Es posible crear cualquier fotografía que uno se imagine.
Cuando alguien se enfrenta por primera vez a la obra de Les Krims no debería olvidar que él mismo ha bautizado como “ficciones” a sus fotografías más polémicas, generalmente compuestas por escenarios muy elaborados en los que las figuras humanas se insertan como un objeto más. Además de este tipo de creaciones sui generis, ha completado su obra con retratos algo más convencionales y con “falsos robados” o “semirrobados”, con la introducción de modelos instruidos entre simples viandantes. Extremadamente prolífico, ha ido estructurando su carrera en series que suele presentar en exposiciones anuales, y su capacidad creativa es tal que a veces se le han acumulado dos o hasta tres colecciones en la misma muestra. En un principio optó por editar libros como acompañamiento, pero pronto pasó a ofrecer porfolios muy baratos con reproducciones de sus obras en un formato menor, la mayoría de los cuales han centuplicado su valor hoy en día. En cualquier caso, además de dinero, su trabajo le ha proporcionado todo tipo de disgustos desde que empezó a darse a conocer. Es cierto que siempre ha buscado la polémica mediante una provocación meditada; pero no lo es menos que las reacciones que ha merecido han sido en ocasiones desproporcionadas, y además le han llegado desde donde menos se esperaba. Suele calificársele como un fotógrafo erótico tan sólo porque sus personajes suelen aparecer desnudos; pero basta una mirada relajada a su obra para concluir que en realidad nos hallamos ante todo lo contrario al erotismo.
A nuestra edad ―a la que tiene nuestra cultura, quiero decir―, el desnudo sigue siendo motivo de escándalo hasta límites ridículos, y cualquiera que posea una cuenta en una red social puede atestiguarlo. Lo único que ha cambiado desde la Grecia arcaica hasta nuestros días son las excusas esgrimidas para llevarse las manos a la cabeza. Si la desnudez ha solido gozar de cierta tolerancia en el arte, más o menos amplia dependiendo de la época, ha sido fundamentalmente porque se tiende a identificar el cuerpo humano con una de las cotas más altas de belleza imaginables. ¿Pero qué ocurre cuando un determinado cuerpo carece de esa coartada a la hora de exhibirse? La ética oficial tan sólo aplaudirá la ausencia de paños cuando la fealdad haya sido provocada por una enfermedad o cuando su exhibición venga amparada por algún fin reivindicativo, es decir: cuando haya perdido toda intención voluptuosa. Cualquier otro tipo de crudeza física provocará, como mínimo, la duda en el espectador biempensante. Podemos llamarlo moral, decencia o como queremos; pero lo que probablemente subyazca bajo esa fobia podría no ser más que la certeza de nuestra propia vulnerabilidad. Caminar bajo una tempestad suele ser desagradable en casi todos los casos; pero si imaginamos a ese caminante privado de la protección que nos brinda la ropa y el calzado, hablaremos directamente de desamparo.
Les Krims no parece ser consciente de esta reacción natural y, desde luego, no pretende realizar ningún ejercicio sobre la fragilidad humana. Según él mismo ha afirmado, sus fotografías no son más que “gracias perversas”, y no cabe la menor duda de que está plenamente dotado para desbordar los límites tanto de la perversidad como del cinismo. Muchas de sus obras ya son cómicas de por sí, pero cuando se leen sus títulos pueden llegar a convertirse en verdaderos chistes gráficos, algunos de ellos indudablemente geniales. Como todo humor negro, el de Krims necesita víctimas sobre las que descargar su sarcasmo, y esas víctimas no son otras que las personas que él considera estúpidas ―si bien, como veremos más adelante, ha ido cambiando sus objetivos concretos a medida que se iba ganando los enemigos más insospechados―.
Sus “ficciones” suelen hacer gala de tal esmero y abigarramiento que, además de eclipsar el resto de sus características, llegan a recordar lejanamente a la pintura rococó. En general, combina la estética pop del collage con un lenguaje simbolista bastante fácil de descifrar, desarrollando en ocasiones parodias kitsch minuciosamente calculadas que suelen ser malinterpretadas como simples horteradas por el público que no conoce su trayectoria. Nacido el 16 de agosto de 1942, Leslie Robert Krims se crió en un apartamento minúsculo y vetusto de la zona más deprimida de Brooklyn por aquel entonces (Bensonhurst). En el colegio le debieron de salir bien unos cuantos test de inteligencia y fue calificado como superdotado, por lo que a muy corta edad se le invitó a matricularse en la Stuyvesant High School ―que, a pesar de sonar a marca de cigarrillos, es uno de los institutos más prestigiosos de Nueva York, especializado en nutrir al mundo de genios de las matemáticas y de todo tipo de futuros científicos―, donde obtuvo notas muy altas. Sin embargo, una vez concluida su formación secundaria, con todas las puertas abiertas y ante la desesperación de sus tutores académicos, que creían estar perdiendo un gran talento para la investigación científica, optó por embarcarse en la carrera de Bellas Artes en la no menos prestigiosa Cooper Union, donde se doctoró como el primero de su promoción con todo tipo de honores. Muchas universidades privadas se pelearon por contar con sus servicios como profesor; pero, por los motivos que fueran, renunció a una suculenta remuneración para elegir al Buffalo State College ―la Universidad pública de Nueva York―, donde, entre otros, ha sido maestro de Cindy Sherman ―que, de una manera algo menos iracunda, ha seguido los pasos de su mentor sin ningún complejo―.
