No tuve más maestro que la naturaleza.
Como aficionado hubiese sido el mejor; pero dentro del ámbito profesional se le puede calificar como un desastre técnico sin paliativos. Por poner un ejemplo, se veía incapaz de colocar una figura con cierta coherencia sobre un plano, por lo que sencillamente optaba por ocultar los pies de sus personajes humanos cada vez que la composición le ofrecía el menor escondite. El buen Rousseau carecía por completo de formación académica, de manera que cada objeto que pintaba por primera vez suponía para él todo un desafío, una aparición completamente nueva que debía estudiar como si se tratara de un pionero. Y quizá sea ahí donde resida el secreto de la atracción inmediata que genera su obra sobre la mayor parte del público actual.
Desde un punto de vista historiográfico, Rousseau es sinónimo de objetividad ingenua, casi de puerilidad; pero no cabe duda de que los resultados de sus presuntas chapuzas no sólo son en muchos casos excelentes, sino que abrieron vías expresivas completamente desconocidas hasta el momento, si bien de manera involuntaria, según la gran mayoría de los críticos. Dependiendo de a quién se lea, nos encontraremos con un loco traumatizado, con un genio incomprendido, con un caradura avispado o con pobre ingenuo medio retrasado mental. Lo que sí que parece estar claro es que casi todos los que le conocieron personalmente quedaron prendados de su sencillez y de su alegría inocente, y mucho más cuando se enteraban de que su vida no había sido precisamente un camino de rosas, aunque él hacía todo lo posible por ocultarlo. Se comportaba como si verdaderamente creyera que era un pintor afamado y reconocido, y llegaba a tomarse en serio las loas sarcásticas con las que le solía obsequiar la cruel crítica parisina. “Nosotros somos los pintores más grandes de nuestra época, yo en el género moderno y usted en el egipcio”, le espetó al mismísimo Picasso durante su discurso de agradecimiento por el banquete que el malagueño organizó en su honor en 1908. Por lo que parece, Rousseau sabía que su anfitrión había declarado en una ocasión algo así como “Si lo de este señor es arte moderno, lo mío debe de ser arte egipcio”; ¿y quién era él para negarle tal ilusión a ese joven tan aplicado, amable y prometedor? Creía igualmente haber inventado lo que él denominaba “retrato-paisaje”, y con el fin de honrar su propia gloria, en 1890 se retrató como un gigante en uno de sus cuadros más famosos. ¿Fino sentido del humor caracterizado por la falsa soberbia de un jugador de mus bilbaíno o verdadera ingenuidad infinita? Sea como fuere, lo cierto es que este lienzo fascinó a alguien tan acostumbrado a ver de todo como Gauguin.
Rousseau expuso por primera vez en el Salón de los Rechazados de 1885, con cuarenta y un años de edad. Hasta ese momento, su biografía es confusa. Él mismo se inventó todo tipo de patrañas estrafalarias acerca de su pasado, si bien parece que lo hizo por consejo de sus amistades, tanto de las que le querían bien y pretendían ensalzarle como un fenómeno intelectual, como de las que tan sólo buscaban divertirse viéndole hacer el ridículo. Lo peor del asunto es que los cronistas de la época se las tomaron muy en serio, y tan sólo en los últimos años ha podido ir siendo reconstruida de manera veraz la historia que, con la determinación de un bebé, le llevó a aferrarse a los pinceles para no volver a soltarlos jamás.
