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El jardín privado de Gisèle Freund.

autorretrato 1929

Nunca he dejado de querer comprender qué se esconde detrás de un rostro.

 

No puede decirse que corran buenos tiempos para la memoria de Gisèle Freund. Si hasta los años 90 se consideraba que posar para ella equivalía a ingresar en un club muy selecto ―así se lo explicó François Mitterrand en 1981, cuando se empeñó en que le hiciera su retrato oficial como Presidente de la República―, actualmente resulta más sencillo acceder a su obra literaria que a sus fotografías, muchas de las cuales suelen ser reproducidas como ilustraciones de las biografías de los modelos sin ni siquiera citar a la autora. Como en todo lo que se refiere a modas, resulta muy complicado encontrar una explicación lógica a este bajón de popularidad tan acusado, aunque podemos aventurar que su trabajo sencillo y sin apenas retoques reúne todas las papeletas para pasar completamente desapercibido para el gusto mayoritario.

Niña inglesa, 1936.
Niña inglesa, 1936.

Por otra parte, Freund no fue ese tipo de artista que abre nuevas vías a sus sucesores, sino ese otro en el que confluyen las iniciadas por sus predecesores. En este sentido, en un viaje creativo que, con algunos guiños al surrealismo, marchó claramente por la senda de la objetividad ―aunque no se cansaría de repetir que la objetividad fotográfica no es más que una engañifa―, ella misma citó a Eugène Atget, Jacob Riis, Lewis Hine, August Sander y Félix Nadar como sus principales influencias, a las que los estudiosos de su vida y obra han agregado las de la Bauhaus, la Nueva Objetividad y la Farm Securiry Administration. No obstante, y aunque pueda sonar a verdad de Perogrullo, es probable que su evolución artística hubiese sido muy distinta de haber nacido en otra época y lugar. Esta afirmación tan vanamente universal adquiere cierta relevancia en su caso particular, dado que las circunstancias políticas a las que tuvo que enfrentarse durante su juventud parecen haber truncado el desarrollo de un estilo que en sus inicios apuntaba a un camino muy distinto al que finalmente transitó.

Autorretrato en un espejo, 1935.
Autorretrato en un espejo, 1935.

Gisèle Freund vino al mundo el 19 de diciembre de 1908 en el barrio berlinés de Schöneberg: ni el mejor año ni el mejor sitio para nacer en una familia judía. Su padre, un exitoso hombre de negocios llamado Julius, era propietario de una colección de arte que, entre otras obras de gran importancia, incluía diecisiete lienzos de Friedrich. Se trataba de un coleccionista vocacional, un verdadero amante de la belleza que jamás especuló con su patrimonio y que tan sólo se desprendió de él en 1940, cuando en una subasta miserable celebrada en Lucerna prefirió malvenderlo antes que dejarlo caer en manos nazis. Obviamente, fue él el que despertó en su hija el interés por la cultura y la creación, llevándola a museos desde muy pequeña y regalándole una Leica de último modelo como premio por haber terminado el bachillerato con unas notas bastante buenas.

Prostituta del Barrio Viejo de Frankfurt, 1929.
Prostituta del Barrio Viejo de Frankfurt, 1929.

Tras ese pequeño triunfo, Freund estudiará sociología entre las universidades de Friburgo y Frankfurt, donde acabará implicándose activamente en grupos políticos de orientación socialista con el único fin de enfrentarse al ascenso del populismo nazi. Al difundirse y popularizarse varias series de fotos que había realizado en manifestaciones en contra del NSDAP, su significación política devino más notoria que la de sus compañeros, por lo que la llegada de Hitler al poder en 1933 la obligó a exiliarse en París, donde proseguirá sus estudios en la Sorbona. Allí se doctorará con una tesis brillante acerca de la fotografía francesa en el siglo XIX y su influencia en la sociedad: el primer trabajo de investigación jamás realizado en el ámbito universitario sobre los aspectos sociológicos del nuevo arte.

Niños en una calle de Newcastle, 1936.
Niños en una calle de Newcastle, 1936.

