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“Servidumbre humana”, de W. Somerset Maugham (1915).

servidumbre humana Maugham

Es una ilusión creer que la juventud sea feliz,
una ilusión fomentada por los que la han perdido.

Contemporáneo de Virginia Woolf, James Joyce o D. H. Lawrence, puede decirse que Somerset Maugham mantuvo a flote la narrativa tradicional dentro del panorama experimental de las vanguardias británicas. Junto con el éxito arrollador que sus comedias y sus libros de cuentos encontraban entre el público ―durante casi dos décadas fue el autor mejor pagado del Reino Unido—, fue precisamente su estilo fluido, llano y descriptivo ―más propio del realismo decimonónico que de las corrientes en boga― lo que durante muchos años hizo que sus obras fuesen tomadas como literatura de consumo popular y su figura injustamente despreciada por la crítica.  Ya antes de su muerte en 1965 —a los noventa y un años de edad—, y salvo por puntuales reivindicaciones por parte de George Orwell o Anthony Burguess, su presencia en los medios de comunicación ingleses se limitaba a renacer en las páginas de los tabloides cada vez que, desde su retiro en la Riviera, protagonizaba algún escándalo motivado por una demencia senil que jamás le fue oficialmente diagnosticada. Tan sólo desde hace un par de décadas, sin motivo aparente y todavía con cierta timidez, su nombre empieza a encontrar el lugar que a mi juicio se merece en la historia de la literatura universal.

“Servidumbre humana” es su obra maestra por excelencia. Aunque su proceso creativo duró décadas, realmente la escribió entre los treinta y siete y los cuarenta y un años de edad, y las circunstancias del protagonista, Philip Carey, hacen presumir que se trata de una novela autobiográfica, si bien no se sabe en qué medida ―el propio Maugham, tras haber pasado tanto tiempo dándole vueltas al texto, reconoce en el prólogo ser incapaz de discriminar los recuerdos reales de los ficticios―. A pesar de su sencillez formal, se trata de una novela larga y complicada; no porque se haga pesada, ni mucho menos, sino porque desprende una filosofía entre cínica y pesimista no apta para cualquier mentalidad. Además, requiere de una lectura atenta y pausada, porque su estilo sosegado apenas presenta cambios de ritmo que manipulen las emocionen del lector: las sorpresas, los imprevistos y los hechos determinantes son presentados sin preparación previa, con la misma frialdad indolente con la que acostumbra a facilitarlos la vida real. Sin ir más lejos, sirvan como ejemplo los primeros párrafos del libro:

El alba apuntó gris y oscura. Las nubes se apelotonaban en el cielo y la crudeza del aire anunciaba nieve. Una niñera entró en una estancia en la que dormía un niño y descorrió las cortinas de la ventana; dirigió una distraída mirada a la casa de enfrente, una casa revestida de estuco y provista de un soportal. A continuación se acercó a la cama del niño.
—Despierta, Philip —dijo.
Apartó las ropas del lecho, cogió al niño entre sus brazos y se lo llevó al piso de abajo. El niño continuaba medio dormido.
—Tu mamá te llama.
La niñera abrió la puerta de una habitación y avanzó con el niño hasta el lecho ocupado por una mujer: era la madre. Ésta tendió los brazos hacia el niño y el chiquillo se acurrucó junto a ella, sin preguntar por qué le habían despertado. La madre le besó en los ojos, y en sus frágiles manos sintió el calor del cuerpecito del niño a través de la camisa larga de franela. Lo estrechó contra sí.
—¿Duermes, tesoro? —le preguntó.
Su voz era tan débil que parecía venir de muy lejos. El niño no contestó, pero en sus labios apareció una sonrisa. Sintióse feliz en aquel gran lecho caliente, entre aquellos brazos que lo oprimían tierna y afectuosamente. Trató de hacerse aún más pequeño y dio a su madre un sonoro beso. Un momento después cerraba los ojos, quedándose dormido profundamente. El médico se acercó a la cama.
—¡Oh, no me lo quite todavía! — pidió la enferma.
Sin responder, el doctor la miró gravemente. La madre, que sabía que no le permitirían tenerlo más tiempo a su lado, le besó de nuevo; luego pasó la mano por todo el cuerpecito, hasta llegar a los pies; se apoderó del derecho y durante un instante palpó los cinco deditos; más tarde acarició lentamente el izquierdo. Comenzó a sollozar.
—¿Qué tiene usted? —preguntó el médico—. ¿Se siente usted cansada?
La madre, incapaz de pronunciar una palabra, movió la cabeza. Las lágrimas inundaron su rostro. El doctor se inclinó hacia ella.
—Permita usted que me lo lleve.
Demasiado débil para oponerse, la mujer obedeció. El médico entregó el niño a la niñera.
—Es mejor que se lo lleve usted a su cama.
—Sí, señor.
El niño, medio dormido, fue conducido a su lecho. Su madre sollozaba de un modo que partía el
corazón.
—¡Pobrecito! ¿Qué será de él?
La enfermera intentó calmarla. Poco después el cansancio terminaba con el llanto de la madre. El doctor se acercó a una mesa donde, bajo la palangana vuelta hacia abajo, yacía el cuerpecito de un niño que había nacido muerto. El médico apartó la palangana para mirarlo. Un biombo separaba la mesita del lecho, pero la mujer adivinó lo que el doctor estaba haciendo.
—¿Era hembra o varón? —susurró a la enfermera.
—Otro varón.

