Sólo Rusia y las reliquias de Prusia estaban en el continente
fuera de los límites de nuestro poder, el resto nos obedecía.
(Memorias de Napoleón Bonaparte)
Esa especie de temor reverencial que habitualmente demuestra el público a la hora de criticar a un artista histórico suele languidecer ante la obra de Canova con más frecuencia que ante la de otros, quizá porque el ataque a su trabajo ya resultaba normal antes de que él muriera. Plenamente integrado en la estirpe de talladores realistas de raíces griegas a la que pertenecieron Donatello, Miguel Ángel o Bernini, tuvo la mala suerte de toparse con que la fórmula comenzaba a cansar al espectador y, lo que es peor, a los mecenas. La crítica artística ya se hallaba bastante desarrollada por entonces y comenzaba a mostrar parte del poder con el que hoy en día eleva a los cielos o entierra en vida a prácticamente cualquier creador con independencia de su verdadera valía ―¿de verdad alguien puede creer que la obra de Ai Weiwei será recordada dentro de 25 años?―. Así, literatos ya reverenciados en su tiempo, como Goethe o Flaubert, no perdían oportunidad de publicar su opinión acerca de cualquier manifestación artística en la que se posaran sus sentidos, muchas veces guiados exclusivamente por sus simpatías o antipatías personales. Canova fue tachado de convencional, de melindroso, de insustancial, de vacuo, de inerte o de ridículamente pretencioso. Sin embargo, hoy caben pocas dudas de que la objetividad de aquellas críticas nacía velada por la ola de sensualidad y emocionalidad extremada que representaba el romanticismo naciente, que ya comenzaba a hacerse notar en la música, en la literatura e incluso en la pintura. La escultura, sin embargo, como si la rigidez del mármol le hubiese transmitido su espíritu, permanecía anclada en unas formas neoclásicas que también había abrazado con cierto retraso. Canova, por supuesto, también contó con una legión bastante nutrida de admiradores, y entre ellos se encontraba un hombre que se consideraba el heredero legítimo de los césares y el elegido por el corazón de las naciones vivas.
Napoleone di Buonaparte no fue ningún enano ni un paleto advenedizo: su estatura superaba a la media de la época, y si sus ancestros florentinos habían emigrado a Córcega hacía unas cuantas generaciones, había sido debido a su enfrentamiento con los Medici, una guerra que no parece al alcance de cualquiera. Igualmente, tampoco se le podía considerar un extranjero en París: aunque su lengua materna fuese el italiano y no aprendiese a hablar francés hasta los 10 años ―varios miembros de su familia nunca llegarían a dominarlo―, Córcega ya pertenecía a Francia cuando él nació, el 15 de agosto de 1769. Cualquiera que haya visitado su tumba en Los Inválidos seguramente se habrá sorprendido ante el hecho de que su memoria se asiente mucho más en sus logros civiles que en los militares, algo que no es de extrañar si tenemos en cuenta que todo código civil actual, en cualquier parte del mundo, bebe directamente del Napoleónico. Además de haber implementado incontables infraestructuras públicas, Napoleón terminó de estabilizar un país que acababa de transitar por el Reinado del Terror, estructuró el Derecho administrativo que hoy en día posibilita la gobernanza y garantiza los derechos del ciudadano, sentó las bases de la protección de los trabajadores, reguló el tráfico rodado, financió el desarrollo de avances tecnológicos y, durante casi una década, acarició la tan perseguida idea de una Europa unida inspirada en los principios revolucionarios. De este modo, las guerras napoleónicas no pueden considerarse propiamente como conflictos entre potencias internacionales, sino entre el antiguo régimen y el liberalismo, pues una buena parte de la población de los territorios invadidos por el ejército del Águila lo veían más como un liberador que como un enemigo externo. Sin embargo, tampoco resulta posible obviar que todos los méritos que le encumbran como una de las mentes más brillantes de la historia quedan severamente manchados ante las incontables atrocidades cometidas por sus tropas de ocupación, una realidad de la que la gran mayoría de los historiadores coinciden en afirmar que no sólo era plenamente consciente, sino un claro inductor: decretar un par de días de anarquía oficiosa tras la toma de cada ciudad, en los que cualquier tipo de crimen sobre los vencidos carecería de castigo, parecía ser para él una manera de premiar a sus soldados y de mantener en sus corazones una lealtad férrea que llegaba al fanatismo. No puede negarse que Napoleón llevó la Revolución a todos los rincones de Europa; pero tampoco que para ello no dudó en traicionar sus principios.
