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Piet Mondrian: del apocalipsis al boogie-woogie.

Piet Mondrian
Autorretrato, circa 1900.

Querido Rembrandt, ¿crees que nos estamos equivocando?

En una derivación similar a la que realizó Kandinsky, Mondrian también se basó en la música a la hora de componer sus cuadros. Sin embargo, lo hizo desde un planteamiento completamente distinto: él no buscaba la armonía, sino atrapar el ritmo. No es ninguna casualidad, por lo tanto, que si el ruso estaba apasionado por la música sinfónica, a Mondrian le volviese loco el jazz. La mayoría de sus cuadros no están pensados para ser vistos como una instantánea, sino para pasear la mirada por su superficie en el orden que instintivamente indica la disposición de los colores. Por ello, es bastante frecuente que se les compare con improvisaciones musicales.

Al apreciar sus composiciones, aparentemente simples, la mayor parte de los espectadores no pueden evitar una expresión de sorpresa, o incluso de escepticismo, cuando se les informa de que Mondrian solía tardar varios meses en completar cada una de ellas. Lo cierto es que se trata de uno de los pintores más perfeccionistas de los que se tiene noticia, y lo normal es que corrigiera varias veces cada lienzo, aplicando nuevas capas de pigmento hasta que se quedaba satisfecho ―todo lo satisfecho que puede quedarse un verdadero perfeccionista―. Aunque el conjunto de su obra presenta bastante variedad, es fundamentalmente conocido por sus composiciones de líneas y colores, que en su momento resultaron revolucionarias. No obstante, Mondrian siempre denostó el calificativo de “moderna” aplicado a su pintura. Para él, su estilo no podía ser más clásico, pues se basaba exclusivamente en líneas rectas: las mismas que habían dominado la arquitectura durante milenios, hasta que los romanos descubrieron las posibilidades del arco.

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«Composición en amarillo, azul y rojo», 1938.

Pieter Cornelis Mondriaan nació el 7 de marzo de 1872 en la ciudad holandesa de Amersfoort. Hoy en día relacionamos los Países Bajos con la riqueza y las comodidades, y lo cierto es que si le damos un rápido repaso a su historia nos dará la impresión de que siempre ha sido así: las primeras compañías mercantiles, el tráfico de especias, las grandes obras de ingeniería, la burbuja de los tulipanes, un imperio colonial pensado por y para el comercio… Sin embargo, incluso Holanda ha pasado por sus periodos de crisis y miseria, y uno de los más acusados se produjo en la segunda mitad del siglo XIX. Las causas de este repentino declive no están del todo claras, aunque generalmente se señalan factores externos ―como la competencia y el acoso del Imperio Británico en el mar y del pujante mundo germánico en el continente―, agravados por el dominio que ejercían sobre la economía nacional unos cuantos individuos vinculados a la Casa de Orange-Nassau. Lo que sí que se conocen perfectamente son las consecuencias de este fenómeno, que se tradujo en una especie de pánico milenarista fuera de temporada que empujó a muchos neerlandeses a refugiarse en el fanatismo calvinista. El padre de Mondrian, un maestro de educación primaria, también cayó en esa fiebre piadosa, de modo que pasaba gran parte de su tiempo dedicado a las actividades de su grupo religioso, descuidando mucho las finanzas familiares. Según señalan algunos documentos municipales, la niñez de Mondrian no sólo estuvo sometida a diversas privaciones, sino que la casa en la que vivía se encontraba en estado de ruina. Por otra parte, su madre no hizo mucho más que tener un montón de hijos, principalmente porque estaba incapacitada por una enfermedad que no ha llegado a ser identificada. Debido a los largos periodos que debía permanecer en cama, el gobierno de la casa y el cuidado de la prole recayó en la hermana mayor de Piet, que apenas tenía 8 años cuando asumió semejantes obligaciones. Se supone que todos estos condicionantes fueron los que acabaron provocando en el futuro pintor una clara tendencia hacia la misantropía y a evitar cualquier posibilidad de compromiso emocional.

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«Escena de una granja con la iglesia de San Jacobo», circa 1899.

En cualquier caso, el padre de Mondrian podía ser tonto o negligente, pero no parece que fuese mala persona. En sus entrevistas, el pintor siempre le recordaba con cariño. Entre otras cosas, le agradecía haberle enseñado a dibujar desde antes de tener uso de razón ―al parecer, el buen señor se pasaba la vida diseñando litografías religiosas y le gustaba que su hijo le ayudase―. Además, le convenció para que ingresase en la Academia de Arte de Ámsterdam cuando ya había cumplido 20 años y se consideraba demasiado mayor para aprender a pintar y, por si fuera poco, empleó toda su influencia espiritual sobre una rica familia algo meapilas para lograr que le alojaran en su casa y, según parece, incluso para que le pagaran los estudios ―no existe la certeza de que fuese así, pero no se conoce ninguna otra vía por la que Mondrian hubiese podido obtener el dinero necesario―.

