Cuando estaba preparando mi libro “Preguntas sin respuestas”, les dije a mis ayudantes: “Hacedme preguntas, sobre la vida, sobre cualquier cosa”. Nunca ocurrió. Más tarde, cuando el trabajo ya estaba hecho y colgado en una exposición, un crítico dijo: “¿Y quién diablos es Duane Michals para hacer estas preguntas?”. Mi respuesta fue que todo el mundo debería hacer estas preguntas. ¡Todo ser humano vivo debería hacer estas preguntas!
Duane Michals ―o Doctor Duanus, como le gusta llamarse de vez en cuando― nunca ha vivido de su trabajo artístico, sino de su faceta como fotógrafo comercial. Esta circunstancia, que en principio podría parecer desafortunada, le ha permitido desarrollar su creatividad con total libertad, obteniendo grandes resultados en numerosas ocasiones. Por otra parte, jamás ha recibido formación fotográfica alguna, y aunque esto le provocó cierta inseguridad en sus inicios, hoy se siente muy satisfecho de haber sido un completo autodidacta. Aprendió a manejar una cámara fotográfica a base del método de ensayo y error, y fue descubriendo la historia de la fotografía movido por su propio interés, sin seguir ningún plan preestablecido. De este modo, según él mismo refiere, se libró de que nadie le obligase a ser Ansel Adams y ha podido llevar a cabo sus ideas sin tener que transgredir norma alguna, porque para él nunca las ha habido. A lo largo de su carrera, Michals ha empleado recursos expresivos contrarios a la ortodoxia imperante en cada momento, como la escritura o la secuencia, que, no obstante, hoy en día están plenamente aceptados gracias a él. Comenzó a fotografiar en una época en la que “el momento decisivo” lo era todo “…Y de repente viene este chico diciendo que él necesita el momento anterior y el momento posterior para entender las cosas».
[…] Yo empecé a utilizar la secuencia y después la escritura porque necesitaba expresar unas ideas y tenía que encontrar el modo de hacerlo. Me defino como expresionista porque para mí no es cuestión de fotografía o de pintura o de poesía; para mí es sólo una cuestión de necesidad de comunicar mis ideas. Sobre los que utilizan la secuencia o escriben… por mí está bien. Desde luego que es un lenguaje fácil de copiar: puede ser un truco cómodo, es muy visual, es gráfico…, parece hecho a propósito para ser copiado; pero yo me siento feliz si alguien lo utiliza para decir algo interesante. El problema es que muchos lo hacen como un ejercicio práctico, sin aportar nada nuevo. La fotografía describe muy bien las cosas, pero si el fotógrafo no pone nada suyo en la descripción entonces se queda en pura descripción. Por ejemplo si en “A letter from my father” hubiera hecho sólo el retrato de mi padre, habría enseñado qué aspecto tenía a los cincuenta años; pero yo necesitaba contar cosas que no se veían en la foto, así que tuve que escribir para lograr explicar la falta de cariño que caracterizaba nuestra relación.
Duane Michals nació el 18 de febrero de 1932 en McKeesport, que por aquel entonces era una ciudad industrial y hoy es una pequeña localidad medio muerta en medio de Pensilvania. Puede decirse que su familia se encontraba en una situación muy cercana a la miseria cuando él vino al mundo: su padre era un obrero metalúrgico que perdió su trabajo tras el crack del 29, y aunque la situación en Pensilvania nunca llegó a ser tan desesperada como la que se vivió en Oklahoma y otros estados colindantes, la apariencia de su hogar no debió de ser muy distinta de la de los reflejados por Dorothea Lange y los demás fotógrafos de la Farm Security Administration ―a los que, por cierto, no puede decirse que Michals admire demasiado―.
Como ha expresado varias veces a través de su obra, su relación con su padre fue más bien distante. No se trataba de un hombre culto, ni mucho menos; pero a él le debe, si bien indirectamente, el haberse aficionado muy pronto a la lectura: “Mi padre bebía y fumaba un montón, y si yo le hacía cualquier pregunta, él siempre contestaba ‘Búscalo en el diccionario’. Así que me acostumbré a recurrir a diccionarios y a todo tipo de libros. Me encantaban las historias de piratas y me imaginaba como Bruce, el grumete. Siempre me encantó leer”. No es de extrañar, por lo tanto, que titulara “Preguntas sin respuesta” (1994) a uno de sus libros más profundamente melancólicos, aunque se las apañó para disfrazar de sarcasmo toda esa melancolía.
