La vida destroza todos los guiones.
Es posible que ni el público ni la crítica estadounidenses supieran comprenderla, pero “La condesa descalza” supuso la canonización definitiva de Mankiewicz en una Europa ávida de nuevas maneras de hacer cine. Fue su primer largometraje en color, el primero que realizó en condiciones de absoluta independencia y también el primero en el que llevó a la pantalla un guión original escrito por él mismo. Quizá no pueda ser calificada como la mejor película de un director cuya firma es garantía de belleza, calidad, entretenimiento y profundidad; pero no cabe duda de que marcó un antes y un después en su carrera ni de que, tras la grandiosa “Eva al desnudo” (1950), le confirmó como un verdadero artista tras la cámara.
Joseph Leo Mankiewicz, nacido el 11 de febrero de 1909 en un pueblo de Pensilvania llamado Wilkes-Barre, fue el tercer hijo de una mujer judía ya asentada en los Estados Unidos y de un emigrante germanopolaco que, aprovechando sus conocimientos sobre lenguas europeas y a base de tesón y de noches sin dormir, había logrado graduarse en varias filologías y convertirse en una de las eminencias más destacadas del New York City College. El joven Joseph estuvo a punto de morir a los 7 años, cuando se le diagnosticó erróneamente una tuberculosis que más tarde se evidenció como una neumonía doble con pleuresia. El cambio apresurado de tratamiento le salvó la vida; pero le obligó a permanecer más de un año ingresado en el hospital, periodo en el que desarrolló tanto una pasión temprana por la lectura como una clara vocación médica orientada hacia la psiquiatría. Además de eso, gracias a que su padre se encargó personalmente de su educación durante la convalecencia, obtuvo el graduado de High School con tan sólo 11 años, y con 16 ya se había diplomado en Historia del Arte por la Universidad de Columbia.
Sin embargo, esta impresionante carrera contra el tiempo se vio frenada en seco cuando un desastroso examen de física le llevó a suspender las pruebas de ingreso en la facultad de Medicina. Viendo que esta decepción podía trastocar la evolución de su hijo pequeño, y no deseando que tomara el mismo camino que su hermano mayor ―Herman J. Mankiewicz, que había abandonado los estudios para probar suerte como guionista en Hollywood―, su padre le diseñó un plan de estudios en Europa, a todas luces desmesurado, que incluía estancias en las universidades de Berlín, La Sorbona y Oxford. Sin embargo, el futuro director no cumplió las expectativas y, en cuanto se vio libre del control paterno, se dedicó a llevar una vida algo bohemia, sosteniéndose gracias a las corresponsalías para el New Yorker, el New York Times y el Chicago Herald Tribune que le consiguió su ya influyente hermano, que recientemente había sido ascendido a jefe de guionistas de la Paramount ―unos años más tarde, llegaría a estampar su firma junto con la de Orson Welles en el guión de “Ciudadano Kane” (1941)―.
A su vuelta a los Estados Unidos, ya harto de estudiar, se desvinculó por completo de la influencia de su padre y le pidió a su hermano un puesto en el estudio, donde comenzó traduciendo subtítulos para las producciones de la UFA y redactando interludios para las versiones mudas de las películas habladas ―dado que la llegada del cine sonoro coincidió con la crisis del 29, pasaron varios años hasta que la mayor parte de las salas pudieron incorporar la nueva tecnología; mientras tanto, se torturó a los espectadores con esos agotadores apaños, que en la práctica suponían interrumpir la acción cada pocos segundos para introducir enormes bloques de texto―.
Poco a poco, le fueron encargando colaboraciones en guiones de cortometrajes cómicos de segunda fila o en largos con niños prodigio ―por aquel entonces muy de moda, vaya usted a saber por qué―, entre los que destaca algo llamado “Las peripecias de Skippy” (Norman Taurog, 1931), por el que fue nominado al Oscar. Gracias a este éxito, fue contratado por la Metro-Goldwyn-Mayer, donde obtuvo su segunda nominación por el guión de “El enemigo público número 1” (W. S. Van Dyke, 1934), una película mucho más seria que ya contaba en su reparto con Clark Gable y William Powell ―ambos en edad adulta, por supuesto―.