Con el único fin de ganar algo de dinero para sostener sus estudios, comenzó a trabajar como fotógrafa autónoma para varias revistas, entre las que se encontraban Vu, Life y Weekly Illustrated. Esta situación de semiprofesionalidad pasará a convertirse en dedicación exclusiva en 1935, tras conocer a Adrienne Monnier, fundadora y propietaria de la librería La Maison des Amis des Livres, que junto con su vecina, la todavía existente Shakespeare & Co., se había ido convirtiendo poco a poco en un pequeño centro de reunión de la intelectualidad europea. Así, en muy poco tiempo Freund llegará a hacerse amiga de Victoria Ocampo, Paul Valéry, André Gide, Jean-Paul Sartre, Simone de Beauvoir, T. S. Elliot o Jean Cocteau, entre otros ilustres, y también de un tal Pierre Blum ―del que sólo se sabe que jugaba muy bien a las damas―, con el que contraerá un matrimonio de conveniencia para obtener la nacionalidad francesa. Además, el testimonio privilegiado de Monnier resultará determinante a la hora de librar a Freund de las sospechas de ser espía del III Reich ―o de la Unión Soviética: el caso es que fuese espía de algún sitio― que pesaban sobre ella.

Simone de Beauvoir, 1952.
Simone de Beauvoir, 1952.
Jean Cocteau, 1939.
Jean Cocteau, 1939.

Ante la inminente toma de parís por las tropas alemanas, en 1940 huye a un pueblo del sur llamado Saint Sozy, donde permanece dos años haciéndose pasar por la hija de un matrimonio de granjeros. Tan sólo logrará escapar del país por mediación de Ocampo, que la acogerá en Buenos Aires y le organizará una gira de conferencias sobre literatura francesa por toda América. Freund aprovechará esta oportunidad para explicar la situación penosa de los artistas franceses durante la ocupación nazi y para recaudar fondos con los que enviarles hasta tres toneladas y media de ropa y víveres.

Victoria Ocampo, 1939.
Victoria Ocampo, 1939.

Tras el final de la guerra, animada por Robert Capa, comienza a colaborar con la agencia Magnum prácticamente desde su fundación, relación que terminará a tortas en 1956 debido a un extraño malentendido relacionado con la aparición de su nombre en las listas del senador McCarthy. Freund acusó a la dirección de Magnum no sólo de no haberla defendido ante la caza de brujas, sino de haber sido la responsable de la filtración de su nombre. La agencia, por su parte, siempre ha negado tales extremos y afirma desconocer qué argumentos tenía su colaboradora para acusarles. Sea como fuere, lo cierto es que Freund no tardó en dejarlo correr.

Peggy Guggenheim y Herbert Read, 1939.
Peggy Guggenheim y Herbert Read, 1939.

Cuando se vio metida en ese lío, su popularidad en los Estados Unidos ya era relativamente alta ―toda la que podía alcanzar un periodista gráfico―. Había comenzado a crecer en 1950 con la aparición en Life de un reportaje fotográfico sobre Eva Perón que causó bastante polémica, ya que no se privó de reflejar todo el ambiente de lujo y frivolidad que rodeaba a la “Primera Dama de la Nación Argentina y Jefa Espiritual de la Nación”, un ambiente que al público norteamericano no le casaba en absoluto con su rol de patrona de los descamisados ―al parecer, al argentino no sólo no le extrañaba lo más mínimo, sino que coadyuvaba a acrecentar su aura de divinidad―.

Evita Perón hacièndose la manicura, 1950.

Dado el éxito cosechado con la publicación, la dirección de la revista decidió enviarla dos semanas a Méjico para realizar un reportaje sobre los muralistas indigenistas, asignándole a Alfonso Reyes y a Diego Rivera como cicerones. Tan a gusto debió de sentirse allí que prologó su estancia hasta cerca de dos años, periodo en el que trabó una amistad muy profunda con Frida Kahlo.

Frida Kahlo, 1950-1952.
Frida Kahlo, 1950-1952.

Sin duda, es a Gisèle Freund a quien le corresponde el mérito de haber sido la primera persona en otorgar a la pintura de Kahlo el valor que realmente tenía y que hoy, independizada ya de la obra de su marido, se le reconoce universalmente. La naturaleza de la relación entre ambas mujeres nunca ha quedado del todo clara, y todo indica que estuvo marcada por constantes altibajos que podrían apuntar hacia cierto elemento pasional. Aparentemente, se tornó en abierta enemistad en 1952, cuando en una carta a un galerista Freund revela lo siguiente: “Si alguna vez regreso a Méjico, no tengo la menor intención de frecuentar a todo ese grupo, porque me he dado cuenta de hasta qué punto esas personas, independientemente de su talento, pueden llegar a estar ciegas por su fanatismo. Y no hay nada más estúpido que ser un fanático”. Existen indicios para pensar que esas diferencias fueron superadas y que volvieron a verse varias veces más; sin embargo, no hay ningún testimonio o documento que lo demuestre. En cualquier caso, Freund jamás dejó de portar un anillo que Kahlo le había regalado; incluso murió con él puesto.