Antonio Canova, por su parte, nació el 1 de noviembre de 1757 en Possagno, un pequeño pueblo veneciano que hoy depende de Treviso. Su padre, un rudo cantero, murió cuando él aún no había cumplido los 4 años y, salvo por los pocos días que sobrevivieron sus dos hermanos menores, siempre fue hijo único. Su madre no tardó mucho en volver a casarse con un tal Francesco Sartori ―que, salvo por coincidir en el nombre, no tiene nada que ver con el compositor― y, como si de una osa en celo se tratara, encomendó el cuidado de su hijo a su suegro, Pasino Canova, para dar cabida a una nueva prole. El nonno Pasino, también cantero, resultó ser un hombre no menos rudo que su hijo, pero que se creía escultor. Parece ser que decoró varios altares con bajorrelieves, pero ninguno de ellos, que se sepa, ha llegado hasta nosotros. Todo indica que se trataba del típico aficionado inculto convencido de su propia genialidad; sin embargo, algo de ojo sí que debía de tener el buen hombre cuando detectó en seguida el talento de su nieto para las artes plásticas. Fue él quien le enseñó a dibujar y el que, con sus estrictos postulados morales, le inculcó verdadero pánico hacia todo lo relacionado con el sexo. Así, a Canova apenas se le conocen un par de romances epistolares a lo largo de su vida, y varios biógrafos coinciden en afirmar que es muy probable que muriese tan virgen como nació. No obstante, esta falta de interés hacia todo lo sensual le permitió centrarse en su trabajo con una dedicación al alcance de muy pocos.
Irónicamente, su primer encargo de relevancia, dos estatuas que representaban a Orfeo y a Eurídice, precisaron de modelos desnudos. La encomienda fue realizada por Giovanni Failer, un amigo de su abuelo que había llegado a ocupar un puesto en el Senado de la Serenísima —se cuenta que este hombre fue su verdadero descubridor, tras presenciar cómo el niño tallaba el león heráldico veneciano nada más y nada menos que en la mantequilla del desayuno; pero, como salta a la vista, probablemente no se trate más que una de esas deliciosas leyenditas con las que los guías italianos tratan de ganarse la propina de los turistas―. Parece ser que ninguna de las jóvenes de la comarca consintió en quedarse en cueros ni por dinero ni por amor al arte, así que hubo que traer a una modelo profesional desde Venecia, que encima resultó ser tan bella como desbordante de feminidad. Canova apenas tenía 17 años, y su abuelo tan sólo cedió a permitirle realizar el trabajo a condición de que dos amigos suyos estuviesen presentes durante todas las sesiones de pose. Antonio d’Este, escultor como él y uno de los forzados a presenciar la ceremonia, relataría más tarde cómo los esfuerzos del artista por controlar el temblor de sus manos mantuvieron su frente perlada de sudor frío todo el tiempo. Tan profundo debió de ser su sufrimiento que una vez terminado el trabajo, en cuanto la mujer se vistió y se marchó, tomó el martillo y el buril y se apresuró a inscribir “Memento mori” a los pies de la figura ―pero, como la frase no tenía absolutamente nada que ver con el tema, en cuanto recuperó la serenidad del ánimo la sustituyó por el verso de Virgilio “Quis et me miseram et te perdidit, Orfeu?”―. Pero no acababa ahí la ironía: varios años más tarde, ya en 1804, Canova conseguiría del papa Pío VII la fundación en Roma la Escuela del Desnudo. No cabe duda, por lo tanto, que a base de sufrir y sufrir, el escultor logró comprender y hacer comprender que la belleza de las formas humanas puede basarse exclusivamente en la materialidad objetiva, sin necesitar del acompañamiento del subjetivismo voluptuoso del espectador.