Una vez en la capital, Mondrian se unió a la parroquia más radical de todas ―la Gereformeerde Kerk, todavía activa― y se afilió al Partido Antirrevolucionario, cuyo nombre ya indica claramente su ideología ultraconservadora ―aún hoy sigue existiendo, aunque mucho más moderado e integrado en una coalición conocida como Llamada Cristiano Demócrata (DCA)―. Ambas instituciones, tan relacionadas entre sí que llegaban a confundirse, condenaban el arte moderno por pecaminoso, entendiendo por “arte moderno” todo lo que vino después del barroco. Mondrian nunca llegó a explicar claramente qué le llevó a implicarse tanto con un grupo humano tan opuesto a lo que él acabó siendo, pero todo indica que se debió a una mezcla de compromiso moral y de ceguera provocada por la escasa cultura que entonces padecía y que, como veremos, nunca llegó a enriquecer del todo. En cualquier caso, y como todo tiene su lado positivo, gracias a ellos descubrió y se apasionó por la obra de Rembrandt, al que durante toda su carrera consideraría como una especie de ángel de la guarda o de amigo invisible, con el que incluso mantenía conversaciones en sus diarios.

Piet Mondrian 4De esos primeros años de formación se conservan varias obras sin demasiado interés realizadas en las más diversas técnicas, por lo que se entiende que en realidad se trataban de ejercicios de aprendizaje. De todas ellas, destaca sobremanera esta “Muchacha con cofia escribiendo” (entre 1896 y 1897), que a pesar de las apariencias no es un carboncillo, sino una pintura al pastel. Un trabajo tan técnicamente magistral como éste cobra especial importancia en el caso de Mondrian, pues aporta otra prueba en contra de ese tópico infundado de que los pintores abstractos en realidad lo son porque no saben dibujar.

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«Hayal», circa 1899.

En cualquier caso, los años que median entre el final de sus estudios y su estabilización como pintor profesional son los más oscuros de su vida. En 1896 se fue a vivir al campo con uno de sus hermanos, temporada durante la que pintó varios paisajes sorprendentemente similares a los de Klimt ―cuya pintura, en principio, no tendría por qué haber conocido― y algunos retratos en los que se hace patente la inseguridad del aprendiz. Se sabe que durante esos años comenzó a presentarse a certámenes para jóvenes, que tan sólo le sirvieron para coleccionar fracasos y críticas extremadamente crueles como “carece de talento para pintar y, sobre todo, es absolutamente incapaz de representar una acción viva”. Puede que esta serie de desengaños tuviese algo que ver con su radical cambio de ideología. Sin que se sepa qué ocurrió realmente, lo cierto es que entre 1902 y 1903 fue detenido en varias ocasiones tras participar en disturbios organizados por grupúsculos de las más variadas ultraizquierdas. Sin embargo, pronto abandonaría cualquier activismo tras llevarse dos sustos tremendos. El primero durante una manifestación de ferroviarios que fue reprimida con una violencia extraordinaria y en la que llegó a temer por su vida, y el segundo cuando su nombre se vio relacionado con un supuesto complot anarquista para derrocar al gobierno: una acusación mucho más grave de lo habitual, pero de la finalmente salió absuelto. Tras estos sucesos se mudó a Brabante hasta que se calmaran las cosas, y en 1905 regresó a Ámsterdam con el firme propósito de convertirse en pintor profesional. No se sabe muy bien de dónde sacó el dinero para alquilar un estudio ―precisamente en la plaza de Rembrandt―, ni tampoco qué tipo de cuadros pensaba vender ―parece que paisajes con molinos y vacas―, puesto que sus primeras obras importantes datan de unos años más tarde. De lo que no cabe duda es que fue uno de los primeros artistas de la historia en confiar en la publicidad, por lo que se hizo fotografiar en su estudio por un amigo ―cuya identidad se desconoce― para dar sensación de seriedad a los posibles coleccionistas, que en la Holanda de aquellos años todavía no confiaban demasiado en las nuevas formas de pintura.

Piet Mondrian 6Aunque ninguna de ellas está datada, se supone que de esta primera etapa son sus acuarelas con motivos florales, así como varios óleos con puestas de sol claramente inspiradas en los cuadros de Van Gogh. Tanto en las unas como en los otros, Mondrian se pliega dócilmente a los gustos del público, seguramente porque tenía hambre; pero incluso en esas circunstancias, y sobre todo por la elección y combinación de los colores, comienza a evidenciar que su tendencia artística camina hacia otros derroteros mucho más vanguardistas.

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«Amarilis roja sobre fondo azul», entre 1905 y 1912.