Frida Kahlo, 1950-1952.
Frida Kahlo, 1950-1952.

Finalizada su etapa mejicana, y ante la imposibilidad práctica de retornar a los Estados Unidos, Freund vuelve a París, donde se instala definitivamente e inicia su carrera literaria como ensayista, en las que destacan obras como “James Joyce en París: sus últimos años” (1965), “La fotografía como documento social” (1974) o sus dos libros de memorias: “El mundo y mi cámara” (1970) y “Mémories de l’Oeil” (1977). Así mismo, a partir de los años sesenta su obra comenzará a ser objeto de exposiciones monográficas en muchos de los museos y galerías más prestigiosos del mundo, aunque su reconocimiento oficial, coronado por la concesión de la Legión de Honor en 1983, aún tardaría varios años en llegar. Murió en París el 31 de marzo de 2000, y prácticamente no dejó de trabajar hasta el último momento, por lo que su legado es tan amplio que resulta inabarcable, y eso que no era de las que queman carrete a lo tonto: normalmente obtenía lo que buscaba al primer disparo.

Alberto Giacometti, 1966.
Alberto Giacometti, 1966.
Henri Matisse, 1948.
Henri Matisse, 1948.

La primera fotografía artística que se le conoce es el autorretrato que encabeza este artículo. Data de 1929 y, como puede observarse, en él juega con la superposición y con efectos de luz y sombra para lograr un resultado en el que resultan palpables las influencias estéticas de Man Ray o del tándem Buñuel-Dalí. Paradójicamente, se trata de una de sus fotografías más conocidas; pero en modo alguno anticipa cuál va a ser la evolución posterior de su estilo, que pocos años más tarde ya se encuentra claramente incardinado en el campo documental, bien cubriendo las manifestaciones contra el auge del nazismo, bien reflejando el impacto de la crisis del 29 en el norte de Inglaterra. Como ya sabemos, este periodo de unos cuatro o cinco años marcó su vida para siempre, por lo que cabe aventurar que su cambio drástico no responde a factores propiamente artísticos, sino a las circunstancias exteriores que fueron conduciendo su devenir vital.

Tennesse Williams, 1959.
Tennesse Williams, 1959.
Henry Miller, 1961.
Henry Miller, 1961.

Según ella misma refiere en “El mundo y mi cámara”, la serie de Malraux constituyó una verdadera prueba de fuego para su recién estrenada profesionalidad. No hacía mucho que el novelista había ganado el Goncourt con “La condición humana” (1933), y por aquel entonces preparaba una nueva edición de su novela. Abiertamente contrario a casi todo lo establecido, Malraux descartó a cualquier fotógrafo consagrado para tomar los retratos que acompañarían al lanzamiento y le encargó el trabajo a Freund. Sin embargo, pronto pudo comprobar ésta que todo lo que Malraux tenía de decidido en su vida cotidiana lo sufría de tímido ante el objetivo: el futuro fundador de la Escuadrilla España no paró de moverse con nerviosismo por la terraza y de encender un cigarrillo tras otro. Según declaraciones posteriores del retratado, lo que realmente ocurrió fue que estaba mucho más interesado en satisfacer sus curiosidades sobre la fotografía que en terminar el trabajo; pero Freund detectó claramente que le daba vergüenza posar. En cualquier caso, la fotógrafa novel decidió entrar al juego y conversar largamente con Malraux, haciendo como que dejaba la cámara de lado. El novelista le explicó su teoría de que la fotografía acabaría matando a la pintura; no sólo porque la desplazara en su objeto, sino porque el avance de la técnica podría llegar a facilitar la falsificación de un cuadro tan sólo pulsando un botón, y también porque la toma ampliada de los detalles de un lienzo abriría una nueva dimensión en la interpretación de las obras que incluso serviría para revelar aspectos subconscientes del pintor. Sólo cuando Freund logró que su modelo se apasionase exponiendo parte de las ideas que más tarde recogería en “El museo imaginario” (1952-1955), fue capaz de hacer las fotos que han quedado para la posteridad como los retratos más conocidos del revolucionario que terminó como ministro de De Gaulle.