Está comprobado que nació en Laval, País del Loira, el 21 de mayo de 1844, como el enésimo hijo de un calderero-fontanero-chapucero, ya pobre de por sí, que se iba haciendo más pobre cada día que pasaba, hasta el punto de que perdió su casa como consecuencia de un embargo. Con tan sólo cinco o seis años, Rousseau conoció su primera indigencia, y la experiencia no sólo no se borraría jamás de su memoria, sino que le perseguiría como una sombra funesta y amenazadora durante toda su vida. A trancas y barrancas, logró completar sus estudios básicos a los dieciséis años gracias a becas obtenidas por sus calificaciones en música y dibujo, y casi inmediatamente se colocó como pasante en un bufete ―en aquellos tiempos, en Francia no era estrictamente necesario licenciarse en Derecho para ejercer la abogacía, aunque sí bastante aconsejable―. Hasta hace relativamente poco, se ha estado dando por válida su versión de que había adquirido sus conocimientos selváticos al alistarse voluntario en el ejército enviado a Méjico en apoyo de Maximiliano; pero lo cierto es que el pobre Rousseau nunca dispuso de la oportunidad de ver una jungla ni de lejos: ni siquiera puso jamás un pie fuera de su metrópoli. En realidad, sus experiencias militares se redujeron a un par de años sirviendo como corneta en un regimiento de infantería de línea ―al que se alistó voluntario para evitar ser arrestado por un hurto de papel timbrado por valor de diez francos― y a unos cuantos días durante la Guerra Franco-Prusiana, los justos para que se tramitara y aprobara su exención como hijo de viuda y, claro está, no los suficientes como para llegar a sargento ni para erigirse en el héroe de Dreux, como él proclamaba cada vez que tenía ocasión.
La verdad es que su carrera laboral fue mucho más tranquila y desprovista de hazañas significativas, más allá de cortarse heroicamente con algún folio o mancharse de tinta en el desempeño de su deber. En 1871, gracias a las numerosas vacantes que había provocado la guerra, accede a una plaza de funcionario municipal en la oficina arancelaria de París, lo que le valió su sobrenombre de “El Aduanero”, a pesar de que jamás pasó de mero subalterno. Abandonaría el servicio en 1893, cuando consideró que ya podía vivir exclusivamente de lo que pintaba. Pero se equivocaba: sus ingresos fueron tan irregulares que en varias ocasiones tuvo que vender sus propios cuadros por la calle o bien explotar su otra pasión, el violín, dando clase a niños o directamente tocando en las esquinas con la gorra dada la vuelta a sus pies.
Su vida personal tampoco le proporcionó demasiadas alegrías duraderas. Casado en 1869, quedaría viudo poco menos de diez años más tarde, y seis de sus siete hijos morirían de tuberculosis siendo niños ―en algunas fuentes se elevan a siete de nueve los fallecidos prematuramente―. Por si fuera poco, su única hija superviviente renegó de él, con razón o sin ella, en cuanto tuvo la más mínima oportunidad. Aunque después contrajo segundas nupcias, su trabajo evidencia que nunca fue capaz de superar la pérdida de su primera mujer, de la que debió de despedirse estando muy enamorado ―no está claro del todo, fundamentalmente por su torpeza a la hora de definir rostros, pero parece ser que la dama que suele aparecer paseando por sus lienzos no es otra sino ella―. Igualmente, estás experiencias insoportables debieron de determinar su extraña manera de representar a los niños como figuras ausentes y hieráticas, tan alejadas de la imagen de fuente de alegría y jolgorio que normalmente se les atribuye.
Por si quedaba alguna duda, su formación fue por completo autodidacta. Se sabe, porque se conserva el documento, que en 1884 se le concedió un permiso personal para realizar copias en los museos parisinos. Salvo por los entonces casi obligatorios Gerome y Clement, se desconoce qué copias realizó y qué pintores le llamaron más la atención. Su estilo primitivo, con cierto aire a prerrafaelismo o a purismo nazareno —sobre todo por lo que se refiere a sus fondos—, parece dar a entender que sus favoritos debieron de ser los italianos del Trecento y los primeros flamencos. En cualquier caso, y a pesar de que presente algunas vagas similitudes con las diversas tendencias en boga durante aquellos años, la obra de Rousseau resulta inclasificable dentro de la eclosión de las vanguardias, hasta el punto de que podríamos llegar a considerarle como una vanguardia individual en sí mismo. No obstante, poco importan sus influencias y su incardinación sistemática cuando nos fijamos en su legado, del que beberían hasta hartarse genios tan dispares entre sí como, entre otros, Matisse, Hopper, Kahlo o Magritte.
