Le preguntó si Ver Meer de Delft había sufrido por amor a una mujer, y si era una mujer la que le había inspirado sus obras; y cuando Swann le confesó que no se lo podía decir, Odette ya perdió todo interés por aquel pintor.
(“En busca del tiempo perdido: 1. Por el camino de Swann”, Marcel Proust, 1913).
Está demostrado que la aplicación del método paleontológico a la osamenta de los animales actuales da como resultado una galería de monstruos sin apenas similitud con la realidad, así que no debe de resultar demasiado sencillo reconstruir la verdadera apariencia de una criatura a partir de sus fósiles. Algo parecido ocurre con la figura de Vermeer ―pronúnciese fermíer―, del que apenas se conservan más datos fidedignos que un puñado de cuadros ―treinta y uno indubitados y cinco más de autoría controvertida―. Sus escasas obras nunca han dejado de pasar de colección en colección, por lo que no puede decirse que fuese completamente olvidado tras su temprana muerte; pero sí que la enorme popularidad de la que sin duda gozó en vida fue declinando lentamente hasta casi desaparecer del todo. Salvo por ciertas reivindicaciones tímidas durante el romanticismo, tuvo que ser la revolución impresionista la que cambiara la tendencia y facilitara un redescubrimiento popular del maestro holandés que acabó desatando una verdadera fiebre por su obra a principios del siglo XX, gracias en gran parte a la idolatría que hacia él demostró Marcel Proust.
Sin embargo, a pesar de que artistas como Buñuel o Dalí trataron de mantener viva la llama del genio de Delft, ésta volvió a palidecer progresivamente tras la muerte del literato francés, y así siguió hasta que el beso de Scarlett Johansson en “La joven de la perla” (Peter Webber, 2003) la resucitó de nuevo para el gran público. Tratando de satisfacer la demanda de información que desencadenó la película, en los últimos años se han realizado múltiples investigaciones académicas acerca de la vida del artista ―y, cómo no, también se han propagado muchas especulaciones aberrantes sin base alguna―. Los perfiles resultantes de estos ensayos no pueden ser más dispares: desde quien afirma que Vermeer era en realidad un hombre de negocios que concebía la pintura más como un pasatiempo que como una profesión, hasta los que le catalogan como una especie de Mozart de las artes plásticas. Lo único cierto es que absolutamente todos los historiadores del arte han tenido que recurrir al contraste de datos periféricos para tratar de esbozar su personalidad.
La accidentada vida política de las Provincias Unidas de los Países Bajos durante el siglo XVII, plagada de guerras y desastres naturales ―o incluso provocados por el hombre, como la apertura de los diques de contención marina en 1672 para frenar a las tropas francesas―, motivó la destrucción de innumerables documentos, y probablemente de gran parte de la obra del pintor ―existe documentación que hace referencia a al menos otras diez pinturas hoy desaparecidas―. Milagrosamente, se conserva su registro parroquial, que da fe de que fue bautizado en Delft el 31 de octubre de 1632 ―por el rito calvinista―, lo cual no quiere decir necesariamente que naciera allí. Su padre, que por aquel entonces se hacía llamar Reyner Janszoon, debió de ser un tipo con una vida no demasiado decente, como parece indicar el hecho de que cambiara de nombre y apellido al menos tres veces a lo largo de su existencia. No obstante, a pesar de ese dato sospechoso, se han hallado registros de él como hostelero, maestro tejedor de seda y marchante de arte, pero nada que le implique realmente en ningún tipo de negocio sucio ―no así al abuelo materno del pintor, que fue condenado a la decapitación por falsificar moneda, si bien logró escaparse con la cabeza sobre los hombros―.
No se sabe absolutamente nada acerca de la niñez de Johannes Vermeer, y con respecto a su formación artística tan sólo se han lanzado suposiciones basadas en su estilo y en coincidencias temporales, siendo las dos opciones imperantes las que le colocan en el estudio de Leonaert Bramer o bien en el de Carel Fabritius ―discípulo de Rembrandt―. Lo que está claro es que en algún lugar tuvo que haber aprendido a pintar, pues consta como inscrito en el gremio de artistas de San Lucas, para lo cual resultaba necesario haber trabajado seis años como aprendiz de otro miembro de la cofradía. En 1653, Vermeer se casa con Catharina Bolnes, segunda hija de una burguesa acomodada llamada Maria Thins, que era católica y gran devota de la Compañía de Jesús ―debido a ello, muchos autores afirman que el pintor abandonó su confesión calvinista para contentarla; pero tampoco está demostrado más allá de indicios vagos, como que bautizara a su cuarto hijo con el nombre de Ignatius―. Esta mujer cedió una casa al matrimonio, donde se reprodujeron hasta en quince ocasiones a velocidad leporina y en cuya segunda planta Vermeer instaló su estudio. Salvo que su obra pictórica fuese en realidad mucho más amplia que la que ha llegado hasta nosotros, parece imposible que el artista fuese capaz de sostener a semejante prole de no haberse dedicado a otra actividad como ocupación principal. En este sentido, además de poder haber heredado alguno de los negocios de su padre y de gestionar varias de las propiedades de su suegra, parece ser que adquirió un gran prestigio como experto en arte, como demuestra el hecho de que en un dictamen que se le encargó desde la corte de Juan Mauricio de Nassau llegase a impugnar, en contra del criterio unánime y con toda la razón, autorías atribuidas a Miguel Ángel y Rafael ―“se trata de cuadros malos, autentica basura”, para ser exactos―. En cualquier caso, y aunque no le diera para vivir exclusivamente de ello, los ingresos que le reportaba su propia pintura debieron de ser al menos regulares, pues se sabe que contaba con dos mecenas fijos: Hendrick van Buyten ―que no era un delantero del Ajax, sino un panadero― y el impresor Jacob Dissius.