De todos modos, resulta obvio que aún no se sentía plenamente formado, porque durante estos años dedicó mucho tiempo a copiar lienzos, sobre todo de románticos alemanes, que después no ponía a la venta. Parece que realizando estos ejercicios llegó a la conclusión de que resultaba imposible reflejar la naturaleza tal y como era, por lo que comenzó a crecer en su interior la idea de que el verdadero futuro del arte se encontraba precisamente en explotar la artificialidad. Una de las primeras manifestaciones de esta convicción, quizá todavía realizada de manera inconsciente, es esta “Noche de verano” (1907), que en cierto modo parece un extraño cruce entre la “Noche estrellada” (Van Gogh, 1889), “Dos hombres observando la luna” (Friedrich, 1819) y el “Claro de luna. Un estudio en Millbank” (Turner, 1797) y en la que ya no existe ni la más mínima intención de reflejar los verdaderos colores nocturnos.

Piet Mondrian 8Igualmente, se dio cuenta de que con la técnica academicista que le habían enseñado no lograría sino hacer cuadros decorativos, por lo que se esforzó por olvidar todos los automatismos aprendidos y comenzar a crear su propio método desde la experimentación, lo que al principio le granjeó varias muestras de incomprensión por parte del público ―se cuenta que, al ver su “Noche de verano”, un pintor aficionado le recomendó emplear otra marca de disolvente para que el río le quedase “mucho más bonito”―. Como podemos observar en su “Bosque cerca de Oele”, comienza a descuidar de tal modo los principios tradicionales que ni siquiera se molesta en retirar las gotas de pintura que han escurrido ni en cubrir todo el lienzo. Según las nuevas ideas que van madurando en su interior, un cuadro no tiene por qué “quedar bien”, sino que debe constituir una experiencia en sí mismo, dotada de su propia personalidad.

Piet Mondrian 9 Gran prueba de este salto cualitativo es su “Molino Winkel”, de 1908, en el que aplica los colores casi con enfado, tal y como salen del tubo y sin preocuparse por matizarlos o por realizar sus propias mezclas. El choque abrupto entre los diversos tonos vivos y agresivos podría hacer pensar en cierta torpeza a la hora de armonizar gamas, algo que desmiente categóricamente la observación de su “Paisaje con dunas” (1911), un imponente lienzo de 141 x 239 cm que, al igual que el “Molino Winkel” y otros varios paisajes modificados, contribuyó a que su fama se extendiera rápidamente por toda Holanda. De manera absolutamente inesperada para los críticos y para él mismo, sus nuevos cuadros gustaban mucho al público.

Piet Mondrian 10Piet Mondrian 11Ese mismo año, cambiando completamente de registro, presenta el tríptico “Evolución”, que despertó tanto odio entre los especialistas como pasión en el pueblo llano. Desde hacía meses, venía rumoreándose que Mondrian, en otro de esos bandazos ideológicos tan característicos en él, había ingresado en una hermandad teosófica, y este conjunto de lienzos no vino sino a confirmarlo ―“Por lo que se ve, nuestro querido Mondriaan se ha olvidado de que es pintor y se esfuerza por ser el hermano ideal”, se escribió en un diario local. Aprovechando una estética a medio camino entre el modernismo simbolista y el art déco, el artista se las apañó para resumir la “teoría” infundada de que la evolución biológica ha sido sustituida en el ser humano por una suerte de evolución intelectual que, a través del “conocimiento” ―no se trata del mismo concepto de conocimiento al que estamos acostumbrados los no iniciados, desde luego―, le llevará a alcanzar un estado superior como “ser de luz” en comunión con el cosmos ―o algo así―. El panel central representaría este resultado ideal hacia el que confluyen sus dos adláteres ―“meditando” como locos―.

Piet Mondrian 12En constante rebelión hacia todo lo que le rodeaba o le precedía, y como si estuviera jugando una partida de Mad, Mondrian parecía estar empeñado en tomar una a una todas las decisiones que podían perjudicarle patrimonialmente. Así, de repente decidió que no deseaba ser un pintor admirado por burgueses, por lo que se lanzó a presentar cuadros de dimensiones tan exageradas que no podían ser colgados en las paredes de ninguna casa particular. Sin embargo, todas estos movimientos alocados acababan invariablemente acrecentando su fama y su caché, por lo que sus cuadros cada vez cotizaban más alto y él, se supone que para su desesperación, era cada vez más rico. Finalmente, esta posición desahogada le permitió abandonar su país natal y dar su salto a París, guiado por la idea obsesiva de encontrarse con Picasso, a quien, sin conocer de nada, se sentía unido místicamente.

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Mondrian realizando ejercicios de meditación (o ensayando para participar en un vídeo de Dee D. Jackson, no sabemos), 1910.

Como podemos imaginarnos, el Mondrian al que saludaron los Campos Elíseos no era el típico joven artista medio indigente en busca de una oportunidad, sino un tipo casi cuarentón que cultivaba una imagen descuidada de excéntrico medio chiflado que, lejos de perjudicarle, le había hecho objeto de admiración en los Países Bajos. Sin embargo, a pesar de la adoración que recibía de ellos, no tenía demasiados remilgos a la hora de reconocer que despreciaba a sus compatriotas por considerarlos poco menos que unos palurdos de mente cerrada ―tengamos en cuenta que se trataba de un señor que escribía cosas como éstas: “La soledad permite a un gran hombre reconocerse a sí mismo, al verdadero hombre, al hombre-dios e incluso a Dios. De esta manera se crece, hasta que uno se convierte finalmente en el propio Dios”―. El ambiente que encontró en París sí que pareció colmar sus expectativas en un principio, así que decidió convertirse rápidamente en parisino mediante el afrancesamiento de su nombre, que a partir de entonces sería simplemente Piet Mondrian.

