Si hubiese que destacar una sola virtud de entre las muchas que alumbran la pintura de Sargent, ésa sería probablemente la fuerza dramática que desprenden sus retratos de gran formato, que los convierte en verdaderas cápsulas de espacio y tiempo. En su juventud fue aparentemente elogiado por Degas cuando éste lo definió como “un retratista habilidoso que tenía muy poco que envidiar a los mejores pintores de moda en el Salón”; sin embargo, expresiones como “retratista habilidoso” y “de moda en el Salón” suenan en boca de Degas más como menosprecios que como auténticas loas. Aunque la mayoría de los impresionistas acabaron demostrándole bastante aprecio, no cabe duda de que Sargent nunca llegó a ser aceptado por ellos como un igual; y tampoco está nada claro que él lo pretendiera. A pesar de que a veces coqueteara con algunos de sus rasgos estilísticos, no podemos sino catalogar a Sargent como uno de los más destacados exponentes del realismo de entre siglos; y ello porque, mientras los impresionistas se habían embarcado en la búsqueda de la percepción esencial, Sargent parecía esforzarse en demostrar al mundo su habilidad técnica y en mejorar la pintura tradicional más que en cambiarla. Por lo tanto, no debemos caer en el error de identificarlo con el impresionismo tan sólo porque la apariencia de algunos de sus modelos resulte similar a la que podemos encontrar en lienzos de Manet o del propio Degas.
Especialmente estrecha fue su amistad con Monet, al que llegaría a retratar en un lienzo cuyas pinceladas largas y recias recuerdan mucho más a Sorolla que a la ortodoxia impresionista. Dieciséis años más joven que él, Sargent tomó a Monet como un maestro venerable sin que éste lo pretendiera, y lo atosigó de tal manera que en una carta a su mujer Monet le describe como un buen chico, un joven agradable y pleno de talento; pero también como un verdadero pelmazo que no hace más que preguntarle acerca del amarillo y el verde, y que incluso pretende que se desplace inmediatamente hasta Londres para darle su opinión sobre ciertos cuadros que no acaba de rematar. Es posible que Sargent realmente se pasase de apasionado por el arte en alguna ocasión; pero, desde nuestra óptica objetiva, las quejas del maestro francés más bien parecen excusas maritales, porque lo cierto es que no perdía la más mínima ocasión de cruzar el Canal para reunirse con su amigo. Algo tendría el agua cuando lo bendecían.
La familia Sargent ya era una de las más notables de Nueva Inglaterra cuando los Estados Unidos declararon su independencia en 1776. Fitzwilliam Sargent, el padre del pintor, era un físico de bastante prestigio, y la madre, Mary, la hija de un importante hombre de negocios de Filadelfia. En 1854, dos años antes del nacimiento de John Singer y pocos meses después de la muerte de su primer hijo ―con apenas un año de edad―, el matrimonio decidió pasar unas largas vacaciones en Europa, con la esperanza de que la distracción y el clima mediterráneo sacaran a Mary de la depresión en la que se había sumido tras la tragedia. Por motivos que no están del todo claros, los Sargent decidieron finalmente no regresar a Norteamérica y comenzaron a comportarse como verdaderos expatriados, cambiando constantemente de residencia entre Roma, Venecia, Niza, diversas localidades de los Alpes y Florencia, donde en enero de 1856 nacería John, un niño de nacionalidad estadounidense que no visitaría su país de origen hasta bien cumplidos los veinte años. Recibió una educación extraordinariamente cosmopolita, y antes de concluir su adolescencia, además del inglés, ya dominaba el francés, el italiano y el alemán, de modo que, entre unas cosas y otras, podemos decir que se convirtió en el europeo ideal: de todas partes y de ninguna ―lo cual no quiere decir que no se sintiera profundamente norteamericano durante toda su vida, como demostró ya al final de la misma al rechazar el honor de ser nombrado caballero de la Orden del Imperio Británico, sencillamente porque no era británico―.
