Le preguntó si Ver Meer de Delft había sufrido por amor a una mujer, y si era una mujer la que le había inspirado sus obras; y cuando Swann le confesó que no se lo podía decir, Odette ya perdió todo interés por aquel pintor.
(“En busca del tiempo perdido: 1. Por el camino de Swann”, Marcel Proust, 1913).
Está demostrado que la aplicación del método paleontológico a la osamenta de los animales actuales da como resultado una galería de monstruos sin apenas similitud con la realidad, así que no debe de resultar demasiado sencillo reconstruir la verdadera apariencia de una criatura a partir de sus fósiles. Algo parecido ocurre con la figura de Vermeer ―pronúnciese fermíer―, del que apenas se conservan más datos fidedignos que un puñado de cuadros ―treinta y uno indubitados y cinco más de autoría controvertida―. Sus escasas obras nunca han dejado de pasar de colección en colección, por lo que no puede decirse que fuese completamente olvidado tras su temprana muerte; pero sí que la enorme popularidad de la que sin duda gozó en vida fue declinando lentamente hasta casi desaparecer del todo. Salvo por ciertas reivindicaciones tímidas durante el romanticismo, tuvo que ser la revolución impresionista la que cambiara la tendencia y facilitara un redescubrimiento popular del maestro holandés que acabó desatando una verdadera fiebre por su obra a principios del siglo XX, gracias en gran parte a la idolatría que hacia él demostró Marcel Proust.
Sin embargo, a pesar de que artistas como Buñuel o Dalí trataron de mantener viva la llama del genio de Delft, ésta volvió a palidecer progresivamente tras la muerte del literato francés, y así siguió hasta que el beso de Scarlett Johansson en “La joven de la perla” (Peter Webber, 2003) la resucitó de nuevo para el gran público. Tratando de satisfacer la demanda de información que desencadenó la película, en los últimos años se han realizado múltiples investigaciones académicas acerca de la vida del artista ―y, cómo no, también se han propagado muchas especulaciones aberrantes sin base alguna―. Los perfiles resultantes de estos ensayos no pueden ser más dispares: desde quien afirma que Vermeer era en realidad un hombre de negocios que concebía la pintura más como un pasatiempo que como una profesión, hasta los que le catalogan como una especie de Mozart de las artes plásticas. Lo único cierto es que absolutamente todos los historiadores del arte han tenido que recurrir al contraste de datos periféricos para tratar de esbozar su personalidad.
La accidentada vida política de las Provincias Unidas de los Países Bajos durante el siglo XVII, plagada de guerras y desastres naturales ―o incluso provocados por el hombre, como la apertura de los diques de contención marina en 1672 para frenar a las tropas francesas―, motivó la destrucción de innumerables documentos, y probablemente de gran parte de la obra del pintor ―existe documentación que hace referencia a al menos otras diez pinturas hoy desaparecidas―. Milagrosamente, se conserva su registro parroquial, que da fe de que fue bautizado en Delft el 31 de octubre de 1632 ―por el rito calvinista―, lo cual no quiere decir necesariamente que naciera allí. Su padre, que por aquel entonces se hacía llamar Reyner Janszoon, debió de ser un tipo con una vida no demasiado decente, como parece indicar el hecho de que cambiara de nombre y apellido al menos tres veces a lo largo de su existencia. No obstante, a pesar de ese dato sospechoso, se han hallado registros de él como hostelero, maestro tejedor de seda y marchante de arte, pero nada que le implique realmente en ningún tipo de negocio sucio ―no así al abuelo materno del pintor, que fue condenado a la decapitación por falsificar moneda, si bien logró escaparse con la cabeza sobre los hombros―.
