Aprendí a conocer lo que más tarde he tratado de interpretar: el alma del pueblo norteamericano.
Vulgarmente apodado “el Beethoven del jazz” ―expresión que saca unánimemente de quicio tanto a los aficionados al jazz como a los expertos en música sinfónica―, George Gershwin nació el 26 de septiembre de 1898 en Nueva York, hijo de una pareja de emigrantes petersburgueses prácticamente recién llegados a La Gran Manzana. Su padre, llamado Morris Gershowitz, pertenecía a una familia cercana a la aristocracia zarista, a la que abandonó para reunirse en Norteamérica con Rosa, la futura madre de George. Ésta era hija de un peletero que, no obstante haber acumulado una riqueza considerable, seguía manteniendo un estatus muy bajo en la tremendamente clasista sociedad imperial, demasiado bajo como para que a Morris le hubieran permitido casarse con ella de haber permanecido en Rusia. A su llegada a América se dio cuenta de que, a pesar de ser de origen ruteno, su apellido le sonaba demasiado judío a los estadounidenses de la época, lo cual le podía traer varios problemas a la hora de encontrar un empleo o un buen alojamiento. Por eso optó por “anglosajonizarlo” como Gershwine, lo cual constituyó un error manifiesto, pues la partícula wine resulta bastante frecuente en los apellidos hebraicos británicos. Además, para rematar la confusión, el matrimonio no tuvo mejor idea que bautizar a sus hijos como Ira y Jacob (el verdadero nombre de George). A pesar de toda esa retahíla de malentendidos, Morris consiguió colocarse como diseñador en una fábrica de zapatos, lo cual le proporcionó una buena remuneración, que si bien no le permitió mantener el ritmo de vida que llevaba en San Petersburgo, sí que sirvió para que su familia viviera bastante bien.
Ni Ira ni George recibieron ningún tipo de formación artística académica, y los únicos fundamentos armónicos con los que contó el compositor a lo largo de su infancia entran dentro del terreno de la broma. Al parecer, Morris era un verdadero virtuoso soplando a través de las púas de un peine forrado con papel de fumar ―un buen ejemplo de esta técnica nos la ofrece el protagonista de “Blanco” (Krzysztof Kieslowski, 1994), por lo que intuyo que esta curiosa práctica musical debe de ser poco menos que una costumbre secular en toda la región báltica―. Aparte de lo que pudiera haber sacado su talento de tan excelsa influencia, el propio Gershwin relataría más tarde cómo sintió nacer su pasión por la música mientras escuchaba las melodías de los pianos mecánicos con los que los músicos callejeros de Harlem se ganaban alguna limosna. Su primer contacto con el jazz le llegó también por esas fechas, cuando presenció una actuación pública de la banda de Jim Europe. A partir de entonces, se hizo asiduo a sentarse bajo las ventanas de los clubes, donde podía pasarse horas y horas agazapado en el suelo.
Viendo que la obsesión de su hijo iba en serio, y a pesar de que él deseaba que estudiara contabilidad, Morris accedió finalmente a comprarle un piano ―instrumento que el joven Gershwin ya había aprendido a aporrear en casa de un amigo― y contrató como maestro a Charles Hambitzer, un concertista clásico de mente muy abierta para la época, pues no sólo se mostraba interesado por el blues y el jazz, sino que no dudaba en incluir a Ravel, Debussy, Satie o Schönberg en el mismo olimpo que a Beethoven, Mozart o Bach ―en cualquier caso, por aquellos tiempos su alumno mostraba mucha más idolatría hacia las canciones de Irving Berlin―. Se sabe que, ya con quince años, Gershwin comenzó a interpretar en público sus primeras composiciones; sin embargo, y aunque se conocen los títulos de algunas de estas canciones, las partituras se han perdido y no existen grabaciones. Gracias a esas actuaciones, consiguió un contrato como song plugger: pianistas o vocalistas con los que contaban las tiendas de música para amenizar la compra, promocionar los temas de moda y, fundamentalmente, para tratar de identificar las melodías que les tararearan los clientes. Además de ganar algo de dinero haciendo lo que le apasiona ―quince dólares a la semana, que no estaba nada mal―, tuvo la ocasión de tocar delante de personalidades influyentes, como Fred Astaire o Irving Caesar, que a base de hablar bien de él, poco a poco consiguieron que su nombre comenzara a sonar en Broadway, desde donde de vez en cuando le encargaban alguna composición secundaria a cinco dólares la pieza. Gracias a estos ingresos, que fueron aumentando paulatinamente, pudo costearse estudios más profundos acerca de teoría de la armonía y de la orquestación, de modo que el niño al que le fascinaba el jazz callejero se convirtió en un joven de veinte años capaz de conducir y componer para una orquesta sinfónica, todo ello mientras canciones suyas como “Swanee” (1919) lograban vender millones de discos por todo el mundo gracias a la voz de Al Jolson y de otras figuras del momento.