A pesar de haber sido uno de los pintores más diestros de los que se tiene noticia, Sargent no inició su formación artística hasta los diecinueve años, cuando se matriculó en la Academia de Bellas Artes de Florencia animado por su madre, pintora aficionada. El inicial escepticismo de su padre, que en un principio se tomó las inquietudes de su hijo más como un capricho que como una verdadera vocación, fue rápidamente vencido por la fuerza de los hechos, y antes de un año accedió a sufragar su traslado a París para completar su educación. Una vez allí, Sargent se colocó como discípulo de Carolus-Duran, en cuyas clases pudo llegar a haber coincidido con Ramón Casas. La elección de maestro marcó sustancialmente el desarrollo ulterior de su carrera y de su estilo, pues Carolus-Duran era lo más parecido a un pintor de cámara que poseía la III República. Exclusivamente retratista y seguidor formal del academicismo, Carolus-Duran fue a la vez un verdadero revolucionario desde el punto de vista técnico, ya que enseñaba a sus discípulos a pintar directamente sobre el lienzo sin ningún tipo de dibujo o esbozo previo, pues consideraba que ésa era la única manera de atrapar la luz correctamente, sin que su plasmación se viera constreñida por las barreras ficticias del carboncillo ―en realidad, todo parece indicar que intuyó que era así como pintaba Velázquez; hoy, gracias a los rayos X, podemos asegurar que estaba en lo cierto―. Carolus-Duran, además, educaba a sus discípulos para adorar a una santa trinidad de pintores: Rembrandt, van Dyck y Velázquez, que fue el que más cautivó a Sargent desde el principio, hasta el punto de que dedicó varios meses a perseguir su obra por España. No constituye ninguna especulación que con una de sus obras más famosas, “Las hijas de Edward Darley Boit“ (1882), pretendió abiertamente hacer un homenaje a “Las meninas” (1656).
La técnica aprendida de su maestro, unida a la rapidez inaudita con la que era capaz de pintar, probablemente esté detrás del secreto de que varios de los retratos de Sargent presenten esa apariencia de fotograma tan característica. Como decía su buen amigo Henry James, “No existe una obra de arte más sublime que un retrato sublime, precisamente por la visión empática que requiere su factura. Sargent destaca en esta disciplina gracias a la inmediatez extraordinaria con la que traduce su percepción a imágenes, como si pintar fuese un puro ejercicio de tacto visual, una simple forma de sentir”. Parece que cuando James habló de esta manera no se dio cuenta de que sus palabras podían aplicarse a la labor de un novelista como él con igual exactitud que al trabajo de Sargent; y lo cierto es que han existido pocos pintores dotados de una capacidad narrativa comparable. Quizá resulte difícil de creer antes de la invención del cine, pero tras haber leído sus palabras no cabe duda de que James fue uno de los primeros en percatarse de que los cuadros de Sargent trascendían la simple instantánea para adentrarse en el campo de la escena dinámica.
Precisamente su velocidad a la hora de plasmar lo que veía era lo que más llamaba la atención a todo el que le veía trabajar. R.A.M. Stevenson, primo de Robert Louis y buen amigo del pintor, relató cómo la lengua del generalmente taciturno Sargent se desbocaba mientras pintaba, sin parar de hablar mientras movía los pinceles frenéticamente, como si estuviese tratando de batir un record. Según parece, también le costaba mantener los pies quietos, por lo que se veía obligado a dar rápidos paseítos por la sala cada tres o cuatro minutos ―aficionado a las magnitudes, como todos los británicos, Stevenson calculó que Sargent acababa recorriendo una media de cinco millas y un poquito en cada una de sus sesiones de trabajo―. Además, solía interrumpir su labor cada cierto tiempo para sentarse a tocar su piano durante unos instantes, todo ello ante la atónita mirada de su modelo de turno. Aunque parezca todo lo contrario, sin duda se trataba de un método ―quizá algo excéntrico― de mantener la concentración en su tarea y de evitar que la reflexión entrara en juego para trastocar lo que sus ojos realmente estaban viendo.
