española de la época, una observación detallada nos revelará que el niño del cuadro está muy lejos de la escasez. Tanto él como la mujer que lo cuida van vestidos como era habitual entonces, sin roturas ni mucho menos harapos. El flamante, aunque escaso, menaje de la vivienda, así como el adorno que porta el perro en el cuello ―un perro de compañía, por otra parte―, nos indica que nos hallamos ante una familia de posición tirando a desahogada, posiblemente por el trabajo de la mujer como hilandera ―una vez más, se incluye un huso en primer plano―. El hecho de que el niño tenga piojos no supone ningún signo de pobreza, sino que se trataba de la triste norma. Refranes en desuso como “Niño con piojos, más sano” nos informan de que en aquellos se consideraba que esos insectos asquerosos no eran tontos y, por lo tanto, atacaban con preferencia a los más fuertes, con lo que sufrirlos no constituiría sino un signo de salud.
Prácticamente el mismo análisis puede hacerse de uno de los últimos ejemplos que brindó Murillo sobre este género, “Niños jugando a los dados” (entre 1670 y 1675), en el que podemos encontrar de todo menos penurias. A pesar de que en un primer momento nos pueda parecer que volvemos a los harapos, una visión más calmada nos demuestra que sus ropas están en buen estado y que sus cuerpos aparecen bien nutridos. Si se nos presentan semidesnudos, no es debido a que no pudiesen taparse si lo deseaban, sino a los rigores del clima sevillano. Tal y como habremos visto hacer miles de veces a niños actuales ―más guiados por la gula que por el hambre―, uno de los personajes, seguramente el hermano menor de alguno de los jugadores, mordisquea despreocupadamente un trozo de pan mientras los otros dos se divierten sin prestarle atención y un perrito bien alimentado aguarda que se le caiga alguna migaja. El único signo de pobreza que podríamos detectar se encuentra en la suela partida del niño que espera su turno para lanzar los dados; no obstante, como puede atestiguar cualquier padre, se trata de un desperfecto absolutamente normal en quien dedica su vida a correr y a jugar. Desde luego, no nos hallamos ante un niño de la alta sociedad, pero el mero hecho de que porte zapatos ya nos indica que su situación no es ni mucho menos desesperada. De nuevo encontramos un pequeño bodegón en primer plano, en esta ocasión compuesto por una cesta de membrillos y un cántaro volcado, que además de cumplir su función perspectiva habitual, sirve de punto de confluencia a las líneas de fuerza del cuadro y marca la orientación del foco de luz ―fácilmente identificable, pues deja en la sombra al niño del medio mientras incide directamente sobre los dos más adelantados―. Si bien su composición puede dar lugar a muchas interpretaciones, no parece probable que Murillo desease incluir un mensaje simbolista acerca de las veleidades de la fortuna, sino simplemente componer un cuadro vistoso para su venta. La presencia de unas cuantas monedas delante de los jugadores nos saca definitivamente de dudas al indicarnos que pueden permitirse el lujo, no sólo de perder el tiempo con estos entretenimientos, sino incluso de apostar.
La diferencia entre el “Niño espulgándose” y estos pequeños tahúres es palmaria. ¿Significa eso que la economía española mejoró sensiblemente en las tres décadas que separan ambas obras? Los datos históricos no parecen indicar tal cosa, ya que la espiral de impagos de deuda había ido adquiriendo tintes diabólicos. En cualquier caso, la práctica inexistencia de gasto social hacía que las dificultades monetarias de las arcas públicas apenas afectaran a la población común, de no ser por el eventual aumento de la presión fiscal. No parece probable tampoco que Murillo fuese adaptando su pintura al gusto de un público que demandara temas más plácidos, porque su verdadera fuente de ingresos no se hallaba en las obras profanas, sino en los encargos que recibía desde las órdenes religiosas, por lo que podía permitirse una libertad creativa prácticamente total cuando trataba motivos costumbristas. Más bien parece que Murillo fue cambiando su forma de percibir la infancia a medida que iban creciendo sus hijos. Su prisma va girando poco a poco desde la compasión o la preocupación hasta el simple placer por contemplar la sencilla alegría de los niños. En cierto modo, se puede decir que fue cambiando gradualmente su visión de padre denodado por la de abuelo cariñoso y permisivo.
Para concluir este precipitado, breve y puntual paseo por una parte de la obra de este genio tan injustamente considerado en España, no puedo resistirme a incluir lo que en realidad es una verdadera rara avis no sólo dentro de su producción, sino de todo el barroco español: “Mujeres en la ventana”. Aunque resulte increíble, esta maravilla no fue pintada tras la eclosión del impresionismo, sino en la Sevilla de 1660. Se trata de una obra tremendamente osada en muchos aspectos, incluso desde el punto de vista técnico ―la inclusión de la contraventana, por ejemplo, desplaza el encuadre hacia la derecha del espectador―. No obstante, es la pose pícara y desenfadada de sus protagonistas lo que más llama la atención. Supongo que no es necesario explicar qué significa ser “una mujer ventanera”, y aunque la temática del cuadro se nos presente meridianamente clara sin necesidad de ampararse en los adornos rojos de la joven, muchos sectores se han mostrado reacios a aceptarlo durante todos estos siglos. Así, el cuadro ha recibido títulos tan diversos como “Las gallegas” ―imagino que por el pañuelo que porta en la cabeza uno de los personajes―, “Muchacha a la ventana”, “Muchachas españolas en una ventana” y finalmente, en el París de 1883, un sórdido y directo “Joven con su dueña”. Desde la perspectiva social actual, parece una completa aberración que una muchacha tan joven esté dedicada a semejantes ocupaciones; pero tampoco aquí encontramos ningún asomo de denuncia por parte del pintor, lo cual nos indica que en aquel tiempo se trataba de algo habitual y naturalmente aceptado. Si existe algún tipo de reivindicación en este cuadro, está en el hecho de que el artista la refleje con la misma vitalidad y alegría que solía imprimir a casi todos sus personajes, haciéndonos ver que en realidad una chica es una chica, se trate de una santa o pase horas asomada a una ventana. Actualmente cuelga en una sala de la National Gallery; pero no en la de Londres, sino en la de Washington, bien lejos de una España que aún no puede concebir que a su devoto y ñoño Murillo le diese por pintar putas, aunque fuera una sola vez en su vida.
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