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«Paisaje con árboles», 1912.

Además de a Picasso, Mondrian había comenzado a admirar también a Braque tras haber visto una exposición suya en Ámsterdam poco antes de partir hacia París. Sin embargo, una vez que estuvo instalado en su nuevo domicilio, no hizo absolutamente nada por conocerlos ―ni a ellos ni a nadie, en realidad―, limitándose a ver todas las obras de ambos que pudiera. La influencia de estos cubistas en sus primeras obras parisinas es algo más que influencia, como puede comprobarse en este “Paisaje con árboles” (1912), en el que, no obstante, no se limita a copiarlos, sino que camina claramente hacia la abstracción renunciando de repente al colorido que había caracterizado sus últimos cuadros. Además, descubre las posibilidades de la línea negra, un elemento compositivo que acabaría convirtiéndose en su marca más característica.

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«Árbol gris», 1911.

“Árbol gris” (1911) está pintado antes que el anterior, pero sirve para ilustrar los diversos experimentos que llevó a cabo con ese nuevo elemento. La trama de líneas negras acaba formando una especie de armazón que aporta una sensación de volumen extraordinaria. Es en estos años cuando comienza a teorizar sobre arte en una serie de escritos ridículamente abigarrados, tan caóticos y repletos de vacuidades y contradicciones que ponen de manifiesto su ausencia absoluta de base conceptual y metodológica, lo que contrasta sobremanera con la aparente claridad y determinación que desprende su obra pictórica. Entre 1919 y 1920 escribe “Realidad natural y realidad abstracta”, una obra algo más seria en el fondo ―desde luego, no en la forma, que adopta el manido diálogo socrático entre aprendiz y maestro como recurso expositivo―, en la que condensa el principio que le llevará a la abstracción: “No necesitamos mirar más allá de lo natural; pero, de algún modo, debemos ver a través de lo natural”. En otras palabras, la abstracción está siempre delante de nuestros ojos, forma parte de la realidad o es la realidad en sí, y sólo hay que esforzarse en verla. Esta convicción había comenzado a fraguarse a medida que profundizaba en sus experimentos cubistas, y suele señalarse su cuadro “Naturaleza muerta con jarra de jengibre II” (1912) como el primero en el que se acerca realmente al ideal de otorgar un peso pictórico homogéneo a toda la superficie del lienzo, aunque renuncia al punto de vista múltiple característico de dicho movimiento. Podemos decir, por lo tanto, que Mondrian aprovechó las herramientas del cubismo; pero no se mostró en absoluto interesado por sus objetivos. En esta obra se hace palpable la influencia de los bodegones de Cézanne, que Mondrian ya conocía desde antes de haber salido de Ámsterdam. El peso de las naturalezas muertas en su camino hacia la abstracción le separa por completo de otros pintores que, como Malévich o Kandinsky, llegaron a resultados parecidos a través de vías completamente opuestas.

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«Naturaleza muerta con jarra de jengibre», 1912.

En 1913 comienza a fijarse casi exclusivamente en elementos arquitectónicos, fundamentalmente en muros, cuanto más irregulares y decrépitos mejor. Fruto de estas inquietudes estéticas son sus series de “cuadros” sin título descriptivo, de las que su ejemplo más ilustrativo quizá sea este “Cuadro nº 2: composición nº VII”, en la que podemos ver cómo el pintor parece haber renunciado por completo a la figuración, combinando líneas y colores de una manera que bien podría pasar como aleatoria. No obstante, su belleza y equilibrio no dejan lugar a dudas de que se trata de una obra muy pensada ―como, por otra parte, era su norma―. A primera vista, podemos añadir a Delaunay a su lista de influencias; pero el hecho es que Mondrian se pasaba la vida acudiendo a exposiciones y estudiando sin prejuicios las obras de sus coetáneos, algunos de ellos prácticamente olvidados hoy en día, por lo que llegó un momento en el que esas influencias fueron tan ricas y enrevesadas que carece por completo de sentido ponerse a adivinarlas.

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«Cuadro nº 2: composición nº VII», 1913.