Malraux, 1933.
Malraux, 1933.

malraux

Sin embargo, cualquier problema que tuviera durante sus sesiones con Malraux se queda en una chiquillada comparado con las desventuras a las que tuvo que enfrentarse cuando el modelo fue James Joyce. La orientación sexual de Freund siempre resultó bastante ambigua; no obstante, existen los suficientes motivos como para pensar que durante una buena temporada estuvo, si no plenamente enamorada, sí muy impresionada por el escritor dublinés, figura a la que ya idolatraba antes de conocerlo en persona. Ese primer encuentro se produjo en 1936 durante una cena en casa de Monnier, cinco años antes de que el literato dejase este mundo tras una breve pero dolorosísima agonía. Todo apunta a que Joyce nunca fue precisamente la alegría de la huerta, pero los dramas familiares a los que tuvo que enfrentarse durante la última etapa de su vida le habían transformado en una persona bastante huraña e intratable. Quizá por eso declinó de plano y con cierta grosería ser fotografiado por esa jovenzuela impertinente que le miraba como si estuviese viendo un fantasma.

James Joyce con Sylvia Beach y Adrienne Monnier, 1938.
James Joyce con Sylvia Beach y Adrienne Monnier, 1938.

Dos años más tarde, sin embargo, Life le encargó a Freund un reportaje sobre Joyce, que de nuevo volvió a negarse a posar en un primer momento. No obstante, la fotógrafa había ido ganando tablas con sus modelos y logró persuadirle con el argumento de que la sesión resultaba necesaria para promocionar el lanzamiento meramente alimenticio de “Finnegans Wake” (1939), una versión recopilada de su novela cómica por entregas. Ante esos argumentos, y dado que necesitaba dinero con urgencia, Joyce accedió de mala gana, poniendo como condición que se le retratara junto a sus editores ―una de las cuales era Monnier― tanto en su propia casa como en Shakespeare & Co, lo cual se llevó a cabo sin mayores complicaciones.

James Joyce con su nieto, 1938.
James Joyce con su nieto, 1938.

Debido a unos problemas con las pruebas de edición, la publicación de la novela se demoró hasta 1939, tiempo durante el que Life mantuvo el reportaje archivado. Cuando finalmente llegó el momento de sacarlo a la luz, las circunstancias editoriales determinaron a la revista a dedicarle la portada, por lo que le encargaron a Freund una foto más del literato, esta vez en color. Parece ser que Joyce, que además estaba algo más animado porque por fin había salido el libro y había cobrado su anticipo, guardaba un buen recuerdo de la sesión anterior, así que aceptó en seguida. En esta ocasión los problemas comenzaron cuando, ya juntos para trabajar, la fotógrafa le comentó distraídamente que la foto iba a ser en color. Por algún extraño motivo, ese dato lo cambió todo para el escritor, que debió de reaccionar como si de repente se viese envuelto en un problema irresoluble, temblando, quejándose angustiado y caminando torpemente por la habitación como si fuese un anciano desvalido. Ni su cuerpo ni su edad eran todavía ―y nunca llegarían a serlo― los de un anciano, pero sí que comenzaba a ser una persona bastante indefensa. Aunque trataba de disimularlo, lo cierto era que había ido perdiendo la poca vista que traía de serie y prácticamente se había quedado ciego, de modo que no tardó en golpearse la cabeza contra una lámpara durante sus nerviosas evoluciones y, en consecuencia, en ponerse como a maldecir como una fiera a la fotografía en su conjunto. Una vez aplicados los primeros auxilios por su mujer y por la propia Freund, Joyce trató de relajarse leyendo un rato. De manera inconsciente y olvidándose de que estaba en presencia de extraños, tomó la pequeña pero gruesa lupa que necesitaba para hacerlo y, en un momento de distracción por su parte, Freund aprovechó para tomar la foto y salir pitando, no sólo por la incomodidad de la situación, sino porque la sesión se había alargado demasiado y en la revista esperaban su trabajo.

James Joyce, 1939.
James Joyce, 1939.

