Mi solo elemento es el que me quema e inflama,
pues conviene que yo viva de lo que otros mueren.
Las cotas de genialidad que Michelangelo Buonarroti (Caprese, 6 de marzo de 1475-Roma, 18 de febrero de 1564) alcanzó en las tres artes plásticas suelen hacer olvidar que también fue un buen escritor, tanto en verso como en prosa. Gracias a ello y a su profusa afición epistolar, hoy en día podemos hablar de él casi con el mismo grado de certeza con el que nos referimos a artistas contemporáneos. Sabemos que era homosexual cerrado, pero que a la vez demostraba un carácter viril que rozaba lo brutal, lo cual probablemente le salvó de tener serios problemas en este sentido. Sabemos también que consideraba que la pintura no era propiamente un arte, sino un mero ejercicio de “magia ilusoria” que se limitaba a imitar la apariencia de las cosas y a crear fantasmas vanos. Además, de entre todas las técnicas, denostaba especialmente la pintura al óleo, que consideraba “propia de mujeres o de vagos como Sebastiano del Piombo”. Hilando aún más fino, creía que los retratos sólo eran “pábulo para la vana curiosidad y las ilusiones imperfectas de los sentidos”, y que los paisajes no pasaban de significar “un bosquejo vago y grosero, un juego para niños e ignorantes”, ignorantes entre los que incluía a Leonardo, a Giorgione, a Durero o al joven Rafael. Miguel Ángel, procedente de una familia de la aristocracia burguesa florentina, era un hombre muy culto para su época y trataba de fundamentar su fobia pasional hacia la pintura en las enseñanzas platónicas, que en ocasiones llegaba a tomar casi como una religión. Así, entre otros muchos ejemplos en el mismo sentido, en una carta fechada en 1547 escribe lo siguiente: “La escultura es la antorcha de la pintura; entre la una y la otra hay la misma diferencia que entre el sol y la luna”.
Sin embargo, incluso admitiendo su buen fundamento teórico, y al igual que Leonardo simulaba despreciar el cincel, es posible detectar cierta reacción de mal perdedor en su aversión hacia los pinceles. Tan bien como se sabía el mejor tallador en lo que iba de historia, no se mostraba tan seguro de su técnica pictórica a la hora de compararse con sus coetáneos, de modo que, cuando en 1508 comenzó a cubrir la bóveda de la Capilla Sixtina, no lo hizo por gusto, sino porque el papa Julio II le lanzó “una oferta que no pudo rechazar”. Miguel Ángel tardó más de cuatro años en rellenar los cerca de mil metros cuadrados que se habían puesto a disposición de su genio; casi un lustro que, a juzgar por los sonetos que compuso en ese periodo, debió de ser uno de los peores de su vida:
De trabajar incómodo, me ha salido un bocio
Como le hace el agua a los gatos de Lombardía
(A menos que se trate de cualquier otro país)
Con la fuerza que el vientre aplica sobre el mentón.
Mi barba apunta al cielo, siento la nuca
Sobre la espalda, tengo pecho de arpía,
Y la pintura que sin cesar cae sobre mi rostro
Me hace allí un rico pavimento.
Los riñones me llegan a la panza,
El culo hace contrapeso a la grupa,
Los ojos buscan los pies en vano.
Delante se me alarga el cuero
Lo mismo que se estira por detrás
Tenso como un arco de Siria.
Falaces y extraños son
Los juicios que me llegan a la mente,
¡Quién puede apuntar con cerbatana tuerta!
Esta carroña de pintura…
Defiéndela, Giovanni, y también mi honor:
No siendo bueno el lugar ni yo el pintor.
A principios de 1505, Julio II llamó a Miguel Ángel a su presencia para encomendarle el diseño y la talla de su mausoleo. Como todos los proyectos que salían de la cabeza del Santo Padre en cualquier ámbito, la obra debía presentar unas proporciones faraónicas, y no encontraba en Roma a ningún artista que considerara digno del encargo. Parece ser que Julio II nunca había contemplado ninguna escultura de Miguel Ángel, pero había oído maravillas de su trabajo en Florencia, la mayoría de ellas por boca del cardenal Juan de Médici ―hijo de Lorenzo el Magnífico, futuro sumo pontífice con el nombre de León X y, muy probablemente, amigo íntimo del escultor―. Dado el tamaño de la encomienda, Miguel Ángel tuvo que pasar cerca de un año en Carrara seleccionando personalmente los bloques adecuados, estancia durante la que llegó a plantearse la idea de esculpir directamente la montaña entera. Como vemos, si la megalomanía del mecenas ya resultaba exagerada, la de su patrocinado superaba lo nunca visto, y esa característica compartida les llevó tanto a entablar rápidamente una gran amistad como a pasarse la vida sacándose de quicio mutuamente.