No se sabe absolutamente nada acerca de la niñez de Johannes Vermeer, y con respecto a su formación artística tan sólo se han lanzado suposiciones basadas en su estilo y en coincidencias temporales, siendo las dos opciones imperantes las que le colocan en el estudio de Leonaert Bramer o bien en el de Carel Fabritius ―discípulo de Rembrandt―. Lo que está claro es que en algún lugar tuvo que haber aprendido a pintar, pues consta como inscrito en el gremio de artistas de San Lucas, para lo cual resultaba necesario haber trabajado seis años como aprendiz de otro miembro de la cofradía. En 1653, Vermeer se casa con Catharina Bolnes, segunda hija de una burguesa acomodada llamada Maria Thins, que era católica y gran devota de la Compañía de Jesús ―debido a ello, muchos autores afirman que el pintor abandonó su confesión calvinista para contentarla; pero tampoco está demostrado más allá de indicios vagos, como que bautizara a su cuarto hijo con el nombre de Ignatius―. Esta mujer cedió una casa al matrimonio, donde se reprodujeron hasta en quince ocasiones a velocidad leporina y en cuya segunda planta Vermeer instaló su estudio. Salvo que su obra pictórica fuese en realidad mucho más amplia que la que ha llegado hasta nosotros, parece imposible que el artista fuese capaz de sostener a semejante prole de no haberse dedicado a otra actividad como ocupación principal. En este sentido, además de poder haber heredado alguno de los negocios de su padre y de gestionar varias de las propiedades de su suegra, parece ser que adquirió un gran prestigio como experto en arte, como demuestra el hecho de que en un dictamen que se le encargó desde la corte de Juan Mauricio de Nassau llegase a impugnar, en contra del criterio unánime y con toda la razón, autorías atribuidas a Miguel Ángel y Rafael ―“se trata de cuadros malos, autentica basura”, para ser exactos―. En cualquier caso, y aunque no le diera para vivir exclusivamente de ello, los ingresos que le reportaba su propia pintura debieron de ser al menos regulares, pues se sabe que contaba con dos mecenas fijos: Hendrick van Buyten ―que no era un delantero del Ajax, sino un panadero― y el impresor Jacob Dissius.
La enorme crisis económica provocada por la invasión francesa de 1672, que aún hoy es recordada en los libros de historia neerlandesa como el Rampjaar (“el año de los desastres”), motivó que prácticamente desapareciera en todo el país el comercio de bienes suntuarios, por lo que Vermeer dejó de vender cuadros. Se sabe que pidió varios créditos que no fue capaz de devolver y que, lejos de sacarle del apuro, agravaron su situación económica hasta el punto de que, como dejó escrito su mujer en una carta, “…se sumió en un estado de melancolía tan profundo y sus fuerzas le abandonaron de tal modo que en el plazo de día y medio cayó enfermo y murió”. Era el 13 de diciembre de 1675, por lo que Vermeer debía de tener unos 43 años cuando dejó este mundo quebrado y con diez hijos menores de edad. Si hoy en día su escaso catálogo es uno de los más fiables de todo el barroco, es precisamente gracias a las actas del humillante concurso de acreedores al que se vio abocada su viuda.
Vermeer ha pasado a la historia como “el pintor de Delft”, pues el tópico afirma que dedicó gran parte de sus esfuerzos a los paisajes urbanos de dicha ciudad. La realidad es que tan sólo lo hizo en dos ocasiones: “Calle de Delft” (circa 1657) y “Vista de Delft” (circa 1660), claramente inspiradas en las pinturas de su coetáneo Pieter de Hooch. La primera de ellas llama la atención por el detalle minucioso con el que están reflejados los ladrillos avejentados y por el realismo con el que supo captar la capa de cal aplicada a la pared de cualquier manera. Se supone que mediante el contraste de esta decrepitud con la viva actividad de los cuatro personajes, el pintor trató de expresar ―o bien lo expresó sin pretenderlo― lo efímero de la vida humana, indicando que esos viejos muros habían visto y verían en lo sucesivo a muchas mujeres y niños como los que en ese momento se movían entre ellos.