Como hemos dicho, se da a conocer con dos cuadros en el en el Salón de los Rechazados de 1885, donde llamó masivamente la atención del público; pero por nada bueno, sino por exacerbar las ganas de burla con las que se solía acudir a la muestra. Un año más tarde se inscribe en el Salón de los Independientes ―donde, previo pago de una cuota anual, podía exponer quien lo deseara―, al que se haría tan asiduo que la gente tan sólo esperaba sus aportaciones para revolcarse por el suelo de risa. La chanza llegó a adquirir tal volumen que pintores sobradamente consagrados ―pero que en su día también habían sufrido la crueldad de la visión ultraconservadora que se estilaba entre el público llano parisino―, como Degas o Pissarro salieron en su defensa; no para alabar su genio, en realidad, sino para defender su derecho al respeto y a la libertad creativa. Sus pinturas quizá no fueran las mejores del mundo, pero no cabía duda de que destilaban una originalidad sin límites.
Sin pretenderlo, Rousseau se convirtió en un bohemio entre los bohemios, lo que le llevó a ser objeto de veneración y mitificación por parte de poetas como Alfred Jarry o Apollinaire; no así por sus compañeros de disciplina artística, que casi siempre le percibieron como un tío raro con ciertos destellos de brillantez, más atribuibles a la suerte que al talento. Tan sólo Gauguin ―que, al igual que él, había sido autodidacta― y Seurat ―que era el encargado de cobrarle la cuota del Salón― llegaron a manifestar en público su admiración por el trabajo del Aduanero. El banquete que le ofreció Picasso en el Bateau Lavoir tuvo mucho más de celebración bohemia con viejo loco que de reivindicación seria, aunque años más tarde el andaluz reconocería que jamás habría podido pintar “Guernica” (1937) de no haber visto antes “La guerra” (1894) de Rousseau, y la verdad es que basta un simple vistazo a ambas obras para comprobar sus similitudes compositivas ―no en vano, esta obra maestra, con su trepidante y monstruoso caballo-flecha y sus cadáveres hinchados, hizo callar para siempre muchas bocas prestas a carcajearse―.
El viejo loco que se sentó a esa mesa en su honor, implicado en un caso de estafa bastante feo y muy dado ya a recurrir a la mendicidad, tan sólo contaba sesenta y un años, pero ya evidenciaba su ruina física y seguramente mental. Alrededor de dos años más tarde, moría entre fiebres y dolores espantosos tras disimular una gangrena en una pierna por miedo a ser sometido a una amputación. En un primer momento, la noticia de su muerte, en completa soledad, pasó desapercibida y su cadáver fue sepultado en una fosa común; pero finalmente se le trasladó a un sepulcro mucho más digno tras una colecta realizada entre los artistas de Montmatre por iniciativa del matrimonio Delanuay y de Apollinaire, que además compuso un poema para su epitafio, mientras que Brancusi se encargó de diseñar y esculpir la lápida. (Curiosamente, su reconocimiento internacional más sonado ―y nunca mejor dicho― llegó más o menos cuando sus restos fueron trasladados de tumba, y fue de boca de Kandinsky, que dijo de él que sus pinturas “desprendían uno de los sonidos más especiales que jamás había oído”. Coherentemente, hizo todo lo que pudo por contar con alguna de sus obras para Der Blaue Reiter, lo que finalmente consiguió.)
Gentil Rousseau, tu nous entends ?
Nous te saluons:
Delaunay, sa femme, Monsieur Queval et moi.