Pocas semanas antes del estallido de la Primera Guerra Mundial, Mondrian regresa a Holanda sin que se conozcan los motivos, aunque todo indica que se trataba de una visita puntual, quizá motivada por una enfermedad de su padre. En cualquier caso, el comienzo del conflicto y el hecho de que los Países Bajos permanecieran neutrales durante toda la contienda motivo que volviera a establecerse en su país natal durante varios años. Su febril producción artística se detuvo casi en seco, posiblemente porque no hallaba una vía evolutiva clara y tenía la sensación de estar repitiendo el mismo cuadro una y otra vez. No obstante, resulta imposible detectar síntomas de depresión en su comportamiento: por el contrario, sin motivo aparente, su tendencia al aislamiento desaparece por completo y de repente se convierte en un maestro de las habilidades sociales. Se hizo habitual en todo tipo de tertulias, a las que acudía provisto de una libreta en la que literalmente tomaba apuntes de lo que allí se decía, sin importarle el mayor o menor prestigio de quien emitiera las palabras: un claro signo tanto de que era consciente de su propia incultura, como de que deseaba acabar con ella cuanto antes ―evidentemente, el mejor método para ello no es llenarse la cabeza de ideas inconexas; pero él sabría―.

A los pocos meses de regresar a tierras holandesas, presentó al público su “Composición nº 10 en blanco y negro”, un cuadro abstracto basado en la superficie del mar. A pesar de lo que pudiera parecer a primera vista ―tengamos en cuenta que han existido muy pocos pintores cuyas obras pierdan más encanto que las de Mondrian cuando son reproducidas―, se trata de uno de sus lienzos más celebrados, sobre todo por la sensación de equilibrio que transmite el complicado entramado.

Piet Mondrian 17Theo van Doesburg, pintor de segunda fila y poeta de quinta, pero uno de los teóricos del arte más eruditos que ha dado Europa, escribió sobre él en su momento: “Espiritualmente, esta obra es más importante que todas las otras. Transmite la impresión de paz; la quietud del alma”. Mondrian se sintió tan comprendido y halagado por esta crítica que le envió una carta de agradecimiento a su autor, a la que éste contestó, trabándose entre ellos una fructífera amistad en muy poco tiempo. Su relación fue simbiótica: mientras van Doesburg adoptó sin reservas los descubrimientos pictóricos de Mondrian, éste se benefició de la cultura de su nuevo compañero para poner un poco de orden en su cabeza. En 1917 se convertiría en colaborador habitual de la revista cultural De Stijl, fundada por van Doesburg apenas un par de meses antes. En su primer artículo, que después se emplearía como el primer capítulo del libro “La nueva plástica en pintura”, ya se evidencia la influencia del intelectual en el artista: está razonablemente bien estructurado, apenas se menciona la teosofía en una ocasión y resulta evidente que Mondrian ya ha leído “De lo espiritual en el arte” (V. Kandinsky, 1911) y parece que lo ha comprendido ―aunque persiste en proclamar máximas peregrinas al estilo de Marinetti, sin ninguna base ni razonamiento ulterior, como que el arte es una forma de religión―.

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«Composición», 1916.

En 1916, presenta “Composición”, un lienzo en el que retorna al color y en el que ya se anuncia la apariencia de sus futuros cuadros, los que realmente le harán inmortal. Se trata de la única obra abstracta que realizó ese año y, gracias a que se conservan sus primeros bocetos, sabemos que en realidad no es más que una ampliación imaginaria de su “Campanario en Domburg” (1911) con la que pretendía reflejar la idea de ascensión mediante las líneas negras y los colores, que están distribuidos de tal manera que da la impresión de que las líneas surgen de la parte inferior para elevarse hacia la superior.

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«Campanario en Domburg», 1911.

Parece que, por primera vez su vida, Mondrian tenía claro hacia dónde debía evolucionar su pintura, y así lo demuestra en su “Composición en color A” (1917), en la que prácticamente ya ha desaparecido cualquier lenguaje cubista. Igualmente, es posible que todavía subyazca algún elemento arquitectónico, pero el resultado ya ha alcanzado la abstracción pura.

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«Composición en color A», 1917.

Ése mismo año, van Doesburg diseña una vidriera en la que el elemento central es un cuadrado asentado sobre uno de sus vértices ―en posición rombal―, y Mondrian tiene la idea de emplear ese formato en algunas de las “composiciones reticulares” en las que está trabajando en ese momento, lo cual les proporciona aún más quietud. Precisamente este estatismo, por contraposición al objetivo histórico de la pintura de captar el movimiento, fue tomado como el primer signo distintivo del “neoplasticismo”, como los pintores y arquitectos del entorno de De Stijl denominaron a su propio estilo. Para estos artistas ―fundamentalmente Bart van der Leck, Vilmos Huszár, Georges Vantongerloo, César Domela y Friedrich Vordemberge-Gildewart, además de los consabidos Mondrian y van Doesburg―, lo estático significaba paz, armonía y disciplina, en contraste con los dinamismos suprematista y constructivista procedentes de la Unión Soviética. Esta confrontación entre dos estilos pictóricos tan similares en sus resultados, lejos de responder a los motivos políticos que habitualmente se aducen con tanta soltura, tan sólo se explica por los antecedentes tenidos en cuenta por cada grupo de pintores: mientras los occidentales partían del cubismo, los rusos se habían dejado llevar por el futurismo.

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«Composición reticular 3», 1918.