Pero es la segunda la que ha dado lugar a más descubrimientos curiosos. Se cree que Vermeer empleó una cámara oscura para ayudarse con el dibujo, principalmente porque los ángulos que forman las construcciones entre sí son matemáticamente exactos a los que presentan los planos de la época. Aunque a primera vista esta afirmación pueda parecer sorprendente, no lo es tanto, porque todo indica que el empleo de ese artilugio estaba bastante extendido ―al menos desde los tiempos de Leonardo da Vinci, que en uno de sus manuscritos describe su estructura y funcionamiento con sumo detalle―. Lo curioso del caso es que su uso solía reservarse para dibujos técnicos o topográficos, pues no debía de estar bien visto que un verdadero artista se ayudara de semejantes muletas. Se ha tratado de demostrar que Vermeer se servía de esta técnica protofotográfica de manera sistemática; sin embargo, sólo se han hallado indicios claros en una de sus pinturas de género (vid. supra). Lo hiciera como lo hiciera, de lo que no cabe duda es de que Vermeer poseía unos conocimientos ópticos y trigonométricos extraordinariamente elevados para lo que era común en su tiempo.
Un estudio radiológico determinó que su primera intención fue la de reproducir prácticamente toda la escena claramente reflejada en el río, objetivo que, a pesar de haber logrado en un primer momento, posteriormente optó por corregir. Igualmente, se ha querido ver un símbolo de reivindicación nacionalista en el rasgo de que el único rayo de sol de la estampa ilumine la iglesia conocida como Nieuwe Kerk ―literalmente “nueva iglesia”―, donde reposaban los restos de Guillermo I de Orange, considerado un héroe de la independencia en Holanda ―y un maldito corrupto traidor en España―. Por último, fue este lienzo el que Marcel Proust eligió para adornar la muerte de Bergotte en “La prisionera” (1925), el quinto volumen de “En busca del tiempo perdido”:
Pero un crítico escribió que en la Vista de Delft de Ver Meer (prestada por el museo de La Haya para una exposición holandesa), cuadro que Bergotte adoraba y creía conocer muy bien, había un lienzo de pared amarilla (que Bergotte río recordaba) tan bien pintado que, mirándole sólo, era como una preciosa obra de arte china, de una belleza que se bastaba a sí misma. Bergotte leyó esto, comió unas patatas y se fue a la exposición. En los primeros escalones que tuvo que subir le dio un vértigo. Pasó ante varios cuadros y sintió la impresión de la sequedad y de la inutilidad de un arte tan falso que no valía el aire y el sol de un palazzo de Venecia o de una simple casa a la orilla del mar. Por fin llegó al Ver Meer, que él recordaba más esplendoroso, más diferente de todo lo que conocía, pero en el que ahora, gracias al artículo del crítico, observó por primera vez los pequeños personajes en azul, la arena rosa y, por último, la preciosa materia del pequeño fragmento de pared amarilla. Se le acentuó el mareo; fijaba la mirada en el precioso panelito de pared como un niño en una mariposa amarilla que quiere coger. «Así debiera haber escrito yo —se decía—. Mis últimos libros son demasiado secos, tendría que haberles dado varias capas de color, que mi frase fuera preciosa por ella misma, como ese pequeño panel amarillo.» Mientras tanto, se daba cuenta de la gravedad de su mareo. Se le aparecía su propia vida en uno de los platillos de una balanza celestial; en el otro, el fragmento de pared de un amarillo tan bien pintado. Sentía que, imprudentemente, había dado la primera por el segundo. «Pero no quisiera —se dijo— ser el suceso del día en los periódicos de la tarde.»
Se repetía: «Detalle de pared amarilla con marquesina, detalle de pared amarilla». Y se derrumbó en un canapé circular; de la misma súbita manera dejó de pensar que estaba en juego su vida y, recobrando el optimismo, se dijo: «Es una simple indigestión por esas patatas que no estaban bastante cocidas, no es nada». Sufrió otro golpe que le derribó, rodó del canapé al suelo, acudieron todos los visitantes y los guardianes. Estaba muerto. ¿Muerto para siempre? ¿Quién puede decirlo?