Sin embargo, sería su joven madre ―le tuvo con unos 17 años― la que estimularía en él una de sus mayores inquietudes vitales: la estrecha línea que separa el ser del no ser ―“Trato de evitar la palabra muerte, así que digo ser y no ser”―. A pesar de proceder de una familia católica muy devota, de vez en cuando cogía al pequeño Duane y acudía de incógnito a una iglesia espiritualista-trinitaria-mariana ―una curiosa secta pseudocristiana que amalgama elementos del catolicismo, del espiritismo, de cultos indígenas mejicanos y de varios grupos protestantes―, hasta que un día el oficiante la señaló con el dedo en medio de la ceremonia y bramó algo así como “¡Tú, la muchacha de rojo que se oculta entre las sombras! Sé que eres católica. Tu abuela está aquí, con nosotros, ¡y está muy enfadada por verte en una iglesia espiritualista!”. Tras unos segundos de espanto, la chica acabó reaccionando tomando a su hijo y saliendo al escape de allí; eso sí: con un buen trauma en la cabeza. El niño, por su parte, se fue con una tremenda confusión acerca de lo que realmente significaba estar muerto ―¡¿no se suponía que los muertos no hablaban?!―, algo muy grave en un lugar en el que todavía se conservaba la siniestra costumbre de velar a los difuntos en casa y con las puertas abiertas. Hasta entonces, la muerte no había sido para él más que un montón de flores ante una puerta abierta de la que salían llantos, a veces desgarrados, normalmente agotados. Poco tiempo más tarde, cuando su tío de 23 años se reventó el cráneo en un accidente de trabajo, pudo comprobar en carne propia dónde nacían esos lamentos.
Nunca ha contado demasiado acerca de su vida escolar, y al respecto tan sólo se sabe que con 13 ó 14 años se matriculó en la escuela de arte del Carnegie Museum de Pittsburgh, tan cercano a su ciudad que no necesitó mudarse. Durante este periodo estudió sobre todo pintura y diseño, y, como ya se ha indicado, absolutamente nada de fotografía. Resulta lógico, por lo tanto, que cuando se le pide que nombre a sus principales influencias se decante por Magritte, de Chirico y Balthus, mencionando en segundo lugar a Proust, Joyce, Cavafy, Picasso y Borges. Sus primeras experiencias profesionales transcurrirían como diseñador gráfico, una actividad que le gustaba y con la que disfrutaba, pero que nunca consideró creativa, pues, al fin y al cabo, se limitaba a hacer lo que le pedían. Mientras estuvo estudiando, Michals logró mantenerse repartiendo periódicos. Con lo que consiguió ahorrar se compró una edición de “Hojas de hierba” (Walt Whitman, 1855-1892), una obra que le ayudó a comprender y a solucionar varios conflictos internos que le torturaban: “¡Su amante era un hombre! Abrió mi mente por completo. Hablaba de muchas cosas que yo no conocía, que no me había planteado. Por ejemplo, decía cosas sobre Buda… No creo que jamás haya habido un solo budista en todo McKeesport”. A raíz de estas revelaciones, no tardó mucho en darse cuenta de que su ciudad natal se le iba quedando pequeña a medida que sus habitantes se arruinaban y se mudaban o bien simplemente sacaban flores a la puerta:
Un día, cuando todavía estaba en McKeesport, me dije a mí mismo: “Mismo, me marcho a Nueva York. Allí encontraré a un gran amigo y viviré muchas aventuras”. Mi meta siempre fue vivir aventuras, lo cual a la vez me daba mucho miedo, porque hasta entonces mi mayor aventura había sido repartir periódicos en una esquina.
A los pocos días de llegar a Nueva York fue contratado por Time como maquetista y diseñador, por lo que puedo proseguir sus estudios en la Parsosns School of Design. La Guerra Fría pasaba por una de sus etapas más tensas y la Unión Soviética era vista por la mayor parte de la población estadounidense como una verdadera y temible amenaza, por lo que a MIchals no se le ocurrió mejor aventura para empezar que meterse de lleno en la boca del lobo. Ojeando folletos, descubrió que podía realizar toda una gira por Rusia por unos mil dólares, así que tomó algo de dinero prestado y se marchó a ver qué había realmente allí. Pensó que si iba a hacer un viaje, lo lógico era volver con alguna foto de recuerdo, así que también pidió prestada una cámara. La persona que se la dejó le ofreció igualmente un medidor de luz, pero Michals le preguntó que para qué servía aquello y decidió no llevarlo consigo:
Ésta es toda la educación fotográfica que recibí: cuando estás en el exterior y hay sol, pones la cosa ésta en 16 y la otra en 250, en 500 o en lo que sea; si estás en el exterior, pero está nublado, pones la cosa ésta en 16 y la otra cosa en 60; y si estás en interior, te acercas a la ventana y pones la cosa ésta en 2.8 y la otra cosa en 30. Eso fue lo que hice, y todas las fotos me quedaron perfectas de exposición.