Animado por los constantes éxitos de taquilla que iba cosechando, se atrevió a visitar personalmente a Louis B. Mayer para pedirle que le permitiese dirigir él mismo sus siguientes guiones. El magnate le respondió con una frase que se quedaría grabada en su memoria: “Antes de ponerse a andar es necesario aprender a arrastrarse por los suelos”; y le ascendió a productor. Mankiewicz ocupó este puesto entre 1935 y 1942, y parece que no tardó en comprobar la enorme carga de literalidad que contenían las palabras del gran jefe. Durante esa agotadora y frustrante etapa, llena de sinsabores, se responsabilizó de sacar adelante diecinueve largometrajes, entre los que brillan con luz propia verdaderos clásicos como “Furia” (Fritz Lang, 1936) e “Historias de Filadelfia” (George Cukor, 1941). También le tocó vivir uno de los momentos más amargos de su carrera, cuando se vio obligado a enmendar en profundidad el guión imposible de rodar que Francis Scott Fitzgerald había presentado para “Tres camaradas” (Franz Borzage, 1938). Las interferencias de ese jovenzuelo impertinente indignaron tanto al escritor que las reflejaría en “El amor del último magnate” (1941), su novela póstuma e inconclusa. Mankiewicz, por su parte, y tras pasarlo verdaderamente mal, acabó tomándose las cosas con filosofía: “Supongo que si algún día, por casualidad, se menciona mi nombre en la historia de la literatura, será como el de aquel cabrón que se atrevió a reescribir a Fitzgerald”.
Por esas fechas, su acusada tendencia hacia las faldas comenzó a dar que hablar en el mundillo hollywoodiense. En 1934 se había casado con una joven actriz de teatro llamada Elizabeth Young, de la que se divorciaría en 1937 tras haber iniciado un romance con la actriz austriaca Rosa Stradner, con la que se casaría a los pocos meses. Pocos años más tarde, saltaría a la luz el escándalo de su relación con Judy Garland, que terminó por destruir la imagen de ésta como estrella infantil, no sólo por el romance en sí, sino porque Mankiewicz se las apañó para enviarla al psicoanalista, donde la actriz descubrió que deseaba asesinar a su madre con urgencia. Esto, ciertamente, no habría tenido nada de llamativo, de no ser porque dicha señora era además su manager y la persona que decidía todos y cada uno de sus movimientos profesionales. Así que cuando Mayer constató que su pequeño Mankiewicz no sólo había aprendido a arrastrarse por los suelos como el mejor, sino que además había inutilizado uno de los activos más sólidos de la empresa, montó en cólera y lo despidió fulminantemente.
Por suerte para el joven cineasta, su prestigio ya estaba más que consolidado, así que no tardó en recalar en la 20th Century Fox, donde por fin vería cumplido su sueño de dirigir películas, comenzando por la muy notable “El castillo de Dragonwyck” (1946) en sustitución de Ernst Lubitsch, que había sufrido un infarto pocos días antes de empezar a rodar. A pesar de que el largometraje ha acabado obteniendo su sitio en la posteridad, en su momento fue acogido con mucha discreción tanto por la crítica como por el público, que vieron en él una especie de intento patético de explotar el éxito de “Rebeca” (Alfred Hitchcock, 1940). Todavía peores críticas y cifras obtuvo su segundo filme para la Fox, “Solo en la noche” (1946), por lo que en el estudio comenzaron a pensar que estaban desaprovechando unos magníficos guiones con un director que, aunque fuese su propio autor, daba claras muestras de inexperiencia. De este modo, como en el fondo creían en sus capacidades, le encargaron la realización de tres guiones de Philip Dunne para que se fuera fogueando. Se trataba de “El mundo de George Appley” (1947), “El fantasma y la señora Muir” (1947) y “Escape” (1948). Tras este cursillo acelerado, la compañía entendió que su gran promesa ya estaba preparada para dar el salto al estrellato y le permitieron volver a dirigir sus propios guiones con “Carta a tres esposas” (1950). Mankiewicz superó las expectativas creadas y se alzó con los dos Oscars a los que competía individualmente ―mejor dirección y mejor guión adaptado―, proeza que repetiría al año siguiente con “Eva al desnudo”.
Su ascenso personal parecía no tener límites, y fruto de ello ese mismo año fue elegido por una amplia mayoría como presidente del sindicato de directores de cine (Screen Directors Guild). Sin embargo, en su camino, como en el de otros muchos, no tardaría en cruzarse la tan temida “caza de brujas”. En su caso, los problemas llegaron de mano del decano del sindicato, que no era otro que Cecile B. DeMille. Aprovechando una ausencia de Mankiewicz, DeMille trató de hacer firmar a todos los sindicados un documento al que llamó “juramento de lealtad anticomunista”, que en realidad suponía una trampa mortal: quien no se adhiriera estaría confesando, mientras que quien lo secundara le estaría concediendo un cheque en blanco al Comité de Actividades Antiamericanas para exigirle delaciones y, lo que era peor, estaría refrendando su condena por perjurio en caso de que su nombre acabase incluido en las listas negras. Varios directores ya habían firmado ―por miedo, como después se demostraría― cuando Mankiewicz regresó e hizo que se girara una comunicación muy arriesgada que incluía el siguiente párrafo:
Mientras sea presidente del SDG, seguiré luchando por el derecho de cada miembro a una libre discusión y a una votación secreta. Como estadounidense, lucharé mientras viva para mantener la distinción entre la autoridad gubernamental constituida y los intentos de cualquier persona o grupo de personas por usurpar tal autoridad.