Calificado popularmente como “el papa guerrero”, Julio II constituye una de las personalidades políticas más apasionantes de todo el Renacimiento. Aplicó con gran habilidad los principios maquiavélicos para tratar de devolver a la Santa Sede su poder secular, esforzándose por dar continuidad a una labor que en 1471 ya había comenzado su tío, Sixto IV. A pesar de su apodo, Julio II fue ante todo un diplomático excepcional. Maestro del “divide y vencerás”, supo jugar a sus anchas con Francia, con el Sacro Imperio, con la Inglaterra de Enrique VIII, con las Repúblicas italianas y con las Coronas españolas, logrando las alianzas adecuadas siempre que le fue necesario. Consiguió extender hasta sus límites históricos a los Estados Pontificios, si bien siempre supo que su vida no sería lo suficientemente larga como para alcanzar su objetivo final: reunir de nuevo a la toda la Cristiandad bajo el poder político de Roma. Su afán conquistador y su vocación imperial eran tales que muchos historiadores suponen que no eligió su nombre por reverencia hacia ningún santo de la Iglesia, sino hacia Julio César.
Pero, dejando a un lado sus triunfos militares, el papado de Julio II destaca por un fomento de las artes que no sería igualado hasta los tiempos de Urbano VIII, ya bien entrado el siglo XVII. Ambos papas estaban convencidos de que el poder político debía ir unido al esplendor cultural, y si Urbano VIII eligió a Bernini como su principal factótum, Julio II confió en Bramante, Rafael y Miguel Ángel. Esta elección tricéfala ofrece una muestra más de su habilidad para dominar las voluntades humanas, pues conocía a la perfección la antipatía correspondida que Miguel Ángel sentía hacia Bramante y, por extensión, hacia su protegido Rafael. Julio II no tardó demasiado en darse cuenta de que explotando esa rivalidad podría sacar lo mejor de cada uno de ellos, tal y como obtenía lo que quería de los soberanos europeos. De hecho, más que la amenaza de poner su carrera ulterior en serios apuros si rechazaba la encomienda de decorar la Capilla Sixtina, la advertencia de que el trabajo le sería inmediatamente encargado a Rafael fue lo que determinó a Miguel Ángel a aceptarlo a regañadientes. Bramante, no menos dotado de capacidad maquiavélica que su mecenas, aplaudió la decisión, convencido de que supondría la tumba profesional de su adversario, pues no en vano se le apartaba durante unos años de la escultura para embarcarle en un proyecto pictórico de una dificultad técnica inenarrable. Bramante conocía la inseguridad de Miguel Ángel ante la pintura, y daba por hecho que éste abandonaría el encargo antes de concluirlo o que, en el peor de los casos, acabaría presentando una obra muy mediocre. Con lo que no contaba era con la terquedad y la capacidad de sacrificio de su magnífico enemigo, que ya en su juventud había llegado a enfermar varias veces por estudiar los cadáveres hasta que la podredumbre los hacía irreconocibles.
Así, lo primero que hizo Miguel Ángel fue ordenar que se retirase el andamio que el propio Bramante, con la excusa de garantizar su seguridad física mediante anclajes en el techo, le había colocado de una manera que hacía prácticamente imposible el trabajo. Jugándose el tipo, diseñó otro en su lugar, sostenido sobre su propio peso y dotado de varias frágiles plataformas sobre las que tendría que pintar tumbado de espaldas. En esa postura inhumana se vio obligado a recrear cerca de trescientas figuras; y lo hizo completamente en solitario, sin más ayuda que la de algunos jóvenes que se encargaban de acercarle la comida o los útiles que necesitase en cada momento mediante poleas, pues las tarimas más altas no habrían aguantado el peso de dos personas. Comenzó esbozando enormes cartones en el suelo, cuyos trazos después calcaba en la bóveda para que le sirvieran de guía. Las primeras jornadas consistieron en un subir y bajar casi constante para comprobar que las dimensiones de sus dibujos resultaban adecuadas a la visión de los futuros espectadores, hasta que creyó dar con la proporción exacta y decidió prescindir de los bocetos previos para pintar directamente sobre el techo.
No obstante, el hecho demostrado de que Miguel Ángel trabajara solo no implica que absolutamente todo lo que plasmó saliera de su imaginación. Podía ser una persona muy culta y genial, incluso un relativo experto en las Sagradas Escrituras; pero ya en Nicea II (787) había quedado sentado que la iconografía del arte eclesiástico era responsabilidad de los teólogos y no de los artistas: “Las iglesias son de los padres que las han construido; sólo el arte es de los artistas”. Si tenemos en cuenta que la Capilla Sixtina era ―y es― la sala reservada para la celebración de los cónclaves ―que para los católicos supone el lugar donde el Espíritu Santo inspira el nombre del sucesor de San Pedro―, no cabe duda de que su contenido no pudo dejarse alegremente a la libertad creativa de nadie, ni siquiera de Miguel Ángel. No se sabe con exactitud qué canónigos le asistieron en la elaboración de su pintura, pero los nombres de Egidio de Viterbo y de Santi Pagnini gozan de un respaldo casi unánime en la actualidad. Por otra parte, tan sólo con el apoyo de eminencias teológicas de esa categoría se habría consentido la aparición de desnudos sin velo. Se sabe, por ejemplo, que hubo cierta polémica en el Vaticano en el caso de Adán y Eva, hasta que los doctores sentaron que si la primera pareja sólo se había percatado de su desnudez tras pecar, no cabe duda de que así había permanecido desde que fue creada por Dios ―parecerá de Perogrullo, pero una afirmación como ésa podía traerle serias consecuencias a su emisor dependiendo de sus estudios y del reconocimiento que se hubiese ganado―.