Su Eurídice no constituyó sino el primero de una larga serie de éxitos que le llevaría a instalarse definitivamente en Roma en 1779, si bien nunca perdió sus vínculos con la República de Venecia, de la que era considerado su súbdito más fiel y de cuyo erario cobraba una pensión anual que le permitía una libertad creativa casi absoluta. Por aquel entonces, la ciudad eterna parecía estar recuperando parte de su antiguo esplendor tras convertirse en residencia de un numeroso grupo de intelectuales extranjeros, sobre todo alemanes y británicos. Canova no tardó en progresar en aquel ambiente, y llegó a organizar el que en su tiempo probablemente fuese el mayor taller de Europa. Además de contar con una plantilla de modelos cuidadosamente seleccionados, que iba renovando según las necesidades como si de un equipo deportivo se tratara, la productividad de su taller se basaba en la implantación de un proceso creativo sistemático diseñado por él mismo. Cada obra que salía del estudio de Canova pasaba indefectiblemente por cuatro fases: diseño, boceto, yeso y mármol. En la primera de ellas, el maestro plasmaba su idea mediante varios dibujos que reflejaban los distintos ángulos de la futura escultura. Una vez que este trabajo quedaba concluido, modelaba el diseño en una miniatura de cera o terracota ―nunca en mantequilla― que le servía para analizar el efecto de las luces y las sombras sobre el volumen ―es decir, la integración de la forma en el espacio: una preocupación adelantada a su tiempo y extraña en la estética neoclásica―. Tras la conclusión de esta segunda etapa, la mayor parte de sus proyectos pasaban por un periodo de reposo que en ocasiones duraba varios años. Si podía permitirse ese lujo, era sencillamente porque casi nunca empezaba a crear bajo encargo, sino por propia iniciativa. Sólo cuando recibía una encomienda concreta, revisaba su colección de bocetos para comprobar si alguno se adaptaba a lo deseado por su cliente y, en caso contrario, iniciaba el proceso desde el principio.
La tercera fase, la del yeso, constituye su mayor innovación. Hasta entonces era más o menos normal realizar algún modelado previo a la talla, en yeso o algún otro material blando; pero Canova pasa a hacerlo con el mismo tamaño que tendrá la pieza definitiva. Al inicio de la cuarta fase, el maestro se limitaba a elegir el mármol y a dar entrada a su equipo de ayudantes para que trasladaran al material definitivo los puntos sacados del modelo de yeso. Sólo cuando la figura estaba prácticamente terminada era cuando el titular tomaba las herramientas para pulirla, perfeccionarla y, en definitiva, darle su acabado personal, que en ocasiones incluía la aplicación de diversos tipos de hollín para acallar el brillo del mármol y dotarlo de una textura y tono similares a los de la piel humana. Aunque a bote pronto pudiera parecer lo contrario, este cuarto estadio creativo resultaba el fundamental. En muchas ocasiones la tarea llegaba a ocuparle meses enteros de delicado trabajo, que llevaba a cabo mientras sus ayudantes le leían obras literarias grecorromanas para inspirarle. Superficialmente, es posible pensar que este método guardaba ciertas semejanzas con el que casi un siglo más tarde emplearía Rodin; sin embargo, las diferencias son radicales. El sistema de Canova respondía exclusivamente a criterios de eficiencia, y no de “deficiencia”. Mientras que el bretón se dedicaba a explotar a sus aprendices para que le suplieran en una técnica que jamás llegó a dominar, el veneciano no sólo era en aquel momento el mejor tallador de su estudio, sino probablemente del mundo. En este sentido, es necesario precisar que Canova nunca tuvo discípulos propiamente dichos: sus colaboradores eran escultores ya formados, a los que contrataba y pagaba según su valía, que solía ser muy elevada. En una idea muy neoclásica e ilustrada, se mostraba convencido de que la formación de cualquier profesional era cosa de las academias, y no de los artistas ya consagrados, que debían recibir a los profesionales listos para el trabajo y no arriesgarse a sufrir los errores de los principiantes. Para él, “las academias deberían aceptar a todos los postulantes para calibrar el genio de cada uno; pero, una vez descubierto que alguien no tiene aptitudes extraordinarias para el arte, deberían enviarlo a su casa para permitirle aplicarse en profesiones más prácticas”.
