No es difícil hacer las cosas, lo difícil es ponerse en el estado de hacerlas.
Brancusi llegó a París en 1904, ya con veintiocho años, y no pudo tener un recibimiento más prometedor: siempre a la caza de nuevos talentos baratos que suplieran sus carencias técnicas, Rodin trató de ficharlo para su taller sin prácticamente dejarle tiempo para deshacer las maletas. Pero el joven valaco, lejos de sentirse impresionado y aun sin tener prácticamente dónde caerse muerto, declinó su oferta con las siguientes palabras, probablemente chapurreadas con su fuerte acento balcánico: “No se puede crecer a la sombra de los grandes árboles”. Esta sonora negativa, que en realidad contribuyó a aumentar su caché de golpe, no vino motivada por ninguna estrategia astuta ni porque considerara que la oferta de Rodin fuese un caramelo envenenado ―que lo era―, sino porque acababa de leer alguna versión de los poemas atribuidos a Milarepa, un supuesto santón tibetano de entre los siglos XI y XII, y se encontraba bajo su efecto: según le dijo a su pretendiente, lo único que ambicionaba era soledad y sencillez.
En realidad, él mismo reconoció muchos años más tarde que sus apelaciones al ascetismo no fueron más que una mentira piadosa hacia el viejo maestro: cualquiera se habría dado cuenta de que para ambicionar soledad y sencillez bien podría haberse quedado en Rumanía. Lo que realmente ocurría era que Brancusi admiraba la capacidad creativa de Rodin, pero le horrorizaban sus maneras pretenciosas y despreciaba su forma mezquina y artesanal de entender la escultura: para Brancusi la talla lo era todo, y no se podía llamar escultor a un simple modelador. Cuesta creer que a alguien con el carácter de Rodin le doliera tanto el rechazo por parte de un principiante; pero parece ser que así fue: aquel hombre otrora inmenso era ya poco más que un anciano debilitado. Una vez muerto el gigante francés, y a medida que el peso de los años le fueron colocando en una situación parecida, una especie de sentimiento de culpabilidad fue desarrollándose en el corazón de Brancusi, que al final de su vida no perdía ocasión para loar en público al portero del infierno.
Constantin Brâncuși nació el 19 de febrero de 1876 en Hobița, una minúscula aldea en el suroeste de una Rumanía que estaba a punto de lograr su plena independencia del dominio otomano. Como no podía ser de otra manera, la economía local se basaba exclusivamente en la explotación agraria, llevada a cabo en un régimen y con unas técnicas que prácticamente se habían mantenido inalteradas desde la época feudal. Brancusi nunca supo lo que era un colegio, y a los seis o siete años ya se dedicaba a apacentar ovejas y cabras. En los periodos en los que las nevadas hacían imposible el pastoreo, el niño era empleado como dependiente en la única tienda del pueblo, donde pasaba el rato aprendiendo a leer por sí mismo y experimentando los rudimentos de la talla en madera, un arte tradicional rumano que siempre estaría presente en su estilo y que fue malinterpretado por los críticos como primitivismo africano ―corriente que, por cierto, al principio desconocía y después denostaba―. Según él mismo relató, sus figuritas llamaron la atención de un misterioso turista, cuyo nombre no ha trascendido, que se empeñó en costearle los estudios en la Escuela de Artes y Oficios de Craiova, donde brilló de tal modo que se le concedió una generosa beca para asistir a la recién fundada Escuela de Bellas Artes de Bucarest. Tras terminar el ciclo de tres años con unas calificaciones excelentes, comenzó a recibir algunos encargos modestos que le permitían ir ganándose la vida; pero cualquiera podía darse cuenta de que su carrera estaba condenada a estancarse si no salía de su país. De hecho, fue su párroco ortodoxo el que, desesperado por el desperdicio de talento de su feligrés, prácticamente le ordenó que se marchara a París ―aún hoy, los sacerdotes ortodoxos de la Rumanía rural juegan un papel fundamental en la vida comunitaria, similar, si no incluso más paternal, al de los rabinos en las sociedades judías tradicionales―. Por supuesto, el religioso no se limitó a darle una palmada en la espalda y arrojarlo a lo desconocido, sino que escribió a un colega destinado en París para que le buscara un alojamiento y algún trabajo con el que poder sufragar sus estudios. Bien por agradecimiento eterno, bien por fe verdadera, lo cierto es que Brancusi participaría activamente en la comunidad ortodoxa parisina durante el resto de su vida.