Donde, desde luego, no se inmiscuyó nadie fue en la manera en la que Miguel Ángel tradujo en imágenes los consejos recibidos. Además, y aunque la modestia no era una de sus virtudes más famosas, parece que el artista no mentía cuando afirmaba que la idea general fue suya. De hecho, la cuestión debió de costarle algún que otro enfado con el sumo pontífice, que en un primer momento tenía en mente una simple representación de los doce apóstoles. De hecho, se conservan dos bocetos realizados siguiendo el plan primigenio, uno en el Museo Británico y otro en el Instituto de Arte de Chicago, y ambos dibujos ponen de manifiesto su pobreza comparados con el resultado final. Por suerte, Miguel Ángel se dio cuenta a tiempo de la vulgaridad de la idea y logró persuadir a Julio II para que le permitiera llevar a cabo su diseño, a pesar de que el primero le habría resultado mucho más sencillo de realizar. Además, la condición de mal pagador del papa era harto conocida, por lo que el hecho de que el cambio motivara la novación del contrato firmado el 10 de mayo de 1508 para doblar sus honorarios debió de resultarle casi indiferente al artista. La remuneración finalmente pactada fue de 6.000 ducados, 1.000 de ellos por adelantado, que Miguel Ángel terminaría cobrando por completo, pero tarde y mal.
A la hora de interpretar el significado de los frescos de la Capilla Sixtina, conviene tener en cuenta la importancia de las tesis tomistas en el momento en el que fueron pintados. Decía Tomás de Aquino: “Dado que una cosa puede parecerse a otras muchas, por la misma razón es imposible deducir de cualquier mención en las Escrituras una significación no ambigua”. En este sentido, como el juego de símbolos es meridianamente claro en algunas de las figuras plasmadas en el techo, siempre se ha aceptado que Miguel Ángel pretendió otorgarle una determinada significación al conjunto, pues habría resultado absurdo que tomara partido en unos casos para dejar el resto a la neutralidad meramente decorativa. No obstante, la complicada estructura de la obra hace muy difícil desentrañarla en su totalidad.
La franja central está compuesta por nueve paneles independientes, pero relacionados entre sí, que reflejan escenas del Génesis. Cinco de ellos albergan las denominadas “escenas menores”, escoltadas cada una por cuatro atletas desnudos ―ignudi― que sostienen medallones de oro y bronce con guirnaldas ―que a su vez representan ideas sacadas del Libro de los Reyes―. Los cuatro paneles restantes dan cabida a las “escenas mayores”, que agotan el espacio entre cornisas sin precisar de añadido alguno. La aparente diferencia de categoría entre ambos tipos de pinturas no halla su justificación en la mayor o menor importancia iconográfica de los motivos que contienen, sino en el acomodo de los elementos arquitectónicos que las separan: una serie de pilares, nervios, capiteles, vigas y cornisas que Miguel Ángel decidió dibujar donde no las colocó el arquitecto, para así “convertir en un verdadero templo lo que más aparentaba ser un granero”. La perfección con la que todos estos elementos están recreados llega a tal extremo que resulta imposible distinguir desde el suelo que el techo de la Capilla Sixtina es en realidad una superficie sin relieves. Y todo ello lo logra Miguel Ángel mediante simple perspectiva, con la dificultad añadida de tener que acomodar sus líneas a una forma abovedada. El mérito del artista ya deviene casi sobrenatural cuando nos percatamos de que las figuras humanas no guardan una misma escala entre las diferentes escenas, de modo que en teoría el conjunto debería ser una especie de locura inarmónica. En la práctica, como resulta evidente, no sólo no ocurre esto, sino que además el espectador se ve invadido por tal sensación de profundidad que percibe a algunos personajes como si estuvieran flotando en el aire.