Para concluir, en dicha circular se convocaba a todos los miembros a una junta extraordinaria para tratar exclusivamente dicho asunto. DeMille, que había sido uno de los principales valedores de Mankiewicz para acceder al cargo de presidente, se sintió traicionado y preparó una gran ofensiva que incluía su propuesta de cese. Dicha reunión se llevó a cabo el 22 de octubre de 1950 en el Hotel Beverly Hills y se desarrolló de una manera parecida a la de los caucus demócratas, con discursos contrapuestos y votantes que iban tomando partido por una u otra postura a medida que avanzaba el debate. Ya bien entrada la madrugada, cuando la suerte parecía echada para Mankiewicz, un imponente hombre maduro con gafas ahumadas, que hasta entonces había permanecido callado, se levantó para dirigir estas palabras a la concurrencia:
Me llamo John Ford y soy director de westerns. Desde siempre te he conocido, Cecil, y te he respetado porque eres, el mundo entero lo sabe, el director de cine por excelencia. Eres mejor que cualquier otro en este oficio, haces películas que millones de personas están deseando ver antes de su estreno… Por todo ello, te respeto. Pero, Cecil… No me gustas. Nunca me has gustado y no me gusta ninguna de tus apestosas ideas. Por lo tanto, propongo la siguiente moción: que se le devuelva la presidencia a ese maldito polaco y que nos vayamos todos a dormir en paz.
La intervención del viejo Jack envalentonó a casi todos los que por temor se habían alineado alrededor de DeMille y la situación dio un vuelco completo, que no sólo refrendó a Mankiewicz al frente del sindicato, sino que terminó con la expulsión de su decano. Sin embargo, se trató de una victoria más aparente que real: a raíz del incidente, el cineasta comenzó a tener dificultades bastante serias en su estudio, cuyos directivos cada vez le hostigaban con mayor intensidad por cualquier tontería. Un día de 1951 Mankiewicz estalló y, tras una discusión terrible que, según algunos, llegó a las manos, renunció a su contrato y se mudó a Nueva York con la idea de establecerse como dramaturgo y director escénico. Para ello, fundó la productora Figaro, con la que llegó a estrenar en el Metropolitan un nuevo montaje para “La Bohème” (Giacomo Puccini / Giuseppe Giacosa y Luigi Illica, 1895) que, con críticas dispares, se mantuvo 15 años en cartel.
No obstante, su nombre ya pesaba demasiado en el mundo del cine, y éste en su interior, de modo que decidió comenzar a hacer sus propias películas. Obviamente, la Figaro no contaba con los medios suficientes como para producir largometrajes competitivos, por lo que, aprovechando que tenía una oferta de la Metro para volver a sus filas, firmó con ellos una especie de contrato de free-lance mediante el que él elegiría los guiones y prepararía todo el proyecto y la productora se limitaría a pagarlos previa aprobación. Así, en 1953 estrenaría “Julio César” ―una adaptación literal de la tragedia de Shakespeare (1599) cuyo proyecto le había llegado de rebote tras uno de esos grandes naufragios a los que era tan habitual Orson Welles― y, a continuación, “La condesa descalza”, aparentemente la historia trágica de una bailaora madrileña convertida de la noche a la mañana en estrella de Hollywood ―pero en realidad mucho más que eso―, con la que le demostraría su independencia a la Metro contratando la distribución con United Artist.
Puede que se trate de una de las ocasiones en las que Mankiewicz cuidó más la estética. La alternancia de secuencias oscuras con otras plenas de luz acompañan a los cambios de ánimo de la protagonista y ayudan al espectador a identificarse con ella. Igualmente es destacable la dirección de fotografía llevada a cabo por Jack Cardiff, que ya había ganado un Oscar por “Narciso negro” (Michael Powell, 1947) y que sorprendentemente no fue ni siquiera nominado en esta ocasión, en la que sin duda cuajó uno de los mejores trabajos de una carrera en la que, entre otros clásicos, figuran “La Reina de África” (John Huston, 1951), “Guerra y paz” (King Vidor, 1956) o “El príncipe y la corista” (Lawrence Olivier, 1957). Algo parecido ocurrió con la partitura de Mario Nascimbene, idolatrado en Italia y apenas conocido en los Estados Unidos, que firmó una banda sonora provista de un buen leitmotiv cuyas variaciones supo adaptar a la perfección como música incidental. A pesar de la falta de reconocimiento que ambos recibieron por parte de sus colegas, no cabe duda de que hicieron una gran labor, y la mejor prueba de ello es que sus respectivas creaciones se integran en el largometraje hasta pasar prácticamente desapercibidas; sin embargo, basta eliminar mentalmente la música o los encuadres más arriesgados para determinar su peso en el recuerdo placentero que suele dejar la película en los espectadores.