Al igual que el protagonista, Maugham perdió a sus padres a una edad muy temprana y su educación fue confiada a un padrino severo y nada cariñoso. En el caso de Philip se trata de un vicario anglicano que desea en secreto ser católico, pero que mantiene las formas a rajatabla. El niño crece en un ambiente opresivo en el que el domingo se asemeja en gran medida al sabbat judío, en el sentido de que no se puede realizar más esfuerzo físico que el imprescindible para acudir a la iglesia o para llevar a cabo las tareas domésticas más básicas. Por supuesto, jugar en domingo no está bien visto a los ojos de Dios, por lo que al joven Philip no le queda más remedio que aficionarse a la lectura para sobrevivir a esas larguísimas tardes ―recordemos lo que para nosotros significaba una simple hora cuando éramos niños―. Esto le llevará a penetrar en obras quizá demasiado complejas para un niño, lo que por un lado afinará aún más la sensibilidad extrema que ya trae de serie y, por otro, le obligará a sentirse extraño ante compañías no elegidas libremente.

El sentimiento de la individualidad nace a menudo con la pubertad, pero no siempre se desarrolla en un grado tal que haga ver la diferencia existente entre un individuo y su próximo inmediato en relación consigo mismo. Y en este caso el tal tiene tan poca conciencia de sí como la abeja de la colmena. Y es el más afortunado porque tiene la mayor posibilidad de ser feliz. Comparte su actividad con los otros, y goza sus placeres en común. Tales individuos son los que vemos danzar en Hampstead Heath el lunes después de Pentecostés, los que hacen número en los campos de deportes o aplauden un cortejo real desde las ventanas de un círculo en Pall Mall. Y a causa de todo esto el hombre ha sido llamado «animal sociable».

Del mismo modo que Maugham sufría lo indecible a causa de una importante tartamudez, Carey presenta una malformación congénita llamada talipes equino, que consiste en tener un pie ―o ambos― severamente deformado y torcido hacia dentro. Esta peculiaridad condicionará su vida, pero no porque le dificulte desenvolverse en ella o le impida realizar demasiadas cosas, sino por la reacción que su lesión causa en las personas que va conociendo. Así, por ejemplo, será motivo de la chanza más descarnada por parte de sus compañeros de internado, mientras que durante el resto de su vida le acarreará ir precedido de un prejuicio ambiguo que de igual modo puede materializarse tanto en lástima como en desprecio. Personalmente, la descripción de la crueldad que pueden llegar a emplear los niños ingleses con el protagonista me ha sorprendido sobremanera, porque en mi colegio teníamos a un compañero que sufría exactamente el mismo problema y jamás vi que nadie se atreviese a burlarse de él por ello: era cojo como yo podía ser moreno, sin más; y, desde luego, a ninguno se nos ocurrió nunca pedirle que se descalzara. Quizá él tenga otros recuerdos de aquella época, no lo sé ―ni siquiera sé si sigue vivo―.

Singer llamó a Philip, pero éste no respondió. Mordía la almohada para que no le oyeran sollozar. No lloraba por el daño que le habían hecho en el brazo ni por la humillación sufrida cuando le habían mirado el pie, sino de rabia contra sí mismo por no haber sido capaz de soportar la tortura, mostrando el pie voluntariamente.