Laisse passer nos bagages en franchise à la porte du ciel
Nous t’apporterons des pinceaux, des couleurs, des toiles…
Afin que tes loisirs sacrés dans la lumière réelle
Tu les consacres à peindre, comme tu tirais mon portrait,
La face des étoiles.
Querido Rousseau, ¿nos oyes?
Te saludamos:
Delanuay, su esposa, Monsieur Queval y yo.
Deja pasar nuestras maletas por la puerta del cielo con total confianza.
Te traemos pinceles, colores, lienzos…
Para que tus ratos libres en la verdadera luz
Los consagres a pintar, como trazaste mi retrato,
El rostro de las estrellas.
No cabe duda de que Rousseau fue un dibujante nefasto y de que prácticamente componía al tuntún, pero compensó con creces esas carencias gracias a su talento innato para la combinación de colores y a su imaginación genial. Además, esa imagen pública de excéntrico chapucero, que seguramente he contribuido a reafirmar con todo lo que he escrito hasta ahora, no tenía demasiado que ver con el verdadero Aduanero cuando era presa del afán creativo. Consciente de que su existencia había sido de movimientos más bien cortos y limitados, se esforzaba mucho por documentarse para plasmar con realismo lo que imaginaba. Se sabe que poseía una colección impresionante de fotografías y láminas de diversas zonas boscosas de Francia, especialmente de los Vosgos, así como de diversos manuales de botánica, cuyas ilustraciones verificaba yendo a tomar apuntes al Jardín de las Plantas: “Cuando entro en los invernaderos y veo todas esas plantas extrañas, llegadas desde lugares exóticos, siento como que estoy soñando”. Esto no quiere decir que en ocasiones no aplicara esos conocimientos para inventarse especies vegetales inexistentes en el mundo real, pero perfectamente factibles, como hace en “El león hambriento se abalanza sobre el antílope” (1905) ―exhibido, por cierto, en el mismo Salón de los Independientes que sirvió como bautismo a los fauvistas―. Sólo así fue capaz de paliar sus limitados recursos técnicos para crear universos mágicos tan coherentes como el que nos presenta en “La encantadora de serpientes” (1907), uno de sus cuadros más celebrados.
Quizá sean precisamente sus lienzos con motivos selváticos, que tan sólo desarrolló en los últimos años de su carrera, los que más fama le hayan proporcionado y donde mejor se pueda apreciar su magistral dominio del arco cromático. En alguno de ellos han llegado a contabilizarse hasta cuarenta y ocho tonos distintos de verde, todos ellos definidos a la perfección y aplicados con sentido, exactitud y armonía: un verdadero “record” que probablemente no encuentre parangón en toda la historia de la pintura. Además, bajo su apariencia naïf se esconde todo un complicado código simbólico que no tiene nada que envidiar a los de Millais o Rossetti y que le sitúan como un indudable precursor del surrealismo. Sus junglas no se reducen a una simple recreación de parajes naturales idealizados, sino que constituyen una alegoría de un mundo confuso y agobiante, repleto de peligros apenas perceptibles, pero dispuestos a caer sobre nuestro cuello cuando menos lo esperemos.
Algo parecido ocurre con sus paisajes urbanos, casi todos ellos centrados en los suburbios de París, que tan bien conocía por haber significado la escena gris y desoladora que se le presentó casi todos los días de sus más de veinte años de burócrata público. Antes de que a los futuristas se les ocurriera dignificar la tecnología como elemento artístico, los cuadros de Rousseau nos presentan avionetas, zepelines o globos aerostáticos colgando como adornos de cielos plomizos o de colores imposibles, mientas viandantes minúsculos y desenfocados pasean bajo enormes cables de telégrafo y se ignoran los unos a los otros como autómatas mal programados. El París que nos presenta no se parece en nada al propio de los impresionistas, desde luego, sino que se asemeja mucho más a alguna de las plazas fantasmales imaginadas por Giacometti o a las callejuelas oníricas de Delvaux.