Constituye una suposición mayoritaria que los primeros trabajos de Vermeer fueron de tema histórico ―dentro del cual se incluían las escenas mitológicas y las religiosas―, puesto que en aquella época era considerado el asunto más sublime y no resultaba extraño que los recién admitidos en un gremio tratasen de impresionar con su dominio a sus nuevos colegas. Sin embargo, sólo se conservan dos ejemplos de esta temática: “Cristo en casa de María y Marta”, que debió de ser pintado hacia 1654, y “Diana con sus compañeras”, que se ha datado como de 1655 de manera algo aleatoria y sobre el que además existen serias dudas acerca de su verdadera autoría, que una gran parte de los autores conceden a Nicolaes Maes. En cualquier caso, se trata de dos lienzos de muy dudosa calidad, más propios de un aficionado o de un principiante que de un maestro, en los que el resultado final queda subordinado a una clara obsesión fallida por aparentar destreza técnica. Como podemos observar, en la primera imagen nos topamos con una pincelada tosca y acobardada, una composición tan desequilibrada que resulta estridente y un dibujo francamente mejorable. Ya cuenta, no obstante, con alguna de las chispas de la genialidad que demostraría su creador unos años más adelante, como la perfección instantánea de la expresión de María o el tratamiento del color que rodea a este personaje. No cabe duda de que se trata de un Vermeer; quizá del peor que conocemos, pero de un Vermeer.
No ocurre lo mismo con “Diana y sus compañeras”, donde un motivo que podría haber dado mucho juego queda reducido a una absurda escena de bucolismo artificial y casi puritano, en la que, como mucho, podría destacarse un cierto asomo de habilidad a la hora de tratar la luz. Por ello, lo más probable es que en realidad no se trate de una obra de Vermeer ni tampoco de Maes, sino del trabajo perdido de un discípulo o admirador de Rembrandt; o quizá, como aventuran algunos al hallar en él cierto eco manierista, a la obra de algún pintor italiano de segunda fila ―de hecho, la atribución a Vermeer motivó que durante muchos años se pensara que el artista había acudido a formarse a Italia, algo que hoy en día está completamente descartado―.
Fechada en 1656, cuesta imaginar que “En casa de la alcahueta”, donde todo es genialidad, haya surgido de las mismas manos que su predecesora. Se trata de uno de los ejemplos más notables de la Bordeeltje o pintura de burdeles, un curioso subgénero endémico de los Países Bajos que gozó de gran popularidad y reconocimiento durante el periodo barroco, y a la que, a su manera, llegó a apuntarse hasta el mismísimo Murillo. No se sabe muy bien a qué responden ni el surgimiento ni el éxito de esta tendencia, aunque se aventuran dos explicaciones no excluyentes como las más probables: como una especie de reacción acomodaticia a la recia moralidad protestante recién implantada ―algo así como “si no nos dejan mostrar desnudos, haremos escenas eróticas con modelos vestidas”― y como contraejemplo de virtudes ―no olvidemos que las corrientes luterana y calvinista ponen mucho más énfasis en cómo no debe comportarse un cristiano que en lo contrario―. Sin duda, el cuadro está inspirado en una de las telas que más debía de admirar su autor: “La alcahueta” (1622), de Dirck van Baburen. Los homenajes a esta obra son frecuentes en el trabajo de Vermeer, llegando en varias ocasiones a reproducida en los fondos de sus escenas de interior ―no en vano, la pintura pertenecía a su suegra y protectora―. En cualquier caso, la curiosidad más llamativa de “En casa de la alcahueta” seguramente resida en el personaje que, ufano y pleno de malicia, sonríe al espectador como queriendo brindar con él y exhibiendo un gesto de complicidad raras veces igualado. Sin que se pueda afirmar con toda certeza, todo parece indicar que nos encontramos ante el único retrato ―autorretrato, en este caso― conocido de Vermeer. Siendo así, resulta obvio que tanto la pelliza sobre la que apoya su codo, como el mástil de laúd que sostiene en su mano derecha deben de significar algo; pero se ignora el qué.