No sabemos qué tenía pensado fotografiar Michals cuando llegó a Moscú; pero cualquier idea que llevase, si es que llevaba alguna, fue rápidamente sustituida por la de limitarse a hacerles retratos a los viandantes. “Disculpe, ¿me permite tomarle una foto?” fueron las primeras palabras que aprendió a pronunciar en ruso. Las fotografías que hizo durante su viaje no tenían nada de especial; pero a él le sirvieron para aficionarse a la cámara y para curar un poco su timidez natural: “Jamás me habría atrevido a parar a alguien por la calle en Nueva York; pero el hecho de no ser ruso en Moscú y el llevar una cámara colgando hacían las cosas muy distintas”. Michals tenía 26 años cuando viajó a la Unión Soviética, y dos años más tarde ya era fotógrafo profesional.
Cuando cumplí 28 les dije a mis padres que iba a ser fotógrafo, y mi madre dijo “¡Pero si nunca has ido a la escuela de fotografía!”. Y eso es precisamente lo mejor de mi trabajo: que nunca he tenido que ir a una escuela para hacerlo. Nunca aprendí regla alguna. Algo tienen que enseñarte cuando te matriculas en una escuela, así que te enseñan normas. Una buena escuela te daría libertad para ser tú mismo, pero la gran mayoría no son así. […] Hace poco di una conferencia durante la ceremonia de graduación de la New School de Nueva York y le pregunté a uno de los estudiantes cuánto le habían costado los estudios. Me dijo que alrededor de 20.000 dólares. No podía creerlo… ¿Y sabes lo que sacan por ello? Todo lo que sacan es un portfolio con unas cien fotos del culo de su novia. Se sientan con los brazos cruzados en todo tipo de seminarios y luego se ponen a criticarse unos a otros los culos de sus novias o de sus novios. Después se gradúan y se van a la calle. Veinte mil dólares… Es patético. ¡Hay muchos apartamentos que pueden comprarse por ese precio!
Comenzó como autónomo realizando reportajes para las secciones de moda de Vogue, Esquire, Mademoiselle y Life, y posteriormente empezó a especializarse en hacer retratos de personajes relevantes del arte y la cultura. Entre ellos destacan especialmente los que le tomó a su admirado Magritte, los primeros de los que él llama “retratos prosaicos”, en los que no pretende reflejar la prosopografía de una persona con fidelidad, sino explicarle al público quién es realmente esa persona: “No se puede capturar a una persona tal y como es. Cómo va a poderse, si probablemente ni siquiera él sepa realmente cómo es… Cuando haces un retrato, no se lo haces a una persona, sino acerca de una persona”.
Sin embargo, su primera obra artística realizada en completa independencia no llegaría hasta 1964, cuando presentó su primera serie, “Empty New York” (“Nueva York vacía”), que es precisamente eso: diversos escenarios de su ciudad adoptiva privados de la presencia humana. Michals nunca ha negado que se inspiró abiertamente en las fotografías parisinas de Eugène Atget, uno de los pocos fotógrafos a los que considera un verdadero maestro: “Siempre me han fascinado esas imágenes tan teatrales, sus puestas en escena, sus atmósferas misteriosas… Atget es muy importante para mí. De algún modo, fue él quien hizo que comenzara con mis secuencias”.
Michals ya había cumplido 32 años cuando se sintió lo suficientemente seguro de sí mismo como para comenzar a mostrar lo que creaba. En un periodo en el que Cartier-Bresson gozaba de toda su gloria y era el modelo a imitar por todo el mundo, él presentó fotografías intemporales en las que no ocurría absolutamente nada, tomadas en localizaciones que podrían llevar varios años en el mismo estado y permanecer así eternamente. “Cuando hice esas imágenes, no tenía ni idea de fotografía. Había encontrado un libro maravilloso de Eugène Atget. Vi que había fotografiado habitaciones y calles de París vacías, y yo me quedé anonadado. Al día siguiente salí a la calle a tomar mis fotos. [En términos pianísticos], fue para mí mi primer ejercicio para cinco dedos”.