De Stijl pretendía ser una especie de movimiento filosófico basado en el arte, que propugnaba que la belleza acabaría procurando un mundo mejor. Dejando a un lado su evidente simplismo, De Stijl le vino como a anillo al dedo a un Mondrian que jamás había abandonado su vocación profética. Así, consciente de que el resto de los pintores del grupo no constituían sino una mera comparsa y de que van Doesburg cada vez se mostraba más interesado por la arquitectura, tomó la palabra publicando “Neoplasticismo”, un breve ensayo dedicado “al hombre del futuro” que puede tomarse como una especie de manifiesto estético que, no obstante, no fue secundado ―probablemente tampoco entendido― por sus compañeros de viaje. Lo cierto es que, bajo esa apariencia de mesianismo, las páginas de De Stijl fueron acumulando un sustrato teórico de gran valor que no le pasaría desapercibido a los arquitectos de la Bauhaus ni a Le Corbusier. Mondrian, por su parte, proseguía con esa constante evolución que, paso a paso, le iba acercando a su imagen paradigmática. Así, en “Composición reticular 7”, de 1919, ya observamos su esquema fundamental. Pero sería un error pensar que Mondrian pasaba sus días especulando cómo podía colocar sus líneas y rectángulos: en 1918 pintó este autorretrato realista en el que adopta la pose de Rembrandt y mediante el que demuestra que ni él mismo se tomaba demasiado en serio el supuesto contenido metafísico de su arte.

Piet Mondrian 25Por lo que se refiere a sus prospecciones en el terreno abstracto, aún había un aspecto que debía corregir: los colores parecían florar sobre las líneas en la mayoría de sus cuadros, lo que no ayudaba demasiado a su ideal de estatismo. Por ello, en 1919, más como un ejercicio que como una verdadera obra de arte, realiza este “Damero”, en el que experimenta una fórmula para integrar la línea y el color en el mismo plano:

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«Damero», 1919.

El resultado le pareció muy frustrante, puesto que la regularidad efectivamente había integrado en el mismo plano todos los elementos del lienzo, pero también había matado por completo la tensión compositiva. ¿Qué sentido tenía contemplar el “Damero” más de unos segundos? Ninguno, era una obra tan vistosa como insulsa, en la que más de que quietud podría hablarse de inercia. Intuyó que el efecto no deseado lo provocaba la simetría, por lo que se puso a calcular la manera de romperla sin disparar la sensación de movimiento. Finalmente parece que dio con la fórmula en el lienzo que, expresivamente, tituló “Cuadro 1” (1921), como si su verdadera creación comenzara a partir de entonces.

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«Cuadro 1», 1921.

El hecho de que Mondrian decidiera limitarse a los colores primarios ―y a lo que él llamaba los “no colores”: el negro, el blanco y el gris― no responde a ningún motivo lógico, sino a que nuevamente se había dejado abducir por filosofías “alternativas”. En esta ocasión, la lectura de “La nueva imagen del mundo” (M. H. J. Schoenmaekers, 1915) ―texto pretendidamente filosófico en el que, por imitación mal entendida de los estudios de Kandinsky, pueden leerse fragmentos tan sólidamente fundamentados como éste: “El amarillo es el movimiento del rayo, el firmamento vertical. El azul es el color opuesto al amarillo. Como color, el azul es el firmamento, es línea, horizontalidad. El rojo es el acoplamiento del amarillo y el azul. […] El amarillo irradia, el azul retrocede y el rojo flota”―, lejos de reportarle el más mínimo bien, volvió a llenarle la cabeza de pájaros teosóficos, por lo que de nuevo dejará escritas sandeces como que los colores primarios representan “la reconstrucción exacta de las relaciones cósmicas y, por lo tanto, expresan lo universal”. En una tergiversación grosera y superficial de la filosofía platónica, Mondrian volvió a convencerse de que su arte ayudaría a la humanidad a “crecer”, alcanzando una “comprensión” y un “conocimiento” mucho más grandes y elevados ―la prueba material de la veracidad de sus afirmaciones es que tanto las leyes físicas que rigen el universo, como la vacuna contra el cáncer y el elixir de la eterna juventud se han descubierto contemplando sus cuadros―.

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«Composición»; 1921.

Su retorno a París no sólo no le devolvió algo de claridad de ideas, sino que acabó de reafirmarle en su idea de que había alcanzado la verdad absoluta, no sólo en el plano artístico, sino también en el místico. Al constatar que Picasso había ido retornando poco a poco hacia la pintura figurativa, sintió que el malagueño le había traicionado en su carrera conjunta hacia lo inmaterial, por lo que le consideró superado en todos los aspectos, quedando él mismo como el único verdadero pintor abstracto del mundo. Sin embargo, su sensación de triunfo le duró bien poco. Muy pronto comenzó a sentirse en París en la misma situación que hacía años le había obligado a marcharse de Holanda, sin ninguna compañía intelectual con la que estuviera espiritualmente conectado. Además, tanto la crítica como el público fue dándole la espalda, por lo que paulatinamente perdió la mayor parte de sus fuentes de ingresos. Profundamente deprimido, a finales de 1921 escribió a van Doesburg para comunicarle que abandonaba los pinceles y que se mudaba al sur de Francia a producir vino; pero que, no obstante, estaría bien organizar una gran exposición de despedida.

