Si existieras, me divorciaría de ti.
No hay muchas películas que muestren con tanta crudeza como ésta la incapacidad humana para comprender el paso del tiempo y asumir sus implicaciones. Cometeríamos un error bastante grave si en “¿Quién teme a Virginia Woolf?” tan sólo apreciáramos una sucesión de disputas conyugales, porque lo que realmente subyace en la relación insana que mantienen los protagonistas ―Martha y George― no es sino una terrible frustración existencial: ambos se culpan mutuamente de haberse arruinado la vida, por lo que se sienten estafados el uno por el otro. Por otra parte, y para redoblar la crueldad, se nos presentará como contraste a una pareja joven que, inevitablemente, se arrastra por el mismo camino sin ser capaz de extraer la más mínima enseñanza de lo que están presenciando. Todo ello en conjunto, y en clave de comedia negra, acaba provocando en el espectador atento todo tipo de reflexiones amargas sobre su propia deriva vital, pues tarde o temprano se verá más o menos reflejado en cualquiera de los cuatro roles. Gran parte de este mérito se debe a los diálogos ideados por Edward Albee, que en 1961 escribió la obra de teatro homónima; pero es Mike Nichols el que, mediante el empleo de una pericia narrativa muy poco frecuente en un debutante, logra convertir un gran texto en un gran largometraje.
No obstante, y aunque técnicamente lo fuera ―nunca se había puesto detrás de una cámara―, llamar debutante a Nichols no es del todo exacto, porque llevaba casi toda su vida útil dedicado al espectáculo. Aunque parezca mentira tratándose de una persona que murió en 2014, sus orígenes no están del todo claros. Oficialmente, nació en Berlín el 6 de noviembre de 1931, hijo de un médico judío exiliado de la Unión Soviética y nieto por parte de madre del pensador anarquista Gustav Landauer; pero hay quien afirma que en realidad nació en algún lugar de lo que actualmente conocemos como Bielorrusia, de donde sus padres habrían huido al poco tiempo para instalarse en Alemania. Su verdadero nombre era Michael Igor Peschkowsky, apellido que su familia cambiaría por Nichols al llegar a Nueva York en 1939 huyendo de los nazis. Es ese viaje el primer episodio de su vida que conocemos por sus propias palabras: más de una vez narró la anécdota de que su madre, preocupada porque le ocurriera algo durante el trayecto ―se trataba de un transatlántico repleto hasta la cubierta de emigrantes de dudosa extracción―, le vistió con un jersey que llevaba bordada la frase “No hablo inglés” en el pecho y “No me bese” en la espalda.
En 1950, tras haber adquirido la nacionalidad estadounidense, se matricula en la Universidad de Chicago, donde se especializa en Artes Escénicas. Allí conoce a Elaine May, con la que pocos años más tarde formaría una pareja cómica que pronto llegaría a hacerse tremendamente popular en la NBC ―no es ninguna casualidad que el personaje interpretado por Katharine Ross en “El graduado” (1967) se llame precisamente Elaine―. De vuelta a Nueva York, completa su formación en el Actors Studio, mientras comienza a actuar con May en salas cada más prestigiosas. En 1960, bajo la dirección escénica de Arthur Penn, se estrena en Broadway “Una velada con Mike Nichols y Elaine May”, que consagraría para siempre a la pareja ―exclusivamente artística― y lograría mantenerse nueve meses en cartel. A partir de entonces, Nichols se haría con un nombre muy importante en el panorama escénico norteamericano, firmando varios guiones televisivos y llegando a dirigir en escena a vacas sagradas como Carol Burnett o Julie Andrews, así como a actuar con May en la legendaria fiesta de cumpleaños ofrecida en 1962 a J. F. Kennedy en el Madison Square Garden ―donde compartieron cartel con Marilyn Monroe, Maria Callas o Ella Fitzgerald―. Al año siguiente, triunfa definitivamente como director escénico con el estreno de “Descalzos por el parque” (Neil Simon, 1963), que permaneció más de cuatro años en la cartelera y le reportó el primero de los ocho premios Tony que ganaría a lo largo de su vida. Tras sucesivos éxitos teatrales como “The Knack: Una comedia en tres actos” (Ann Jellicoe, 1962) o “La extraña pareja” (Neil Simon, 1965) ―donde ya contó con Walter Matthau para el estreno―, decide empezar a valorar sin demasiada emoción las ofertas que le llovían desde Hollywood, hasta que Ernest Lehman le propone producir para la Warner “¿Quién teme a Virginia Woolf?” y le ofrece apalabrada a una de las parejas de protagonistas más polémicas de la historia del cine.
