Una imagen es algo que convierte en invisible su antes y su después.
Lo que tenemos ante nuestros ojos no es estrictamente una fotografía, sino un montaje digital para cuya elaboración se han empleado más de cien instantáneas distintas. Una vez más, el formato de las pantallas de ordenador nos impide apreciar la verdadera dimensión de esta obra, que mide dos metros y medio de alto por casi cuatro de largo. Forma parte de la colección permanente de la Tate Gallery, donde se presenta como una transparencia sobre un expositor iluminado de treinta y cuatro centímetros de profundidad, es decir: como una especie de gigantesca diapositiva retroiluminada, lo cual no sólo realza su luminosidad original, sino que crea en el espectador una ilusión envolvente. El propio catálogo de la Tate no lo considera una fotografía, sino una instalación, ya que el expositor ―lightbox― forma parte imprescindible de la obra en sí misma. Esta circunstancia sirve para retornar sobre el aparentemente sempiterno debate acerca de dónde colocar las fronteras de la fotografía, una discusión que, como todas, cuenta con sus dos extremos enfrentados: el purista, que considera que cualquier tipo de manipulación desvirtúa el carácter fotográfico de una imagen, y el aperturista, que ha llegado a reconocer la categoría de “fotografía sin cámara”, en referencia al resultado de los arreglos efectuados sobre imágenes ajenas. Teniendo en cuenta que la práctica totalidad de las fotografías producidas a lo largo de la historia se sitúan entre ambos extremos, la polémica puede resultar tan apasionante como inútil, dado que su única aplicación práctica es la taxonómica. Si partimos de la base de que no existen unas artes más nobles que otras, el hecho de incardinar una determinada obra en una u otra disciplina no debería restarle o sumarle ningún valor, sino simplemente influir a la hora de elaborar catálogos, exposiciones o manuales.
Desde el punto de vista académico dominante en la actualidad, Jeff Wall está considerado el máximo exponente vivo de la llamada fotografía escenificada, por más que él rechace la existencia de esa categoría —y su opinión no es baladí, dado que también es profesor de Historia del Arte en la Universidad de la Columbia Británica y sus numerosos e influyentes ensayos cuentan con un prestigio extraordinario―. Wall considera que toda fotografía, incluso la callejera, presenta algún grado de escenificación. Según él, el propio fotógrafo ya está creando una escena cuando elige el momento y el ángulo del disparo, sin que importe lo más mínimo que los elementos fotografiados sean conscientes o no de su inclusión en la composición. Por lo tanto, no es que a Wall le moleste que sus obras sean calificadas de esa manera, sino simplemente que la considera una denominación vacía de contenido.
En realidad, la obra de Wall puede resumirse como una fusión de distintas artes sobre la base de la fotografía. Su forma de componer es típicamente pictórica, la elaboración de sus escenas se basa directamente en la cinematografía y muchas veces recurre a imágenes mentales propias de la literatura. No es de extrañar, por lo tanto, que antes que a otros fotógrafos prefiera citar a Velázquez, a Kafka, a Manet, a Truffaut, a Duchamp, a Buñuel, a Mishima, a Giacometti, a Rembrandt, a Pasolini o al propio Hokusai como sus principales influencias. De unos valora su habilidad para atrapar la luz y el espacio, y de otros su capacidad narrativa.
Nacido el 29 de septiembre de 1946 en Vancouver, su carrera ha seguido una evolución bastante extraña. En su época de estudiante comenzó a tontear con el arte conceptual y el minimalismo pictórico, para abandonar completamente su producción al doctorarse cum laude con su tesis sobre el dadaísmo berlinés. Este éxito, acentuado por su pasión por toda forma artística, le llevó a centrarse en su labor docente y académica hasta 1977, cuando regresó a la escena pública para firmar las primeras transparencias que marcarían el posterior desarrollo de su estilo personal.
“Un repentino golpe de viento al estilo de Hokusai” supone una reinterpretación actual de la xilografía “Viajeros sorprendidos por una brisa repentina en Ejiri” (1829-1833), perteneciente a la serie “Treinta y seis vistas del monte Fuji”. Como todos los grabados de Hokusai, la obra original apenas alcanza los veinticinco centímetros de largo, por lo que además de versionarla, Wall ha ampliado descomunalmente la idea para agregar todo tipo de detalles minuciosos. Los cuatro personajes que figuran en el primer plano de la escena no son sino actores caracterizados, a los que Wall retrató varias veces en un paisaje de las afueras de su ciudad natal. Al parecer, Vancouver cuenta con un clima algo peculiar, que ofrece a sus ciudadanos el dudoso placer de permanecer sometidos a condiciones tormentosas durante unos cinco meses seguidos, por lo que lejos de suponer una simple copia del modelo japonés, la obra de Wall puede considerarse como un reflejo tanto de la vida cotidiana de sus vecinos como de su diversidad, pues mientras dos de los personajes van vestidos como profesionales urbanos, los otros dos dan la impresión de ser gente dedicada a las labores agrarias.
La escena ha perdido el romanticismo y la belleza propias del ukiyo-e y del paisaje tradicional japonés. El camino serpenteante de Hokusai ha sido sustituido por unas aguas canalizadas de dudosa pureza ―un ramal del río Fraser―, y el monte Fuji por un impresionante edificio de apariencia industrial. Terrenos en barbecho, emanaciones gaseosas, postes telegráficos decadentes, estructuras de hierro oxidado y casetas precarias ―tomando el lugar de los campos de arroz idealizados por el grabador― nos ofrecen una sensación de cierta suciedad y abandono que puede generar en nosotros la impresión de que la contaminación ambiental tiene bastante que ver en la apariencia plomiza del cielo. Las circunstancias han cambiado muchísimo en siglo y medio, pero la realidad humana sigue siendo idéntica: la misma tragedia, si no mayor, supone para la ejecutiva o abogada canadiense perder las hojas de su expediente que para la mercader japonesa su género de paños. En el fondo, nada nuevo bajo el sol; ni tampoco bajo las nubes. Quizá sólo algo más de porquería.
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