La enorme crisis económica provocada por la invasión francesa de 1672, que aún hoy es recordada en los libros de historia neerlandesa como el Rampjaar (“el año de los desastres”), motivó que prácticamente desapareciera en todo el país el comercio de bienes suntuarios, por lo que Vermeer dejó de vender cuadros. Se sabe que pidió varios créditos que no fue capaz de devolver y que, lejos de sacarle del apuro, agravaron su situación económica hasta el punto de que, como dejó escrito su mujer en una carta, “…se sumió en un estado de melancolía tan profundo y sus fuerzas le abandonaron de tal modo que en el plazo de día y medio cayó enfermo y murió”. Era el 13 de diciembre de 1675, por lo que Vermeer debía de tener unos 43 años cuando dejó este mundo quebrado y con diez hijos menores de edad. Si hoy en día su escaso catálogo es uno de los más fiables de todo el barroco, es precisamente gracias a las actas del humillante concurso de acreedores al que se vio abocada su viuda.
Vermeer ha pasado a la historia como “el pintor de Delft”, pues el tópico afirma que dedicó gran parte de sus esfuerzos a los paisajes urbanos de dicha ciudad. La realidad es que tan sólo lo hizo en dos ocasiones: “Calle de Delft” (circa 1657) y “Vista de Delft” (circa 1660), claramente inspiradas en las pinturas de su coetáneo Pieter de Hooch. La primera de ellas llama la atención por el detalle minucioso con el que están reflejados los ladrillos avejentados y por el realismo con el que supo captar la capa de cal aplicada a la pared de cualquier manera. Se supone que mediante el contraste de esta decrepitud con la viva actividad de los cuatro personajes, el pintor trató de expresar ―o bien lo expresó sin pretenderlo― lo efímero de la vida humana, indicando que esos viejos muros habían visto y verían en lo sucesivo a muchas mujeres y niños como los que en ese momento se movían entre ellos.
Pero un crítico escribió que en la Vista de Delft de Ver Meer (prestada por el museo de La Haya para una exposición holandesa), cuadro que Bergotte adoraba y creía conocer muy bien, había un lienzo de pared amarilla (que Bergotte río recordaba) tan bien pintado que, mirándole sólo, era como una preciosa obra de arte china, de una belleza que se bastaba a sí misma. Bergotte leyó esto, comió unas patatas y se fue a la exposición. En los primeros escalones que tuvo que subir le dio un vértigo. Pasó ante varios cuadros y sintió la impresión de la sequedad y de la inutilidad de un arte tan falso que no valía el aire y el sol de un palazzo de Venecia o de una simple casa a la orilla del mar. Por fin llegó al Ver Meer, que él recordaba más esplendoroso, más diferente de todo lo que conocía, pero en el que ahora, gracias al artículo del crítico, observó por primera vez los pequeños personajes en azul, la arena rosa y, por último, la preciosa materia del pequeño fragmento de pared amarilla. Se le acentuó el mareo; fijaba la mirada en el precioso panelito de pared como un niño en una mariposa amarilla que quiere coger. «Así debiera haber escrito yo —se decía—. Mis últimos libros son demasiado secos, tendría que haberles dado varias capas de color, que mi frase fuera preciosa por ella misma, como ese pequeño panel amarillo.» Mientras tanto, se daba cuenta de la gravedad de su mareo. Se le aparecía su propia vida en uno de los platillos de una balanza celestial; en el otro, el fragmento de pared de un amarillo tan bien pintado. Sentía que, imprudentemente, había dado la primera por el segundo. «Pero no quisiera —se dijo— ser el suceso del día en los periódicos de la tarde.»