Sería injusto decir que “La condesa descalza” fue una producción ideada para el lucimiento de su estrella principal, Ava Gardner ―en el papel de María Vargas―, fundamentalmente porque no se trata del tipo de personaje con el que se la solía relacionar y porque en realidad no se lució. Su interpretación recibió críticas de lo más hirientes en los Estados Unidos, entre ellas que se trataba del plato de pescado frío más insípido de la historia. En Europa, sin embargo, alcanzó los más altos elogios, hasta el punto de que su María Vargas se constituiría en el modelo a imitar por cualquier actriz que se preciase. El motivo de esta disparidad tan radical no es difícil de encontrar: la crítica europea fue objetiva con su actuación, mientras que la norteamericana se quedó perpleja al no encontrar al volcán de sensualidad que esperaban de ella ―y eso que la tensión erótica que se respira en la escena de su primer encuentro con el personaje interpretado por Humphrey Bogart, por ejemplo, se antoja difícilmente superable―. Pero esta apreciación, sin embargo, precisa de un matiz importante: lo que realmente ocurría era que el personaje de María Vargas no se había escrito para ser ningún tipo de volcán, sino una chica sencilla que, independientemente de su mayor o menor promiscuidad, tan sólo buscaba un refugio para huir de su niñez, marcada por las bombas de la Guerra Civil, por la crueldad de su madre y, como fácilmente puede entreverse, por varias agresiones sexuales ―“una Cenicienta a la espera de su príncipe”―. En realidad, la interpretación de Gardner es tan buena que el espectador se olvida de que es ella la que está en pantalla, y no creo que pueda decirse nada más elogioso acerca del trabajo de una actriz ya consagrada y mitificada en aquel tiempo.
Quizá influenciado por las burlas de la crítica norteamericana, Mankiewicz siempre se reprochó no haber sabido sacar lo mejor de una artista de la talla de Ava Gardner, y la verdad es que, tuviese razón o no en su arrepentimiento, durante el rodaje no hubo ninguna química entre ambos. Parece ser que al finalizar la primera jornada de trabajo ya se habían enzarzado en un par de discusiones motivadas por unos comentarios del director que la actriz no encajó demasiado bien. A partir de entonces las cosas sólo fueron a peor, hasta el extremo de que dejaron de hablarse fuera de escena. Se ha propuesto que quizá Mankiewicz estaba pensando en la historia de Margarita Cansino cuando escribió su guión, y que su intención era concederle el papel a su alter ego en la pantalla: Rita Hayworth. Sin embargo, desde que en 1941 su fotografía fuera descubierta por un cazatalentos de la Metro en el escaparate del estudio fotográfico de su cuñado, Ava Gardner se había ido convirtiendo en la estrella por excelencia del estudio, en la que más dinero habían invertido y de la que más rendimiento esperaban obtener. Poco importaba que se pareciese a la Hayworth como un huevo a una castaña: era una gran actriz, era “el animal más bello del mundo” y, por si fuera poco, era de la compañía y conocía de sobra tanto a España como a los españoles ―a las españolas no tanto―. Quizá fuese el hecho de que su participación viniera impuesta lo que predispuso a Mankiewicz en su contra, o puede que simplemente se tomara como una intromisión ilegítima las correcciones que, fruto de su experiencia personal en tierras ibéricas, Gardner le propuso realizar sobre el guión. La verdad es que cuesta entender por qué Mankiewicz eligió para la protagonista de su historia una nacionalidad cuyo carácter, a todas luces, no comprendía. No es que caiga en el tópico fácil, ni mucho menos ―los esfuerzos de documentación son claramente palpables en distintos pasajes―; pero puedo asegurar que ninguna mujer española, y menos en aquella época, se comportaría o pensaría tal y como lo hace María Vargas ―a la que, por poner un ejemplo ilustrativo, parece separarle tal abismo cultural de su marido italiano que cualquiera diría que en lugar de madrileña es pekinesa―.