Muy pronto, la destreza del norteamericano atrajo la atención de varias galerías de arte, que le encargaron pinturas de género decorativas, lo que él aprovechó para exponer sus primeros retratos junto a ellas. Cuadros de ambos tipos fueron admitidos en los Salones de 1877 a 1882 con un éxito discreto. Ausente en el de 1883, regresaría un año más tarde para dar la campanada definitiva con “Madame X”, óleo por el que no cobró nada, ya que no fue un encargo, sino un intento de demostrar al público que era un verdadero artista y no un simple fenómeno de feria. La retratada es Virginie Amélie Avegno Gautreau, una criolla de Nueva Orleans cuya familia había regresado a París por miedo a recibir represalias tras la derrota confederada. Rica de cuna y muy bien casada, Gaurtreau se había convertido en un personaje imprescindible en cualquier reunión de la alta sociedad parisina, y era famosa por sus frivolidades y devaneos amorosos. Entre sus aficiones se encontraba la de posar gratuitamente para diversos pintores, y probablemente no existía nadie en París que no estuviera al tanto de sus andanzas. Por ello, el título del cuadro, que aparentemente trataba de preservar el anonimato de alguien más que reconocible, ya fue en sí objeto de chanza. Un crítico de la época escribió de ella: “El perfil es puntiagudo, el ojo microscópico, la boca imperceptible, el color pálido, el cuello nervudo, el brazo derecho carece de articulación, la mano está deshuesada…”. Además, el lienzo resultó escandaloso por su erotismo indisimulado. Hoy, a la vista de la obra, puede parecernos una exageración ridícula, y quizá también lo fuera en su momento; pero debemos tener en cuenta que la versión que ha llegado hasta nuestros días fue corregida por el propio Sargent. Originalmente, uno de los tirantes del vestido colgaba hasta el codo y dejaba medio pecho al aire; pero quiso la casualidad que la madre de la modelo acudiera al salón y se cayera redonda al toparse con su damita del Sur posando como una verdadera cocotte. Ante la furia maternal de la dame y con el objeto de evitar verse envuelto en querellas de dudoso final, el joven artista optó por allanarse a adecentar rápidamente a su dama misteriosa, lo cual le valió otra buena ración de cachondeo público. En cualquier caso, se trataba del tipo de críticas que llevaba recibiendo Manet —que acababa de fallecer, por cierto— desde hacía más de veinte años, por lo que lejos de sentirse ofendido por ellas, Sargent consideró que había cumplido su objetivo.
El escándalo le reportó una gran notoriedad, pero repercutió muy negativamente en su fama, por lo que dejaron de llegarle los encargos que hasta entonces le habían permitido vivir de una manera más que desenvuelta. Por ello, siguiendo los consejos de Henry James, en 1886 decide establecerse en Londres, donde residiría el resto de su vida, aunque realizando frecuentes viajes tanto dentro como fuera del Reino Unido. James creía que Inglaterra podía constituir un verdadero filón para un pintor de mujeres, y que además Sargent hallaría entre la sociedad londinense los modelos ideales para su estilo. De algún modo, el escritor creía haber movido los hilos para preparar la llegada de su amigo y le había prometido una clamorosa recepción. Y en cierto modo así fue: la Royal Academy tardó tres semanas en elegir “Las señoritas Vickers” como el peor cuadro de 1884.
Además de su domicilio habitual en el centro de Londres, Sargent adquirió una casa de campo en Broadway, condado de Worcestershire, donde pasaba los veranos realizando ejercicios pictóricos impresionistas, muchas veces acompañado por Monet. Precisamente bajo su supervisión pinto uno de sus cuadros más famosos: “Carnation, Lily, Lily, Rose” (1887), cuyo título reproduce el de una canción infantil tradicional. El lienzo despertó en un principio las dudas de los críticos ingleses, que por un lado lo encontraron “demasiado francés” y, por otro, no supieron si tomárselo como una especie de ejercicio pedófilo. La polémica quedó sellada cuando, en un movimiento sorprendente, el propio Gobierno británico lo adquirió para su colección pública, lo que desató por fin la aclamación augurada por Henry James ―quizá la amistad de éste con el entonces Príncipe de Gales, el futuro Jorge V, tuviera algo que ver en el asunto―.