A la vez que ganaba confianza en sí mismo, Michals descubrió que sus fotografías neoyorquinas daban la impresión de ser escenarios de teatro dispuestos para que entraran los actores y dieran comienzo a la función, así que empezó a surgir en él la idea de que en realidad toda actividad humana puede ser vista como puro teatro. Por ello, no sólo no había nada de malo en preparar las fotografías todo lo que hiciese falta, sino que aquélla era la única manera de contar algo con fidelidad. Si, por ejemplo, el barbero había dispuesto su barbería como el escenario donde iba a actuar como barbero, ¿por qué no podía crear él los escenarios que le apetecieran y después incluir a los actores que eligiera?
Su primera secuencia, “La mujer asustada por una puerta” (1966), está formada por cinco fotografías de pequeñas dimensiones que se presentan en serie, sin haber adoptado todavía su formato de viñetas característico. Aunque parezca mentira, no existían precedentes de una obra semejante. Son conocidas las secuencias realizadas por Eadweard Muybridge a finales del siglo XIX; sin embargo, en prácticamente la totalidad de los casos, Muybridge se limitaba a tratar de captar los diferentes estadios de un movimiento, sin apenas ninguna intención narrativa. Michals, en cambio, comienza a contar historias que perfectamente podrían ser traducidas a palabras en un buen relato.
Varias de estas secuencias redundan en sus grandes curiosidades: qué pasa después de la muerte, qué es la memoria, qué es el tiempo o cómo representar la condición humana. “De repente disponía de un vehículo para contar historias. Tradicionalmente, para representar la muerte, un fotógrafo habría fotografiado un cementerio, un cadáver o a una plañidera; pero eso no es la muerte, sino los aledaños fácticos de la muerte. A mí me interesaban más las implicaciones metafísicas, cómo se siente el que muere”.
Además de numerosas reflexiones desenfadadas acerca de las convenciones sociales y morales, Michals también ha mostrado un gran interés acerca del misterio de la causalidad sucesiva: el cómo un evento aparentemente intrascendente puede acabar cambiando por completo el curso de una vida. Quizá sea en “Chance Meeting” (1970) (“Encuentro casual”), una de sus secuencias más conocidas, donde mejor se exprese esa idea. La obra ha sido frecuentemente entendida como una reivindicación de la visibilidad pública de la homosexualidad, aunque su autor ha afirmado en numerosas ocasiones que no estaba pensando en eso cuando la realizó, sino en las veleidades de las coincidencias cotidianas.
En este sentido, a menudo se le suele señalar como uno de los intelectuales que más activamente han luchado contra la discriminación de los homosexuales. No obstante, lo cierto es que Michals nunca ha realizado ninguna declaración rompedora al respecto, sino que simplemente se ha limitado a vivir su vida con normalidad, sin fingir ni ocultarse. Por ello, aunque no tenga ningún problema en definirse como gay, rechaza su encasillamiento como “fotógrafo gay”: es fotógrafo y es gay, pero eso no quiere decir que sea “fotógrafo gay”. De hecho, aunque valore su aspecto estético, suele mostrarse bastante crítico con el trabajo de artistas como Mapplethorpe: “Creo que ha sido un verdadero desastre para las personas homosexuales. Para alguien que fue tan profesionalmente gay, creo que sabía muy poco sobre la homosexualidad. Su trabajo se basó exclusivamente en explotar clichés”.
A principios de los años 70 sus secuencias comenzaron a dejarle insatisfecho. Algunas habían crecido hasta abarcar más de diez fotografías, por lo que habían comenzado a perder su sentido ―quizá incluso habría empezado a resultar más eficiente rodar un corto o realizar una obra de videoarte―. Fue entonces cuando decidió comenzar a narrar con palabras manuscritas sobre sus fotos. No era la primera vez que cometía el “pecado” de escribir sobre sus impresiones, pero hasta entonces se había limitado a incluir el título y poco más. A partir de entonces, la cosa se fue complicando, hasta que sus textos llegaron a tomar la apariencia de poemas ―si bien no lo son, pues pierden su sentido si se les separa de la imagen a la que acompañan―.