Elizabeth Taylor y Richard Burton se habían conocido tan sólo cuatro años antes en Roma, durante el desesperante rodaje de “Cleopatra” (Josheph L. Mankiewicz, 1963). Se daba por hecho que Burton, que ya por aquel entonces había demostrado ser un crápula de Liga de Campeones, iba a tirarle los tejos a su compañera de cartel; pero Liz Taylor, a pesar de haberse casado ya cuatro veces, seguía manteniendo algo de su aura virginal de niña prodigio con ojos violetas y piel de porcelana, por lo que no parecía una presa fácil. Quizá por eso, el escándalo alcanzó proporciones vaticanas cuando, sin que hubiese trascendido signo alguno de romance entre ellos, se anunció que ambos se divorciaban de sus respectivos cónyuges para contraer matrimonio entre sí. El 15 de marzo de 1964, además de ser la fecha de la boda, supone también el pistoletazo de salida a una vida de lujo, excesos y actos ridículos que le cayó a las revistas del corazón como un cuarto de ternera en una jaula de lobos. Sus reiteradas y espeluznantes borracheras y sus peleas públicas, propias del más puro y clásico estilo barriobajero, así como sus reconciliaciones rebosantes de pasión, hicieron que en poco tiempo se olvidaran por completo sus respectivas imágenes públicas para pasar a convertirse juntos en una especie de caricatura de las relaciones tormentosas: “No puedes pasarte la vida golpeando entre sí dos cartuchos de dinamita sin esperar que exploten”, declararía Burton en una entrevista.
Elizabeth Taylor ganó su segundo Oscar por el papel de Martha, y quizá se trate de la mejor interpretación de su impresionante carrera. Su personaje queda perfectamente esbozado ya en los primeros minutos de la película, en los que nos veremos sobresaltados por sus carcajadas de bruja borracha y podremos deleitarnos presenciando cómo mastica un muslo de pollo frío mientras no deja de fumar. De acuerdo con la descripción de los personajes que figura en la obra de teatro, Martha tiene 52 años, y Liz Taylor los representa, a pesar de que acababa de cumplir 33 cuando comenzó el rodaje ―tan sólo dos más que George Segal en el papel del joven Nick―. ¿Prodigio del maquillaje o fruto de su vida desenfrenada? Un poco de todo: hay personas como Burton, a los que el alcohol a raudales tan sólo les afecta por dentro, y otras como Taylor a las que puede deformar físicamente en cuestión de meses. Su tendencia genética a engordar no combinaba demasiado bien con ese tipo de vida, y parece ser que sus problemas con el peso constituían una verdadera tortura moral para ella. No debe de ser nada fácil sentirse fea tras haber sido una de las mujeres más deseadas del mundo.
Richard Burton, en cambio, afrontó el papel de George con 40 años: una cifra mucho más cercana a los 46 con los que se dibuja al personaje. Si exceptuamos su periodo crepuscular, cuando se vio obligado a participar en bodrios como “El exorcista II: El hereje” (John Boorman, 1977), su carrera presenta una regularidad altísima. Por eso, ante interpretaciones como las que cuajó en “Becket” (Peter Glenville, 1964), “La noche de la iguana” (John Huston, 1964) o “El espía que surgió del frío” (Martin Ritt, 1965), por citar tres ejemplos, resulta muy difícil asegurar que su trabajo en “¿Quién teme a Virginia Woolf?” sea el mejor de su vida, aunque también podría serlo. Eternamente peleado con el Oscar, ésta fue una de las siete ocasiones en las que estuvo nominado, sin que jamás se alzara con el premio.
Salvo por la aparición testimonial del responsable de iluminación y de la jefa de peluquería ―el matrimonio formado por Frank y Agnes Flanagan―, que dan vida respectivamente al dueño y a la camarera de un bar de carretera, el resto del reparto lo componen únicamente George Segal y Sandy Denis como Nick y Honey: el joven matrimonio al que Martha acaba de conocer en una fiesta sabatina organizada por su padre y al que ha invitado a seguir la diversión en su domicilio. El papel de Nick había sido previamente rechazado por un Robert Redford que, aunque ya había cosechado cierta notoriedad gracias a sus apariciones televisivas, todavía no había mostrado ni un destello propio de la megaestrella que muy pronto llegaría a ser. Tras dudar mucho entre las dos oportunidades que se le presentaban, Redford se decantó por el papel de Bubber en “La jauría humana” (Arthur Penn, 1966), donde “tan sólo” tendría que medirse con un inmenso Marlon Brando. Segal, sin embargo, no estaba en condiciones de elegir: “¿Quién teme a Virginia Woolf?” fue la primera oferta importante que recibía en una carrera que había comenzado tan sólo cinco años antes, cuando decidió cambiar el ejército por el cine. Aunque no puede decirse que hasta entonces no hubiese gozado de la cercanía de las estrellas ―incluso de la del propio Richard Burton, pues había intervenido en “El día más largo” (Ken Annakin, Andrew Marton y Bernhard Wicki, 1962), probablemente la producción con el reparto más lujoso de la historia―, la prueba tuvo que ser insoportablemente ardiente para él: una cosa era cruzar en pantalla una o dos frases aisladas con un actor de renombre, y otra muy distinta aparecer como tertium genus en un duelo interpretativo de semejante altura. A pesar de ello, Segal salió muy bien parado de la experiencia, como demuestra el hecho de que él también fuera nominado al Oscar. Su actuación, sin embargo, no le sirvió para despegar definitivamente en Hollywood, donde, todavía hoy en activo, siempre se ha mantenido en una discreta segunda línea.