Este apoyo decidido por parte de las autoridades no es más que otro de los infinitos rasgos que le colocan en tal posición de paralelismo con Sorolla que resulta relativamente frecuente ver sus obras confrontadas en exposiciones temporales. Como es sabido, ambos eran bastante celosos de su vida privada, pero no cabe duda de que se conocieron en persona, seguramente durante la Exposición Universal de París de 1900, y de que debieron de caerse de maravilla, pues incluso llegaron a regalarse cuadros mutuamente. Es más, parece que cuando Sorolla es lanzado a la conquista de Londres con el contraproducente apoyo de la Casa Real española, Sargent ejerció de cicerone y de intermediario con la crítica inglesa, que inicialmente había recibido con antipatía al valenciano debido a la intolerable soberbia de la carta de presentación que envió Alfonso XIII.
Además de lo ya señalado, de su obsesión común por la luz y el color, de su habilidad para el retrato, de su adoración mística hacia Velázquez y de su calculada distancia con el impresionismo, Sargent y Sorolla comparten también una característica mucho más negativa: ambos fueron ensalzados en vida hasta el estrellato y rápidamente olvidados tras su muerte. En mi opinión, el motivo de este fenómeno no reside en nada achacable a su calidad pictórica ―prueba de ello es que posteriormente ambos han sido reivindicados y comienzan a ocupar el lugar histórico que merecen―, sino en que su obra quedó temporalmente eclipsada ante las diversas explosiones vanguardistas que fueron sucediéndose durante la primera mitad del siglo XX. En cualquier caso, las creaciones de Sargent puede dividirse claramente en dos grupos: cuadros absolutamente vulgares y cuadros geniales. Entre otras tentativas de hallar el motivo de este tremendo desequilibrio, se ha argumentado que el artista era preso de su propio virtuosismo y que su carrera fue una constante lucha por librarse de él, lo cual me parece una solemne tontería, porque poseer una gran destreza técnica siempre es una bendición ―el problema reside en olvidar que ese don no supone más que de una herramienta fabulosa para la obtención del fin deseado, y no del fin en sí mismo, error en el que Sargent nunca cayó―. En su lugar, intuyo dos posibles explicaciones: la romántica, en el sentido de que no todos los modelos le inspiraban de igual manera; y la práctica, por la que sus peores retratos coincidirían con sus periodos de más carga de trabajo.
Sargent debía de ser consciente de su irregularidad, porque más o menos sobre el cambio de siglo comenzó a hartarse de su etiqueta de pintor habilidoso, pues tenía la impresión de que el público le valoraba más como a un equilibrista, capaz de llevar a cabo cosas muy difíciles, que como al verdadero artista que él estaba convencido de ser. Empezó entonces a rechazar encargos, poniendo como excusa el estar imbuido en la realización de varios murales religiosos para la Biblioteca Pública de Boston y otras instituciones de Massachusetts. Esos proyectos existían realmente ―su factura completa le llevó cerca de treinta años de trabajo―, pero el verdadero motivo era que estaba hasta las narices de retratar ricachones. Desde hacía unos años, había preferido centrarse en sus láminas de viaje, realizadas a la acuarela. Comenzó a exhibirlas en 1903, y pronto generó una gran demanda, así que cuatro años más tarde pudo olvidar los retratos por completo y dedicar su último periodo a disfrutar plenamente de la pintura. (Sargent sentía predilección por la acuarela por haber sido ésta la especialidad de su madre; de hecho, tras su muerte se hallaron innumerables reproducciones o estudios previos de sus óleos más famosos realizados en esta técnica.)
Una característica que se mantiene constante en los retratos de Sargent es el diferente efecto que provocan sus hombres y sus mujeres: mientras que los primeros desprenden poder, ellas suelen aparecer plenas de sensualidad. Sargent no era tonto y sabía perfectamente lo que querían sus clientes, así que se esforzaba por “sacarlos guapos” ―no pensemos ni por un momento que el mundo anglosajón de entre siglos estaba repleto de seres sin ojeras ni arrugas, sino de individuos que recibían en oil on canvas lo que entregan en libras y dólares―. Esta pose radicalmente sexualizada respondía a los roles de su tiempo, y no cabe duda de que Sargent era capaz de captar la voluptuosidad femenina; pero no pocos estudiosos han concluido que sus gustos personales fluían en el sentido contrario. Tras su muerte, su familia legó al Museo Fogg de Harvard toda una colección de dibujos de hombres desnudos hallada entre sus archivos personales, lo que desató la polémica. Durante muchos años, estas láminas pretendidamente sexuales permanecieron en cierto secreto, hasta que finalmente fueron expuestas abiertamente ya bien entrado el siglo XX. Como puede observarse en este ejemplo, se trata de estudios anatómicos absolutamente inocuos, tomados con el mismo ánimo ensayístico que los femeninos ―que, por algún motivo, no han merecido ni la décima parte de atención―.