Quizá debido a su elogio de la autodidáctica, o puede que por su incapacidad de morderse la lengua cuando desea criticar el trabajo de sus compañeros de oficio, Michals nunca ha sido una persona especialmente querida dentro de los círculos fotográficos más destacados. Con cierta amargura, varias veces ha rememorado cómo durante una inauguración en el MoMA, alrededor de 1970, Cartier-Bresson acudió a saludarle con su mejor sonrisa, al parecer sin saber a quién se disponía a estrecharle la mano. Cuando Michals se identificó, el francés torció el gesto con asco y se dio la vuelta sin despedirse. “¿Tanta importancia podía tener para ese hombre un poco de distorsión?”, aún se pregunta hoy Michals.
No obstante, es más que probable que el inexplicable enfado del maestro fuese más bien debido a cualquier declaración que el norteamericano hubiese realizado en contra de su obra, como posteriormente ha seguido haciendo con la de cualquiera a quien no considerara “auténtico”, cualidad que estima imprescindible en todo buen artista. Sus críticas, no obstante, y aunque bastante duras, siempre suelen ir teñidas de un gran sentido del humor. “Como vuelva a ver otro autorretrato de esa mujer, creo que pasaré el resto de mi vida vomitando”, ha manifestado no hace mucho acerca de las fotos de Cindy Sherman, una de sus dianas favoritas. No contento con expresarse a través de la palabra en entrevistas, en 2006 lanzó el libro “Foto Follies: How Photography Lost its Virginity on the Way to the Bank” (“Fotoestupideces: Cómo la fotografía perdió su virginidad de camino al banco”), en el que bajo el lema “In Art We Trust” y mediante desternillantes parodias y montajes, carga contra la absurdidad que, en su opinión, domina la fotografía contemporánea. “Porque si sólo eres fotógrafo, tus trabajos valen 5.000 dólares como mucho; pero si eres ‘fotógrafo-guión-artista’, es decir: un artista que utiliza la fotografía, entonces tus fotos valen más de 70.000 dólares”. Entre sus parodiados no podía faltar Cindy Sherman, a la que destroza con especial dedicación; pero tampoco otros nombres ilustres del panorama actual como Wolfgang Tillmans, Rineke Dijkstra, Andrés Serrano, Sherrie Levine, Pipilotti Rist, Gerhard Richter, Jeff Koons, Edward Ruscha, Thomas Ruff o Andreas Gursky, al que considera el tipo más aburrido del mundo: “…y el arte nunca es aburrido. […] Si redujeses sus fotos a 24 x 30 cm te darías cuenta de lo que realmente es: ¡aburrido! Por lo tanto, lo de este chico es una simple cuestión de tamaño […] Bueno, ahora que lo pienso, Tillmans es incluso más aburrido”.
Si bien en ocasiones emplea el recurso de la distorsión con fines exclusivamente estéticos, a veces lo ha aplicado a los retratos para indicar que alguien está desvanecido, o que no es del todo real. Es el caso de los retratos que en 1972 le realizó a Andy Warhol, que había sido su amigo de la niñez ―aunque Warhol siempre afirmó ser de Pittsburgh, Michals sostiene que nació y vivió sus primeros años en McKeesport―. “En cuanto se hizo famoso dejé de saber de él, hasta que me tocó fotografiarlo. Esos retratos son bastante fieles a su verdadera imagen: Andy era un chico sin personalidad, casi una falsificación de sí mismo”.
Pero Michals no ataca indiscriminadamente a cualquier fotógrafo que no sea él mismo. Por el contrario, en su apartamento muestra con orgullo una fotografía original de Irving Penn, así como se deshace en loas a Francesca Woodman, Sally Mann, Robert ParkeHarrison, Chema Madoz o John Dugdale. En general, como vemos, ante todo valora la imaginación: “Me habría encantado saber qué soñaba realmente Magritte cuando se iba a dormir: tenían que ser unos sueños maravillosos”.
Dentro de su relativa excentricidad profesional, Michals nunca ha poseído un estudio propio y nunca ha trabajado en ninguno por propia voluntad. No es que desprecie la luz artificial ―aunque prefiere la natural―, sino que cree que cada buena fotografía debe poseer su propia atmósfera. En su opinión, un estudio fotográfico se parece demasiado a un quirófano, donde trozos de hígado, rodilla o cerebro pasan a ser basura en cuanto se les separa de la persona que les proporcionaba razón de ser y apellido. Muchas de sus fotografías están hechas en su propio apartamento, que no está acondicionado para ello de ningún modo: cuando vemos una estantería de fondo, son sus propios libros los que estamos viendo.