En aquel momento se dio cuenta de la miseria de su vida. A su imaginación le parecía que aquella infelicidad iba a durar eternamente. Sin un motivo especial recordó la fría madrugada en que Emma le había sacado de su lecho para llevarlo al de su madre. No había pensado hasta entonces en ello, pero en aquel momento creía sentir el calor de su mamá y el apretón de sus brazos. De súbito le pareció que todo lo sucedido no era más que un sueño: la muerte de su madre, la vida en el vicariato, y aquellos dos horribles días en el colegio. Al día siguiente, cuando se despertara, se encontraría de nuevo en su casa. Pensando en esto se le secaron las lágrimas. Era demasiado infeliz; aquello no podía ser más que una pesadilla. Su mamá vivía aún y dentro de poco vendría Emma a acostarse. Se adormeció.

Pero a la mañana siguiente le despertó el sonido de la campana y lo primero que vieron sus ojos fue la cortina verde que cerraba el departamento.

En lugar de la literatura, el alter ego de Maugham cultiva la pintura ―en realidad, en lo único en que coinciden exactamente es en que ambos acabarán estudiando medicina, tras rebelarse contra el designio de sus tutores de orientar sus pasos hacia la abogacía―. La parte en la que Philip se muda a París para estudiar dibujo en mitad de la explosión impresionista, además de ser especialmente entretenida, contiene reflexiones muy interesantes para cualquier amante del arte, centrándose en la idea del desprecio hacia la mera destreza técnica y en la máxima de que cualquier obra en la que pese más el cerebro que el corazón no puede ser calificada propiamente como artística. A través de amenas conversaciones entre los personajes de la bohemia parisina, asistiremos a auténticos análisis de los estilos de diferentes genios de la pintura, especialmente de Manet ―y el viejo e irresoluble asunto de sus contornos―, Velázquez y El Greco“Ningún pintor ha mostrado más claramente que la tierra es sólo un lugar de paso”―, cuya leyenda obsesionará de tal modo a Carey que fijará como objetivo primordial en su vida viajar a Toledo para contemplar su obra, en una época en la que aún no era posible disponer de reproducciones de cuadros con la fidelidad de nuestros días.

Philip no se abandonaba voluntariamente a la pasión que le consumía. Sabía que toda cosa humana es transitoria y que, por lo tanto, ésta estaba destinada a cesar un día u otro. Y esperaba ansiosamente ese día. El amor residía en su corazón como un odioso parásito que se nutría con sangre de su vida y absorbía su existencia tan intensamente que le impedía hallar placer en otra cosa cualquiera. Durante una temporada se había deleitado con el encanto de St. James Park y solía ir a contemplar las ramas de un árbol recortadas contra el cielo como en las estampas japonesas. Con sus orillas y escaleras, el Támesis le ofrecía un continuo y mágico espectáculo, y el cielo mudable de Londres había llenado su alma de agradables quimeras. Pero ahora la belleza no significaba nada para él. Cuando no estaba al lado de Mildred se sentía aburrido e inquieto. A veces esperaba distraerse contemplando cuadros, pero atravesaba las salas de la National Gallery como un paseante indiferente, y ningún cuadro le producía emoción. ¡Quién sabe si hubiese apreciado todavía las cosas que tanto le habían gustado! Adoró la lectura, pero ahora los libros no le decían nada, y pasaba las horas de libertad en el saloncito del club del hospital hojeando innumerables periódicos. El amor era un tormento y su yugo un peso insoportable. Philip anhelaba la libertad.

A veces se despertaba por la mañana sin sentir nada y su alma se alegraba porque le parecía que ya estaba libre: no amaba. Pero, poco a poco, mientras se despabilaba, el corazón empezaba a dolerle. No estaba todavía curado. A pesar de su loco deseo despreciaba a Mildred y pensaba que la mayor tortura del mundo era amar y despreciar al mismo tiempo.

Maugham Cautivo del deseo
Leslie Howard (Philip) y Bette Davis (Mildred) en «Cautivo del deseo», adaptación de «Servidumbre humana» dirigida en 1934 por John Cromwell.