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«Composición reticular 7», 1919.

No se hizo ni lo uno ni lo otro. Van Doesburg se encargó de rascar los bolsillos de los artistas de De Stijl para procurar a su líder una pensión mensual digna, que Mondrian completaba con lo que obtenía vendiendo los cuadros de flores que había vuelto a pintar. Por si fueran pocas sus desgracias, por esas fechas fue cuando se dio cuenta de que la mayor parte de sus obras eran prácticamente imposibles de restaurar. Como le parecía que los óleos normales tardaban demasiado en secar, no se le ocurrió otra cosa que emplear petróleo puro como disolvente. La avería comenzó a manifestarse en grietas en la pintura y en el progresivo oscurecimiento de los colores ―y ése es el motivo principal por el que muchos de sus cuadros parecen estar sucios; aparte de que efectivamente lo van estando, dado que resulta dificilísimo limpiarlos sin pulverizar el pigmento―.

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«Composición A», 1920.

Finalmente, decidió olvidarse de su repentina vocación vitivinícola y sobreponerse a la adversidad recluyéndose a trabajar en su estudio en la rue du Départ, de donde rara vez salía. Este aislamiento voluntario volvió a tener consecuencias sorprendentes, pues muy pronto llamó de nuevo la atención del público, que comenzó a conocerle como el monje pintor o el pintor monje ―dependiendo de si le otorgaban más valor a su faceta artística o a su vena eremita―. Cuando lo supo, no sólo no se sintió ofendido, sino que renacieron en él los viejos recuerdos de los mártires que dibujaba junto a su padre y se acabó definiendo a sí mismo como “un sacerdote al servicio de la superficie blanca”. Dado que cada vez acudían más extraños a curiosear en su domicilio, decidió darles la bienvenida que esperaban y decoró todos los muros como si de un gigantesco lienzo tridimensional se tratara, con sus rectas negras, sus colores primarios y sus “no colores” ―por lo menos, parece que no le dio por cobrar entrada―. Pero no se limitó a modificar la apariencia de su hogar de acuerdo con la imagen que de él tenían sus seguidores, sino que se las apañó para cambiar por completo la historia de su vida para ajustarse a la leyenda. Así, se dedicó a narrar fragmentos elegidos y algo modificados y a quemar su correspondencia y varios otros documentos, a la vez que ocultaba todo lo que no le pareciera propio del tipo de artista que le hubiese gustado ser. Por supuesto, ése es el motivo de que su biografía presente una cantidad de lagunas tan exagerada para alguien de su época.

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Estudio de Mondrian en la rue du Départ.

Durante la década de 1920 la pintura de Mondrian se mantiene en una línea estable hacia la objetividad, lo que se manifiesta en un predominio cada vez mayor de los espacios en blanco. Su “Composición romboidal con cuatro líneas amarillas” (1933) marca el final del desarrollo de sus ideas en este sentido. A pesar de su sencillez objetiva, para su creador supuso todo un hito, porque había logrado que los dos elementos esenciales de sus cuadros, la línea y el color, se fusionaran perfectamente en uno solo. Su plenitud creativa coincidió con su sexagésimo cumpleaños, por el que se le rindieron varios homenajes importantes en su país natal. De hecho, esta composición fue fruto de un encargo realizado por varios aficionados de La Haya con el objeto de regalarlo al museo de su ciudad ―se le pidió que pintase aquello que definiese su posición con respecto al arte―.

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«Composición romboidal con cuatro líneas amarillas», 1933.
"Composición romboidal con dos líneas", 1931.
«Composición romboidal con dos líneas», 1931.

Muy cerca de la cima de su popularidad, en 1931 se había descolgado con otro de sus petulantes ensayos: “El nuevo arte. La nueva vida: la cultura de las relaciones puras”, en el que retornaron sus ideas teosóficas con más fuerza que nunca, aunque demostrando en esta ocasión una clarividencia tan asombrosa que resulta siniestra: el fin del arte era inminente, y se materializaría en un terrible conflicto bélico de escala mundial provocado por los fanatismos. En realidad, no se trataba más que de una adaptación al mundo del arte de los constantes anuncios apocalípticos de las sectas protestantes y de la propia teosofía; pero el caso es que dio en el clavo con una exactitud que asusta ―pensemos que aún faltaban dos años para que Hitler accediese al poder―.

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«Composición de líneas y color III», 1937.

Animado por los reconocimientos recibidos, Mondrian se lanzó al trabajo con casi más ímpetu que en sus primeras etapas. No obstante, salvo por lo que se refiere a que sus entramados de líneas cada vez iban tomando más protagonismo con la introducción de variantes como la línea doble o incluso triple y a que, en consecuencia, los colores solían ir quedando marginados en la periferia de los cuadros, el pintor no deja de redundar en las mismas ideas. La posteridad ha decidido que éstas sean sus obras más conocidas; pero el hecho es que Mondrian estaba volviendo a aburrirse hasta a sí mismo.