La historia de “El espejo mágico de incertidumbre del Dr. Heisenberg” (1998) es realmente curiosa. Contrariamente a lo que suele ser su norma, se trata de un encargo realizado por la edición francesa de Vogue para ilustrar un artículo sobre física cuántica. Sorprendentemente, ha resultado que esa disciplina científica constituye uno de los focos de atención de Michals, que es capaz de recitar nombres de partículas subatómicas con la misma naturalidad que si estuviera repasando la alineación de un equipo de fútbol y, por si fuera poco, encima parece conocer las características definitorias de cada una de ellas:
Cuando iba al colegio en Pennsylvania, en los 40, nuestro profesor de ciencias, Mr. Dunlap, nos enseñó que los átomos tenían electrones, neutrones y protones, y con eso ya estaba bien. Pero después de la Segunda Guerra Mundial, con el desarrollo de los aceleradores, fueron descubiertas partículas mucho más pequeñas: muones, quarks, gluones, bosones y otras. Después, Werner Heisenberg dijo que no se puede predecir con ninguna certeza la posición o la velocidad de una partícula: se relacionan entre ellas dentro de un caos completo. La idea de que la expresión básica de la energía es algo caótico tiró por los suelos muchas líneas de pensamiento. ¿Cómo puede alguien no sentir curiosidad ante algo así?
Compré el espejo convexo en una almoneda de Bath, durante una visita a la Royal Photographic Society. Estaba tan entusiasmado con sus distorsiones que lo llevé conmigo en la cabina del avión. Los pasajeros del vuelo debieron de pensar que yo era la persona más presumida del mundo… Pensé que podría ilustrar el principio de incertidumbre de Heisenberg con un espejo como aquél, que transformaba todo lo que se colocaba frente a él. En cuanto la modelo se movía lo más mínimo, su imagen cambiaba por completo. Era extraño, era como si su cara fluyera como un líquido, y también fascinante. Tenía la impresión de estar contemplando a la energía evolucionando y vibrando justo delante de mis narices. Por supuesto, es una tontería: no podemos ver a la energía cambiar de estado a esos niveles; pero ver su cara distorsionándose de aquella manera fue maravilloso de todas formas.
Aunque Michals parezca gozar de una salud excelente a pesar de su edad avanzada, la muerte ha vuelto a cobrar presencia en su vida. Su amigo el arquitecto Frederick Gorree, como él sigue refiriéndose a la persona con la que lleva un par de años casado tras cincuenta y cuatro de relación continua, está enfermo de parkinson y alzheimer y se espera un rápido y fatal desenlace.
Es duro vivir su lento declive con la compañía constante del dolor y la melancolía… Sé que no se puede evitar el dolor, es tan propio de la vida como la felicidad. Pero en circunstancias como éstas la cosa más tonta deviene muy profunda. Estoy acumulando recuerdos para cuando llegue el invierno, para cuando llegue el momento inevitable en el que se vaya. Estoy acumulando recuerdos para cuando él ya no esté conmigo. Y me he vuelto a enamorar de él perdidamente. Una vez existió el Fred al que deseaba, el Fred al que comencé a querer o el Fred que me acompañó durante muchos años con su amistad. Ahora simplemente hay otro Fred, y a veces me sorprende diciendo cosas maravillosas como “Me pregunto qué estará haciendo Marco Polo hoy…”. Me gusta sentarme a su lado y cogerle la mano. La verdad es que no tengo demasiadas satisfacciones ahora mismo. No tengo ningún sitio más en el que refugiarme. Quién habría podido pensar que cogerle la mano a alguien pudiese ser tan satisfactorio…
Sólo queda esperar que el Fred de sus recuerdos, el Fred que le acompañará durante un invierno mucho más largo de lo habitual, mantenga muchos años más tan llena de vida y brillantez la mente de este fotógrafo que nunca ha llegado a considerarse artista.
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Hola, buenos días. Estoy haciendo artículo científico sobre las foto-secuencias de Duane Michals para mi universidad y me gustaría corroborar las citas que usas en tu artículo. Si recuerdas el libro o web donde las conseguiste, me ayudarías mucho.
Diego Jiménez