Como muchos otros fotógrafos, se formó inicialmente como pintor, y su salto a la fotografía no fue motivado sino por razones prácticas: descubrió que se trataba de un medio mucho más rápido y barato de expresar lo que llevaba dentro. Nos encontramos, por lo tanto, ante otro pintor que emplea útiles fotográficos en lugar de lienzos y pinceles; y ése es el motivo por el que siempre ha denostado la función de la fotografía como simple reflejo documental de la realidad y por lo que defiende la plena legitimidad de la manipulación en cualquiera de sus formas: según él, una foto manipulada refleja el mismo tipo de realidad que logra un pintor en un lienzo. Como ya supondremos con esos datos, Krims nunca se ha preocupado por captar el espíritu de su tiempo, sino por comentarlo, o más bien por lacerarlo con una capacidad crítica tan cortante como el filo de una navaja: jamás veremos el más mínimo atisbo de celebración en su obra, sino simplemente burla y la crítica más destructiva que podamos imaginarnos.
Subjetivo como nadie, eso no le impide compartir varios puntos de vista con los objetivistas, como es su obsesión por el detalle y su manera de resaltarlo mediante el gran formato. Para él, cuando alguien mira a su alrededor verá muchas cosas, pero seguramente su atención se centrará en algún detalle en particular, y la única manera de traducir esa sensación en una impresión es aumentando el encuadre junto con la superficie de la fotografía, pues un detalle privado de su entorno pierde toda su esencia: “La fotografía no puede ser una nariz sonándose en 40×50 pulgadas. La tradición fotográfica ha tendido a acercarse lo más posible a cualquier cosa, en lugar de a retroceder y mostrar el contexto”.
No obstante, una de sus contradicciones más llamativas reside en el hecho de que, a pesar de ser un académico sobradamente reconocido, no ha perdido oportunidad para demostrar un profundo desprecio hacia el arte académico, centrando sus insultos precisamente en la disciplina que le ha hecho célebre: “La fotografía artística no es más que una pequeña industria, una amalgama de artes y organismos gubernamentales que utiliza al pobre y al enfermo como materias primas para crear un espectáculo perverso: fotografías con conciencia social […] En contraste con esta práctica retrógrada y cínica, en los sesenta teníamos Nueva York petada de ismos, abundaba la energía creativa. Todo ello, de una u otra manera, ha influido en mi trabajo”; y cita a Jaenloup Sieff, Art Kane y otros fotógrafos publicitarios como sus principales influencias, así como al artista conceptual Lawrence Weiner, de quien ha adoptado el tratamiento de la palabra como elemento compositivo. Krims centra sus críticas en la llamada fotografía urbana, a la que considera una copia devaluada, monstruosa y privada de sentido, de la fotografía social documental de los años 30 del siglo pasado ―a cargar contra ella dedica su serie “Making Chiken Soup” (1972), pues para él la fotografía social es como una sopa de pollo: te hace sentir un poco mejor mientras la tomas, pero no erradica el problema―. Según Krims, los fotógrafos norteamericanos actuales se dividen en dos grupos: izquierdistas de la Costa Este e izquierdistas de la Costa Oeste ―en realidad, emplea sistemáticamente la palabra lefty, que más bien podría traducirse como “rojillo” o “progre”, pero sin el tono insultante con el que esos términos suelen emplearse en España por sectores reaccionarios―. Este supuesto monopolio le saca de quicio, porque “el arte da para mucho más que para difundir tergiversaciones e hipocresías marxistas”. En este sentido, la orientación de sus dardos ha ido girando hasta convertir en su única diana a la pseudoizquierda estadounidense de pose y dogma. Por poner un ejemplo, Krims no tiene absolutamente nada ni a favor ni en contra de la caza, pero en su serie “The Deerslayers” (1972) presentó como artistas conceptuales a una serie de cazadores mayores sólo por tocar las narices: “Esa gente se come lo que caza. Estoy seguro de que los lefties también cazarían si los salmones ahumados corrieran por Central Park”.