“Joven durmiendo”, pintado alrededor de 1657, es otro cuadro que ha dado lugar a muchas elucubraciones, principalmente porque no se sabe a ciencia cierta qué representa. Ha sido vendido públicamente en varias ocasiones, y en las primeras, en 1696 y 1737, fue catalogado como “Joven borracha durmiendo”. No cabe duda de que los críticos de la época interpretaron la escena como otro contraejemplo moral: el ama de casa burguesa ―se sabe por su vestimenta de seda y sus pendientes que era una señora acomodada― que desatiende sus obligaciones domésticas por haberse dado a la bebida, lo que justificaría la aparición en primer plano de lo que podría ser una jarra de vino. Sin embargo, estudios más modernos indican que la intención de Vermeer al pintarlo debió de ser algo distinta: los rayos X han revelado que originalmente aparecía un hombre con cara de sinvergüenza poniéndose una chaqueta en el vano de la puerta. Así mismo, se ha podido identificar la figura que aparece entre sombras sobre la cabeza de la muchacha como una representación de Cupido con expresión de reproche. De este modo, en realidad nos encontraríamos ante una mujer que acaba de serle infiel a su marido y que no se encuentra durmiendo ni borracha, sino abatida por la culpa.
Lo cierto es que tanto el gusto por la bebida como la infidelidad conyugal son asuntos muy presentes en la obra de Vermeer, y además suelen venir relacionados. Quizá el ejemplo más claro lo constituya “La muchacha con el vaso de vino” (1659-1660), también conocido como “La dama con dos caballeros”, en el que nuevamente nos encontramos ante una mujer burguesa, pero en esta ocasión a punto de serle infiel a su esposo, que es el señor que la mira con enfado desde el retrato de la pared. Como ya hemos podido comprobar sobradamente, la inclusión de claves de interpretación en forma de cuadros es una constante en el legado del holandés, que se las supo apañar como nadie para integrar estos elementos como agentes activos de la vida cotidiana, como si en realidad no existiese ninguna diferencia entre lo vivo y lo inerte. Si tenemos en cuenta que normalmente emplea este recurso con una intención irónica o incluso de sátira social, quizá debamos entender que el pintor debió de ser una persona con un sentido del humor bastante agudo.
Una composición y un tema similar, aunque mucho más sutil, encontramos en “La clase interrumpida”, en el que se un maestro de música ha inducido a su alumna a dejar en la mesa el laúd y la partitura para declararle su amor por medio de una carta ―puede que se trate de un método algo extraño si el personaje masculino no es mudo, pero tengamos en cuenta que todas las figuras pintadas lo son; otra interpretación afirma que la mujer estaba ensayando sola cuando ha llegado un mensajero para entregarle una nota de su amante―. La clave interpretativa reproduce en esta ocasión un divertido lienzo de Cesar van Everdingen que representa a Cupido mostrando un naipe ―a pesar de que aquí prácticamente no se aprecie por aparecer sumida entre sombras, se ha identificado esa obra porque Vermeer la incluyó en otra ocasión con más claridad―, indicando que los asuntos amorosos deben jugarse a una sola carta. Igualmente, a su lado, se incluye el símbolo de la jaula, que suele significar la reclusión voluntaria a la que alguien se somete al casarse ―el problema es que en esta ocasión la jaula está vacía―. En cualquier caso, entiendo que el mensaje del lienzo es lo de menos cuando nos topamos con el tratamiento de la luz sobre los objetos que reposan en la mesa y con esa mirada de inocencia fingida hacia el espectador, como la de una niña sorprendida en el curso de alguna trastada.