A pesar de la naturaleza híbrida de la obra general de Gershwin, “Rhapsody in Blue” puede catalogarse sin matices como una obra de música sinfónica, fuertemente influenciada por el jazz, eso sí, pero en el mismo sentido en el que “Bitches Brew” (Miles Davis, 1970) es un disco de jazz fuertemente influenciado por el rock. De este modo, aunque los instrumentos elegidos para su interpretación pudieran insinuar otra cosa, hay mucho más de Beethoven que de Duke Ellington en su partitura ―entre otras cosas, porque los Washingtonians no debutarían en Nueva York hasta unas semanas después del estreno de “Rhapsody in Blue” y prácticamente no existe ninguna posibilidad de que Gershwin les hubiese escuchado con anterioridad―. No podemos caer, por lo tanto, en la simpleza de calificar esta pieza como jazz sinfónico, y ello por mucho que fuera precisamente Paul Whiteman ―el que bautizó y popularizó ese estilo― el que, cansado de orquestar estándares, le encargó a Gershwin la composición de una verdadera obra original que aunara jazz y música sinfónica.
Gershwin aceptó la encomienda con ilusión, pero ya había aprendido la suficiente teoría como para saber que aquello era como mezclar agua con aceite, pues el ritmo sincopado que da sentido al jazz impediría llevar a cabo el desarrollo de los motivos que caracteriza a la música sinfónica. No obstante, creyó ver la oportunidad de crear lo que verdaderamente llevaba años persiguiendo: la primera composición sinfónica propiamente estadounidense ―no olvidemos que cuando se estrenó el Réquiem de Mozart los Estados Unidos apenas habían cumplido quince años de accidentada y precaria independencia―. Aunque disponía de material suficiente como para componer una sinfonía, prefirió adoptar la forma de rapsodia, a imagen y semejanza de la “Hungara” de Liszt o de la “Española” de Ravel, no sólo por el sentido de exaltación nacional con el que nació este tipo de composición, sino porque su esquema libre se adaptaba a la perfección al espíritu del jazz y permitía la introducción de instrumentos extraños en una orquesta sinfónica, como los saxofones. De hecho, su primera intención fue titularla “Rhapsodie americaine”, en francés, lo cual, además de resultar un tremendo contrasentido muy difícil de explicar, pecaba a la vez de pretencioso y de poco original. Fue Ira, su hermano ―que posteriormente se convertiría en su letrista de cabecera―, el que le sugirió el cambio de título al hoy conocido, y lo hizo inspirado por los cuadros de Whistler que acababa de ver en una exposición en el Metropolitan. Como es bien sabido, el vocablo blue es uno de los más traidores a la hora de traducir un texto en inglés, pues significa indistintamente “azul” y “triste, melancólico, deprimido” ―o incluso “miembro del Partido Demócrata”, pero eso es otro cantar―, una confusión tan sólo resoluble mediante el análisis del contexto, pero a veces usado con tal mala fe que hasta a los nativos angloparlantes puede resultarles complicado decantarse por uno u otro sentido.
Yo no tenía ningún plan. Ninguna estructura en la que encajar mi música. Al principio, la rapsodia fue para mí más una meta que un plan. Trabajé en algunos temas, pero sólo hasta que tuve que irme a Boston para dirigir los ensayos de “Sweet Little Devil”. Fue dentro del tren, con su ritmo de acero y su ruido estrepitoso […] cuando de repente oí, y hasta vi sobre el papel, la rapsodia completa de principio a fin.