A los dos lados de estos paneles centrales, alternadas con ocho enjutas triangulares, se encuentran las representaciones entronizadas de cuatro profetas mayores ―Isaías, Jeremías, Daniel y Ezequiel―, tres menores ―Zacarías, Joel y Jonás― y cinco sibilas ―las de Cumas, Persia, Libia, Delfos y Eritrea―. Sus respectivas peanas están flanqueadas por dos parejas de pequeñas figuras humanas que, a modo de cariátide y atlante, sostienen los capiteles sobre los que se asientan las vigas. La pareja de cada vidente es distinta y aparece a ambos lados de la figura principal de manera exactamente simétrica. Quizá sorprenda la aparición de personajes paganos junto a los profetas, pero la realidad es que muchas profecías de las pitonisas encajan a la perfección con los Evangelios y el Apocalipsis, de modo que la Doctrina siempre las ha contemplado, hasta el punto de mencionarlas en la misa de réquiem:
Dies irae, dies illa,
solvet saeculum in favilla,
teste David cum Sybilla…
Día de ira, día aquél
en el que los siglos se reducirán a cenizas
como profetizaron David y la Sibila.
No se sabe con exactitud a quién representan las enjutas; pero la tesis mayoritaria es que complementan a los lunetos sobre los que están situadas, de modo que se trataría de los ancestros de Jesucristo, si bien no todos han podido ser identificados. Está aportación, que ya invade los muros, fue un trabajo de cortesía de Miguel Ángel, dado que la encomienda tan sólo contemplaba la decoración de la bóveda propiamente dicha. De este modo, el maestro de maestros evitó dejar una franja sin pintar entre su techo y los frescos de las paredes, realizados unos años antes por Pietro Perugino, Sandro Botticelli, Cosimo Rosselli y Domenico Ghirlandaio.
Las pechinas de las cuatro esquinas del techo, por su parte, recogen cuatro episodios críticos del pueblo de Israel: la serpiente de bronce, el combate entre David y Goliat, el castigo de Amán y el relato de Judith y Holofernes, en el que Miguel Ángel optó por la discreción del crimen consumado, ahorrándonos el ―también genial― derroche de dentera sangrienta que nos ofrecerá Caravaggio casi un siglo más tarde.
Las escenas del Génesis de la parte central de la bóveda pueden dividirse en tres grupos de tres paneles cada uno. El primero de ellos, que fue el último en ser pintado, trata sobre la creación del universo y comprende “La separación de la luz de las tinieblas”, “La creación de los astros y las plantas” y “La separación de la tierra de las aguas”. El protagonista absoluto es Dios Padre, al que Miguel Ángel representa mediante una iconografía cercana a la de Zeus, pero desprovisto de los atributos de poder y crueldad clásicos en la deidad griega.
Llama mucho la atención la diferencia entre la expresión tranquila, benigna y omnipotente del Creador cuando separa las aguas de las tierras y la que presenta, llena de energía y vigor, al crear los astros en un violento escorzo. Para la práctica totalidad de los historiadores del arte, este contraste no es casual, y encontraría su sentido en la composición general de la obra. Justo bajo este Dios furioso se encuentra el trono de Jonás, que señala asustado hacia abajo, donde hallamos una representación de Jesucristo.
Como bien sabemos, el Yahvé del Antiguo Testamento tiene poco que ver con el Abbá ―literalmente “papá”― al que se dirige Jesús en el Nuevo. Mientras que el primero combina el amor por sus criaturas con una severidad casi vengativa que lo hace temible, esta última característica desaparece por completo en los Evangelios, que nos presentan a un Dios exclusivamente benigno y misericordioso que se contenta con reaccionar con un simple e inocuo trueno a la ejecución de su hijo. Jonás, por su parte, fue uno de los profetas que con más intensidad sufrió la ira de Dios por desobedecerle; pero también disfrutó de la misericordia tras su arrepentimiento. Por lo tanto, resulta comprensible que se vuelva aterrado buscando amparo en la manifestación humana de la Trinidad:
La palabra del Señor se dirigió a Jonás, hijo de Amitai, en estos términos: «Parte ahora mismo para Nínive, la gran ciudad, y clama contra ella, porque su maldad ha llegado hasta mí». Pero Jonás partió para huir a Tarsis, lejos de la presencia del Señor. Bajó a Jope y encontró allí un barco que zarpaba hacia Tarsis; pagó su pasaje y se embarcó para irse con ellos a Tarsis, lejos de la presencia del Señor. Pero el Señor envió un fuerte viento sobre el mar, y se desencadenó una tempestad tan grande que el barco estaba a punto de partirse.
(Jonás 1.1-4)
El Señor hizo que un gran pez se tragara a Jonás, y este permaneció en el vientre el pez tres días y tres noches. Entonces Jonás oró al Señor, su Dios, desde el vientre del pez, diciendo: «Desde mi angustia invoqué al Señor, y él me respondió; desde el seno del Abismo, pedí auxilio, y tú escuchaste mi voz. Tú me arrojaste a lo más profundo, al medio del mar: la corriente me envolvía, ¡todos tus torrentes y tus olas pasaron sobre mí! Entonces dije: He sido arrojado lejos de tus ojos, pero yo seguiré mirando hacia tu santo Templo. Las aguas me rodeaban hasta la garganta y el Abismo me cercaba; las algas se enredaban en mi cabeza. Yo bajé hasta las raíces de las montañas: sobre mí se cerraron para siempre los cerrojos de la tierra; pero tú me hiciste subir vivo de la Fosa, Señor, Dios mío. Cuando mi alma desfallecía, me acordé del Señor, y mi oración llegó hasta ti, hasta tu santo Templo. Los que veneran ídolos vanos abandonan su fidelidad, pero yo, en acción de gracias, te ofreceré sacrificios y cumpliré mis votos: ¡La salvación viene del Señor!». Entonces el Señor dio una orden al pez, y este arrojó a Jonás sobre la tierra firme.