Sin embargo, esta existencia idílica iba a verse radicalmente interrumpida en 1796. La noticia inesperada de que Napoleón se había atrevido a invadir el Piamonte provocó una reacción de pánico entre los extranjeros residentes en Roma. La mayor parte de ellos eran súbditos de potencias enemigas de la Francia republicana, por lo que, ante la perspectiva de que el corso ocupara Italia entera, regresaron rápidamente a sus países, devolviendo de golpe a la Santa Sede a sus días más oscuros. También Canova temía el avance francés, que poco a poco iba cerrándose a su alrededor como un cerco del que cada vez iba a resultar más difícil escapar:
Veo a toda Italia, como también a Europa, destruida de tal manera que si no estuviese atado a tantas cosas que me encadenan aquí, estaría tentado de marcharme a América, porque me siento morir por nuestro pobre Estado, que tanto amo.
Esta confesión desesperanzada, extraída de una carta que envió en 1797, vino motivada por las consecuencias de la firma de la paz de Campoformio entre Francia y Austria, mediante la que Napoleón colocaba Venecia bajo dominio austriaco como compensación por la toma por su parte de varios territorios al oeste del Rin y en el norte de Italia. En la práctica, supuso el fin definitivo de la existencia de la Serenísima como estado independiente, si bien el gobierno de Viena apenas sería tolerado durante unos meses. Canova acababa de cumplir 40 años, y a la vez que veía desaparecer su gloriosa patria entre las brumas de la historia, temía seriamente por su futuro económico. Tanta sorpresa como terror debió de producirle el recibir desde Milán una carta manuscrita alabando su obra y garantizándole una protección personal absoluta: su firmante, el general Napoleón Bonaparte.
En teoría, esta atenta misiva debería haber devuelto la tranquilidad al artista; pero, lejos de creer su contenido, se lo tomó como una muestra indudable de que Napoleón le había puesto en su punto de mira debido a sus declaraciones abiertamente antirrevolucionarias. De este modo, escasas jornadas antes de que las tropas francesas hicieran su entrada en Roma y expulsaran al papa para instaurar la República, Canova huyó precipitadamente a Viena con la excusa de entrevistarse con Francisco II, que acababa de suspender su pensión y que, al fin y al cabo, ahora era su soberano. Éste, que tampoco era tonto del todo, no tardó en adivinar los verdaderos motivos del artista, por lo que, viéndose con la sartén por el mango, accedió a mantener su renta anual, con la condición de que pasará al menos seis meses al año en Venecia al servicio de los Habsburgo. A bote pronto, esta oferta no parecía difícil de aceptar para un Canova que adoraba su antiguo país; sin embargo, la rechazó por lo que suponía de renuncia a una libertad creativa que siempre había llevado por bandera. Atrapado entre dos gigantes, y plenamente consciente de que las cosas se le estaban empezando a poner feas de verdad, por primera vez en su vida se considera incapaz de trabajar, por lo que decide emprender un largo viaje por Centroeuropa, que tendrá mucho más de exilio que de vacaciones inspiradoras. Cuando, a finales de 1799, se le empieza a acabar el dinero y asume la necesidad de regresar a Roma, se encuentra con la sorpresa de que su estudio se halla custodiado por tropas francesas; no ocupado ni expoliado, sino literalmente custodiado: el terrible Napoleón había ordenado montar guardia perpetua en él para evitarle cualquier tipo de daño. Honrado e impresionado ante el despliegue, Canova comienza a cambiar su opinión sobre el militar y a asumir que su promesa de protección incondicional, lejos de constituir una amenaza velada, era plenamente sincera.