Es un hecho comprobado que los compositores tienden a percibir armonías en ruidos o en sonidos naturales ―el paradigma seguramente sea la “Pastoral” (1808) de Beethoven―; pero debemos hallarnos ante el primer caso en toda la historia en el que una máquina le dicta una pieza completa a alguien; y no debemos desconfiar de la palabra del propio Gershwin, porque lo cierto es que la partitura para piano estaba completa apenas un mes y medio después del encargo. Aquí podemos escuchar la primera grabación de la versión solista, realizada por el propio compositor en 1925 para fabricar los rollos perforados de pianola:
Para la orquestación, Gershwin trabajó a contrarreloj y codo con codo con Ferde Grofé, sin cuya ayuda le hubiese resultado imposible tener lista la versión para la orquesta de Whiteman, que contaba con veintitrés músicos más orientados hacia el jazz “civilizado” o hacia la canción estándar que hacia la música sinfónica pura y dura ―no en vano, se ganaban la vida amenizando todas las noches los bailes del Palais-Royal, el club más exclusivo del momento, que, no obstante su caché, se prestó gustoso a reservar sus salas para los ensayos―. Fue el mismo Grofé el que en 1949 se encargaría de realizar los arreglos que conocemos hoy en día para una verdadera orquesta sinfónica, mientras que para su primera adaptación empleó una flauta, un oboe, dos clarinetes, dos trompetas, un trombón, tres saxofones, una guitarra, timbales, una batería de jazz y una sección de cuerda completa.
La rapsodia se estrenó el 2 de febrero de 1924 en el Aeolian Hall, como pieza estelar de un extenso programa cuidadosamente diseñado que incluía once piezas ―que abarcaban desde canciones al más puro estilo de Nueva Orleans hasta extractos de Schönberg, para terminar de un modo algo cómico con la primera marcha del “Pompa y circunstancia” (1901) de Elgar―. Quiso la fortuna que fuera una de esas noches neoyorquinas que parecen diseñadas para ambientar una película sobre esquimales; pero eso no sólo no impidió que se llenara la sala, sino que incluso se registraron reservas como para llenarla diez veces más. El público recompensó la interpretación puesto en pie, aplaudiendo al compositor-pianista durante casi un cuarto de hora ―y no es que se tratara de una audiencia precisamente fácil, pues entre ella se encontraban figuras como Stravinski o Rajmáninov―. La prensa, sin embargo, se mostró dividida. Mientras unos críticos hablaban del hito más importante para la música sinfónica desde el estreno de “La consagración de la primavera” (Ígor Stravinski, 1913) y otros se vanagloriaban de que los Estados Unidos de América habían conquistado ―también― la vanguardia musical, varios criticaron la vulgaridad de unos temas que podría tararear un niño tras una sola audición ―es decir, redujeron la rapsodia a la categoría de tonada―.
En esta ocasión no he tenido duda alguna en elegir esta interpretación, de 1959 y para el sello Sony, de la Orquesta Sinfónica de Columbia bajo la dirección ―que no “bajo la batuta”, pues él mismo se encarga del piano― del entrañable Leonard Bernstein. Probablemente Bernstein haya sido quien más y mejor haya estudiado esta partitura, que sin duda alguna le apasionaba sinceramente, hasta el punto de inspirarse en ella para componer “West Side Story” en 1957: “Cuando [Gershwin] escribió su Rhapsody in Blue en 1924, hizo temblar a la ciudad de Nueva York, después a todo el país, y finalmente a todo el mundo civilizado”.
Quizá los primeros compases sean la parte más popular de la composición y, con el tiempo, se han convertido en el himno más solemne de los muchos que alumbran a su ciudad natal, como bien demostró Woody Allen al incluirlos como fondo del titubeante comienzo de “Manhattan” (1979):
Capítulo primero: Él era tan duro y romántico como la ciudad que amaba. Tras sus gafas de montura negra se agazapaba el vibrante poder sexual de un jaguar ―¡je!, esto me encanta―. Nueva York era su ciudad, y siempre lo sería.