(Jonás 2.1-11)
El segundo grupo narrativo gira en torno a la creación del hombre mediante la exposición sucesiva de “La creación de Adán”, “La creación de Eva” y “La expulsión del Paraíso”. El primero de estos paneles es, sin duda alguna, el más popular de todos los frescos que jamás hayan sido pintados, además de suponer una de las ocasiones en las que el genio de Miguel Ángel se manifestó de una manera más brillante. No sólo se trata de cómo consigue encauzar en un gesto delicado y cariñoso toda la energía furiosa que hierve dentro del círculo celestial, ni tampoco de cómo la figura desnuda de Adán aparece a la vez fuerte y frágil, viva e inerte. La verdadera muestra de genialidad reside en un detalle que generalmente le pasa desapercibido al espectador apresurado: la presencia de Eva cobijada bajo el recio y amoroso brazo izquierdo del Creador, observando atenta y algo atemorizada un futuro que no alcanza a comprender. ¿Cómo se le pudo ocurrir a alguien una idea tan sumamente magistral y a la vez atesorar la habilidad suficiente como para plasmarla en su punto exacto de belleza? De algún modo, Miguel Ángel comprendió el verdadero sentido de la eternidad, privada tanto de fin como de principio, y supo transmitírnoslo sin palabras. Supongo que es ahí, y no en ninguna fabulación novelesca, donde reside el verdadero misterio de uno de los hombres más singulares que han caminado por este mundo.
Miguel Ángel podría ser homosexual; pero al contrario de la imagen popular que se suele tener de él, no se trataba de ningún misógino. Lo único que hizo fue entender y plasmar el contenido de uno de los versículos del Génesis que han dado lugar a más especulaciones a lo largo de la historia: “Y Dios creó al hombre a su imagen; lo creó a imagen de Dios, los creó varón y mujer” (Gén. 1.27). Si éste pasaje ha suscitado tanta polémica, se debe a su aparente contradicción con los siguientes del capítulo 2:
21 Entonces el Señor Dios hizo caer sobre el hombre un profundo sueño, y cuando este se durmió, tomó una de sus costillas y cerró con carne el lugar vacío.
22 Luego, con la costilla que había sacado del hombre, el Señor Dios formó una mujer y se la presentó al hombre.
De la confrontación de ambos fragmentos, a bote muy pronto y precipitado, parece deducirse que la Biblia afirma veladamente que hubo otra mujer antes de Eva, lo que, como bien sabemos, llevó a la tradición popular judía a elaborar la encantadora leyenda de Lilith ―y a la fantasía contemporánea a desarrollarla hasta más allá de los límites cuánticos del ridículo―. Quizá Miguel Ángel no fuese teólogo ni doctor en la interpretación de las Escrituras; pero sí que era lo suficientemente inteligente como para comprender lo que leía y para darse cuenta de que los versículos del segundo capítulo se limitan a detallar lo que se apunta en el primero. En cierto modo, se trataría de una de las primeras analepsis o flashbacks literarios de la historia.
Como podemos observar, tanto la actitud como el porte de Yahvé cambia por completo a la hora de dar vida a Eva. De pronto, el Creador que hasta ahora parecía plenamente satisfecho con el resultado de su obra pasa a mostrarse contrariado. Esta llamativa mutación, así como la actitud de su nueva criatura, que parece estar implorando algún tipo de explicación más que agradeciendo la vida, ha llevado a los analistas a considerar que el pintor quiso reflejar el dolor de Dios al ser plenamente consciente de que el hombre no tardaría en desobedecerle. No se trata, por lo tanto, de ninguna denigración en exclusiva de la figura femenina, porque ya ha quedado claro que Miguel Ángel parte de que hembra y varón son manifestaciones iguales de la misma cosa: el hombre como culmen de la Creación.