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«Composición II con líneas negras», 1930.

Sin embargo, a sus 66 años de edad, todavía le quedaba una última carta en la manga. En 1934 había recibido la visita de un joven admirador norteamericano llamado Harry Holtzman ―artista plástico, prometedor por aquel entonces, que dilapidó por completo su carrera imitando a su ídolo―. En su despedida, el estadounidense debió de decirle algo así como “bueno, y si alguna vez viene a Nueva York, ya sabe dónde tiene una casa”, y Mondrian se lo tomó al pie de la letra; sólo que seis años más tarde. En 1938, cuando empezó a ver que las cosas se ponían realmente feas y que sus profecías escatológicas parecían a punto de cumplirse, se instaló en Londres, en la ilusa creencia de que su locación insular le mantendría a salvo de las hostilidades. La caída de una bomba de la Luftwaffe en el jardín de su casa le hizo replantearse seriamente su estrategia de defensa y salió hacia Nueva York perdiendo los zapatos por el camino.

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«Composición en rojo, negro, azul y amarillo», 1930.

La llegada del viejo maestro al Nuevo Mundo debió de sorprender bastante a Holtzman, que, no obstante, actuó como un buen anfitrión. Además, lejos de representar una carga para el joven pintor, Mondrian pareció renacer en cuanto pisó suelo norteamericano. Entusiasmado por lo que veía, no paró de moverse en todos los aspectos, hasta el punto de que todos los estudiosos coinciden en afirmar que aquellos fueron los años más felices de su vida. Su optimismo es claramente visible en el último giro radical que imprime a sus obras, en las que el color se hace el dueño y señor de los lienzos, en detrimento incluso de ese equilibrio estático tan perseguido. Cuando constató que, a pesar de su voluntarismo, sus fuerzas ya no eran las mismas que décadas antes, descubrió con alegría el invento de las cintas adhesivas de colores. Al igual que hizo Matisse cuando se dio cuenta de que ya no podía pintar y comenzó a recortar sus formas en papeles de colores, Mondrian trató de ahorrar tiempos y esfuerzos pegando las cintas directamente sobre los lienzos; sin embargo, su perfeccionismo innato le llevaba a pasar mucho tiempo aplicando óleo al resultado, de modo que tan sólo se conservan obras inacabadas con esa técnica.

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«New York City», 1942.

Igualmente, como sorpresa de última hora retorna a la inclusión de elementos figurativos en algunas de sus pinturas, varias de las cuales no dejan lugar a dudas acerca de que se estaba divirtiendo.

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«New York City», 1942.

Además, prosiguió con su costumbre de visitar todas las exposiciones que podía, gozando de lo que para él significaba un universo repleto de pintores nuevos con nuevas ideas. En este aspecto, no puede decirse que descubriera a Jackson Pollock; pero sí que fue el responsable de que hoy conozcamos su obra, puesto que intercedió por él ante Peggy Guggenheim. Al parecer, la mecenas se había quedado algo desorientada ante las pinturas del salpicador de Wyoming; pero Mondrian, que había captado su sentido al instante, no tardó en revelarle todos los sentimientos que se escondían en aquellos lienzos.

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«Broadway Boogie-Woogie», 1943.

Antes de que una pulmonía se lo llevara de calle el 1 de febrero de 1944, Mondrian tuvo tiempo de publicar una especie de obra narrativa, titulada “Hacia la visión verdadera de la realidad”, que pretendió hacer pasar por su autobiografía; pero que no era otra cosa que una gigantesca fabulación acerca de cómo le habría gustado vivir. Agradecido por la hospitalidad que le había brindado, Mondrian nombró a Holtzman su heredero universal, desposeyendo a su hermano de cualquier derecho sobre su patrimonio. Su última obra, “Victory Boogie Woogie”, quedó inacabada en su caballete. Ideada para celebrar el final de la Segunda Guerra Mundial, que percibía como muy próximo, puede considerarse como la creación más alegre y expresiva de un hombre muy extraño, que soltó tantas estupideces con la pluma como genialidades salieron de sus pinceles.

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«Victory Boogie-Woogie», 1944.

 


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2 comentarios en «Piet Mondrian: del apocalipsis al boogie-woogie.»

  1. Muy interesante e ilustrativa de este genial pintor holandés: sus ideas lo llevaron por varios caminos: pero en sí fue innovador, se tuvo confianza a si mismo y mostró a todos su arte: gracias a los Editores y saludos afectuosos.

  2. … búsqueda exhaustiva; insatisfacción; braceando en un mar airado de preguntas sin respuestas objetivas. Errabundo en persecución de encontrar su propia, personal identidad. Casi un sueño onírico marcado por lo lineal, por lo incierto. Buscador insaciable de una plenitud inalcanzada. Un profundo e irremediable solitario …

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