Sea como fuere, lo cierto es que su vida privada se mantuvo siempre en completo secreto, al menos mientras vivió en el Reino Unido, donde la sodomía todavía era un delito bastante grave ―que se lo pregunten a la memoria de Oscar Wilde―. Si atendemos a las palabras de Jacques-Émile Blanche ―básicamente conocido por haber realizado en 1892 el retrato de Marcel Proust que suele incluirse en las solapillas de “En busca del tiempo perdido” (1908-1922)―, Sargent no se comportaba con tanto recato durante sus estancias en Venecia y en París. Blanche le definió sin tapujos con una expresión francesa ―pédé fou― que podría traducirse como “una locaza”, pero con bastante más carga ofensiva. Sin embargo, ese testimonio fue vertido años después de la muerte de Sargent, es el único en ese sentido y no resulta en absoluto descartable que viniese provocado por algún tipo de envidia mal digerida ―para William Rothenstein, por ejemplo, Sargent era un tipo de apariencia impresionante, de casi dos metros de estatura, dotado de una gran envergadura y de un apetito complicado de saciar, fumador compulsivo, afable, diletante y extremadamente educado, normalmente silencioso, pero capaz de defender una idea con furia jacobina; en ningún caso más afeminado de lo que dictaran las reglas más discretas del dandismo―. Sin que la orientación sexual de John Singer Sargent tenga más importancia que la imprescindible para poder comprender su obra, parece ser que en dos ocasiones estuvo a punto de comprometerse en matrimonio con dos mujeres distintas, y hoy en día varios autores dan por hecho que Louise Burckhardt, la protagonista de “La dama de la rosa” (1882), a la que aquí podemos ver posar con una indescriptible expresión de “saca ya la puta foto” —precisamente ahí reside la genialidad de la obra: en que el pintor supo captar el momento de hartazgo de la modelo por encima de la pose en sí―, fue su amante durante años. Por algún motivo, el pintor tuvo mucho cuidado en destruir su correspondencia antes de morir, quizá para no comprometer a sus posibles amantes masculinos, o sencillamente porque sabía que los cajones de los muertos nunca merecen ningún respeto.
La mañana del 14 de abril de 1925, a la edad de 69 años, fue hallado muerto en su cama. No se sabía que estuviera enfermo ni se encontró ningún signo que pareciese insinuar un suicidio. Se achacó su muerte a un infarto y no se le practicó autopsia alguna. Sencillamente, un día se acostó como siempre y se durmió para no despertar jamás. Sobre su cadáver se encontró abierto un volumen de las obras completas de Voltaire.
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Un artículo fantástico. Me ha gustado mucho. Muchas gracias por el trabajo.
Encuentro el título algo problemático. Me recuerda a esa equivocada asociación entre la figura del poeta Miguel Hernández y su labor infantil como pastor: hasta mediados del siglo XX, a todos los niños del planeta que vivían en el campo se les asignaba llevar el ganado a apacentar; así que el hecho no constituye algo que singularice a Hernández. Es lo mismo que deir: el poeta que nació analfabeto: todos nacemos analfabetos.
En el caso de este artículo, a todo aquel que se haya aproximado al mundo del arte por encargo, le ha sucedido verse tentado de agradar. Algo que puede terminar en un extrañamiento y hastío de la propia obra.
Sin ir más lejos, para no caer en falsas generalizaciones: si escribiera mi blog para las personas que lo leen, hace tiempo que me habría hastiado y lo habría abandonado.
muy buen articulo gracias por tu trabajo
AAh! que bue artículo, y que supremas pinturas!!! Están geniales, muy inspiradoras.