Dicho y hecho, en el siguiente panel contemplaremos el primer pecado del hombre. Miguel Ángel recurre a la técnica, ya bastante en desuso en su tiempo, de incluir dos escenas consecuentes dentro del mismo marco ―tal y como después volvería a hacer en “La creación de los astros y las plantas”, ya vista―. En la primera se nos presenta el momento en el que Eva sucumbe a la tentación de la serpiente ―contrariamente a lo que suele creerse, en ningún momento se menciona a Luzbel ni al Diablo en ninguna de sus formas―. Nótese que en la visión del artista Adán no recibe la fruta de manos de su compañera ―tampoco se habla de manzana alguna en las Escrituras―, sino que es él mismo quien extiende la suya para pecar a la vez que ella. Por qué Miguel Ángel, tan riguroso con la literalidad del texto en el resto de la obra, contradijo el contenido del versículo 3.6 ―“Cuando la mujer vio que el árbol era apetitoso para comer, agradable a la vista y deseable para adquirir discernimiento, tomó de su fruto y comió; luego se lo dio a su marido, que estaba con ella, y él también comió”― no ha sabido ser explicado más allá de suposiciones desprovistas de base sólida. La más aceptada de ellas es que respondería a algún símbolo con significado sólo para el propio pintor, o quizá un mensaje personal dirigido a alguien determinado. Lo que está claro es que tanto al papa como a sus doctores les pasó desapercibida esta licencia.
Otro detalle que suele llamar mucho la atención, e incluso suscitar alguna risa, es la cercanía del rostro de Eva con el sexo de Adán. No se trata de ninguna casualidad, ni tampoco puede ser atribuido a un error inocente, aunque se desconoce su verdadero sentido ―si bien es probable que respondiera a una simple imitación de la decoración de las vasijas griegas―. Sin llegar a convertirse en una constante de su obra, no era la primera ni sería la última vez en la que Miguel Ángel repetiría el mismo conjunto compositivo. Ya lo había hecho en “La Sagrada Familia con San Juan Bautista” (1503-1504) y, tras otros ejemplos más discretos, volvería a hacerlo muchos años más tarde en “El Juicio Final”, donde lo orgiástico llega a superar con creces la sacralidad de la imagen ―dando pie, esta vez sí, a todo tipo de escándalos―.
En la segunda escena de este panel observamos la expulsión propiamente dicha, que inicia el descenso hacia la vida de pecado que vendrá representada por los siguientes tres episodios. La progresiva degradación de la naturaleza humana ―seguramente inspirada en las edades de “Los trabajos y los días” (Hesiodo, circa 700 a. C.)― queda reflejada en que éste es el primer panel en el que no aparece el Creador, que ya debe de estar tan decepcionado con sus hijos de barro y hueso que ha delegado en el arcángel San Miguel la penosa labor de la expulsión ―en el Génesis tan sólo se menciona una espada de llamas ondulantes, pero no se especifica el nombre del divino espadachín, ni siquiera si aquélla es sostenida por alguien―. Igualmente, la pareja, hasta entonces plena de vigor, aparece de pronto con los rostros envejecidos y contraídos por el dolor y el agotamiento ―manifestaciones físicas que hasta entonces ignoraban―.
Los últimos tres frescos conforman la serie de Noé, que incluye, por este orden, “El sacrificio de Noé”, “El diluvio universal” y “La embriaguez de Noé”. Se trata de la parte peor conservada de todo el conjunto, debido a que sufrió un importante desplome tras la explosión del polvorín del Castillo de Sant’Angelo en 1797 y, seguramente, alguna restauración algo más que negligente. En esta ocasión Miguel Ángel no se atuvo a la secuencia lógica de los hechos, ya que el diluvio habría debido figurar en el primer lugar. Como era de imaginar, no ha faltado quien se ha esforzado en buscarle tres pies al gato a esta alteración cronológica; pero lo cierto es que en este caso tampoco existe misterio alguno: dada la complejidad de su composición, el artista sencillamente consideró que el episodio debía reproducirse en un panel mayor. Los estudiosos han señalado que posiblemente se trate del único diseño de toda la obra para cuya factura Miguel Ángel aprovechó material antiguo, pues parecen obvias sus similitudes con un dibujo que había realizado entre 1505 y 1506 para representar la batalla de Cascina. En ambos casos encontramos varios cuerpos desnudos y contorsionados, si bien la pintura de la Capilla Sixtina contiene una serie de elementos dramáticos que lo hacen mucho más conmovedor. No sólo se trata de que el espectador ya conozca el final de la historia y sepa lo que los personajes ignoran ―que sus intentos desesperados de supervivencia están condenados al fracaso―, sino de la presencia de niños inocentes en la escena o de muestras de amor ―como la del joven que carga con una mujer a cuestas o la del padre que porta el cadáver de su hijo― que no acaban de casar con los motivos de Yahvé para provocar el cataclismo: “Cuando el Señor vio qué grande era la maldad del hombre en la tierra y cómo todos los designios que forjaba su mente tendían constantemente al mal, se arrepintió de haber hecho al hombre sobre la tierra, y sintió pesar en su corazón. Por eso el Señor dijo: «Voy a eliminar de la superficie del suelo a los hombres que he creado, y junto con ellos a las bestias, los reptiles y los pájaros del cielo, porque me arrepiento de haberlos hecho»” (Génesis 6.5-7). A favor del criterio del Creador arrepentido de su obra, tan sólo encontramos la figura de la mujer a punto de descargar un garrotazo sobre un joven que trata de acceder a su barca ―acción que, en todo caso, podría hallar justificación en la extrema necesidad o el miedo invencible―.