En realidad, la aparente evolución ideológica de Les Krims no es más que la historia de un desengaño: “Siempre es conveniente contar un chivo expiatorio, y yo suelo ser la opción más habitual”. Desde sus primeros trabajos, su intención indisimulada fue la de provocar mediante la ofensa directa. Su objetivo principal fue lo que por aquel entonces comenzaba a denominarse “lo políticamente correcto”, y de ahí sus numerosos ataques contra el fundamentalismo religioso y la hipocresía moral norteamericana ―en “The Little People of America” (1971) llegó a emplear enanos para caricaturizar todo tipo de comportamientos fariseos―. Sin embargo, la corrección política oficial no tardó mucho en plegarse sobre sí misma, y pronto descubrió con desesperación que su manifiesto apenas inquietaba a los sectores conservadores —que se limitaron a despreciarlo y a ignorarlo tachándole de anarquista—, mientras que despertaba las iras más agresivas de aquellos movimientos que se suponían más liberales: sus primeros desnudos no ofendían a los puritanos, sino a los que teóricamente deberían haber estado a favor del derecho a desnudarse.
Los ataques más serios comenzaron en 1972, cuando publica su serie “The Incredible Case of the Stack O’Wheat Murders”, compuesta por escenas de crímenes sexuales ficticios. Como puede comprobarse, las imágenes no sólo no tienen nada de truculento, sino que para acentuar su atmósfera de humor negro, a cada persona que compraba un porfolio ―al prohibitivo precio de 3,95 dólares― se le regalaba una botella del sirope de frambuesa que había servido para fingir la sangre. Sin embargo, fue inmediatamente acusado de machista y de fomentar la violencia contra las mujeres, llegando incluso a ser denunciado por espectadores que creyeron que realmente había violado y asesinado a sus modelos. En 1975, durante la inauguración de una de sus exposiciones en la Escuela de Bellas Artes de Memphis, alguien no descubierto secuestró al hijo de uno de los profesores del centro y amenazó con matarlo si la muestra no era inmediatamente clausurada, lo que Krims ordenó en cuanto tuvo noticia de los hechos. Cinco años más tarde, durante otra muestra en la Universidad de California-Santa Cruz, una activista de un grupo contra la pornografía y la violación ―literalmente― la emprendió a cuchilladas con sus fotografías, y en varias ocasiones sus espectadores y él mismo han sido apedreados por todo tipo de radicales defensores de causas incluso más peregrinas.
Tachar a Krims de machista o racista, cuando las modelos de la gran mayoría de sus trabajos son su madre y su mujer ―a las que no duda en acompañar él mismo en idénticas condiciones― o cuando procede de una familia judía, resulta cómico, si no directamente indignante. En ocasiones se le ha vilipendiado señalando que deshumaniza a sus personajes, y desde luego que es así; pero no en el sentido de pérdida de valores humanos al que estamos habituados, sino en el de desaparición de su esencia. Sus figuras mantienen su condición de mujeres y varones, pero ya no son personas, sino simples elementos de la composición, cuyos modelos perfectamente podrían ser hologramas o piezas de taxidermia. El secreto para lograr esta sensación radica en algo tan simple y peligroso como la desubicación.
Lejos de ofendernos, el planteamiento de Les Krims debería hacernos reflexionar acerca de lo dependiente de su entorno que es toda personalidad: un simple cambio de contexto sirve para despojar a cualquier individualidad de su sentido y a reducirla a su naturaleza más primaria. Sin duda, la inexpresividad de sus personajes ayuda a reforzar este mensaje; pero Krims no siempre ha apostado por esa vía, sino que a veces incluso ha potenciado la contraria. Un buen ejemplo es “Ser humano como trozo de una ficción escultórica” (1970), en la que un hombre negro aparentemente mutilado posa gritando sobre un pedestal en una habitación desierta, sin nadie que atienda a su alarido. Presentada durante lo más crudo de la guerra del Vietnam, quizá esta imagen sea la que, de momento, se lleve la palma en cuanto a interpretaciones meningíticas. Han sido tantas y tan disparatadas que finalmente han logrado acabar con su eterna paciencia y le han obligado a revelar parte de su secreto: “Es una simple burla a todos esos bustos de mármol tan elegantes: nada más. No pretendo enviar mensajes sociales con mis fotografías… Aunque sé cómo van a ser interpretadas, eso sí”.
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