En el bellísimo “Mujer leyendo una carta ante la ventana abierta”, fechado en 1657, Vermeer vuelve a hacer referencia a las relaciones epistolares de tinte erótico. La radiografía ha demostrado que el pintor también incluyó a Cupido en un primer momento, esta vez señalando directamente a la carta; sin embargo, más tarde debió de pensar que al público le bastaría con la expresión de la protagonista, lo cual no puede ser tomado sino como un signo inequívoco de genialidad. Desde un punto de vista exclusivamente pictórico, el rasgo más destacable es la perfección con la que se refleja el rostro de la figura en el cristal de la ventana, captado con tal realismo que hasta respeta la deformidad provocada por la existencia de diferentes paneles ―quizá el velo acuoso pretenda sugerirnos la presencia de lágrimas―. Nos encontramos también con varios de los símbolos que más solía emplear, como el tapiz, que además de una demostración de habilidad técnica, evoca las relaciones matrimoniales ―tejidas poco a poco con gran trabajo―. Como puede observarse, aquí aparece tan arrugado que incluso ha volcado la bandeja de frutos, otro símbolo bastante obvio de fracaso sentimental.
Soy consciente de que hasta ahora ha podido parecer que Vermeer albergaba una imagen de la mujer algo peyorativa, quizá motivada por el rencor; pero en realidad sus desconfianzas debían de ser más de tinte social que sexista: tan reprochable presenta la actitud de la esposa infiel como la del varón que la seduce, y siempre se da la circunstancia de que los implicados pertenecen a la alta burguesía. Por el contrario, también encontramos en su obra tantos o más ejemplos de féminas virtuosas y trabajadoras, pero pertenecientes a las clases populares. Quizá el caso más conocido, tan alabado que ha llegado a convertirse en un verdadero emblema oficioso de Holanda, sea el de la “Criada con cántaro de leche” (1658-1660), normalmente nombrado ―con bastante poco rigor, todo sea dicho― como “La lechera”. Al parecer, el cuadro cosechó un éxito realmente inusual para la época en cuanto fue mostrado por primera vez ―ignoramos en qué circunstancias, puesto que no existían exposiciones propiamente dichas―, como lo demuestra el hecho de que en 1696 fuese tasado en 175 florines ―una barbaridad para los usos entonces imperantes en el mercado del arte, aunque objetivamente no representara una gran cantidad de dinero― y subastado bajo el título de “La famosa lechera artística de Vermeer van Delft”. La figura de la criada, que parece haber renunciado a la belleza carnal en pos de la laboriosidad y de la humildad, representa toda una excepción dentro de la pintura holandesa reformista, donde la servidumbre suele ser expuesta como vaga y negligente, siguiendo la máxima protestante de que el hombre comienza a recibir su premio o su castigo divino en el mundo terrenal. El hecho de que el artista presentara a alguien desfavorecido como un dechado de virtudes ha sido interpretado como un indicio de que sí que abrazó el catolicismo al casarse. No debe indicar lo contrario que durante su vida gozase de un aparente éxito comercial, porque la sociedad de la Provincias Unidas era increíblemente tolerante en cuanto a libertad de culto.
Vermeer debió de ser un hombre inquieto y dotado de una gran cultura que abrazó con entusiasmo las primeras manifestaciones de la Ilustración. Una muestra de su interés por las ciencias y de su admiración por la gente que las estudiaba son sus dos cuadros de 1668 “El geógrafo” y “El astrónomo”, que posiblemente formaran parte de una serie más amplia, que o bien se ha perdido o bien no tuvo tiempo de desarrollar. El artista pinta a sus modelos absortos en el estudio de sus respectivas disciplinas ―hay quien defiende que en realidad el modelo es él mismo, pero se trata de una tesis minoritaria―, siempre acompañados de un globo terráqueo que indica que su trabajo se hace en beneficio de la Humanidad: una idea increíblemente avanzada en su tiempo. En ambos casos también aparecen tapices con un significado parecido al habitual, sólo que aquí presentan colores mucho más fríos, de modo que no aluden a manifestaciones pasionales, sino que señalan al trabajo y a la constancia que requiere el dominio de cualquier disciplina intelectual. Ambos personajes aparecen enérgicos y a la vez sacrificados, como demuestra su expresión de cansancio, mucho más acusada en el caso del geógrafo ―caracterizado por el compás―. La minuciosidad con la que plasmó todos y cada uno de los detalles ha permitido incluso identificar el libro que el astrónomo tiene abierto sobre la mesa: “Sobre la investigación y observación de las estrellas”, de Adriaen Metius (1622-1630).