Resulta difícil de comprender cómo una persona con tanta tendencia a la contemplación espiritual pudo hacerse inseparable de alguien como Amedeo Modigliani, uno de los artistas más excesivos que han pateado la noche parisina. De hecho, aunque la obra escultórica del italiano sea mucho menos conocida que la pictórica, toda ella fue tutelada desde el principio por Brancusi, al que en cierto modo podemos calificar como su maestro en este aspecto, además de como ocasional compañero de juergas. Su intimidad llegó a ser tan cercana que traspasó la esfera personal para invadir la creativa, de modo que no resulta difícil apreciar sólidas similitudes entre sus respectivos estilos durante aquellos años. Las diferentes versiones de “Mademoiselle Pogany” son un buen ejemplo de ello. A pesar de ser una obra dotada de un gran encanto, no supone el culmen de la carrera de Brancusi, sino un estadio intermedio entre el Art Nouveau y la desmaterialización definitiva de su “Pájaro en el espacio” (1928) ―obra que, además de un lugar indiscutible en la historia del arte, le proporcionó un largo pleito contra la Administración aduanera de los Estados Unidos, que no vieron en ella más que un pedazo de metal, por lo que le cobraron los aranceles propios de la importación de materias primas―, evolución artística que probablemente no habría podido completar de no haber muerto Modigliani en 1920.
A pesar de su evolución notable y constante, toda la carrera de Brancusi gravita sobre lo que él llamaba el principio de armonía universal, que venía a significar que toda forma es producto de la interacción entre las fuerzas físicas externas y su propia resistencia o inercia interior. Ésta última sería fija y constante, y por lo tanto determinante, por lo que el escultor no debía tratar de enfrentarse a ella directamente, sino combatirla con astucia, limitándose a aplicar los toques imprescindibles para guiar a la materia a la adopción de la forma deseada. Brancusi siempre citaba como ejemplo al huevo de gallina, un diseño natural complejo y refinado que tan sólo alcanzaba su forma característica tras ser sometido a una complicada coalición de fuerzas. Este principio metodológico le funcionó, sin embargo, como un cuchillo de doble filo: por un lado le catapultó hacia el éxito; por otro, institucionalizó la excesiva sencillez como su crítica endémica, en la cual algunos estudiosos han profundizado hasta definir su obra como falta de humanidad, sobre todo por comparación con la de coetáneos suyos como Henry Moore o Jean Arp, que hicieron del estudio de la forma humana el motivo de su creación.
Lo cierto es que esas tachas suenan a broma cuando nos topamos con la pequeña “Mademoiselle Pogany” ―de apenas 45 centímetros de alto sin contar la base―, fruto de sus estudios sobre la forma ovoidal y su adaptación al rostro humano ―su fijación con los huevos seguramente no respondía al hecho de haber pasado mucha hambre al llegar a París, sino a su afición por el misticismo hindo-budista, en el que el huevo cosmogónico o Brahmanda juega un papel esencial―. No andaba muy desencaminada, por lo tanto, la prensa neoyorquina cuando se tiró por el suelo de risa al ver la escultura en la muestra de arte moderno de 1913: aquello no era un busto, era un huevo duro con ojos. Tan sólo el “Desnudo bajando una escalera. Número 2” de Marcel Duchamp (1912) consiguió hacerle competencia en cuanto a mofa.
La retratada es Margit Pogany, una pintora húngara sin demasiada fortuna a quien había conocido un año antes y a la que le unía una gran amistad: “Me di cuenta de que era yo. Aunque la cabeza no tenía ninguno de mis rasgos, fueron esos ojos enormes. Le miré y me di cuenta de que me observaba de reojo mientras hablaba con mis amigos. Sé que se dio cuenta de que me había reconocido en su escultura y estaba muy feliz”. Por desgracia, hoy en día, y a la espera de un eventual redescubrimiento en un futuro, su fama es infinitamente menor que la de su retrato y resulta prácticamente imposible hallar datos sobre ella ―pues de existir éstos, se encuentran eclipsados por los de la escultura―. Se sabe que algunos de sus paisajes obran ocultos en colecciones privadas menores, pero el único de sus cuadros que cuelga en un museo importante es este autorretrato de fecha desconocida, que fue adquirido por el Museo de Arte de Filadelfia con el único fin de ilustrar y acompañar al original en mármol de “Mademoiselle Pogany”. En cualquier caso, supongo que podemos hacernos una idea bastante fiel de cómo era esta mujer gracias a su propio legado y al de su amigo Brancusi. Tendemos a pensar que triunfar venía a ser algo consustancial al ambiente parisino de principios del siglo XX, y verdaderamente significó una época sin parangón en cuanto a concentración de talentos; pero no podemos olvidar que tan sólo conocemos la cúspide del iceberg, las historias con final feliz en el plano profesional. Aunque sólo sea por respeto a la vocación artística y a la ilusión humana, debemos ser conscientes de que por cada Picasso, por cada Modigliani, por cada Brancusi…, probablemente había más de doscientas señoritas y señoritos Pogany sumidos en la amargura, la miseria y la frustración mientras trabajaban incansablemente esperando un simple golpe de suerte que no llegaría nunca.
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Muchas gracias,
La escultura de Brancusi y Modigliani siempre me transporta a las primitivas figuras cicládicas. Seguro que a ambos, como a mi, les sorprendieron y las admiraron. Un saludo