Pero no será hasta 1802 cuando, tras casi tres años de relativa calma, el artista sea llamado a París para realizar un busto de su nuevo protector. Canova acudirá a la llamada como un buen soldado, pero no sin algunos miedos todavía. Una vez en Francia, comprobará de nuevo que sus temores eran infundados y pronto será plenamente integrado en la incipiente corte de artistas que el cónsul estaba creando a su alrededor ―que ya incluía nombres como los de Houdon, Moitte, Giraud o David, con quien Canova debió de hacer especiales buenas migas―. No se sabe con certeza si el busto en cuestión es el que hoy conocemos con el nombre de “Napoleón como Primer Cónsul” (1802-1803), pero es muy probable que así sea. De él llama mucho la atención la combinación entre la rectitud de las formas neoclásicas y una especie de alma romántica que parece imprimir a la efigie un aire de héroe legendario más que de militar contemporáneo.
A este primer retrato le seguiría “Napoleón como Marte pacificador” (1803-1806), una escultura monumental que generalmente suele señalarse como una de las peores que realizó Canova en toda su carrera. La encomienda no vino directamente de la corte napoleónica, sino que fue un regalo del mecenas G. B. Sommariva, por entonces presidente provisional de la República Cisalpina ―estado títere levantado sobre los restos del Piamonte y Saboya―, que se puso directamente en contacto con el escultor. Éste le trasladó la idea a Napoleón, que la aceptó por puro compromiso y dejando meridianamente claro que en ningún caso pasaba por su cabeza posar desnudo; incluso trató de convencer a Canova de ser representado con uniforme, algo que éste descartó por considerar que los uniformes de la época resultaban “antiescultóricos”. De este modo, Canova acabó copiando el cuerpo de una estatua helenística propiedad de los Uffizi, con lo cual seguramente salió ganando la imagen del dictador ―que, debido a su agotadora forma de vida y a su insomnio, nunca debió de poseer un físico excesivamente atractivo―. Pero no debió de creerlo él así, porque cuando le fue entregada, bien por vergüenza, bien porque no le gustó en absoluto, ordenó que nunca fuese exhibida en público. Quizá simplemente detectó algún mal augurio en la pieza, porque lo cierto es que unos años más tarde acabaría en un lugar secundario de la casa de Lord Wellington ―ése símbolo humano de Inglaterra que en realidad era irlandés―.
En cualquier caso, sus pequeñas disensiones de índole estético no empañaron la confianza de Napoleón en Canova, al que llegó a ofrecer el cargo de superintendente de artes del Imperio, la Legión de Honor y hasta un puesto en el Senado. Sin embargo, demostrando una vez más su integridad moral, Canova rechazó esos honores en protesta por el expolio de obras de arte que el ejército francés estaba cometiendo a lo largo y ancho de toda Italia. Con su llamada de atención no sólo consiguió que en el flamante emperador devolviera varias piezas, sino que además logró que le financiara unas cuantas excavaciones arqueológicas y la restauración de varios edificios emblemáticos de Venecia y Roma. Igualmente, a base de insistir, logró la puesta en libertad de Madrazo y de otros artistas españoles, que se hallaban presos en el castillo de Sant’Angelo tras negarse a prestar juramento de lealtad a José I por un quítame allá esas legitimidades.
Fruto de esta relación de confianza cada vez más arraigada, alrededor de 1805, coincidiendo con su ascenso a la categoría imperial, se disparó el número de encargos de la familia Bonaparte al taller del escultor. Así, en ese mismo año presentó varios bustos, incluido el primero de los que realizaría sobre Letizia di Buonaparte, la madre de Napoleón. Canova quedó fascinado por la personalidad de la Madame Mére ―ése era su tratamiento protocolario―, algo que queda bastante claro al contemplar el “Retrato de Letizia Ramolino di Buonaparte”, expuesto en el Salón de 1808. La idea de reflejarla como una noble matrona romana, al estilo de Agripina la Mayor, fue original del artista, que poco a poco parecía haber ido abandonando sus miedos y reticencias para abrazar también la idea de que el reinado de Napoleón suponía la vuelta a la vida del Imperio de Occidente. De él destaca la especial delicadez de las líneas, un rasgo de la escultura de Canova que no siempre ha sido del todo celebrado, pues para muchos llega a convertir el mármol en una sustancia capaz de derretirse, como si en realidad se tratase de hielo o como si el maestro hubiese vuelto a sus legendarios orígenes mantequillosos. A potenciar este efecto coadyuva en este caso el hecho de que la piedra haya sido simplemente pulida a conciencia, sin haber recibido ningún tipo de ese tratamiento con hollines tan frecuente en sus figuras femeninas.