A lo largo de la novela, Philip se verá atacado sucesivamente por diversas manifestaciones de celos, partiendo de sus relaciones con sus escasos amigos de adolescencia ―de naturaleza obviamente homosexual, si bien parece que platónicas― y llegando a su paroxismo con su amor por Mildred, una camarera que le torturará y le humillará hasta tal extremo que dejará en simples desplantes lo que Odette le hizo a Swann o la bella Karin a Petra von Kant. A base de describir sus sentimientos con una exactitud que asusta a cualquiera que haya probado del mismo veneno, Maugham consigue estimular en el lector tal empatía hacia su personaje que resulta inevitable sufrir varios sobresaltos a lo largo del libro. Quizá el secreto para lograr este efecto esté en la sinceridad desvergonzada del autor, al que no le ha importando desnudar su pasado ante el público, por mucho que éste pueda resultar infamante. De este modo, al tratarse de una figura autobiográfica, su construcción se acerca peligrosamente a la idea que cada uno tenemos de nosotros mismos, llegando incluso a provocarnos cierto pudor al ver actuar a su conciencia con las mismas dosis de severidad, comprensión y condescendencia que solemos aplicar a la hora de juzgar nuestros propios actos. En este sentido, puede decirse que Philip es en general una buena persona ―o bien que sabe cómo serlo, aunque en las ocasiones cruciales no pueda doblegar su voluntad visceral―, pero no exenta de sombras que habitualmente pasan desapercibidas a los que le aprecian. Por ejemplo, detectaremos en su comportamiento varias muestras del absurdo placer que supone vengarse en inocentes, uniendo a la sensación de poder y de desquite una falsa legitimación para actuar con completa arbitrariedad. A fin y al cabo, si uno consigue vengarse del verdadero culpable, se calma y se acabó; pero la llama del odio vital puede mantenerse siempre viva devorando víctimas simbólicas.

Sabía que hacía la corte a Mildred y que estaba terriblemente celoso, pero se consolaba pensando en la frialdad que, por otra parte, era el primero en sufrir. Creyéndola incapaz de una pasión, pensaba que su rival no podía ser más afortunado que él. Sin embargo, sintió que el corazón se le encogía al pensar en que la aparición de Miller podía tal vez impedir la velada, cuyo placer había saboreado de antemano. Entró pálido de angustia. Mildred fue a preguntar lo que deseaba y luego le llevó el té y la cuenta.
—Estoy desolada —le dijo con expresión de verdadero desconsuelo—, pero esta noche no puedo salir.
—¿Por qué?
—No ponga usted esa cara tan seria —dijo riendo la muchacha—. No es culpa mía. Mi tía se sintió mal anoche y hoy es el día que le toca salir a nuestra criada. Estoy, pues, obligada a quedarme en casa. No puedo dejarla sola, ¿no le parece?
—¡Qué lástima! Eso quiere decir que en vez de lo que teníamos proyectado la acompañaré a usted a su casa.
—Pero usted ha tomado ya las localidades y es lástima perderlas.
Philip las sacó del bolsillo y las rompió en pedacitos.
—¿Por qué hace usted eso?
—No se imagine usted que yo puedo ir solo a oír una opereta estúpida. Había tomado las localidades por usted.
—Tampoco puede usted acompañarme a casa, si ésta es su idea.
—¿Ha combinado usted alguna otra cosa?
—No sé lo que quiere usted decir. No es culpa mía si mi tía está sola.

Emborronó rápidamente su cuenta y se alejó. Philip conocía demasiado poco a las mujeres, pues de otro modo habría sabido que es necesario aceptar todas sus mentiras, aun las más claras. Decidió apostarse cerca de la sala para ver si Mildred salía sola. A las siete se situó en la acera opuesta. Miró en torno, pero no vio a Miller. Al cabo de diez minutos vio salir a la joven con el abrigo y la bufanda que llevaba la noche que salió con él. Por lo tanto no se marchaba a su casa.

servidumbre humana W. Somerset Maugham según George Platt Lynes (1955).
W. Somerset Maugham según George Platt Lynes (1955).