En cualquier caso, el guión de “La condesa descalza” vuelve a demostrar la maestría de Mankiewicz a la hora de contar historias ―no así todavía a la de escribir diálogos, algunos de los cuales adolecen de bastante artificialidad, lo que en ocasiones llega a ralentizar un poco el ritmo narrativo―. En esta ocasión recurrió a la sucesión de flashbacks y a la visión poliédrica de múltiples narradores con el funeral de la protagonista como punto de confluencia ―una apuesta arriesgada, si tenemos en cuenta que ello implica conocer el desenlace de la trama desde la primera secuencia―. Entre esos narradores se encuentra Harry Dawnes ―Humphrey Bogart―, el director-productor encargado de lanzar la carrera de María, a la que, tras unos primeros contactos ciertamente ambiguos, pronto le unirá una relación de carácter casi paterno-filial ―quizá en este punto resida otro de los motivos por los que la crítica del otro lado del Atlántico atacó tan duramente la película: la desastrosa labor de promoción previa, además de insinuar poco menos que Ava Gardner iba a pasarse todo el metraje desnudándose, había hecho girar unas imágenes de ambas estrellas que daban pie a pensar en un posible romance en pantalla, cuya ausencia debió de frustrar las fantasías mitómanas de buena parte del público―.
Apenas tres años antes de su temprana muerte, y con todavía cuatro largometrajes por delante, Bogart seguía tratando de exprimir las pocas oportunidades que le quedaban para terminar de desencasillarse como el tipo duro por excelencia y pasar a ocupar el lugar que realmente merecía entre la lista de los mejores actores de la historia, un objetivo al que rara vez contribuían sus caracterizaciones, que, como en esta ocasión, solían acabar sacando a pasear su gabardina ―esta vez plenamente justificada por motivos meteorológicos― y su sombrerazo Fedora. Lentamente, a medida que su cuerpo envejecía, su imagen icónica había ido despojándose de su virilidad apabullante para concentrarse en su esencia de perdedor cínico de vuelta de todo. Quizá en ninguno de sus últimos personajes resulte tan palpable ese rasgo como en las contradicciones de Dawnes, que se permite mostrarse socarrón ante su amo profesional, Kirk Edwards ―interpretado por Warren Stevens y al que se le supone un retrato nada favorecedor del todopoderoso Howard Hughes―, a la vez que sabe que no le queda más opción que terminar plegándose a sus humillantes caprichos.
Además de la tremenda pareja protagonista, entre una nómina de actores secundarios tan nutrida como irregular, destaca Edmond O’Brien, ganador de la estatuilla al mejor actor de reparto por su encarnación de Oscar Muldoon, el pusilánime relaciones públicas de Kirk. Según parece, este personaje estaría basado en un tal Meyer: un extraño sujeto que siempre acompañaba a Hughes como un perrito faldero, y al que éste no dudaba en enviar de celestino en busca de los favores de cualquier actriz a la que echara el ojo. Años más tarde, la propia Ava Gardner relataría en sus memorias una desagradable escena en la que, conducida por Meyer al reservado de un restaurante, tuvo que acabar montando un verdadero número ―con tortazos incluidos― para escapar del acoso del aviador de Hollywood ―al que, no obstante este episodio puntual, en general se mostraba agradecida―.
Por otra parte, y aunque Mankiewicz nunca se pronunció abiertamente al respecto ―siempre declaró que había trazado el personaje uniendo características que admiraba en varios compañeros―, ya fueron muchos los que en su momento identificaron la relación de dependencia de Dawnes como la que en el mundo real soportaba Howard Hawks. Todos estos curiosos paralelismos no le pasaron desapercibidos a Hughes, que hizo verdaderos esfuerzos para forzar a Mankiewicz a modificar su guión. Pero todo fue en vano: “La condesa descalza” no es en realidad sino la gran venganza o, mejor dicho, el gran desquite o desahogo de su director y guionista contra un universo hollywoodiense del que había acabado hasta las narices, y el hecho de que Hughes se diera por aludido no hizo sino motivarle aún más en su ánimo de revancha. Tal y como hicieran Vicente Minnelli por partida doble en “Cautivos del mal” (1952) y “Dos semanas en otra ciudad” (1962) o Billy Wilder en “El crepúsculo de los dioses” (1950), “ese maldito polaco” había aprovechado el poder de su creatividad para saldar cuentas personales de una manera muy ingeniosa y, en definitiva, para tratar de advertir al público de toda la podredumbre que se escondía bajo ese manto de glamour con el que amenizaban sus momentos de ocio.
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Excelente articulo. Soy un apasionado de este film y de la filmografía de este magistral director.
Excelente entrada