Pero no todos los trabajos de Vermeer conllevan una intención moralizante en uno u otro sentido, sino que también demostró ser un verdadero maestro en el arte del retrato, como atestigua esta “Cabeza de muchacha”, de 1667, en el que podemos apreciar con claridad esa curiosa moda femenina, bastante extendida en el tiempo, de depilarse el arranque del cuero cabelludo para ampliar la frente. Se desconoce la identidad de la modelo, aunque existen pocas dudas acerca de que se trata de un retrato nupcial, ya que la joven va ataviada como era norma habitual en las bodas holandesas de aquellos días. Basándose en las extrañas facciones de la modelo y, sobre todo, en una cierta desproporción entre las articulaciones del brazo, destacados historiadores del arte —Stefano Zuffi entre ellos— han lanzado la teoría de que en realidad no nos hallamos ante el retrato de un ser humano, sino ante el de un maniquí de cera y madera. ¿Con qué intención? Tampoco lo sabemos.
Como principal exponente de su habilidad retratista, no podía faltar la que sin duda es en la actualidad su obra más celebrada: la inenarrable belleza del cuadro conocido popularmente como “La joven de la perla”, toda una obra maestra que en realidad está catalogada como “La muchacha con el pendiente de perla”. Se supone que fue pintado alrededor de 1665, pero no se sabe mucho más. No existe ninguna teoría seria acerca de quién pudiera ser la modelo ―lo cual es maravilloso, porque así podemos fantasear tanto como queramos―, y ni siquiera está claro que se trate de un retrato por encargo, aunque gran parte de los expertos se inclinan por pensar que, al igual que en caso anterior, se trata de un regalo nupcial. Sin embargo, ni su ropaje ni su tocado son propios de la ceremonia, sino que representan una buena muestra del gusto por la estética turca que se extendió por casi toda Europa durante el siglo XVII ―algo bastante paradójico, si tenemos en cuenta que el continente entero estuvo constantemente amenazado por el avance de las tropas otomanas, que no pretendían nada bueno―.
La figura adopta la postura que Tiziano instituyó en 1510 con su “Ariosto” —minoritariamente atribuido a Giorgione—, un lienzo que pasó varios siglos en tierras neerlandesas y que seguramente llegó a pertenecer a van Dyck. Vermeer aprovecha la pose para situar la perla en la sombra formada por el propio mentón de la modelo, lo que hace destacar su brillo; como también lo hace el fondo oscuro, que constituye toda una rareza en su obra, lo cual parece indicar que para él se trató de un trabajo especial en algún sentido. En cualquier caso, “La joven de la perla” supone una de esas extrañas e irrepetibles coincidencias de genio, ánimo y suerte que van marcando hitos en la historia de la belleza de origen humano. Su verdadera grandeza no reside en la maestría con la que el artista logró dominar un foco de luz muy complicado, sino en el hecho de que cualquier espectador pueda pasarse horas enganchado a esa mirada, tratando de desentrañar su significado sin llegar a más conclusión que la obvia: que está disfrutando mucho haciéndolo. Al fin y al cabo, en eso consiste el arte.
Recomendaciones: en los últimos años se han editado numerosos libros en castellano acerca de Vermeer. Sin embargo, como suele ocurrir en estos casos, la cantidad de títulos en el mercado es inversamente proporcional a la calidad media de los mismos. Por eso, mi recomendación es apostar por valores seguros. Taschen tiene actualmente dos volúmenes dedicados al pintor, el primero dentro de su línea básica, bien conocida por todos los aficionados al arte. El segundo, titulado «Vermeer. La obra completa», fue lanzado a finales de 2017 dentro de la nueva colección de gran formato de la editorial. Cuenta con un texto amplio y profundo firmado por Karl Schütz, uno de los mayores expertos vivos en pintura barroca flamenca, y la calidad de las imágenes es difícilmente mejorable.
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