Miguel Ángel habría podido seguir recreando el Génesis en lugar de incluir a los profetas y las sibilas; pero el hecho de que se detuviera en este punto dice mucho acerca de su manera de comprender la religión cristiana, pues con el sacrificio que ofrece Noé se termina de cerrar una etapa en la que Yahvé no parecía estar demasiado contento con sus criaturas:
Luego Noé levantó un altar al Señor, y tomando animales puros y pájaros puros de todas clases, ofreció holocaustos sobre el altar. Cuando el Señor aspiró el aroma agradable, se dijo a sí mismo: «Nunca más volveré a maldecir el suelo por causa del hombre, porque los designios del corazón humano son malos desde su juventud; ni tampoco volveré a castigar a todos los seres vivientes, como acabo de hacerlo. De ahora en adelante, mientras dure la tierra, no cesarán la siembra y la cosecha, el frío y el calor, el verano y el invierno, el día y la noche».
(Génesis 8.20-22)
Como bien se infiere del texto sagrado, a partir de ese momento Yahvé deja de considerar perverso al hombre para pasar a tenerlo simplemente por idiota. En cualquier caso, e independientemente de las causas de inimputabilidad tenidas en cuenta en las Alturas, la alianza con Noé constituye el primer gesto de perdón incondicional de la Biblia y, a la vez que supone una especie de refundación de la Creación, anticipa el mensaje del Nuevo Testamento. Basta seguir avanzando un poco en la lectura para comprobar que muy pronto volveremos a las andadas y a los castigos divinos ―en esta ocasión porque al hombre le dio por no respetar el plan urbanístico de Babel―; sin embargo, Miguel Ángel prefirió quedarse en este punto de frágil esperanza.
Ya en “La embriaguez de Noé”, el último de los paneles, se apunta la idea de que la humanidad va a seguir pecando; no por la embriaguez del patriarca, que no deja de presentarse como un accidente de bebedor inexperto, sino por la reacción de Cam ―uno de los hijos de Noé―, que prefiere mofarse de su padre antes que asistirle en su borrachera. Esto motiva que Noé, una vez repuesto de su intoxicación etílica ―y seguramente presa de una sublime resaca― maldiga a su descendencia, convirtiéndose así en el primer hombre bíblico que castiga a otro sin mediación divina. El hecho de que Yahvé no intervenga de ninguna manera en la administración de justicia demuestra que va a cumplir escrupulosamente con los términos de la alianza:
Los hijos de Noé que salieron del arca fueron Sem, Cam y Jafet. Cam es el padre de Canaán. A partir de estos tres hijos de Noé, se pobló toda la tierra. Noé se dedicó a la agricultura y fue el primero que plantó una viña. Pero cuando bebió vino, se embriagó y quedó tendido en medio de su carpa, completamente desnudo. Cam, el padre de Canaán, al ver a su padre desnudo, fue a contárselo a sus hermanos, que estaban afuera. Entonces Sem y Jafet tomaron un manto, se lo pusieron los dos sobre la espalda y, caminando hacia atrás, cubrieron la desnudez de su padre. Como sus rostros miraban en sentido contrario, no vieron a su padre desnudo.
Cuando Noé despertó de su embriaguez y se enteró de lo que había hecho su hijo menor, dijo: «¡Maldito sea Canaán! El será para sus hermanos el último de los esclavos». Y agregó: «Bendito sea el Señor, Dios de Sem, y que Canaán sea su esclavo. Que Dios abra camino a Jafet, para que habite entre los campamentos de Sem; y que Canaán sea su esclavo».
(Génesis 9.18-27)
“He terminado la capilla que estaba pintando: el papa está muy contento. Los demás asuntos no van tan bien como yo quisiera, pero los tiempos no son muy favorables para nuestro arte”, relataba Miguel Ángel a su padre en una carta, con una sencillez y una humildad nada frecuentes en sus actuaciones públicas. El hecho de que se refiera a la cumbre de la pintura sacra como “la capilla que estaba pintando” lo dice todo. Sin embargo, a pesar de su evidente satisfacción y alivio, el artista se equivocaba en algo: aún no había terminado.