Se repetía: «Detalle de pared amarilla con marquesina, detalle de pared amarilla». Y se derrumbó en un canapé circular; de la misma súbita manera dejó de pensar que estaba en juego su vida y, recobrando el optimismo, se dijo: «Es una simple indigestión por esas patatas que no estaban bastante cocidas, no es nada». Sufrió otro golpe que le derribó, rodó del canapé al suelo, acudieron todos los visitantes y los guardianes. Estaba muerto. ¿Muerto para siempre? ¿Quién puede decirlo?
Constituye una suposición mayoritaria que los primeros trabajos de Vermeer fueron de tema histórico ―dentro del cual se incluían las escenas mitológicas y las religiosas―, puesto que en aquella época era considerado el asunto más sublime y no resultaba extraño que los recién admitidos en un gremio tratasen de impresionar con su dominio a sus nuevos colegas. Sin embargo, sólo se conservan dos ejemplos de esta temática: “Cristo en casa de María y Marta”, que debió de ser pintado hacia 1654, y “Diana con sus compañeras”, que se ha datado como de 1655 de manera algo aleatoria y sobre el que además existen serias dudas acerca de su verdadera autoría, que una gran parte de los autores conceden a Nicolaes Maes. En cualquier caso, se trata de dos lienzos de muy dudosa calidad, más propios de un aficionado o de un principiante que de un maestro, en los que el resultado final queda subordinado a una clara obsesión fallida por aparentar destreza técnica. Como podemos observar, en la primera imagen nos topamos con una pincelada tosca y acobardada, una composición tan desequilibrada que resulta estridente y un dibujo francamente mejorable. Ya cuenta, no obstante, con alguna de las chispas de la genialidad que demostraría su creador unos años más adelante, como la perfección instantánea de la expresión de María o el tratamiento del color que rodea a este personaje. No cabe duda de que se trata de un Vermeer; quizá del peor que conocemos, pero de un Vermeer.
Como principal exponente de su habilidad retratista, no podía faltar la que sin duda es en la actualidad su obra más celebrada: la inenarrable belleza del cuadro conocido popularmente como “La joven de la perla”, toda una obra maestra que en realidad está catalogada como “La muchacha con el pendiente de perla”. Se supone que fue pintado alrededor de 1665, pero no se sabe mucho más. No existe ninguna teoría seria acerca de quién pudiera ser la modelo ―lo cual es maravilloso, porque así podemos fantasear tanto como queramos―, y ni siquiera está claro que se trate de un retrato por encargo, aunque gran parte de los expertos se inclinan por pensar que, al igual que en caso anterior, se trata de un regalo nupcial. Sin embargo, ni su ropaje ni su tocado son propios de la ceremonia, sino que representan una buena muestra del gusto por la estética turca que se extendió por casi toda Europa durante el siglo XVII ―algo bastante paradójico, si tenemos en cuenta que el continente entero estuvo constantemente amenazado por el avance de las tropas otomanas, que no pretendían nada bueno―.
La figura adopta la postura que Tiziano instituyó en 1510 con su “Ariosto” —minoritariamente atribuido a Giorgione—, un lienzo que pasó varios siglos en tierras neerlandesas y que seguramente llegó a pertenecer a van Dyck. Vermeer aprovecha la pose para situar la perla en la sombra formada por el propio mentón de la modelo, lo que hace destacar su brillo; como también lo hace el fondo oscuro, que constituye toda una rareza en su obra, lo cual parece indicar que para él se trató de un trabajo especial en algún sentido. En cualquier caso, “La joven de la perla” supone una de esas extrañas e irrepetibles coincidencias de genio, ánimo y suerte que van marcando hitos en la historia de la belleza de origen humano. Su verdadera grandeza no reside en la maestría con la que el artista logró dominar un foco de luz muy complicado, sino en el hecho de que cualquier espectador pueda pasarse horas enganchado a esa mirada, tratando de desentrañar su significado sin llegar a más conclusión que la obvia: que está disfrutando mucho haciéndolo. Al fin y al cabo, en eso consiste el arte.
Recomendaciones: en los últimos años se han editado numerosos libros en castellano acerca de Vermeer. Sin embargo, como suele ocurrir en estos casos, la cantidad de títulos en el mercado es inversamente proporcional a la calidad media de los mismos. Por eso, mi recomendación es apostar por valores seguros. Taschen tiene actualmente dos volúmenes dedicados al pintor, el primero dentro de su línea básica, bien conocida por todos los aficionados al arte. El segundo, titulado «Vermeer. La obra completa», fue lanzado a finales de 2017 dentro de la nueva colección de gran formato de la editorial. Cuenta con un texto amplio y profundo firmado por Karl Schütz, uno de los mayores expertos vivos en pintura barroca flamenca, y la calidad de las imágenes es difícilmente mejorable.