La “Venus itálica”, otra de sus obras más destacadas de este periodo, pertenece también al ámbito napoleónico, pero no al estrictamente familiar. Fue encargada por el joven Luis I ―o Ludovico I― de Etruria, un efímero reino satélite con capital en Florencia a cuyo frente colocó Napoleón al yerno de Carlos IV de España ―y en consecuencia a su hija, María Luisa de Borbón―, que, en virtud del Tratado de San Ildefonso y a cambio del honor, entregó Luisiana, Parma, Piacenza y Guastalla a Francia: otro gran negocio a cargo de uno de nuestros monarcas más gloriosos. En un principio, el cometido no era otro que realizar una copia para llenar el hueco dejado por el original de la “Venus de Medici” (anónimo helenístico, siglo I a. C.), que al parecer se había ido a París ella sola por propia voluntad. Sin embargo, durante el periodo de realización, Canova fue mutando la idea hasta añadir unos paños que realzan la pose del modelo clásico y acentúan su sensualidad. La iconografía de la Venus púdica, que también podemos contemplar en la “Venus capitolina” (copia romana de autoría y fecha desconocidas, probablemente sobre un original de Praxíteles) o en “El nacimiento de Venus” (Sandro Botticelli, 1482-1487), ha sido siempre interpretada como un juego erótico por parte de su olímpica protagonista, que mal puede resultar púdica cuando toda su fuerza divina está encaminada al amor, a la belleza y al deseo carnal. En la versión de Canova la actuación de la diosa alcanza cotas “oscarizables”, pues realmente parece que acaba de ser sorprendida en pleno baño y por ello se cubre como puede ―cuidando de dejar bien a la vista lo mejor de sí misma, claro está―. Aquí sí que hallamos su pulido con hollín, que contribuye a potenciar el tono mate de la piel, casi rosado, y otorgarle un extra de humanidad que le hace mucho más sensual que sus predecesoras clásicas. Dada la corta duración de la vida del soberano marioneta y la ajetreada vida política de la Italia napoleónica, la figura acabó siendo entregada en 1812 a Elisa Baciocchi, nacida Buonaparte, como Gran Duquesa de la Toscana ―estado sucesor de Etruria―, por lo que al final también fue a su gran hermano al que le tocó pagarla.
No obstante, cualquiera de los trabajos que Canova entregó durante este periodo debe quedar en segundo plano ante la “Venus victoriosa”, que sin duda constituye una de las grandes obras maestras del veneciano. La retratada no es otra que Paulina Borghese, nacida Paolina di Buonaparte: la hermana predilecta de Napoleón, la niña mimada de la familia y una de las mujeres más seductoras y presuntamente promiscuas que han pisado suelo europeo. Tenía 25 años cuando Canova comenzó el trabajo en 1804 ―terminaría en 1808―, y ella sí que se atrevió a posar desnuda, aunque parece ser que lo hizo en secreto: eso indica el hecho de que su marido, Camillo Borghese, quedara tan turbado al contemplar el resultado y que hiciera todo lo posible por mantener la talla lejos de ojos indiscretos; y ello a pesar de que la idea había sido suya y de que había pagado bastante caro el encargo. La talla representa a la diosa sosteniendo el fruto de su victoria en el juicio de Paris: la manzana de oro que Eris, la diosa de la discordia, había prometido otorgar a la divinidad más bella –se trata, por lo tanto, de la famosa manzana de la discordia, a la que tantas veces vemos pasearse por la prensa deportiva escrita o radiofónica―. O bien fueron ellas tres las que llegaron a la final, o bien tan sólo Hera, Atenea y Afrodita se tomaron el reto en serio. El afortunado encargado de dirimir la disputa fue Paris, el heredero de Troya, que lejos de actuar de manera objetiva e imparcial, se mostró bastante receptivo a todo tipo de deliciosos sobornos. Finalmente optó por Afrodita/Venus, que como última oferta le prometió el amor de Helena de Esparta si la designaba a ella. Supongo que ya sabemos todos que esta historia tan prometedora no acabó nada bien.