El rol de Honey también constituyó para Sandy Denis su primera gran oportunidad en la gran pantalla, y ella sí que se alzó con el Oscar a la mejor actriz secundaria. Sus actuaciones se habían reducido hasta entonces a su discreto debut en “Esplendor en la hierba” (Elia Kazan, 1961) y a apariciones en capítulos sueltos de series televisivas como “El fugitivo” (Roy Huggins, 1963-1967). Desgraciadamente, su presencia cinematográfica tampoco dejarían demasiada huella en lo sucesivo, si exceptuamos su papel protagonista en “La zorra” (Mark Rydell, 1967). No obstante, eso no significa que Denis fuese ninguna fracasada, sino todo lo contrario: salida del Actors Studio, centró su actividad en el teatro, y muchos la consideran una de las mejores actrices de drama y tragedia que ha dado Norteamérica.
El largometraje obtuvo beneficios en taquilla y críticas bastante buenas. En total, la película ganó cincos de los trece Oscars a los que optaba y fue la primera producción de la historia en resultar nominada en todas las categorías posibles. Sin embargo, gran parte de su éxito recaudatorio fue más debido al morbo que a un verdadero interés cinéfilo por parte del público, que en gran medida se tomó la película como una especie de recreación de la vida privada de la pareja, llegando a creer que en muchos momentos ni siquiera estaban actuando. Lo cierto es que la verdadera relación conyugal entre Taylor y Burton debió de ser bien distinta a la de George y Martha ―los mismos nombres de pila que tenían Washington y su mujer, por cierto, algo que siempre ha sido tomado como una clara crítica al estilo de vida estadounidense―, principalmente porque ninguno de ellos tenía nada en común con los personajes que interpretaban. Martha es una mujer sin más objetivo en la vida que casarse y estar tranquila, que subordina y hace depender su éxito vital al de su marido, mientras que Elizabeth Taylor siempre dio sobradas muestras de ser una mujer de armas tomar y plenamente independiente en todos los sentidos. Por su parte, George es un profesor de Historia amargado que ha optado por abrazar el cinismo como filosofía de vida porque ni siquiera confía en su propio intelecto, cuando Burton era el decimosegundo hijo de un minero galés prácticamente analfabeto que, al igual que John Cale, no aprendió a hablar inglés hasta que llegó al colegio; en definitiva, una persona habituada a luchar por salir adelante.
Por si ese morbo fuera poco, el estreno de “¿Quién teme a Virginia Woolf?”, con su vocabulario crudo y a menudo grosero, acabó de determinar a las productoras estadounidenses a autocensurarse instituyendo la calificación para adultos ―R-Rating―, que más que un modo de proteger la integridad moral de los menores de edad, funciona como un pacto caballeroso entre las compañías para no emplear recursos “sucios”, como escenas de sexo fuera de contexto o de violencia exagerada, a la hora de hacerse la competencia. Desde luego, en “¿Quién teme a Virginia Woolf?” vamos a asistir a un despliegue de agresividad psicológica inaudita, que en ocasiones incluso llegará a manifestarse físicamente; pero no vamos a ver ni una gota de sangre ni más piel de la que aconsejan las normas de urbanidad cotidiana. A pesar de ello, puede ser calificada como una película extraordinariamente dura para el espectador por lo que tiene de reflejo de su propia naturaleza humana. Prácticamente cualquier adulto se verá retratado en mayor o menor medida en alguno de los cuatro personajes; y no estamos hablando de un retrato precisamente favorecedor, sino del que devuelve el espejo tras una noche de borrachera: justo el tipo de retrato que a nadie le gustaría que se divulgara de sí mismo.
Recomendaciones: Quién teme a Virginia Woolf es una película bastante fácil de encontrar y, que yo sepa, no se han lanzado ediciones de baja calidad. Por si alguien desea que se la lleven a casa, aquí dejo el enlace de Amazon.
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