Tanta prisa debió de meterle al taxista que la conducía a Life que sufrieron un accidente. Salvo por múltiples contusiones y heridas no demasiado serias, ambos salieron ilesos; sin embargo, la cámara estaba destrozada. Tras pasar primero por el laboratorio para ver si podían hacer algo por el aparato y, sólo después, por el hospital ―es lo que ya entonces tenía ser autónomo―, lo primero que hizo Freund fue llamar a Joyce para comunicarle que su maldición irlandesa se había cumplido, y que lo menos que podía hacer para compensarla era dejarse fotografiar de nuevo. El dublinés debía de tener una fe inusitada en sus propios poderes paranormales, por lo que inmediatamente aceptó entre todo tipo de disculpas. Al día siguiente las cosas fueron muy distintas y el escritor se mostró manso como un cabritillo. No obstante, resultó un trabajo en balde, puesto que al llegar al laboratorio le comunicaron que la madre cámara, efectivamente, había muerto; pero que sus hijitos fotos se habían salvado y gozaban de buena salud.

Virginia Woolf, 1939.
Virginia Woolf, 1939.

Tampoco debió de ser fácil su experiencia con Virginia Woolf en la tarde del 24 junio de 1939; o quizá sí: todo depende de si creemos la versión de la modelo o la de la artista. En su diario, Woolf describió los hechos de la siguiente manera:

Ocampo trajo a Gisèle Freund con todo su aparatoso equipo, que instaló en el salón. Total, que tuve que posar ―¡maldito sea todo este mezquino y vulgar asunto de la publicidad!―. No hubo manera de escurrir el bulto, con Ocampo vigilando en el sofá y Freund ahí, en carne y hueso. Así que al final mi tarde se evaporó de la manera que más detesto y que más me trastorna. Una foto en color, animada, de tamaño natural.

Por si fuera poco, dos días más tarde escribió a su editora, que también era Victoria Ocampo, en los siguientes términos:

[…] Es verdad que estaba molesta. Como bien sabe, me he negado una y otra vez a ser fotografiada. Ya me había excusado en dos ocasiones para no posar para la señora Freund, y entonces usted me la trae sin avisarme, lo cual demuestra que usted conocía mi parecer y aún así decidió forzarme, como de hecho lo hizo. Me es muy difícil mostrarme grosera con la gente en mi propia casa, por lo que fui fotografiada contra mi voluntad, lo que me fastidió. Y quién sabe también cuál es el objeto de todas esas fotografías. Yo, la verdad, no lo veo y las detesto.

Freund, por su parte, ofrece un relato muy distinto de los acontecimientos. Según ella, es cierto que la primera vez que visitó a Woolf lo hizo en compañía de Ocampo; sin embargo, no se trató de algo inesperado, ya que la propia escritora había mostrado interés en conocer su trabajo. Es perfectamente posible que la naturaleza de la invitación respondiera a uno de esos gestos de cortesía británica que tan sólo los no británicos se toman al pie de la letra; no obstante, parece ser que durante la velada Freund se limitó a proyectar una serie de diapositivas sobre las que Woolf formuló varias preguntas, dando lugar a una animada conversación acerca de las posibilidades de captar los matices psicológicos del retratado a través de la fotografía en color. Consciente de las reticencias de la novelista a mostrar cualquier aspecto de su vida privada, en ese momento Ocampo le preguntó si haría una excepción con ese tipo de fotografías, a lo que Woolf, tras dudarlo, contestó afirmativamente.

Virginia Woolf, 1939.
Virginia Woolf, 1939.

Sólo al día siguiente fue cuando Freund se presentó en casa de Woolf sin más compañía que la de su equipo. Según parece, estuvieron eligiendo juntas el atuendo de la modelo, que posó de buena gana. Incluso unos días más tarde la fotógrafa le envió una carta de agradecimiento en la que, entre otras cosas, le decía: “Todos los que han visto las fotos me han dicho que son las mejores que he hecho; pero ello es sólo gracias a sus facciones, porque posee usted un rostro admirable”. Como pruebas periféricas, a favor de la versión de Freund juega el hecho de que, efectivamente, Woolf posa con al menos dos vestidos distintos; en su contra, me temo que todo lo demás.

Colette, 1939.
Colette, 1939.