En 1810, por una orden imperial directa, Canova tuvo que acudir de nuevo a París a la menor brevedad para encargarse de un retrato a tamaño natural de la nueva emperatriz, María Luisa de Austria. El resultado fue el “Retrato de la Gran duquesa María Luisa como la Concordia”, que tardó cuatro años en concluir. Como solía ser habitual en él, el veneciano ya tenía muy avanzado el trabajo cuando recibió la encomienda, en esta ocasión porque ya había estado desarrollando el motivo iconográfico para Elisa Baciocchi, que tuvo que ceder su lugar a la nueva primera dama del Imperio. El resultado fue una figura técnicamente cercana a la perfección, pero extremadamente fría. El espíritu de la diosa parece haberse encarnado realmente en el cuerpo de la emperatriz para convertirse en una figura de culto grecolatino, en lugar de en el retrato de un ser de carne y hueso. La crítica de la época ya lo hizo notar ―con bastante delicadeza y amabilidad, por supuesto―, si bien plumas de la talla de la de Stendhal, que además conocía personalmente a la joven, no ahorraron elogios a la hora de alabar el talento del italiano, destacando no sólo que había sabido combinar el encanto infantil de la emperatriz ―apenas tenía 19 años y durante toda su vida poseyó un físico y un carácter aniñado, en el buen sentido― con la dignidad y la grandeza de su nuevo estatus, sino que en cierto modo abría la puerta de la escultura a la estética que posteriormente sería conocida como romántica.
Al haber sido desplazada por su nueva cuñada, Elisa Baciocchi Bonaparte tuvo que conformarse con encarnar el papel de la musa Polimnia. Pero no acabaría ahí su “desgracia”. Tras la derrota en la batalla de las Naciones y la toma de París por la Coalición, el 11 de abril de 1814 Napoleón se vio obligado a firmar el Tratado de Fontainebleau, que en la práctica suponía el final de su proyecto imperial. En un gesto de nobleza, que posteriormente se demostró algo ingenuo, los soberanos de Prusia, Austria y Rusia desoyeron las peticiones del Reino Unido de infamar por completo al corso enviándole a la isla más remota que encontraran. En su lugar, y demostrando que ya le consideraban casi un igual, le concedieron el título oficioso de Rey de Elba, a la vez que permitieron a su familia mantener los honores nobiliarios adquiridos. Durante su reclusión en Elba, que duró 297 días, Napoleón tuvo tiempo de diseñar él mismo la bandera del nuevo reino, redactar y promulgar una constitución, implantar un sistema fiscal más eficiente que permitió construir una red de carreteras, modernizar el puerto, reorganizar todo el sistema agrario ―incluyendo la instalación de un sistema de riego artificial―, inaugurar un hospital, abrir minas de hierro y de granito, introducir el agua corriente y el alcantarillado y, con lo que le sobró, restaurar tres palacetes medievales y estructurar un pequeño ejército ceremonial a cuyas tropas pasó revista todas y cada una de las mañanas a las siete en punto. Los ratos libres los reservó para diseñar el Imperio de los Cien Días; pero ése ya es un periodo que escapa a nuestro ámbito, porque en esos pocos meses no tuvo tiempo para encargarle nada a Canova: una vaguería imperdonable.
Prisionero en otro hemisferio, nada tengo que defender sino la reputación que la historia me prepara. Ella dirá que un hombre a cuyo favor se declaró todo un pueblo no debe de ser tan escaso de méritos como lo pretenden sus contemporáneos.
(Último párrafo de las memorias de Napoleón Bonaparte.)
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El camino de la perfección en el arte: la escultura; un tema muy interesante: gracias a los Editores por compartirlo, saludos.
Grande el destello que dejo. Gracias