Sin embargo, por muy a fanfarria triunfal que hoy nos suene, Gershwin no tenía esa idea cuando compuso para clarinete el que se convertiría en el glissando más conocido de la historia: “No es más que una queja hipertiroidea e histérica; casi la voz de una era hipertiroidea e histérica”. Y probablemente ese tipo de queja fue la que exclamó el clarinetista encargado de interpretarlo por primera vez, Ross Gorman, que a punto estuvo de darse de baja de la orquesta tras días ensayándolo una y otra vez ante la mirada crítica y disgustada del compositor. No en vano, esa composición “vulgar e infantil” comenzaba con una escala de diecisiete notas, seguidas sin pausa de un larguísimo y altísimo portamento capaz de dejar sin fuelle a Eddy Mercx. A continuación se expone el primer tema de la rapsodia, también basado en el clarinete, al que Gershwin no dejará descansar hasta que el piano le tome tímidamente el relevo para presentar el segundo. El contraste entre ambos parece querer expresar el propio entre la grandeza de la inmensa ciudad todavía floreciente, con sus primeros rascacielos ―entonces mucho más impresionantes que ahora― fruto de una burbuja económica a punto de estallar ―que, sin embargo, pasó inadvertida hasta el último momento―, y el tedio de un sencillo ser humano que, como contraprestación por habitar la nueva Babel, se ve reducido a una naturaleza puramente fórmica. Quizá sea en esta parte donde más clara pueda observarse la influencia de Liszt y, en menor medida, también la de Chopin.
Es en el tercer tema donde seguramente se haga más palpable el origen híbrido de la rapsodia, tanto que la mayor parte de los musicólogos optan por calificarlo de slow ―introduciendo así por primera vez nomenclatura jazzística en la música sinfónica―, y ello por más que el influjo de los conciertos para piano y los ballets de Tchaikovski sea más que evidente. Curiosamente, y debido exclusivamente a la instrumentación, a cualquier oído medio, e incluso a un buen aficionado sin formación solfeística avanzada ―como yo―, le sonará como la parte más clásica de la pieza.
Tras el desarrollo de este tema, llegaremos a la parte de confusión que da sentido a la forma de rapsodia, para pasar rápidamente a una coda capaz de arrancar lágrimas de euforia al corazón más abstemio y reseco.
Como usted podrá comprobar, existen pocas piezas musicales con semejante capacidad de inducción mental, así que, hágame caso: si alguna vez necesita elevar rápidamente su moral para afrontar con ciertas garantías cualquier reto urgente e inoportuno, escuche bien alto una buena interpretación de “Rhapsody in Blue” y déjese llevar por ella sin pararse a pensar si está escuchando jazz o lo que habitualmente conocemos como “música clásica”. Sólo son unos dieciséis minutos que le harán mucho bien.
Recomendaciones: en esta ocasión, puede sostenerse que existe una práctica unanimidad entre la crítica a la hora de señalar la grabación de Bernstein de 1959, la misma que se reproduce en este artículo, como la mejor. Aquí dejo el enlace a Amazon.
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gracias por mandarme una maravillosa carta. yo para mi suerte y educación Emociones y también amor acasitoda la música :George Gershwin fue siempre. Mi preferencia el número 1 de los clásicos Américanos. :Rapsodia in Blue:con gran diferencia para mi la mejor.
Muchas gracias otra vez más. Con mi saludo . Maricarmen Martín. .
carmen76.
Yo no menospreciaría la importancia del peine; seguramente sin él, nunca lo podremos saber, Gershwin no habría «nacido».
Depende del tipo de Jazz, pero más bien se podría habalar de ritmo «atresillado» que de sincopado como característica dominante.
Como siempre, gracias por hacerme disfrutar
Maravilloso texto. Lo leí a mis hijos y esposa. Todos disfrutamos mucho la historia mientras escuchábamos Rhapsody in blue.
Muchas gracias
Genial el texto!!! Estoy de acuerdo hasta en las comas. Muchas gracias!!!!!!