“La gitana dormida”, hallado en 1924 cubierto de hollín en el almacén de un carbonero –y hoy uno de los principales estandartes del MoMA―, prueba que Rousseau se vio obligado a entregar algunos de sus cuadros para saldar deudas de muy escasa cuantía, lo que también justifica el hecho de que varias de sus obras fuesen vendidas en mercadillos por un precio menor que el de un lienzo limpio, pues los tenderos daban por hecho que éste sería inmediatamente reutilizado. De esta manera, resulta prácticamente imposible realizar un catalogo siquiera aproximado de su obra, porque, con casi total seguridad, gran parte de ella haya sido destruida o quizá se esconda tras alguna que otra pintura famosa de otro artista.
Mención aparte merecen sus retratos, muchos de ellos por encargo ―gracias a sus reducidos honorarios―, y sus propios autorretratos, en los que en ocasiones se replica hasta la obsesión, como en éste “Los artilleros” (1893-1895). Las expresiones deliberadamente anodinas de sus personajes bien pueden expresar una especie de tedio o amargura universal, o bien sencillamente responder a su intención de plasmarlas con la mayor objetividad posible: un Apollinaire todavía alucinado narraría años más tarde cómo Rousseau, antes de hacerle posar, le tomó las medidas de los rasgos de la cara con un metro de sastre para después trasladarlas fielmente al lienzo, así como que empleó su rostro como paleta de mezclas hasta que halló el tono de piel exacto.
En muchas ocasiones, se centra en reflejar escenas cotidianas de la vida de la burguesía media y baja, en la que sus protagonistas aparecen como si estuvieran posando para una foto de la época; y la realidad es que muchas veces se basaba en fotografías de su colección para componer estos cuadros, ya que lo normal era que no encontrara a nadie que consintiera en posar para él por mero amor al arte. Aprovechó sus autorretratos para consolarse de una manera algo amarga, reflejándose rejuvenecido y ataviado con ropas caras y elegantes que nunca pudo comprar, o bien acompañado de su difunta esposa o de algún recuerdo de ella, o incluso de alguno de sus hijos muertos rodeados de extraños simbolismos ―como en este turbador “El niño y la marioneta” (1903), donde él es el muñeco―. Está claro que en este caso no podía estar equivocada su percepción: él sabía mejor que nadie lo que estaba pintando y cómo quería pintarlo, por lo que queda demostrado que no nos encontrábamos ante un idiota ni ante un enajenado, sino ante un artista que trataba de superar su dolor eterno esforzándose por ver la vida con la inocencia de un niño.
Recomendaciones: se han escrito grandes ensayos acerca de la obra de Rousseau, y quizá aún más sobre su llamativa personalidad; sin embargo, resulta prácticamente imposible encontrarlos traducidos al castellano y las ediciones disponibles en otras lenguas son bastante antiguas o presentan precios desorbitados.
Por el momento, Taschen no ha incluido en su serie básica ningún volumen acerca de este pintor; pero contamos con algo muy parecido, tanto en formato como en precio, de la mano de Ediciones Polígrafa, que en 1997 publicó «Henri Rousseau» dentro de su serie «Los impresionistas y su época». El texto, firmado por José María Faerna García-Bermejo, quizá se quede un poco corto; pero las ilustraciones son de gran calidad y permiten hacerse una composición fiel de la obra completa de Rousseau.
Otro libro extremadamente interesante es «Henri Rousseau. Escritos 1884-1914», editado por La Micro a finales de 2017. Se trata de una compilación completa de las cartas que se conservan del artista y de los escritos que le dedicaron otros ilustres personajes de la intelectualidad parisina de la época. Supone el fruto de una larga labor de investigación mediante el que no sólo podremos acercarnos al verdadero Rousseau, sino comprender realmente cómo era el día a día de aquel París histórico y de sus habitantes.
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Genial artículo, me ha encantado. Gracias.
Gostei muito da postagem.Parabéns!