Como para la mayor parte de las jóvenes mujeres intelectuales europeas de la primera mitad del siglo XX, Colette constituía para Freund tanto un modelo a seguir como una especie de ídolo inalcanzable. Por ello, ya en 1939 se empeñó en fotografiarla para su colección ―o “su jardín”, como ella la llamaba―, lo que no le resultó difícil gracias a la mediación de Monnier y Ocampo. Al contrario que a los anteriores, Colette era una señora que siempre estaba dispuesta a hacer cualquier cosa que sospechara mínimamente divertida, por lo que se prestó gustosa a la sesión y se mostró todo lo extrovertida que se la suponía; tanto, que quizá la fotógrafa se vio superada por la energía de su modelo y no supo imponer su criterio, por lo que las fotografías acabaron siendo lo que Colette deseaba y no lo que Freund tenía en la cabeza. Desde un punto de vista objetivo, no puede decirse que se trate de unas fotos malas, pero su autora material quedó muy decepcionada y presa de la sensación de haber desperdiciado una ocasión única.

Colette, 1954.
Colette, 1954.

Tendría que esperar 15 años para obtener la revancha, gracias a un reportaje con motivo del octogésimo cumpleaños de la escritora. En esta ocasión Freund ya contaba con la suficiente experiencia como para no permitir que el aura de Colette la cegara, así que simplemente se dedicó a disfrutar de su conversación sencilla y animada mientras captaba alguna instantánea de vez en cuando. El resultado es una deliciosa serie ―y nunca mejor dicho, porque parece que estuvieron hablando de antiguas recetas de cocina francesa durante roda la tarde― de retratos que reflejan tanto la desenfadada simpatía de la novelista como el concepto de fotoentrevista tomado de Nadar.

Man Ray, 1967.
Man Ray, 1967.

Mención especial merece también su retrato de Man Ray, tomado en 1967 para la colección privada de la fotógrafa. Tanto en su factura como en su motivación se aprecia una especie de venganza de mala perdedora contra un señor de 77 años que ya no era aquél que la rechazó en 1933, cuando Freund acudió a su estudio para ofrecerse como ayudante. En aquella primera ocasión, Man Ray la recibió con una modelo desnuda sentada en cada uno de sus muslos y, sin prácticamente mirarla y sin interesarse lo más mínimo por sus méritos, le pidió una importante cantidad de dinero en concepto de derechos de formación. Años más tarde su relación llegaría a acercarse a algo parecido a una amistad cordial, y aunque solían rememorar aquel primer encuentro como una anécdota divertida, no cabe duda de que a Freund no le hizo ninguna gracia en su momento. Sólo así puede explicarse la pose tensa y defensiva de alguien que tan sólo remotamente recuerda a quien, junto con Picasso, había sido el artista más influyente del mundo casi medio siglo antes.

Hanna Schygulla, 1984.
Hanna Schygulla, 1984.

―Mi editor, un tal señor Schirmer, quiere que yo le haga una foto… Pero, ¿sabe usted?, en realidad yo no tengo ni la más remota idea de cómo se fotografía a una estrella.
―No se preocupe, en realidad yo tampoco tengo ni la más remota idea de cómo ser una estrella.

Así narró Hanna Schygulla su experiencia cuando se vio sorprendida por una llamada telefónica de Freund en 1984. Además de una de las mejores actrices que ha dado el cine europeo, Schygulla es, y ya era en su momento, una apasionada por la fotografía y el arte en general, por lo que no pudo evitar ponerse algo nerviosa cuando se encontró con que “una de las grandes” se interesaba por ella. En esta ocasión, Freund violó su norma de retratar al modelo dentro de su ambiente cotidiano, y lo hizo creyendo que le estaba haciendo un favor a la actriz. En realidad, Schygulla conocía perfectamente la obra de Freund, y también sabía que la fotógrafa ya rondaba los 80 años, así que le pareció aberrante hacerla desplazarse hasta “su pequeño nido”: una buhardilla de Montmartre en un edificio sin ascensor, por lo que le puso mil excusas hasta que consiguió que la artista la recibiera en su propia casa. Por otra parte, Schygulla reconoció estar interesadísima en conocer esa vivienda, pues se esperaba encontrar con una especie de museo privado. Sin embargo, no encontró una sola foto: lo único que había en aquel piso eran muchas plantas, muchos libros y mucho arte precolombino, lo cual también le encantó. Quizá por ello su retrato sea uno de los que más sencillez, simpatía y placidez despiertan en el espectador. No cabe duda de que la actriz disfrutó sobremanera del rato que pasó con Freund; pero de sus palabras se infiere que no se percató de que en realidad sí que estaba visitando un museo: el de una vida dedicada a embellecer el recuerdo de las de los demás sin ningún afán de protagonismo. Pensándolo bien, es muy probable que la Gisèle Freund escritora jamás se hubiese atrevido a posar para la Gisèle Freund fotógrafa.


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