Booking.com
En 1536, veinticuatro años más tarde de entregar la bóveda decorada a Julio II, volvería a tener que encerrarse entre los muros que a punto estuvieron de acabar con él. Julio II había muerto, Bramante había muerto, Leonardo había muerto, Rafael había muerto… El mundo había cambiado mucho, y su dueño, Carlos I de España y V de Alemania, que en 1527 había ordenado el saco de Roma, apenas era un niño cuando Miguel Ángel concluyó su techo. Tampoco el artista toscano era el mismo: la muerte temprana de sus principales rivales le había encumbrado como una gloria viva poco menos que divina; pero él no se encontraba bien. Con más de 60 años, hacía todo lo posible por mantener el vigor físico, que siempre había sido uno de los más fieles aliados y que ahora parecía escapársele entre los dedos día a día. Además, aunque pueda resultar incomprensible, sentía que su carrera había sido una sucesión de fracasos y sinsabores. Por si fuera poco, el Miguel Ángel que había vuelto definitivamente a Roma dos años antes era un Miguel Ángel desesperadamente enamorado:
Pero si mi corazón no pudiera soportar
esa extrema belleza que nubla los ojos,
y si, cuando ella está lejos, pierdo la paz,
¿qué me espera?, ¿qué guía, qué escolta
podrá sostenerme, guardarme de ti,
cuya proximidad me abrasa
y cuya partida me aflige?
Estos versos no están dedicados a Vittoria Colonna ―su mejor amiga, a la que obviamente jamás le unió relación erótica alguna―, como se creyó o se hizo creer durante mucho tiempo, sino a un joven romano llamado Tommaso dei Cavalieri, de quien había sido maestro de dibujo y cuya belleza había significado el verdadero motivo que llevó al artista a instalarse en la capital del Lazio. La narrativa de ficción ha explotado hasta el tuétano una posible relación amorosa entre ambos; pero los poemas de Miguel Ángel parecen indicar que dei Cavalieri ni siquiera llegó a ser consciente de la pasión de su maestro. El artista florentino debió de sufrir muchísimo, pero al menos supo contenerse lo suficiente como para no caer en el mismo error trágico que siglos más tarde llevaría a la perdición a Oscar Wilde o a Tchaikovski. A pesar de ello, Miguel Ángel se sentía morir. La juventud y lozanía del objeto de su deseo seguramente le hacían verse mucho más viejo y decrépito de lo que en realidad era, y puede que su vida hubiese terminado realmente en aquel momento de no haber sido llamado por Pablo III para regresar al divino granero.
En esta ocasión se trataba de realizar un enorme fresco que cubriera el muro del altar, hasta entonces ocupado por pinturas de Perugino. Consciente de su estado de salud precario, Pablo III se atrevió con una oferta aparentemente mucho más generosa que la pactada con Julio II: una renta vitalicia de 1.200 escudos anuales, además de nombrarle arquitecto jefe, escultor y pintor del palacio apostólico. Pero poco podía imaginar el sumo pontífice el mal negocio que estaba cerrando: en parte gracias a su encargo, a Miguel Ángel aún le quedaban tres décadas de vida plenamente creativa. Esta vez el artista aceptó sin dudarlo; pero no fue por el dinero, sino por disfrutar de la oportunidad de humillar la memoria de Perugino ―o “el zoquete”, como solía referirse a quien, para más inri, había sido el maestro de Rafael.
La realización de “El Juicio Final” presentaba menos dificultades técnicas que la de las pinturas de la bóveda; pero quizá acabó resultando incluso más penosa para él ―como puede observarse, la obra consta de cientos de figuras relacionadas entre sí en una composición extremadamente compleja―. Pasaron cinco años hasta que logró concluirla en 1541 ―curiosamente, en la misma fecha en la que acabó el techo―, cinco años en los que sufrió varias enfermedades y lesiones, incluida una aparatosa caída del andamio que a punto estuvo de costarle la pierna derecha. Sin embargo, el refugio en el trabajo febril le sirvió para sacudirse la esclavitud emocional a la que se había sometido él solo y a recuperar las riendas de su vida.
Según narra Vasari, mientras Miguel Ángel trabajaba en “El Juicio Final”, el maestro de ceremonias del papa, un antiguo militar llamado Biagio da Cesena, violó la única regla de oro que había impuesto el genio: nadie podría ver la pintura hasta que estuviera completamente terminada. Conmocionado ante la abrumadora abundancia de personajes desnudos en actitudes equívocas, corrió a quejarse al papa. Enterado de ello, el artista se vengó retratándolo como Minos: el juez supremo del Hades en la mitología griega. Cuando el fresco fue presentado y se reconoció el rostro de Biagio en un lugar tan comprometido, se desató tal escándalo y cachondeo que la ciudad de Cesena incluso envió una comisión a Pablo III exigiéndole que ordenara su modificación, a lo que el pontífice respondió que el Espíritu Santo le había concedido poder para atar y desatar en el Cielo y en la Tierra, pero que carecía de cualquier jurisdicción sobre los Infiernos. Una ingeniosa manera de decir que nadie, bajo ningún concepto, iba a tocar lo que tan caro le había costado y, a la vez, una forma de mandar a alguien al Diablo con plenos fundamentos jurídicos.
Descubre más desde líneas sobre arte
Suscríbete y recibe las últimas entradas en tu correo electrónico.
Hermoso tema que describe la obra de Miguel Angel en la Capilla Sixtina; gracias a los Editores por compartir, saludos afectuosos.
Excelente articulo