Sin embargo, si la novela presenta un eje constante sobre el que gira la larguísima trama, ése es la búsqueda de una regla vital por parte del protagonista. Philip tratará de conducirse de acuerdo con diversos enfoques de racionalidad, topándose una y otra vez con la imposibilidad de vencer con un arma tan endeble como la simple lógica a un enemigo tan formidable como la naturaleza humana. La servidumbre a la que se refiere el título de la novela ―en mi opinión, bondage hubiese debido ser traducida más bien como “esclavitud”― no es sino la coacción constante que diversos agentes ejercen sobre el libre albedrío. Dios, la figura paterna, sus ambiciones artísticas o el poder de sus amantes se configurarán sucesivamente como los amos absolutos de su conducta, tiranía que desempeñarán con completo desprecio hacia la que cree que es su verdadera voluntad. Más tarde llegará a entrever que todos esos iconos de poder no son más que eso: simples mandatarios de su propia represión interna, en cuya fuerza tratará de exculparse por algo tan sencillo e inasumible como que su voluntad natural no se ajusta a su voluntad racional. En primer lugar, siendo aún niño, creerá encontrar en la fe religiosa esa norma de vida; posteriormente coqueteará con el imperativo categórico kantiano, para finalmente acabar deduciendo que la vida no es más que un accidente químico privado de significado, una especie de gran burla sin culpable alguno. Hasta entonces, en el protagonista se harán patentes las ansias de una segunda oportunidad, de volver a vivir la misma vida esquivando los errores cometidos. En mi opinión, esto constituye un nuevo error, porque cada vez creo con más convicción que la vida no se desperdicia tomando decisiones equivocadas, sino día a día, hora a hora, despreciando las posibilidades de cada minuto. Desgraciadamente, cuando alguien llega a esa conclusión suele ser cuando el cuerpo ya no le permite emplearse con la intensidad necesaria para corregir la dinámica. Por lo que estoy viendo, se trata de una reflexión bastante frecuente cuando se frisan los cuarenta años de edad, momento en el que se puede experimentar la tentación de cerrar balance, como si ya no pudieran esperarse muchos más cambios estimulantes en la vida de uno. Maugham comenzó a escribir “Servidumbre humana” con veintitrés años ―y de hecho en aquel tiempo llegó a presentar una versión cerrada, que fue rechazada por varios editores―; sin embargo, revisó y realmente creó la obra precisamente al cumplir la cuarentena, por lo que la presencia de ese sentimiento sombrío es evidente. Sombrío y, al menos en su caso, equivocado, porque a los pocos meses de su edición, el escritor fue reclutado por el servicio secreto británico y enviado como espía a la Rusia revolucionaria. Se me ocurren pocas misiones más estimulantes, la verdad.

Pensó en Hayward y en la admiración que había sentido por él cuando se encontraron por vez primera. Luego pensó en su desilusión y en su indiferencia. Nada los ligaba ya si no era la costumbre y los recuerdos. Aquélla era una de las singularidades de la vida. Se veía a una persona cotidianamente durante varios meses, en una intimidad tan grande que no podía imaginarse la existencia sin ella. Sobrevenía la separación y todo proseguía igual, dándose uno cuenta de que el compañero que había parecido indispensable no lo era, ni mucho menos. No se notaba ni siquiera su falta. En los hermosos días de Heidelberg, Philip había creído a Hayward capaz de grandes cosas. Pero Hayward, que contemplaba el porvenir con entusiasmo, se había resignado poco a poco al fracaso. Ahora estaba muerto y su muerte había resultado tan inútil como su vida.

Philip se preguntó desesperado por qué era necesario vivir. Todo le parecía vacuo y vano. Tampoco la vida de Cronshaw había servido de nada. Muerto y olvidado, su libro se encontraba en los puestos de libros viejos. Había vivido sólo para que un periodista ambicioso tuviera ocasión de escribir un artículo en una revista.

Y Philip volvió a preguntarse:

—¿Qué finalidad tiene todo esto?

El esfuerzo era desproporcionado al resultado. Las brillantes esperanzas de la juventud se resolvían en la más amarga desilusión. Sufrimiento, desdicha y enfermedad pesaban mucho en el platillo de la balanza. ¿Cuál era el significado de todo aquello? Pensó en su vida, en sus esperanzas, en las limitaciones que le imponía su deformidad, en los afectos que le habían faltado en su juventud. Le parecía que siempre obró lo mejor que pudo y sin ningún resultado. Otros hombres que valían lo mismo que él habían triunfado. Y otros, muchos mejores, habían fracasado. Seguramente se trataba sólo de suerte. La lluvia caía de la misma forma sobre el justo que sobre el malvado. Para nada existía una razón.



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2 comentarios en «“Servidumbre humana”, de W. Somerset Maugham (1915).»

  1. Ignacio Viloria, perdón de antemano por hacer referencias personales y que no son objeto de la página pero es imperativo sin opción para mí: una vez más quiero darte las gracias por la generosidad con la que nos regalas tu trabajo, y casi intimidad, a todos, a nadie, al anónimo. Quiero ser respetuosa y no extenderme. GRACIAS (alabar el valor profesional es hasta obsceno por la rotundidad de la evidencia y porque sería ridículo que yo lo hiciera). Y no sé si conseguiré publicar esto. No volveré a hacer comentarios de este carácter («no lo volveré a hacer más»)

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